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La mujer que estaba sentada a su lado dijo:

—No sé si Julian va a venir, ¿y usted?

—No, tampoco yo lo sé, me temo… —dijo Rob.

—Creo que eran grandes amigos. No estoy segura de que ahora pueda reconocerle. —Estiró el cuello para mirar a su alrededor. Su sombrero negro tenía unos centímetros de velo en el frente, y llevaba una flor de seda malva sobre la oreja derecha. Ningún anillo de boda en el dedo anular, pero varios viejos anillos de oro, quizá joyas familiares, en otros dedos. Su ropa era de seda y terciopelo suaves y con arrugas, en tonos negros y rojo oscuro, elegante aunque no precisamente a la moda. Volvió a sonreír al hombre, y este no estaba seguro de que ella pensara que le conocía, o que sencillamente pensara que no era necesario conocerle para dirigirle la palabra. Su voz firme, entrecortada, tenía cierto tono travieso—. Me temo que bastantes de esas personas van a tener que estar de pie.

Volvió a mirar a su alrededor con complacencia ante las azoradas pugnas de los últimos en llegar, que se abrían paso entre las filas o se sentaban bruscamente, como si no les importara, encima de algún alféizar o radiador imposible. Un anciano se había encaramado como un árbitro de tenis a lo alto de una escalera de la biblioteca. Aún eran las dos menos diez, pero los actos como aquel avivaban un extraño celo en la gente. Rob había tenido la suerte de encontrar aquel asiento, al final de la fila, pero cerca del frente.

—¿Fue usted al entierro?

—No, me temo que no —dijo él.

—Yo tampoco. No soy una fan.

—Oh…

—De los entierros, quiero decir. He llegado a una edad en la que una se da cuenta, con consternación doliente, que va a más entierros que a fiestas.

—Supongo que podría decirse que esto está a caballo entre ambas cosas.

Desdobló el programa de intervenciones, una lista de nueve lectores y oradores. Inevitablemente, y a causa de la emoción, la inexperiencia o el mero engreimiento, casi todos ellos se extendían más de lo conveniente, y las brillantes copas y el buffet tapado que se atisbaban al fondo de la biblioteca no estarían a su disposición hasta aproximadamente las cuatro de la tarde. La biblioteca misma estaba fúnebremente magnífica. Rob miró los estantes superpuestos de libros encuadernados en piel con la mirada escéptica y sigilosa del profesional. Un amplio semicírculo de sillas llenaba el recinto, y habían instalado un estrado bajo con un atril y un micrófono. Los criados, con chaqueta negra, iban poniéndose más y más nerviosos, y el número de sillas seguía creciendo. Un acto como aquel debía de suponer un reto frente a la rutina de un club: la deferencia automática debida a uno de sus socios fallecido se hacía extensible a todo aquel gran grupo heterogéneo. A un par de jovencitos se les hizo ponerse corbata, pero un grupo de hombres ataviados de cuero se hallaban tan lejos de las normas del vestir que se les permitió seguir como estaban. El único otro varón sin corbata era un obispo con chaleco lila.

Desde su asiento, Rob veía de perfil la hilera delantera, integrada inconfundiblemente por miembros de la familia, o por asistentes que hablarían luego a la concurrencia: reconoció a Sarah Barfoot, a Nigel Dupont y a Desmond, el marido de Peter. El propio Rob había tenido una aventura con Desmond, diez o doce años atrás, y ahora lo miraba con esa conciencia misteriosa de lo imprevisto que acecha bajo las reafirmaciones de todo reencuentro. A los demás oradores se les podía identificar quizá a partir de la propia lista. Al doctor James Brooke no lo conocía en absoluto. Al fondo había un hombre de unos sesenta años, de nariz larga y gafas que le colgaban de un cordón, estudiando las hojas mecanografiadas que iba a leer. Parecía, en cierto modo, ajeno al ánimo nervioso pero solidario del resto del grupo; quizá ocultaba sus nervios bajo el ceño y la súbita mirada impaciente y airada que dándose la vuelta dirigió a los asistentes a su espalda; pero vio a alguien conocido, y le dedicó un movimiento de cabeza breve pero jocoso. Rob pensó que debía de ser Paul Bryant, el biógrafo.

La vecina de Rob dijo, quitándose las gafas de leer:

—¿Qué edad tenía?

Rob miró el encabezamiento de la tarjeta con la pequeña fotografía en blanco y negro y las palabras PETER ROWE - 9 DE OCTUBRE DE 1945 - 8 DE JUNIO DE 2008 - HOMENAJE.

—Pues… sesenta y dos.

La fotografía era más tópica que halagadora. Se veía a Peter en una fiesta, aseverando algo, con una copa de vino en la mano. En este tipo de actos, a menudo se mostraba una gran ternura respecto a las manías del fallecido. Rob evocó de inmediato la voz de Peter, engolada, divertida, arrolladora…, un sonido por el que el propio Peter había sentido siempre un gran apego.

—Seguramente le conocía usted bien.

—La verdad es que no, me temo. Quiero decir que crecí con su serie de televisión, pero sólo lo llegué a conocer mucho más tarde.

—Me encantaba esa serie, ¿y a usted?

—Hicimos muchos negocios con él… Perdón, debería decirle que soy librero.

Rob se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una cajita translúcida y obsequió a su vecina con una tarjeta de visita: Rob Salter, Garsaint.com, Libros y Manuscritos.

—¡Ajá! Fantástico…

La mujer miró la tarjeta.

—Tenía una gran biblioteca de arte —dijo Rob.

—Imagino que sí. ¿Es su campo?

—Estamos especializados sobre todo en obras posteriores a 1880: literatura, arte y diseño.

La mujer metió la tarjeta en el bolso.

—No se dedican a libros franceses, supongo…

—Podemos buscar cosas específicas, si lo solicita algún cliente. —Se encogió de hombros, con gesto agradable—. Podemos encontrarle cualquier cosa que desee.

—Mmm… Puede que tenga que acudir a usted…

—Ahora que toda la información está a nuestro alcance…

—Qué pensamiento, ¿no? —dijo ella, y sacó una tarjeta suya, raspada un poco por las esquinas, y con un número de teléfono privado escrito con tinta. Profesora Jennifer Ralph, Saint Hilda’s College, Oxford—. Aquí tiene.

—Oh… —dijo Rob—. Sí, ciertamente… Villiers de L’Isle-Adam, si no me engaño.

—Qué inteligente…

—Vendí varios ejemplares de su libro.

—Ah… —dijo ella, encantada pero seca—. ¿De cuál?

Pero entonces se oyó un penetrante y horrible gemido que partía de los altavoces, y la figura alta de Nigel Dupont se acercó y se apartó rápidamente del micrófono, sonriendo. Luego volvió a acercarse a él, y no había dicho más que «Damas y caballeros» cuando volvió a oírse el ruido salvaje, que reverberó en paredes y techo. Aunque no era culpa suya, le hizo parecer un poco necio, algo a lo que evidentemente no estaba acostumbrado en absoluto. Se echó hacia atrás el tupé sobremanera rubio con una mano distraída. Una vez solucionado, más o menos, el problema, lo único que dijo, entrecerrando los ojos ante el mensaje de texto de la pantalla de su iPhone, fue:

—Estoy seguro de que comprenderán el pequeño retraso: la hermana de Peter está en medio de un atasco de tráfico.

—El famoso Dupont, supongo —dijo Jennifer, en voz bastante alta, cuando se reanudaron las charlas—. Qué honor…

—Sí… —dijo Rob.

Dupont tenía una cara larga y extemporáneamente bronceada y llevaba unas gafas de montura casi invisible, y un traje que transmitía por sí mismo la superioridad total de una cátedra bien remunerada en la Universidad del Sur de California.

—¿Y sabe, por casualidad, el nombre del hombre del otro extremo…, el de la… corbata verde? —dijo Jennifer, eligiendo el elemento menos identificador de su persona.

—Bueno, creo —dijo Rob— que debe de ser Paul Bryant, ¿no? El escritor de todas esas biografías… Como aquella que levantó tanto revuelo sobre el obispo de Durham.

Jennifer asintió con la cabeza, despacio.

—Santo… Dios… ¡Sí, es él! No le había visto desde hace cuarenta años.

A Rob le hizo gracia la mirada medio abstraída, medio burlona de Jennifer a través del recinto.

—¿Cómo lo conoció?

—¿Cómo…? Bueno —dijo Jennifer, resbalando un poco en su silla, como para ocultarse de Bryant pero también para iniciar una fase más confidencial con Rob—. Hace años escribió un libro, su primera obra, de hecho…, que causó también un gran revuelo, acerca de mi…, bueno, de una especie de tío abuelo mío.

Descartó ahondar en explicaciones innecesarias.

—Sí… ¿De Cecil Valance?

—Exacto.

—Así que su tío abuelo era Cecil Valance… —dijo Rob, maravillado, casi zumbón.

—Bueno… —Aspiró con fuerza, y Rob la imaginó en la sala del college, en una pesada clase de tutoría sobre Mallarmé o cualquier otro tema más allá del alcance de sus alumnos—. Quiero decir que si quiere saberlo realmente…

—Por supuesto —dijo Rob, con total sinceridad, y con la sensación de que ahora le resultaría bastante molesto que diera comienzo el acto. Él era estudiante cuando se publicó la biografía de Valance, y recordaba haber leído fragmentos en un periódico dominical, y había disfrutado de aquella atmósfera de revelación sin estar especialmente interesado en quienes aparecían en ella.

—Mi abuela —dijo Jennifer— estaba casada con el hermano de Cecil, Dudley Valance, que también era escritor, hoy día bastante olvidado.

—Bueno, Flores negras —dijo Rob.

—Exacto. ¡No debo olvidar que es usted librero! Pero lo dejó, se casó con mi abuelo, el artista Revel Ralph.

—Sí… Así es —dijo Rob, viendo cómo ella alzaba con rapidez la ceja.

—Mi padre trabajaba sobre todo en Malasia; era alguien importante en el comercio del caucho, pero a mí me mandaron a un internado de Inglaterra, por supuesto, y solía pasar las vacaciones con mi tía Corinna, la hija de Dudley. Fue entonces cuando conocí a Peter, por cierto. Tocaba duetos con ella. Corinna era una pianista extraordinaria; podría haber llegado a ser concertista.

—Ya —dijo Rob, distraído con la visualización del padre de Jennifer vestido de goma, aunque el trasfondo lascivo sólo aleteó levemente en forma de sonrisa alentadora—. Qué interesante.

—Bueno, sí lo es —dijo Jennifer secamente, encogiendo la barbilla—, pero según Paul Bryant todo lo que le acabo de decir es falso. Veamos… Mi tía no era realmente hija de Dudley, sino de Cecil. Dudley era gay, aunque se las arregló para tener un hijo con mi abuela, y el padre de mi padre no fue Revel Ralph, que en realidad era gay, sino un pintor llamado Mark Gibbons. Puede que lo haya simplificado un poco.

Rob sonrió y asintió con la cabeza, sin asimilar bien del todo lo que acababa de oír.

—¿Y no es verdad lo que dice? —dijo.

—Oh, quién sabe… —dijo Jennifer—. Paul siempre fue un poco fantasioso, todos lo sabíamos. Pero aun así causó un gran escándalo en su día. La mujer de Dudley incluso trató de conseguir un mandamiento judicial para que la obra no se publicara.

—Sí, claro…

Era la percepción que ya había tenido antes de la vieja guardia tratando de cerrar filas sin conseguirlo.

—¿Se acuerda? Y, por supuesto, aquello arrojó una luz muy poco envidiable sobre mi pobre abuela.

—Sí, entiendo.

—Se había casado tres veces, y va él y dice que a dos de sus tres hijos no los habían engendrado sus maridos; y, además, ¿he dicho ya que Cecil había tenido una aventura con el hermano de mi abuela? Sí, eso también.

—Oh, Dios —dijo Rob, que no entendía muy bien cuál era la opinión de Jennifer al respecto. Parecía reprobar a Paul Bryant, pero no rebatía exactamente lo que él afirmaba. Su burlón tonillo académico tenía también un toque aristocrático, una pequeña reserva esnob de la que ella no había querido librarse por completo—. Suponía que no vivía ya.

—Sí, vivía, me temo, aunque era ya muy muy anciana, y estaba prácticamente ciega, así que no había muchas probabilidades de que pudiera llegar a leerlo. Todo el mundo trató de impedirlo. —Jennifer se estremeció a causa de su evidente sentido del humor y también ante el horror de la situación—. Aunque estoy segura de que usted no ignora que siempre habrá algún amigo querido que se sentirá en la obligación de abrirle los ojos al respecto. Y creo que eso acabó con ella. El caso es que ella había escrito un libro bastante endeble sobre su romance con el tío Cecil, de forma que tuvo que ser todo un shock que le dijeran que también había tenido una aventura con su hermano.

—Bueno, sacar a la luz a los escritores gays hacía furor en aquellos años, por supuesto.

—Bueno, sí —dijo ella, con una franca sacudida de cabeza—. Si eso hubiera sido todo…

Rob la miró en el momento en que dio con el título.

Inglaterra tiembla —dijo.

Llevaba mucho tiempo descatalogado, aunque después había aparecido una edición norteamericana de bolsillo. Rob recordaba la foto de Valance en la tapa, y el elogio en el Times of London: «¡Sensacional!», o algo parecido.

Inglaterra tiembla —dijo Jennifer—. Exactamente… —Bajó las comisuras de los labios en una expresión bastante francesa de indiferencia—. El caso es que…

Se alzó por encima de las charlas un sonoro runrún, un murmullo preparatorio de la autocomplacencia, y luego se oyó: «Damas y caballeros, muchísimas gracias, soy Nigel Dupont…».

—Ah… —Rob hizo una mueca de disgusto.

—También hay una historia sobre Maese Bryant —dijo Jennifer, con un rápido movimiento de cabeza y un gesto que sugería que continuaría más tarde—. No todo fue como parecía…

Rob se echó hacia atrás en su asiento, sonriendo con aprobación, pero también divertido ante el hecho de reservarse un juicio sobre el asunto para más tarde.

Al parecer la familia había pedido a Dupont que oficiara de maestro de ceremonias en aquel acto, y él había aceptado ese papel con excelente disposición y autoridad natural y un tanto de disculpable confusión, como si quisiera hacer constar que echaba una mano movido por su natural bondadoso.

—Bien, aquí estamos todos —dijo, mirando hacia los asistentes con una sonrisa de paciencia exagerada ante la figura confusa de la hermana de Peter, congestionada por su tremendo apresuramiento a través de las calles de Londres, y que ahora ordenaba sus bolsas y papeles en la fila delantera. Luego, su sonrisa se paseó por el resto de las filas—. Soy consciente de que muchos de los que estáis aquí conocíais… a Peter mucho mejor que yo, y algunos de ellos os dirigirán unas palabras dentro de un momento. Peter fue un tipo increíblemente popular, con una increíble cantidad de amigos de todas clases. Veo, entre los presentes, varios tipos de personas… —Pasó revista visual a la sala con aire jocoso, con ojo de expatriado, despertando confusión e incluso risa en personas que de pronto se preguntaban a cuál de los tipos pertenecerían ellas—, y quizá esta reunión de sus amigos pueda considerarse la última de las famosas fiestas de Peter, en las que uno podía conocer desde un duque a un… disc jockey, desde un obispo a un vendedor ambulante. —Dupont, aquí, quizá mostró cierto desconocimiento de la vida inglesa contemporánea. El obispo de la segunda fila sonrió con tolerancia—. Está claro que muchas amistades se iniciaron en esas fiestas. Y sé que algunos de mis mejores trabajos tal vez no hubieran llegado a plasmarse de no haber sido por reuniones propiciadas por… Peter. —Reflexionó durante un momento; parecía que iba a hablar sin papeles, lo cual creó cierta pequeña tensión de embarazo latente y un renovado alivio de la concurrencia al ver que continuaba hablando. Hasta el nombre del mismo Peter parecía negarse a salirle constantemente—. Sin embargo, de momento, Terence, el padre de Peter, ha sugerido que diga unas palabras sobre la época en que conocí a su hijo, cuando tenía poco más de veinte años y yo era un chico tierno de doce.

Dupont sonrió con distancia y magnanimidad ante este recuerdo, mientras el sonido vagamente turbador de lo que acababa de decir iba asentándose en la sala. Rob miró hacia el otro extremo de esta, y vio que un hombre alto y de pelo rubio sonreía también, y que le sonreía a él específicamente, por encima de su aire general de estarse divirtiendo. Rob pensó que seguramente lo había visto en alguna parte, pero su capacidad de identificación no lograba localizarle. Bajó la mirada, y vio que Jennifer, bajo su expresión de atención cortés, dibujaba discretamente con un portaminas, en el reverso del programa, un pequeño y diestro boceto del profesor Dupont.

—Durante un breve periodo, algo más de tres años, Peter dio clases en una escuela privada de primaria de Berkshire llamada Corley Court. Era su primer trabajo propiamente dicho; creo que antes había trabajado unos cuantos meses en el departamento de caballeros de Harrods, experiencia que hizo que le tomara gusto a Londres. ¡La vida a tumba abierta, como solía decir él! Había llegado de Oxford con una nota media de notable, pero una carrera académica nunca llegaría a ser la verdadera meta de Peter. —Dupont miró con complacencia los estantes de libros encuadernados en piel, mientras un ceño de incertidumbre iba recorriendo los semblantes de los presentes—. Tenía pasión por el conocimiento, por supuesto, pero no era un especialista, lo cual le vino muy bien en Corley, donde hubo de enseñar de todo, salvo, creo, matemáticas y educación física. Corley Court era una casa de campo de estilo victoriano tardío, de un tipo muy vilipendiado aquellos años, aunque Peter se sintió fascinado por ella desde el principio. La había construido un hombre llamado Eustace Valance, que había hecho fortuna con las semillas de césped, por la que se le concedería más tarde el título de baronet. Su hijo fue también experto en agricultura, pero sus dos nietos, Cecil y Dudley, se hallaban ya en vías de convertirse en escritores de renombre.

Rob, aquí, miró a Jennifer, que hizo un leve gesto de asentimiento mientras reforzaba con el lápiz la onda del copete adolescente de Dupont.

—Seguramente todos conoceréis de memoria algunos versos de Cecil —prosiguió el orador, sonriendo a las densas filas y concitando de nuevo en ellas una mezcla de resistencia y buena disposición; era como si estuviera pidiendo a los asistentes que recitaran los versos que sabían—. Era un ejemplo claro del poeta de segunda fila que se asienta en la conciencia colectiva más profundamente que cualquier maestro de los grandes. «Toda Inglaterra tiembla en el ramillete / de rosas silvestres de principios de mayo…». «Dos benditos acres de tierra inglesa…». —Miró al auditorio casi burlonamente, como si fuera él mismo un profesor de primaria—. Algunos de vosotros quizá sepáis que edité los poemas de Cecil Valance, un proyecto que acaso nunca habría visto la luz si no hubiera sido por el aliento que recibí de Peter desde el principio.

Asintió con la cabeza, despacio, como ante la naturaleza providencial de aquello. Rob había olvidado este dato, que vinculaba a Jennifer con Dupont de una forma inesperada que le resultaba grata.

—Así que… —Dupont hizo una pausa, como para recuperar el rumbo; un nuevo gesto de modesta y hábil vanidad al invitar a los presentes a que le vieran improvisar. La mitad de estos parecían seducidos por ella; otros, colegas de Peter de más edad, amigos de la familia que nunca habían oído hablar de Dupont y estaban aún pendientes de averiguar qué era lo que quería decir, tenían la expresión de vacuidad levemente ofendida propia de los miembros de cualquier congregación. Uno o dos de ellos, por supuesto, habrían leído sus obras de referencia de la Teoría Queer[21], y quizá se veían sorprendidos gratamente al comprobar que Dupont era capaz de hablar en un lenguaje directo cuando lo juzgaba necesario. Rob volvió a sentir que no tenía que tomar partido, y miró humorística e inquisitivamente la rodilla de Jennifer, y ella le ofreció el programa con su pequeña sonrisa de comisuras caídas. Había conseguido plasmar a Dupont con gran fidelidad, en un dibujo que estaba a medio camino entre el retrato y la caricatura. Rob soltó un resoplido casi inaudible y al volver a mirar las filas vio que el hombre alto y rubio le estaba sonriendo, y luego parpadeaba despacio y finalmente apartaba la mirada. Al sentimiento de Rob de que no era apropiado ligar en un acto como aquel se unía el sentimiento de que a Peter no le habría importado en absoluto. Sus ojos se desplazaron hacia un lado y su mirada cayó, con una especie de curiosidad respetuosa, en Desmond, que estaba sentado muy derecho pero con los ojos fijos en los recios zapatos negros de Dupont—. Así que… —estaba diciendo Dupont— tenemos lo que Peter solía llamar una «casa violentamente victoriana», y un poeta de la Primera Guerra Mundial con una vida privada interesante. Ahora vemos que Corley Court fue esencial para el trabajo de Peter, como lo sería para el mío más tarde. Sus dos series innovadoras, Escritores en la guerra, para Granada Television, y El sueño victoriano, para la BBC2, en cierto modo se incubaron en aquel lugar extraordinario, aislado del mundo exterior y sin embargo —aquí sonrió, persuasivo, ante la belleza de su propio pensamiento— testimonio vivo de él… en tantos aspectos.

Los ojos de Rob fueron recorriendo la curva de la hilera frontal, donde los oradores a la espera sonreían a Dupont con cortés ansiedad e impaciencia. Al otro extremo, Paul Bryant garabateaba algo en su texto impreso, como alguien que participara en un debate. El padre de Peter tenía un aire desconsolado pero lleno de curiosidad, como si aún siguiera descubriendo cosas importantes de su hijo. La fecha elegida para el homenaje, cuatro meses después de la muerte de Peter, sin duda no le resultaba nada fácil. Pero ahora había algo a un tiempo embarazoso y cómico que se estaba haciendo patente de forma inevitable. Muy despacio, el ronroneo de gran sonoridad de Dupont, una especie de intimidad maximizada que llenaba la sala de altos techos de forma equitativa a través de los dos grandes altavoces asentados sobre pedestales, había ido menguando hasta convertirse en un sonido de alcance más modesto, más nítido al principio, al irse eliminando el breve eco enmascarado, y luego más callado, como si un modesto funcionario estuviese al mando de una máquina soberbia. El mismo Dupont parecía darse cuenta de que sus palabras no volvían a él con el volumen óptimo.

—Cuando Peter nos llevaba a Oxford a algunos de nosotros en su coche —estaba diciendo ahora—, lo primero que nos llevaba a ver era la capilla del Keble College…

—¡No se oye! —llegó un grito imperioso desde las últimas filas, regodeándose en su propia irritación; y al poco acudieron en su ayuda otras voces más corteses. Dupont miró hacia abajo y descubrió que el micrófono había caído con su soporte como una flor, y le apuntaba ahora hacia la entrepierna.

Rob sonrió ante esto, y miró hacia el hombre rubio, y lo descubrió compartiendo la sonrisa con uno de los hombres con atuendo de cuero que había en el fondo de la sala. Ligeramente molesto, Rob se dio la vuelta en su asiento mientras volvían a poner el micrófono en su sitio, y alzó la mirada hacia las estanterías más cercanas. Pensó que podía ser una sección que contenía libros escritos por los miembros del club; destacaban algunos nombres muy famosos, para el orgullo general, pero había otros autores de los que Rob no había oído hablar nunca y que, decidida y resueltamente, habían donado ejemplares de todas sus obras publicadas; ahora ajándose, decolorándose, amarilleando y deteriorándose, sin que nadie los tocase, década tras década. Le gustaba el efecto de la caducidad, del olvido casi inmediato de obras presentadas con orgullo; obras ocultas a plena vista, seguramente pasadas por alto por aquellos socios que miraban diariamente aquellas estanterías; era el tipo de terreno sombrío en el que el librero avezado desarrollaba sus pesquisas.

—Podría hablar de Peter durante horas —estaba diciendo Dupont—, pero ahora vamos a escuchar un poco de música.

Bajó del estrado, y Janet Baker cantó «Ich bin der Welt abhanden gekommen» de Mahler, a un volumen tan estentóreo que la instalación acústica chisporroteaba y crujía, lo que obligó al joven a cargo del sonido a bajar bruscamente el volumen, y luego, al ver las sonrisitas inquisitivas de algunos de los presentes, volver a subirlo entre sonrisas y metiéndose el pelo detrás de las orejas. Rob sacó la estilográfica y tomó unas cuantas notas en el reverso de su programa.

A continuación, Nick Powell, que había estado en Oxford con Peter, relató el viaje a Turquía que habían hecho juntos un verano. Leía un texto escrito, aunque con un efecto más vacilante y personal que el logrado por Dupont en su discurso improvisado; no dijo exactamente que hubiera tenido una aventura con Peter, pero tal probabilidad parecía llenar el espacio vagamente bienintencionado existente entre sus recuerdos y la imaginación de los oyentes al respecto. Y de nuevo, al principio como embargada por la emoción, la voz se secó y cesó, y el largo lamento creciente de una moto acelerando a lo largo de Pall Mall dio un súbito sentido triste al mundo exterior. Se oyó el martilleo de los obreros, el tenue chillido de los frenos. Una mujer más comprensiva se levantó de su asiento para dejar constancia del problema de micrófono. Y otra vez se alzó la voz del fondo: «¡No se oye!», como si el fracaso del orador en hacerle llegar lo que decía confirmara la bajísima opinión de él que ya tenía.

La fragilidad del micrófono se había convertido en una parte mortificante y sutilmente demoledora del programa. Se puso a prueba la paciencia de los asistentes; el joven encargado del sonido, con su aire inane de saber de acústica menos que nadie, no paraba de levantarse para apretar la tuerca de mariposa que mantenía sujeto el micrófono, mientras la irritación contra él crecía en la sala y la gente empezaba a gritarle lo que debía hacer. Ello hizo que los presentes, de forma apenas consciente, empezaran a estar hartos también de los oradores. Al final estos tuvieron que quitar el micrófono de su soporte y sostenerlo con la mano, como cantantes o humoristas, lo que originaba nuevos problemas de retorno y reverberación sonora; o bien volvía a darse una merma progresiva de volumen, de la que ellos no eran conscientes, al alejarse el micrófono de la cara. Era difícil de manejar, y la mano de Sarah Barfoot tembló visiblemente al sostenerlo.

Mientras los oradores hablaban, Rob tomó unas notas: que Peter había aprendido a tocar la tuba «de una forma casi soportable»; que había construido un templo en el jardín de sus padres, pero lo había dejado a medias y lo había llamado «falsa ruina». Se decía que era típico de él. «Peter era el perfecto profesor de medios de comunicación», dijo alguien de la BBC, «sin ser de hecho profesor; y sin conocer bien el aspecto técnico de los medios. Los productores con los que trabajó fueron vitales para el éxito de las series». Al menos tres personas dijeron que había sido un «gran comunicador», frase que en la experiencia de Rob normalmente significaba que alguien era un pelmazo ególatra. Aunque no había conocido a Peter muy bien, a Rob le chocó el tono extraño de varios comentarios, la no reprimida insinuación de que aunque Peter era «maravilloso», «inspirador» y «desternillantemente divertido», y de que todo el mundo que lo conocía lo adoraba, en realidad no era más que un aficionado, a quien la prisa y el fervor de sus entusiasmos le impedía abordar nada con la debida mirada erudita. Por supuesto, aquello era un «homenaje», y por lo tanto se corría un velo sobre estos fallos, pero no hasta el punto de impedir que se percibiera un atisbo de la mano que lo corría, de aquel remilgado despliegue de tacto. Luego pusieron noventa segundos del propio Peter hablando de Liszt en el programa Private Passions, y su voz rica y vibrante y ebria y su ingenio inquieto y seco parecieron apoderarse de la sala y poner a todos los presentes, medio indulgentemente, en su sitio, como si Peter estuviera vivo y los observara desde los muros llenos de libros, y asimismo desde una lejanía insalvable. Hubo hasta risas entre los oyentes, agradecidos y pendientes del shock que suponía su presencia sonora, por mucho que Peter no estuviera diciendo nada particularmente divertido. Rob nunca había oído aquella pieza, «Aux cyprès de la Villa d’Este», interpretada a un volumen tan alto que se hacía difícil juzgar lo que Peter había dicho sobre ella como «visión de muerte»: que Liszt había rechazado el título de «Elegía» como demasiado «tierno y consolador», y lo había titulado «Treno», que, a su juicio, era una canción de duelo por la propia vida. Rob escribió las dos palabras, con sus distintas filiaciones etimológicas, en el dorso del programa. Miró hacia la primera fila, y vio a Paul Bryant, que debía hablar a continuación, y no tenía la menor idea de cuánto duraría la música de Liszt, y se aplicaba crema en los labios con discreción, y luego se echaba hacia delante en su asiento y miraba fijamente el suelo con una sonrisa tensa pero paciente. Al poco estaba ante el atril, y agarraba el micro con la expresión de alguien que llevara mucho tiempo deseando tener tal objeto en la mano.

Rob miró a Jennifer: tenía los ojos entrecerrados, y daba vueltas al lápiz entre los dedos, ensimismada. Bryant era un individuo digno de estudio, bajo pero pesado, con una nariz larga y rotunda en una cara rubicunda y sensible; el pelo crespo y gris lo llevaba peinado de un lado a otro de la coronilla pálida. Estaba de pie justo a un costado del atril, acariciándose la corbata con la mano libre. Dijo que, dada su condición de biógrafo literario, le habían pedido que hablara de los intereses literarios de Peter, lo cual, por supuesto, era bastante imposible de hacer en apenas siete minutos: Peter merecía una biografía literaria propia, y tal vez él se decidiera a escribirla; pedía, por tanto, que quien tuviera algo que contar se acercara a verle al final del acto; la confidencialidad, como es lógico, sería total. Esto arrancó una carcajada general sorprendentemente cálida, aunque Rob, después de lo que había dicho Jennifer, albergaba dudas sobre si no estaría haciendo una parodia de sí mismo como contador de secretos de la gente.

Bryant dejó claro algo que Nick Powell de forma delicada había evitado: que Peter había sido su amante. Rob miró a Desmond, que seguía impasible; los treinta años de diferencia que había entre ellos daban una idea clara de la tenacidad y el atractivo de Peter. Decía que no había tenido la ventaja de una educación universitaria, «pero en muchos sentidos Peter Rowe fue mi educación. Peter fue esa persona mágica que todos conocemos si somos afortunados, que nos enseña cómo vivir nuestra vida, y a ser nosotros mismos». Esto levantó vagos interrogantes sobre el asunto absolutamente desconocido de la vida privada de Bryant.

—Como el profesor Dupont, yo también me acerqué a Cecil Valance gracias de Peter. Recuerdo muy bien cómo me enseñó la tumba del poeta en Corley en nuestra primera cita… Una primera cita bastante insólita, ¡pero eran esas las cosas que Peter hacía por ti! En aquel tiempo incluso hablaba de escribir algo sobre Valance, pero creo que todos estaremos de acuerdo en que jamás habría tenido la paciencia, ni el aguante, para escribir una biografía como es debido… En cuanto yo empecé a redactar la de Valance, Peter me mandó una carta, algo muy típico de él, diciéndome que sabía que yo era la persona apropiada para ese trabajo. —Rob estaba mirando el programa de Jennifer cuando esta escribió en él un veloz ¡NO!—. Cuando me abrí camino en el mundo literario, era un placer poder recomendar a Peter como crítico, y firmó algunos textos maravillosos para el Times Literary Supplement y otras publicaciones; aunque los plazos de entrega, creo, seguían siendo un pequeño «problema» para él…

Era cierto, por supuesto, que la lírica del pesar era a menudo acompañada, o seguida poco después, de un pequeño impulso de índole más prosaica: el de aprovechar la oportunidad de decir la verdad, y como a la persona implicada ya no podía importarle… Se daba un tono especial de franqueza indulgente —un divertido prurito de dejar las cosas claras— que acababa con demasiada facilidad e invisibilidad ajustando las cuentas y ofreciendo versiones algo menos rigurosas que los hechos objetivos.

—Una vez más o menos me admitió —dijo Bryant con una risa triste— que apenas sabía tocar el piano, pero que ante un auditorio de chicos de primaria podía dar el pego… (Aquí Jennifer sacudió la cabeza y suspiró, como decepcionada aunque no sorprendida).

Para cuando volvió a sentarse en su silla no había dicho casi nada sobre la vida de Peter Rowe en relación con los libros, más allá de su fracaso en la producción de algo que no fueran «subproductos televisivos». ¿Era envidia? Estaba palmariamente claro que no se habían visto mucho en los últimos cuarenta años, así que la charla no era sino una oportunidad perdida. Rob pensó en lo que podría haber dicho él sobre la colección de libros de Peter.

El último orador fue Desmond, que agarró el micrófono con ambas manos y con un aire mucho menos humorístico. Tal vez había una docena de personas de raza negra en la sala, pero Desmond era el único orador de esa raza, y Rob sintió el pequeño y complejo ajuste de solidaridad e inhibición que recorrió el auditorio; y luego cierta punzada inesperada de emoción propia, al pensar en Desmond diez años atrás. Ahora era más pesado y tenía la cara más cuadrada, y había perdido aquel encanto adolescente, que sobrevivía sólo en su trémula determinación. Rob frunció el ceño suavemente al recordar la cicatriz de la espalda de Desmond, su cuerpo casi lampiño y su ombligo nudoso. Pero comprobó que la magia del deseo sexual que le había inspirado persistía tan sólo como una suerte de tristeza leal y sentimental. Sabía que en los seis años que había estado con Peter, Desmond había dado lugar a opiniones divididas, sobre todo entre sus amigos de antaño: ¿era un regalo del cielo o era un pavoroso pelmazo? Ahora poseía la desmañada dignidad del superviviente menos divertido de la pareja, y ponía a prueba la lealtad de esos amigos. Quizá el sufrimiento lo había asexuado sutilmente, justo en el momento en que debería comenzar de nuevo de un modo u otro.

Habló con claridad, y con bastante rigidez, y en su semblante había un ápice de reprobación de las trivialidades que había tenido que oír antes. La rotunda y bella dicción nigeriana, con sus consonantes suavizadas y sus vocales fuertes y duras, había ido apagándose por obra de la vida londinense a lo largo de los años, desde el día en que Rob lo conoció en una fiesta y se lo llevó a casa tiritando en un taxi. Dijo que haber sido amigo de Peter constituía el más grande privilegio de su vida, y que haber estado casado con él dos años había sido no sólo una experiencia maravillosamente feliz sino una celebración de todo aquello en lo que Peter había creído y por lo que había luchado. Siempre había dicho lo importantes que habían sido para él y para tantos otros como él los cambios introducidos en la ley en 1967, cuando era un joven que enseñaba en Corley Court, pero añadía que había sido muy imperfecta, sólo un comienzo, y que había muchas más batallas que ganar; y que el advenimiento de las uniones civiles de parejas del mismo sexo era un gran avance no sólo para ellos sino para la vida civil en su conjunto. Esto cosechó unos cuantos segundos de fuertes aplausos, y agitadas pero en general aprobadoras miradas de aquellos que no aplaudían. Rob aplaudió, y Jennifer, sorprendida pero entusiasta, aplaudió también momentos después. Era bueno ver cómo la cuestión gay, que a fin de cuentas había agitado la vida de Peter de forma más intensa y provocadora que la de Rob, se hacía patente allí bajo los dorados capiteles corintios de un famoso club londinense. En algunas de las caras de más edad había una especie de anhelo de no mostrar ningún sobresalto. Luego Desmond dijo que iba a leer un poema, y sacó una hoja doblada del bolsillo frontal de su traje mil rayas. «Oh, no me sonrías si al final / tus labios van a ofrecer su belleza a otro». Rob no creyó reconocer estos versos, y sintió la incomodidad que causa la poesía en boca de gente no entrenada para leerla; luego, bruscamente, sintió lo contrario: el descarnado patetismo de unas palabras que un actor habría convertido en un alarde dudoso de técnica. «Que sean tuyos los ojos azules, los labios rientes / que al final y siempre me sonrían». Rob dirigió una mirada burlona a Jennifer, que se inclinó hacia él y le susurró, protegiéndose la boca con la palma:

—El tío Cecil.

Rob acompañó a Jennifer a través de los huecos entre las sillas agolpadas hacia los asistentes apiñados en torno al bufé. Jennifer hacía comentarios confidenciales pero en voz bastante alta sobre algunos de los oradores, mientras Rob encendía discretamente su teléfono.

—Qué lástima de sonido —dijo Jennifer—. ¡Ese chico era un auténtico desastre!

—Muy cierto…

—Uno piensa que tendrán resuelto algo tan básico como eso. —Rob vio que tenía un mensaje de texto de Gareth—. El escocés me ha parecido tremendamente aburrido, ¿no cree?

«Te veo 7 @ Style bar - no puedo esperar! XxG».

—Ha sido muy… —dijo Rob, momentáneamente distraído por el sonrojo mental de la desorientación, y luego metiéndose el teléfono en el bolsillo y echando una mirada a su alrededor. El hombre rubio se había unido al grupo de las «reinas» vestidas de cuero. Pero la idea de ligar con él, tan sencillamente iniciada por una taimada sonrisa compartida, no se disolvió por completo a pesar de que el SMS le recordara la cita inminente que tenía con otra persona.

Había hileras e hileras de tazas blancas y platillos para el té y el café, pero Jennifer dijo:

—Yo quiero una copa.

Y Rob, que nunca bebía durante el día, dijo:

—Y yo voy a acompañarla.

Jennifer cogió una copa de vino tinto con un estremecimiento, y luego, al ver las fuentes de sándwiches reducidas ya a meros flecos de berros, se abrió paso entre dos personas que esperaban y se preparó un platito de salchichas en hojaldre y dedos de chocolate. Tenía aspecto de alguien que está pasando la mayor parte del día fuera; Rob pensó que los desahogos en Saint Hilda’s College debían de ser bastante espartanos; y le había surgido aquel viaje a Londres… Sostenía con pericia plato y vaso con una mano, y comía con rapidez, casi con codicia. Rob se preguntó cómo habría sido su historia emocional; en la que no habría mujeres, supuso. En Jennifer se percibía un tremor de energía sexual, inopinadamente oculto bajo el sombrero de terciopelo medio aplastado. Se apartaron de la mesa juntos, mirando en torno, como listos para liberar al otro. Rob creía gustarle a Jennifer, pero sin que estuviera interesada por él: era algo conscientemente temporal, y sin embargo muy grato.

—Bien, ¿qué me estaba diciendo…?

Y ella dijo:

—¿Qué? Oh, bueno, sí… Que Paul Bryant, antes de convertirse en una figura literaria de renombre, empezó como un humilde empleado de banca…

Rob miró a su alrededor.

—Oh, ¿de veras? —dijo, y le tocó el brazo.

Los lectores y oradores, por supuesto, se movían entre la aglomeración humana con un estatus incierto, como personas en duelo y como protagonistas. Bryant, ahora, se hallaba justo a su lado, intentando acceder al bufé, y hablando con una mujer grande y un joven chino muy guapo, con gafas y un alfiler de corbata.

—¡Oh, lo sé! —estaba diciendo Bryant—. ¡Es un absoluto escándalo…, todo ello! —Había algo de afectado y declamatorio en él. Rob vio que seguía cabalgando la ola de su actuación anterior, y que seguía considerándose el foco de atención—. ¡Necesito un trago! —dijo, como imitando el tono de Peter; pasó por detrás de Jennifer con un asentimiento de cabeza ocupado pero airoso, y le dirigió una mirada vacía y desprevenida, dos segundos densos de posible reconocimiento, un giro, seguramente, sin resuello y una respuesta negativa—. Andrea, ¿qué quieres tomar?

Pero Jennifer, curiosa e intrépida, le tocó en el hombro.

—¿Paul? —dijo, y cuando lo vio volverse, Jennifer puso una maravillosa cara vacilante de burla, saludo y reproche. Rob pensó que aquella mujer tenía que ser la más terrible de las profesoras.

Bryant reculó un paso, le agarró el brazo y se quedó mirándola fijamente como si le estuvieran tomando el pelo, mientras cierto cálculo fugaz pero extremadamente complejo se desplegaba detrás de sus ojos. Luego dijo:

—Jenny, querida… ¡No puedo creerlo!

—Bien, aquí estoy.

—Oh, Peter estaría emocionado —dijo Paul, sacudiendo la cabeza con asombro. ¿Era una pelea o un reencuentro? Alargó el cuello hacia delante—. ¡No me lo puedo creer! —repitió, y le dio un beso.

Ella se echó a reír.

—¡Oh! —dijo. Se ruborizó un poco y prosiguió al instante—: Bueno, Peter significó mucho para mí, hace mucho tiempo…

—Oh, la vieja puta de Peter… —dijo Bryant, mirando con ojos encogidos a Rob, sin saber, por supuesto, qué papel había podido jugar en la vida de Peter—. No, era un gran hombre. El querido Peter Rowe, solías llamarle, ¿te acuerdas? —dijo, sin dejar de apropiarse cariñosamente de la figura del fallecido, con pullas y en un tono de voz indulgente—. Andrea, esta es Jenny Ralph… ¿O era…?, no sé…

—Sigue siendo —dijo Jenny con firmeza.

—Una muy vieja amiga. Andrea… que fue la vecina de Peter, ¿me equivoco?

—Rob —dijo Rob, moviendo la cabeza, sin darles pie para seguir con la presentación, aunque Jennifer confirmó lo que decía con un murmullo de apoyo.

—Sí, Rob… —dijo.

—Rob… Hola, y este es…, ¿dónde estás?, ¡ven aquí! ¡Bobby! —dijo, dirigiéndose al paciente chino al que había dado la espalda—. Mi pareja.

Rob estrechó la mano de Bobby, y le sonrió a través del entramado de connivencia de las presentaciones gay, con especulación y sorpresa.

—¿Oficial? —dijo Rob.

Bryant dijo:

—Mmm, bueno, a veces…

Y Bobby, con una sonrisa dulce pero cansada, dijo educadamente:

—Sí, somos pareja civil.

Instantes después se alzaron las copas de vino, y Bryant miró por encima de la suya y con un punto de recelo a Jennifer, que, a su modo franco, dijo:

—Bien, leí tu libro.

—Oh, querida… —dijo Bryant, con una ligera sacudida de cabeza; luego añadió—: ¿Cuál de ellos?

—Ya sabes… El del tío Cecil…

—Oh, Inglaterra tiembla, sí…

—Armaste un buen revuelo con él —dijo Jennifer.

—¡A mí me lo vas a decir! —dijo Bryant—. Oh, la cantidad de problemas que me dio ese libro. —Le explicó a Andrea—. Es el que he mencionado en mi disertación de hace un rato, si te acuerdas… La vida de Cecil Valance. Mi primer libro, de hecho. —Se volvió hacia Jennifer—. Hubo momentos en que sentí que había mordido mucho más de lo que podía masticar.

—Sí, estoy segura —dijo Jennifer.

—¿No escribió «Dos Acres»? —dijo Andrea—. Tuve que leerlo en el colegio.

—Entonces seguramente te lo sabrás todavía —le dijo Jennifer.

—Era algo sobre algo de un sendero de amor…

—Lo escribió para mi abuela —dijo Jennifer.

—Según yo sostengo, ¡para tu tío abuelo! —dijo Bryant con osadía.

—Es asombroso. —Andrea miró a su alrededor—. Tengo que presentarle a mi marido; el verdadero amante de la poesía es él.

Bryant soltó una risita incómoda.

—Fue tu querida abuela la que me dio muchos quebraderos de cabeza.

—Bueno, pues ciertamente tú le diste lo mismo a ella —dijo Jennifer, de forma que Rob pensó que, después de todo, tal vez sí se trataba de una pelea.

—¿Fui horrible? Me fue imposible sacarle nada.

—Puede que quisiera guardarse las cosas para sí misma…

—Mmm, Jenny. Veo que desapruebas lo que hice.

—¿Quién era? —dijo Andrea.

—Mi abuela, Daphne Sawle —dijo Jennifer, como si con ello no hubiera necesidad de decir más.

—Sabía que, por supuesto, no llegaría a verlo nunca, así que…

Pero Jennifer no retrocedía un ápice, y Rob, que imaginaba que ambos estaban equivocados de modos distintos, no se sentía con ánimos para una disputa. Le preguntó a Bobby:

—¿Llegaste a conocer a Peter?

Y se lo llevó aparte mientras se hacía con la segunda copa de vino. Miró en torno, pensando con cierto alivio en las doscientas personas presentes con las que podía hablar si le apetecía. Vio al hombre rubio, que miraba por encima del hombro del hombre con quien estaba bromeando y le dedicaba a él una mirada franca y picante, como si pensara que Rob acababa de ligar con Bobby. Bobby tenía una sonrisa amplia, pelo negro corto y brillante y una sólida fe acrítica en el trabajo de su marido. No concedía la menor importancia a su propio trabajo en informática: «¡Demasiado aburrido!». Le contó a Rob que vivían en Streatham, y que aunque a menudo Paul trabajaba en la Biblioteca Británica, Bobby raras veces venía a la ciudad. Llevaban juntos nueve años.

—¿Y tú? —le preguntó a Rob.

—Oh, yo soy un soltero empedernido —dijo Rob, y sonrió, y percibió que Bobby le tenía un poco de lástima. Volvió a mirar a su alrededor y vio que Nigel Dupont se acercaba hacia la mesa del bufé.

—¡Esa mujer está siendo muy agresiva con Paul! —dijo Bobby.

—Sí, lo sé… —dijo Rob.

De hecho, Bryant casi le había dado la espalda a Jennifer.

—¿Mi proyecto actual? No puedo decírselo… —Le estaba haciendo confidencias a una mujer de traje negro—. Oh, sí, otra biografía. Pero de momento con mucho sigilo. ¡Seguro que lo entiende! Ah, Nigel… —dijo, con cierto aire artero de desinflamiento.

—¡Hola, Paul! —dijo Dupont, cautamente cordial, y de una forma un tanto extraña, ya que acababan de compartir el estrado.

—Oh, me ha encantado lo que ha dicho —dijo la mujer—. Muy emocionante.

—Gracias… —dijo Dupont—. Muchísimas gracias.

—¿Conoces a Jenny Ralph? —dijo Bryant.

—¡Ah, encantado de verla! —dijo Dupont con calor, dejando abierta la posibilidad de que se conocieran de antes.

—A Bobby ya lo conoces, y a…

—Rob Salter.

—Rob… ¡Hola! —Le estrechó la mano, agradecido, y le sostuvo la mirada.

Rob le devolvió la sonrisa.

—Interesante lo de su colegio…, y lo de su relación con Valance.

—Eso es… Los viejos tiempos…

—Aquí tenemos a su editor…

—¡… en la esquina roja! —dijo Bryant.

—¡Ja…, y su biógrafo!

—Es cierto… —dijo de nuevo Dupont.

—No, somos viejos amigos —dijo Bryant, encorvándose hacia él, como si sólo hubiera estado bromeando—. Salió todo bastante bien, ¿no? Estuvimos investigando como locos, desde ángulos diferentes. —Movió la cabeza de un lado a otro—. Yo conseguía una cosa, y Nigel otra.

—Funcionó bastante bien —dijo Dupont, en un tono que delataba su natural compasivo; y todo había sucedido hacía mucho tiempo. Desde aquella perspectiva el trabajo sobre Valance parecía un prolegómeno lejano de unos logros mucho más importantes y rotundos.

—Por supuesto, fui yo quien te puso sobre la pista del manuscrito de Trickett —dijo Bryant, moviendo el dedo.

—Es cierto… Si hubieras sido capaz también de rastrear los poemas perdidos… —dijo Dupont, con una sacudida traviesa de cabeza.

—Oh, han desaparecido, ¿no crees? Estoy seguro de que Louisa los quemó…, ¡si es que han existido alguna vez!

—¿Qué es lo del manuscrito de Trickett? —dijo Rob, intrigado por aquellas referencias a manuscritos y poemas perdidos.

Dupont, a quien ahora Rob —tras la súbita rendición de un prejuicio— encontraba absolutamente encantador, e incluso sexy, se detuvo antes de abordar el cambio a un debate de índole académica.

—Oh, era una parte inédita de uno de los poemas, que resultó ser una especie de manifiesto gay, sólo que en tetrámetros pareados…

—¿De veras?

—Escritos en 1913; muy interesante…

—¿Sabes? Tengo que disentir de una cosa que has dicho —dijo Bryant.

—Oh, señor —dijo Dupont, encogiéndose con gesto cómico.

—Hace unos segundos, me refiero; cuando has dicho que el famoso Imp de nuestro querido Pete era de color verde guisante.

—Sí. —Dupont parecía perplejo.

—Yo juraría que era de color beige. —Bryant sonrió y encogió los ojos.

—No lo creo —dijo Dupont—. Yo fui en ese coche montones de veces. De hecho, hasta lo lavé una vez, antes de que un grupo de nosotros fuéramos en él al castillo de Windsor, por si acaso veíamos a la reina.

—Bueno, ¡pues yo no te diré lo que hice en él! —dijo Bryant con una espiración ahogada—. No, pero estoy seguro de que estás equivocado.

—Puede que sea usted daltónico —dijo la mujer de negro.

—En absoluto —dijo Bryant—. ¡Bueno, no importa!

—A veces podía parecer beige por lo sucio que estaba, supongo —dijo Dupont en un tono de sagaz desconcierto.

Jennifer dijo:

—Yo opino como el profesor Dupont.

Rob pensó que era bastante cómico que aquellos dos hombres que se habían peleado por Cecil Valance volvieran a pelearse ahora por Peter Rowe. Vio que Bryant, un escritor moderadamente exitoso, en la mitad de la sesentena, tenía una expresión de exasperación en el semblante, como si creyera que jamás se le concedía el reconocimiento que merecía, y estuviera casi provocadoramente decidido a conseguirlo. Rob pensó que tal vez debía leer Inglaterra tiembla, y juzgar por sí mismo.

Media hora más tarde, después de tres copas y una visita abajo, al aseo de mármol y caoba donde el padre de Peter emergió de un cubículo y entabló con él una charla grave junto a los lavabos, mientras una docena de invitados achispados entraban y salían atropelladamente de los excusados, ayudó al anciano a subir las espléndidas escaleras y pensó en despedirse y marcharse. Las enormes arañas de latón estaban ya encendidas, y en la sala empezaba a haber claros. Al parecer, el hombre rubio ya no estaba, y al percatarse de ello Rob se sintió casi aliviado. Aquel no era el momento, realmente… Máxime cuando iba a ver al ávido joven Gareth dentro de una hora en el Style Bar. Miró a su alrededor en busca de Desmond, a quien había estado evitando, no del todo voluntariamente.

Lo vio hablando con una pareja de ancianos, con un aire resuelto de cortesía que Rob juzgó ligeramente aleccionador a medida que se iba acercando a él. Le dirigió la pequeña sonrisa cálida de quien le ha solicitado antes que sus dos interlocutores de pelo gris. Desmond captó su mirada pero siguió hablando.

—Bien, hablaremos con Anne acerca del asunto. La cosa tendría que salir bien. —Seguía de pie, tieso, de forma que Rob, en su confusión momentánea, le dio un único abrazo, y de soslayo. Desmond, entonces, le presentó al señor y la señora Sorley.

—¿Conoció bien a Peter? —preguntó la señora Sorley, una anciana menuda y de semblante dulce, tal vez un poco confusa por la copa de vino y lo atestado de la sala a media tarde. Eran los típicos habitantes de Yorkshire, y parecían no haber salido nunca de allí.

—No muy bien —dijo Rob—. Le vendí un lote de libros caros.

—Oh… ¡Oh, ya! No, nosotros somos viejos amigos de Terry y Rose. Bueno, Bill estuvo en el ejército con Terry, y por supuesto yo conocí a Rose en la Wrens[22]… ¡Aquellos años!

Una cándida presteza en la exposición de su vida. Rob dijo:

—Así que conocía a Peter desde que era pequeño…

Le devolvió la sonrisa.

—Oh, claro… —dijo la mujer, con una pequeña y concienzuda sacudida de cabeza—. Le estaba diciendo ahora mismo a Desmond que Petie solía organizar obras de teatro cuando era muy pequeño. Él y su hermana interpretaban todos los papeles. Obras de adultos y demás, ya sabe. Julio César.

—¡Me lo imagino!

Rob pensó que aquella pareja difícilmente podría haber imaginado entonces que medio siglo después estarían en Londres, en el homenaje dedicado a Peter, hablando con su pareja masculina. Quería dolerse con ellos, y en cierto modo también felicitarles.

—Bien, debo hablar unas palabras con Sir Edward —dijo Desmond, con una sonrisa de hombre consciente del deber.

—Bien, buen trabajo el de hoy —dijo Rob, apenado, con la cabeza ladeada.

—Sí, gracias, Rob. Seguiremos en contacto. Tenemos tu e-mail, creo…

¿Así que había un hombre nuevo en su vida? ¿O aquel plural era un mero hábito, la forma en que pensaba del hogar de Peter y suyo? Con un beso a la señora Sorley, pero no a Rob, Desmond se alejó por la sala entre sonrisas comprensivas y miradas inexpresivas pero tenaces.

Rob habló un poco más con los Sorley, dolido por la frialdad de Desmond, y por supuesto completamente incapaz de explicársela o protestar contra ella. Era verdad que no había estado en el entierro, que no había tenido el menor contacto con Desmond desde 1995. No significaba nada para Desmond. Y, al mirar un tanto distraídamente por encima del hombro de Bill Sorley, se le ocurrió que tal vez Desmond pensaba que Rob había asistido a aquel acto únicamente con idea de hacer una oferta por la biblioteca de Peter, lo cual, en verdad, era algo que tenía en mente. Aunque no sólo era eso; había más, mucho más.

Se dio cuenta de que los Sorley se estaban «pegando» a él, ahora que lo tenían allí, en medio de todos aquellos desconocidos y todas aquellas inquietantes, si bien a veces inidentificables, celebridades. Paul Bryant y Bobby se iban; Bobby se dio la vuelta y le hizo una señal de adiós con un dedo en el aire. Salieron por las puertas dobles, cogidos del brazo durante un instante, de forma que Rob se sintió un tanto avergonzado ante su evidente contento y autosuficiencia.

—Eso tiene mucha gracia —le dijo a Bill Sorley—. Sí…

Los Sorley parecían muy contentos de monopolizar la conversación. Rob divisó a Jennifer, que estaba junto a la chimenea de mármol blanco hablando con un hombre al que él había visto llegar hacía una media hora, como si le hubieran retenido y le hubiera sido imposible llegar antes o como si fuera incapaz de cumplir con una cita de cualquier clase. Su cara era suave e inteligente, aunque muy nerviosa, y el pelo espeso y gris le llegaba hasta el hombro; no se lo había lavado, parecía ingobernable, y se pasaba las manos por él constantemente mientras hablaba. Su traje era viejo y tenía brillos, y los bajos del pantalón le rozaban los talones, y Rob pensó que sin duda le habría resultado difícil conseguir que el portero le permitiera el paso. La expresión de Jennifer fluctuaba entre el pesar y la hilaridad, de forma que no logró dilucidar si necesitaba o no que la rescataran. Sonrió y se hundió de hombros, pesaroso.

—Bueno, creo que tengo que irme…

Al acercarse a ella, Jennifer alzó la mirada y le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, como si los dos fueran pareja, o al menos tuvieran algún acuerdo caballeroso y útil para la ocasión. El hombre se volvió a medias.

—Bien, ha sido maravilloso verte, querida.

Una voz culta, una dentadura horrible, una sonrisa estremecida, la expresión de estar harto de ser un fastidio para la gente.

—¡Y verte a ti! —dijo Jennifer, cálida en el momento de liberarse; pero quizá aquí también había más de lo que se veía—. ¿Nos vamos? —le dijo a Rob. Y luego—: Este es Julian Keeping.

—Hola.

Rob le sonrió con viveza, se inclinó y le estrechó la mano, que era huesuda.

Keeping agitó la mano libre, como queriendo decir que no iba a molestarles más.

—Un viejo amigo de Peter, de hace mucho tiempo… —dijo, sacudiendo la cabeza—. ¡Demasiado tiempo!

Tenía un olor triste. Rob no pensó que fuera la bebida la causante de aquel tufo agridulce; pero sí el tabaco, ciertamente: las puntas de los dedos y las uñas estaban como bronceadas; aparte de ello, quizá también un largo y complejo desaliño. Rob volvió a dirigirle un movimiento de cabeza, y luego siguió a Jennifer hacia la puerta de salida.

—¿Vas a coger un taxi? —dijo ella, en lo alto de las escaleras.

Rob cayó en la cuenta, antes no se había percatado de ello, de que Jennifer estaba bastante ebria. Empezó a bajar las escaleras con paso elegante y precavido, sonriendo débilmente, preocupada tal vez por pensamientos sobre aquel hombre infortunado. Rob también estaba acelerado y brillante por el alcohol, y se reía, casi con mala conciencia, del eco de su propia voz en la escalera de mármol.

—Lo creas o no —dijo Jennifer—, ese fue mi primer novio.

—¿De veras? —dijo Rob—. Bueno…

La miró, aún preguntándose cuáles serían sus sentimientos, o hasta qué punto estaría ella dispuesta a desvelárselos.

—No puede decirse que se conserve bien.

—No…

—Es el hijo de Corinna —dijo.

—¿Sí? —Rob la miró detenidamente—. O sea que es primo suyo, y, si estoy en lo cierto, ¡nieto de Cecil Valance!

—Bueno, si se cree todas esas cosas… —dijo ella; sacudió la cabeza y se echó a reír—. ¡Oh, Dios!

Se dirigieron cada cual a su guardarropa, y Rob la esperó bajo las columnas del vestíbulo, cuyas luces estaban ya encendidas y desde el cual, a través de las puertas de cristal, se vislumbraba la noche que se había adueñado de las calles. Jennifer volvió con una sonrisa humorística de cortesía aceptada, con el semblante un tanto ofendido, pero clara e incluso decididamente reinstalada en el presente. Su abrigo era largo, oscuro, de una tela delicadamente arrugada y brillante, discretamente caro, y, como todo lo demás, con aire de moda personal, suya propia.

—Ha tenido gracia ver a Paul Bryant —dijo, cruzando con él el vestíbulo y recuperando su tono seco.

—Oh, sí —dijo Rob, alegrándose de que no hubiera olvidado su promesa.

—Probablemente no debería decir esto…

—¿Usted cree? —dijo, captando su mirada traviesa bajo el sombrero floreado, y un tanto vertiginosamente consciente del contraste que suponía la sobriedad del portero, con su pantalón de rayas.

Jennifer miró por encima del hombro.

—Siempre fue bastante mitómano. Contaba la más lastimosa de las historias sobre su padre, que era piloto de caza y fue abatido al final de la guerra, no sé dónde…

—¿No recuerdas dónde?

—No, el que no lo recordaba era él. La historia cambiaba constantemente. Mi tía y yo nos dimos cuenta de ello; ella pensaba que era una historia extraña, y tenía un olfato tremendo para cualquier tipo de patraña.

—Se refiere a Corinna, ¿no?

—Sí… En fin, estaba claro que nunca tuvo padre, que era hijo ilegítimo —dijo Jennifer, al modo franco y anticuado suyo—. Su madre había trabajado en la fábrica durante la guerra, y alguien de allí la dejó embarazada. Paul solía contar también que estaba enferma, no me acuerdo muy bien de la historia. Eso pudo ser verdad, por supuesto, pero al final te tomabas todo lo que decía con bastante desconfianza.

Rob miró de nuevo al portero, cuya mirada fija parecía a un tiempo ofendida e indiferente. Lo que acababa de contarle Jennifer en contra de Bryant a él no le parecía tan grave como a ella; de hecho, si en algo podía influir era para inspirar interés y benevolencia para con su persona.

—¿Dices que trabajó en un banco? —Tenía preparados los ejemplos de T. S. Eliot y de P. G. Wodehouse.

—Sí, trabajó en el banco de mi tío. No, lo horrible del caso fue que mi tío tuvo que despedirle. Y creo que tuvo muchísima suerte de que no lo llevara a juicio. —Salieron y bajaron la escalinata hacia el frío de Pall Mall; los faros de los coches, momentáneamente detenidos, avanzaban hacia ellos con el ímpetu impersonal de la noche londinense—. Fue una especie de fraude. Bryant era muy inteligente; es inteligente, Paul Bryant. A su modo raro… Creo que era difícil de probar, pero el tío Leslie no tenía la menor duda de que había sido él, y a Bryant, por lo que pude oír aquí y allá, no pareció sorprenderle mucho que lo despidieran del banco. Yo estaba haciendo el doctorado entonces, y él me mandó una tarjeta, como salida de la nada, para decirme que dejaba el mundo de la banca para iniciar una carrera de escritor.

Rob dijo, en tono vagamente humorístico, mientras echaba una mirada a su alrededor:

—Para pasar más tiempo con su familia.

—Bueno, para pasar más tiempo con mi familia, como se vería luego —dijo Jennifer.

—Y el resto es biografía —dijo Rob con una sonrisa sagaz, en el instante en que el taxi que había llamado con la mano paraba ante ellos y él abría la portezuela para que montara Jennifer.