10

Al día siguiente por la mañana, en la habitación del hotel, Paul estaba sentado ante sus notas con una bandeja de café al lado, la cafetera de metal picado y mango pringoso, la taza manchada de lápiz de labios, el bol de azúcar blanquilla en sobrecitos de papel alargados y blandos que él fue vaciando uno tras otro en las tres tazas de café negro que acabó tomando, todo excitado por la cafeína y con un exceso de calor por dentro. Sobre un tapete, en un plato, había cinco galletas, y aunque acababa de desayunar se las comió todas; y eran de unas clases tan conocidas —la Bourbon, la azucarada Nice, la repelente de jengibre con almendras…(se las metió enteras en la boca, una tras otra)— que durante un instante se conmovió ante la idea de pobreza y coherencia inherentes a la vida inglesa y cristalizada en la caja de galletas surtidas Peek Frean. Se echó hacia atrás en la silla mientras masticaba, y alzó la mirada para ver en el espejo los movimientos de sus mandíbulas industriosas. Pero pronto lo invadió una sensación menos cómoda. Lo cierto es que nunca se había visto comer, y se asombró de su aire enérgico, de roedor, de la extraña combadura de un lado del cuello, del aleteo laborioso de las sienes. Aquello debía de ser su compañía para otros, lo que Karen veía cada noche en la cena, y la conciencia de ello le hizo sentirse abatido y meditabundo; dejó una galleta a medias, y al poco volvió a masticar como si quisiera cogerse desprevenido. No estaba muy seguro de si confiaría sus secretos a un hombre así.

Estaba escribiendo en el diario más detalles de la entrevista del día anterior; su diario contenía ahora menos aspectos de su propia vida que pormenores ramificados de las vidas de otras personas. De cuando en cuando volvía a poner la cinta de la grabadora, más por la sensación misma de hacerlo que porque creyera que iba a descubrir nuevas cosas. Había olvidado gran parte del contenido, pero sabía también que en toda entrevista había tramos en los que el entrevistador no escuchaba al entrevistado: en parte era la eterna inhibición, su sensación de desempeñar un papel (reír, suspirar, asentir tristemente con la cabeza), que daba al traste con cualquier posibilidad de asimilar lo que se estaba diciendo; y en parte era la sensación, aún más fría, de que el entrevistado se mostraba evasivo o repetitivo, aburriendo adrede al entrevistador y haciéndole perder el tiempo. Su grado de olvido era terrible, y en el caso de los testigos principales, todos ellos octogenarios, Paul los veía estancados, atascados, rastreando como sabuesos, con hocico y patas, los mismos recuerdos suavizados por el paso de los años. Cuando había examinado «The Hammock» con Daphne, con la esperanza de espolear su memoria, esta había utilizado las mismas palabras y frases que había empleado en su libro, y que probablemente había usado ininterrumpidamente desde hacía cincuenta años. En su libro había hecho tal cosa con aquel idilio de juventud, y Paul supo ver que lo que había hecho de él había sustituido la experiencia original, ahora remota, y de nada servía interrogarla para obtener algún detalle inédito. Daphne no parecía en absoluto interesada en Cecil, y mucho menos en la oportunidad que, casi al final de su vida, le brindaba Paul para aclarar las cosas. Paul rio con cautela cuando pensó en su pequeño desaire del día anterior, cuando se fue de la casa («¿Es que va a volver?»). Pero, en cierto modo, aquello sólo había logrado hacer más firme su determinación de volver al día siguiente.

La teoría de George sobre Corinna, en caso de ser cierta, arrojaba una luz muy extraña sobre Dudley. En la entrevista de aquella tarde tal vez debería tratar de llevarla al tema de su primer matrimonio, y emplear alguna treta (casi) para arrancarle alguna revelación. George había dicho que existían muchos matrimonios de ese tipo en esa época. Paul, obviamente, tendría que rastrear hasta dar con la partida de nacimiento de Corinna. ¿Hasta qué punto era Dudley coautor de todo aquello? Era un triángulo amoroso harto peculiar. En Flores negras, Dudley manejaba los asuntos de su hermano con su habitual estilo divagador y cortante.

Mi mujer conoció a Cecil antes de la guerra, cuando este era una especie de mentor de su hermano George Sawle, y fue después de la visita a la casa de campo de los Sawle en Harrow cuando Cecil escribió «Dos Acres», poema que alcanzó cierta fama en los años de la guerra, y después. Sospecho que ella se sintió deslumbrada por su energía y su perfil, y como apasionada consumidora de poesía romántica seguramente se sintió impresionada por haber conocido a un poeta de carne y hueso, de ojos oscuros y pelo negro como el azabache. Hay varios indicios que permiten pensar que él le profesaba afecto, si bien no conviene exagerar a ese respecto. Mi hermano estaba acostumbrado a despertar admiración, y, como norma general, era muy encantador con quienes lo admiraban. Escribió su famoso poema a petición de ella, y a modo de recordatorio, en el libro de visitas, pero él la conocía apenas hacía dos días. En cierto modo me hacía gracia que a Cecil, heredero de trescientos acres, se le conociera sobre todo por una oda a sólo dos. Con gran delicadeza, la invitó a Corley en cierta ocasión en que su hermano estaba en nuestra casa como invitado.

Seguían varios sarcasmos a propósito de las visitas de George a la mansión de los Valance.

Mostró un vivo interés por la casa y la finca. Si a veces podía tener el aire involuntario de un agente o un alguacil, sus preocupaciones eran, sin la menor duda, de índole intelectual. En ocasiones Cecil y él desaparecían durante horas, y volvían contando cosas sobre lo que habían encontrado en los sótanos laberínticos o altillos aislados de la casa, o dando cuenta, lo cual satisfacía a mi padre, de la calidad de los pastos o del trabajo de los leñadores de las granjas de Corley.

Paul volvió a pensar en el episodio de George y Cecil en el tejado, en aquel rico y difícil abanico de testimonios tácitos, en las imágenes y sus inferencias. Sin duda Dudley intuía aquí algo que no habría podido decir de forma abierta.

Daphne, dos o tres años más joven, era más abierta y espontánea, y decía lo que le venía a la cabeza de un modo que a veces causaba sobresaltos a mi madre pero que a mí solía encantarme. Había crecido con dos hermanos mayores, y estaba acostumbrada a que la mimaran. Me vi relegado a estar siempre con ella a causa del carácter casi exclusivo de las actividades de George y de Cecil, y nuestra relación fue fraterna al principio; era evidente que Daphne idolatraba a Cecil, pero para mí ella no era más que una compañera divertidamente ingenua, a la que no le afectaba en absoluto la idea familiar de que yo era una oveja, si no negra, sí ciertamente grisácea. Le encantaba hablar, y la cara se le iluminaba, divertida, ante el más sencillo de los cumplidos. Para ella Corley Court era menos una materia de estudio para el historiador social que una visión sacada de una vieja novela romántica. Sus aspectos inhumanos eran parte de su encanto. Las vidrieras que impedían el paso de la luz, los altos techos que arruinaban todo intento de caldear las piezas, las casi impenetrables espesuras de mesas sobrecargadas, sillas y palmeras en macetas que atestaban las salas, se hallaban investidos de una suerte de magia. «Me gustaría mucho vivir en una casa como esta», dijo en aquella primera visita. Cuatro años más tarde se casó en la capilla de Corley, y, a su debido tiempo, si bien durante un periodo limitado, se convirtió en la señora de la casa.

Paul decidió que los hoteles no eran el mejor lugar para trabajar. Todo a su alrededor era estrépito; un huésped de la planta de arriba se había levantado tarde y había quitado el tapón de la bañera y la descarga de agua había caído con una sonoridad de borboteo espumoso por un desagüe situado a escasos centímetros de su mesa de trabajo. La camarera había entrado ya dos veces, pese a que Paul no debía dejar la habitación hasta las 11.00. Confusa pero imbatida, se había puesto a pasar la aspiradora en el pasillo, y había ido de un lado a otro abriendo y cerrando puertas de golpe; en el cuarto contiguo de la izquierda, sin el menor aviso previo, parecía tener lugar una reunión de negocios, con risas periódicas y la voz divagadora de un hombre que se dirigía a los presentes con frases sin sentido que llegaban con nitidez al cuarto de al lado a través de la pared delgada. Paul se echó hacia atrás en la silla con un gruñido de frustración. Pero advirtió que la situación tenía una especie de calidad anecdótica que también anotó en su diario, como recordatorio de cuán difícil era la vida de los biógrafos.

Cuando volvió a Olga, justo antes de la dos de la tarde, encontró la puerta principal abierta y oyó la voz de Wilfrid, que llegaba desde la cocina y parecía más regular y enfática que de costumbre. Pero le resultó imposible entender lo que decía. Tuvo la sensación de estar oyendo algo embarazosamente privado. Tal vez una crisis. En lugar de tocar el timbre, Paul pasó al vestíbulo y, aferrado al maletín, se quedó inclinado hacia delante con una sonrisa de disculpa. Se le ocurrió que Wilfrid le estaba leyendo a su madre. «Ah, martillo… tendederos vistos alguna vez», parecía decir. Por espacio de un instante desencajado Paul no pudo situar esas palabras; y luego, claro, cayó en la cuenta. ¿Alguien vio alguna vez a las dríadas de Hama / entre los velos danzantes de verde…? Le estaba leyendo «Dos Acres», mientras Daphne emitía un sonido quejumbroso o recitaba ella misma los versos como para indicar que no era necesario que se los leyera. Tal vez era una especie de instrucciones para el segundo día de la entrevista, y Paul pensó que había algo de tranquilizador en ello, y también algo extrañamente conmovedor en la inversión de papeles: el hijo leyéndole a la madre.

—«O detenerse, y luego tomar el recodo escondido, la senda a través de…».

—«La senda a través de los helechos que llegan hasta la cadera» —le interrumpió Daphne—. No lo lees nada bien.

—Quizá preferirías que no te leyera —dijo Wilfrid, con su habitual tono de paciencia seca.

—Poesía, me refiero; no tienes la menor idea de leer poesía. No son los resultados de los partidos, ¿sabes?

—Bueno, lo siento…

—El toque de queda suena a muerto por el día que ha pasado: uno. El labrador camina con paso cansado hacia el hogar: cero —dijo Daphne, dejándose llevar—. Cuando yo falte, deberías conseguir un trabajo en la tele.

—No… hables así —dijo Wilfrid, y Paul, que no les veía la cara, tardó un momento en caer en la cuenta de que Wilfrid no protestaba por la burla de su madre sino por la mención que había hecho de su futura muerte. ¿Y qué haría él entonces, ciertamente? Confuso durante un instante por sus sentimientos híbridos de afecto e irritación respecto de Daphne, Paul retrocedió hasta exterior de la casa y tocó el timbre.

Tal como había hecho el día anterior, pero con un nuevo y resuelto calor, Paul le dijo a Wilfrid en el vestíbulo:

—¿Cómo está su madre?

—Me temo que no ha dormido muy bien —dijo Wilfrid, evitando sus ojos—. Hoy podría usted… acortar bastante la entrevista.

Paul entró en la sala y colocó el micrófono, y miró sus notas con una clara sensación de que le culpaban por la mala noche que había pasado la anciana. Pero, de hecho, cuando Daphne entró en la sala su aspecto, de haber variado algo, parecía más vivaz que el del día anterior. Se abrió camino entre los obstáculos (se apoyaba en ellos para andar) de la sala con la sonrisa dirigida hacia dentro de una anciana que sabe que aún no han acabado sus días. Paul sintió que algo había sucedido en el ínterin; por supuesto, habría estado pensando, evaluando su posición mientras seguía tendida en la cama despierta, y él tendría que averiguar a medida que se desarrollaba la entrevista si aquella viveza era señal de conformidad o de resistencia.

—Un día hermoso de verdad —dijo Daphne al sentarse. Y luego levantó la cabeza para comprobar si Wilfrid seguía en la cocina haciendo café—. ¿Le ha contado lo de su chica?

—Oh…, bueno, he deducido…

Paul sonrió distraído mientras comprobaba la grabadora.

—Me refiero a que tiene… ¡sesenta años! No puede cuidar de una jovencita llena de vida… ¡Apenas puede cuidarme a mí!

—Quizá ella cuidará de él.

Al oír esto, Daphne soltó una risita bastante desinhibida.

—No es una mala persona; no le haría daño a una mosca, ni a una pulga siquiera, pero carece del más mínimo sentido práctico. Es decir, ¡mire esta casa! Es un milagro que no me haya tropezado con algo y me haya roto una pierna, o una muñeca, ¡o el cuello!

—¿Vive en la comarca?

—Gracias a Dios, no —dijo Daphne—. Vive en Noruega.

—Oh, ya…

—Birgit. Se escriben, ¿no se lo ha dicho él?

—Bueno, Noruega es un lugar bastante lejano.

—No es eso lo que Birgit piensa. Le tiene el ojo echado a Wilfrid.

—¿Usted cree?

Daphne se mostraba discretamente sincera.

—Quiere convertirse en la próxima Lady Valance. Ah, té. Wilfie, ¡qué maravilla!

—Café, me dijiste, mamá. —Su madre levantó la taza de la bandeja con cautela—. ¿Quieres que vaya a Smith’s a por esas cosas?

—No, no —dijo su madre—. Quédate charlando con nosotros. Será más divertido para el señor Bryant, y además podrás ayudarme. ¡Se me olvidan tanto las cosas!

—Llámeme Paul —dijo Paul, sonriendo con abierta hostilidad a Wilfrid (estaba claro que, si se quedaba, Daphne no diría nada remotamente interesante); necesitaba que Wilfrid se fuera a hacer algún recado, pero a Paul no se le ocurría ninguno.

—Bueno, por supuesto que estoy muy interesado en… el gran proyecto de Paul.

—Sé que lo estás —dijo Daphne, sorbiendo el café—. Mmm, delicioso.

Paul se preguntó cómo manejar el asunto. Como siempre, tenía planes, que a menudo resultaban inviables, y nunca había sido bueno improvisando: seguía aferrándose al plan desechado siempre que podía. Le habló a Daphne de Corley Court, y de las veces que él había visitado la casa, y de que esperaba volver, y de que había escrito en tal sentido al director. Pero ella no mostró el más mínimo interés por el tema.

—Me pregunto si guarda muchas cosas de aquel tiempo —dijo Paul. Quizá debajo de los manteles y mantas amontonados en aquella sala había reliquias de los Valance, tal vez pequeñas pertenencias de Cecil que luego este había regalado. La sensación de la posible existencia de todo un terreno inexplorado de la vida de Cecil tan al alcance de la mano y al mismo tiempo tan tenazmente fuera de la vista lo asaltaba a veces en oleadas ensoñadoras de oportunidad y desconcierto.

—No me quedé con mucho. Con el Rafael…

—Oh, bueno…

Paul entrecerró los ojos ante el tono de Daphne.

—Seguramente lo habrá visto en el aseo.

—Oh… Oh, ¿la pintura del hombre, se refiere? Dios mío… Bueno, ¡eso debe de valer una barbaridad!

Paul odió su risita… En realidad no tenía la menor idea de su valor.

—Bueno, eso querríamos… Por desdicha, es una copia. ¿Cuándo la hicieron, Wilfie?

—Hacia 1840, creo —dijo Wilfrid, caballeroso, aunque también con cierto orgullo.

—Pero entonces no lo sabían, ¿no?

—Bueno, creo que…, ya sabe. ¿Y qué más?

Paseó la mirada a su alrededor, como encarando un fuerte deslumbramiento.

—El cenicero —dijo Wilfrid.

—Oh, sí…, tengo el cenicero.

Encima de la mesita, junto a la taza de café, había un pequeño bol de plata de borde ornado.

—Eche una ojeada. Lo levantó y Paul se puso en pie para cogérselo de la mano. Era el tipo de objeto que la gente suele guardar en viejas maletas en las cajas acorazadas de los bancos, pero deslustrado y rayado por el uso prolongado de un fumador empedernido.

—Mire en el fondo —dijo Wilfrid.

—Oh, ya veo…

—Supongo que Dudley tenía una especie de complejo o algo relacionado con la propiedad. Hizo eso mismo con todo lo que podía tener algún valor, y lo que ha conseguido es que, al hacerlo, las cosas valgan menos.

En letra ampulosa, al modo de inscripciones más convencionales que se graban en la plata, se leía: Robado de Corley Court. Le devolvió el cenicero a Daphne, con el rubor que le causaba la mera mención de aquel vicio.

—Me estaba preguntando sobre el cuadro que tiene a su espalda —dijo, para distraerla. De algún modo, la pesadilla de aquella sala iba desvelando pequeños tesoros, premios de consolación de la charla que Daphne intentaba evitar por todos los medios.

—Oh, ya, es de Revel, por supuesto —dijo Daphne, como si se estuviera refiriendo a algún maestro indiscutible.

—Y, obviamente, es… ¡usted!

—Le tengo mucho cariño a ese dibujo, ¿verdad, Wilfie?

—Sí, es cierto —dijo Wilfrid.

—¿Cuándo se hizo?

Paul se levantó, y rodeó la silla de Daphne y la lámpara de pie para mirarlo de cerca. Le sorprendió que la «espesura» victoriana de muebles y cosas de Corley la hubiera recreado allí Daphne, al desgaire. Quizá la acumulación de cosas sin orden ni concierto siempre acababa imponiéndose.

—Es un dibujo muy bueno —dijo Daphne. Mostraba a una joven de cara redonda y pelo oscuro en grandes mitades a ambos lados de la cabeza. Llevaba una bufanda liviana anudada al cuello abierto de la blusa. Se inclinaba hacia delante, con los labios abiertos, como a la espera del final de un chiste. Estaba hecho, le pareció a Paul, con tiza roja, y la leyenda decía: Para Daphne. RR abril 1926—. Los dos teníamos una resaca de campeonato, pero no creo que se nos notase.

Paul soltó una risita, pero no se atrevió a pronunciarse al respecto. Cuando pensó en la fecha, empezó a parecerle importante.

—Me gustaría ver más obras suyas —dijo, entristecido al oírse ceder ante una desviación del tema de Cecil, pero con la impresión de que podría volver a él más tarde.

—¿De veras? —Daphne parecía sorprendida, pero dispuesta a complacerle—. ¿Qué tenemos? Bueno, supongo que podrá echar un vistazo a los álbumes de Revel. Sabes dónde están, ¿no, Wilfie?

—Sí… entonces… —dijo Wilfrid, moviendo la cabeza de lado a lado mientras sacaba los álbumes de una cómoda que había detrás de su silla. Paul empezó a sospechar que el fracaso de años de Wilfrid en el mantenimiento del orden de la casa no era en realidad sino una tapadera de su sistema personalísimo, aunque eficiente, de hacerlo—. Bueno, aquí tenemos uno…

Y le enseñó a Paul, con más prisas de lo que a este le habría gustado, un cuaderno de bocetos de tapas negras de Revel Ralph. Lo dejó abierto sobre las rodillas de Daphne, y Paul y Wilfrid se situaron a ambos costados, y agachaban la cabeza con cortesía mientras ella lo contemplaba desde ángulos extraños e ingeniosos y pasaba las hojas con rapidez, como si después de todo lamentara enseñarlo. Había hojas con casas que parecían de estilo georgiano (Paul ignoraba si genuino o falso), bonitas pero bastante anodinas, de las que Wilfrid dijo luego que eran diseños para La escuela del escándalo. Algunos bocetos de otra mujer con un sombrero oscuro, de los que Daphne dijo que eran estudios para el retrato de cierta Lady, «una mujer muy difícil». Y luego una rápida y mucho más estimulante serie de dibujos, distribuidos en diez o doce páginas, de un joven desnudo, tendido, sentado, de pie, en una serie de posturas ideales pero de aspecto natural…; todo en él maravillosamente expuesto, excepto la polla y los huevos, que se dejaban a la imaginación mediante un trazo fluido del lápiz, ostensiblemente discreto y como sugeridor de que «no iba de eso». Daphne pareció darse cuenta del interés de Paul.

—¿Qué es eso? —dijo, apartando un poco el álbum para poder verlo mejor—. Oh, te acuerdas de él, ¿verdad, Wilfie? El chico escocés de Corley. A Revel le gustaba a rabiar… Le hizo montones de dibujos… Recuerdo que llegaron a ser grandes amigos.

—Yo era demasiado pequeño para acordarme —dijo Wilfrid, mirando a Paul por encima de la cabeza de su madre—. Tenía siete años cuando nos… cuando nos fuimos a vivir a Londres.

Aun así, Paul se preguntó si Wilfrid no se sentía avergonzado al ver aquellos bocetos, tanto más atrevidos por íntimos: pequeños estudios de los muslos del muchacho, de las nalgas y las tetillas, exhibidos delante de su madre. ¿Y qué diablos pensaba Daphne al casarse con un hombre que dibujaba tales cosas?

—Recuerdo que vino a varias de nuestras fiestas en el estudio —dijo Daphne, como de hecho sugiriendo la proclividad a la infidelidad de su marido.

Paul pensó que quizá le estaba tomando el pelo.

—Tendrían que estar en un museo —dijo, con torpeza.

—Me atrevo a decir que pronto lo estarán. Pero me gusta tenerlos cerca, así que de momento seguirán aquí, muchas gracias.

Cerró el álbum a medio examinar, como dando a entender a Paul que ya le había consentido demasiado.

—En realidad quería preguntarle si conserva algunas fotografías de Dos Acres.

Algo le decía que era más inteligente pedir fotos de la casa que fotos de la gente: sonaba más desinteresado, y ambos tipos de fotografías estarían sin duda en el mismo álbum. Wilfrid, una vez más, vino en su ayuda:

—Este era el álbum de la abuela Sawle —dijo.

—Era una casa encantadora —dijo Daphne, volviendo a bajar el álbum hasta pegarlo a su rodilla izquierda, y levantando los ojos con recelo—. Esta es la vista desde el sendero, ¿no? Sí, esa es la ventana del comedor, y ahí están los cuatro cerezos, enfrente de ella…

—¡Una nube de nieve en plena Pascua! —dijo Paul (no era el verso más original de Cecil).

—¡Ajá! —dijo Wilfrid desde el otro extremo de la sala.

—Aquí tiene… —dijo Daphne—. Y el jardín de rocalla, mire. Dios mío, cómo vuelve todo…

—Bien, me alegro —dijo Paul, con una risa franca.

—¿Y esta quién es, Wilfie? ¿La abuela?

—Oh… —dijo Paul.

Era de nuevo la corpulenta anciana alemana, de quien George le había hablado, y cuyo nombre desconocía, lógicamente. Paul se sentía molesto con ella, una figura sin interés alguno que seguía exigiendo atención. Recordó que George había dicho que era un verdadero tostón. Iba de negro —de un negro absorbente de luz—, y estaba sentada en una tumbona de la que difícilmente parecía que pudiera llegar a levantarse.

—¿Qué? —dijo Wilfrid, acercándose—. No sé quién es todo el mundo. Ni siquiera había nacido, ¿lo has olvidado? Oh, santo Dios… No, no, no es la abuela. No, no. —Se echó a reír, como sin resuello—. La abuela era una mujer muy… adorable, con un pelo castaño precioso.

—Bueno, yo no diría que era castaño —dijo Daphne—. Era rubio oscuro. Estaba muy orgullosa de su pelo.

Probablemente no era algo que Daphne diría de sí misma. Paul miró a Wilfrid, y dijo:

—Es la mujer alemana, ¿no?

—Eso es… —dijo Wilfrid, ya distraído, inclinándose hacia delante para pasar rápidamente la página—. Llevaba mucho tiempo sin ver estas fotos.

—Me pregunto qué habrá sido de la casa —dijo Daphne.

—Puede que ya ni siquiera exista, mamá —dijo Wilfrid.

Era uno de esos momentos fugaces en los que Paul se sentía con el poder de informar y quizá de disgustar a la persona a la que él había acudido en busca de información.

—Oh, claro que existe —dijo.

—Usted la ha visto, supongo, ¿no? —dijo Daphne, en tono irritado.

Paul frunció los labios con pesar.

—Bueno, no estoy seguro de que usted pudiera reconocerla ahora.

—¿Ah, no? —dijo Daphne, tenue pero sombríamente.

—Bueno, sí… Sí podría —dijo Paul—. Por supuesto que podría. —Y pensó: «Pero nunca irá allí, nunca volverá a ver esa casa».

Tenía la sensación de que Daphne le culpaba de los cambios, de los apartamentos, del jardín vendido; que le culpaba por saber lo que sabía y lo que ella había esperado no llegar a saber jamás.

—Mejor no me lo diga —dijo Daphne.

—De todas formas tenemos el poema, ¿no es cierto? —dijo Wilfrid.

—Sí, por supuesto —dijo su madre—. Siempre quedará el poema.

No había fotografías de Cecil en el álbum, lo cual no resultaba nada extraño dado que no había pasado más que seis noches de su vida en Dos Acres. Sí resultaba, por el contrario, decepcionante. Paul examinaba detenidamente a George cada vez que veía una foto suya: desde el niño de seis años con traje de marinero al hombre con canotier de Cambridge, y cada vez cabía menos duda de que cualquier calor que aquel varón frío hubiera podido sentir lo habría prodigado a otros varones jóvenes. Le preguntó a Daphne si le permitía reproducir dos fotografías, de la casa y del jardín, y Daphne respondió que no veía por qué no, pero no se tranquilizó hasta que estuvo segura de que Wilfrid había vuelto a guardar el álbum en su escondrijo secreto. Cuando estuvieron todos sentados de nuevo, Paul se aclaró la garganta y miró a Daphne más detenidamente que antes, y con la impresión creciente de que no importaba demasiado cómo la mirara, porque la anciana no iba siquiera a verle. Dijo en tono despreocupado:

—Hay una cosa…

Justo en el momento en que Daphne, con una risita, y casi sonriendo abiertamente, como ante una gran satisfacción mutua, dijo:

—¡Bueno! Siento decir que he prometido ir a ver a mi amiga Caroline a las cuatro, así que es una pena pero tendremos que dar por terminada la entrevista, ¡con nuestra expresión de gratitud a Wilfrid Valance por el café que nos ha traído antes!

La cara de Paul enrojeció y se puso rígida, pero no iba a permitir que lo dejaran en mal lugar. Con gesto pesaroso, miró su reloj y asintió con la cabeza.

—Bueno, si quiero coger el tren de las cinco y diez… —dijo.

—Oh, bien, muy bien, perfecto… —dijo Daphne con voz suave.

No estaba claro si Wilfrid iba a llevarle de nuevo hoy. Paul se disponía a llamar por teléfono para pedir un taxi Cathedral. Se levantó, empezó a meter la grabadora y sus papeles en el maletín con la menor de las turbaciones posibles; de hecho se permitió algunos comentarios dilatorios para normalizar la situación.

—Le estoy tan agradecido… —dijo.

—Bueno, supongo que no le he sido de gran ayuda —dijo Daphne.

—¡Ha sido muy amable! —dijo Paul, con absoluta insinceridad. Sacó su ejemplar de La galería corta—. Me pregunto… si me dedicaría su libro. —Era el ejemplar que le habían facilitado para la reseña. Confiaba en que no podría leer las anotaciones a lápiz de los márgenes, aun cuando pudiera ocurrírsele mirarlas.

—¿Qué es…?

—Oh, Paul quiere que le dediques tu libro, mamá —dijo Wilfrid, claramente complacido por la petición de Paul.

—Oh, si usted quiere… —Y, después de buscar un bolígrafo y con una mirada entrecerrada a la portada, Daphne escribió algo con su mano grande y rápida. Paul no miró, pero se vio retroceder, en aquel momento complejo, a la noche en que Daphne, en Paddington, le anotó su dirección, y luego, mucho más atrás, a la mañana en Foxleigh en que la había visto extender un cheque con un aire cómico de precaución y de no saber lo que estaba haciendo. Había algo en su letra, con sus grandes y cuadrangulares trazos de tamaño muy superior a lo normal, que parecía delatarla y hacerle aparecer ante él como una chiquilla, algo desprotegido y casi inalterado por el tiempo, las mismas D hinchadas y las P torcidas con las que habría firmado sus cartas a Cecil Valance antes de la Primera Guerra Mundial, y que ahora le estaba firmando a él. Daphne cerró el libro y se lo devolvió; luego se levantó también, con un aire incierto de haber sobrevivido a algo sin haber sufrido un gran daño. Paul cerró el maletín.

—¡Bien! Nos mantendremos en contacto —dijo. No estaba en absoluto seguro de volver a verla algún día—. Y, como le digo, le haré saber cuándo verá la luz el libro, sea cuando fuere. ¡Tendrá que venir a la presentación!

Daphne se mostró totalmente impasible ante esto, y Paul avanzó un paso con una rápida y amigable respiración ahogada y le tocó en lo alto del brazo. Daphne no lo vio venir, y sólo después de que él le diera el primer beso y se dispusiera a darle el segundo mostró su rechazo a tal ademán, un pequeño gruñido de desconcierto y retroceso, motivado por la total incomprensión del gesto equivocado de Paul Bryant.