Aquella noche Daphne cumplió con sus rutinas cotidianas: primero la leche caliente, y luego el diminuto vaso de aguardiente de cereza para quitarse el sabor horrible de la somnolencia. Tragó la píldora para dormir con el sorbito de leche caliente que le quedaba, ya fría, y después, mucho antes de su rendición física al temazepam, la envolvió la grata certidumbre de que el día se había terminado. Aquella noche el aguardiente de cereza parecía celebrar el hecho. Dijo:
—¿A qué hora viene mañana? —sólo para confirmar que no lo haría hasta después del almuerzo.
Las manchas en la visión hacían que a Daphne la tele le resultase aburrida y molesta. Así que dejó a Wilfrid viendo la película que siguió a las noticias y salió de la sala dándole un golpecito en el hombro al pasar, y siguió andando hasta el otro extremo de la casa (suponiendo que Olga tuviera otro extremo).
El Book at Bedtime[20] de aquella semana era la autobiografía de una mujer; Daphne no se acordaba del nombre, o qué estaba haciendo exactamente en Kenia la noche anterior, cuando el sueño le llegó con la suficiente carga de advertencia como para que le diera tiempo a apagar la radio y la lámpara de la mesilla. Sobre el tocador, un mueble blanco y dorado y barato, descansaban las fotografías que no se paraba a mirar nunca, y que ahora contemplaba de soslayo, mientras se ponía la crema facial. El interés de aquellas fotografías parecía realzado por la visita de aquel joven, y le alegraba que él no las hubiera visto. La de ella con Corinna y Wilfrid al lado del estanque de los peces de Corley era su preferida; era tan pequeña pero tan nítida. La volvió hacia la luz con un pulgar lleno de crema. ¿Quién la había sacado?, se preguntó… Aquella fotografía, que conocía de memoria, era la prueba material de un instante que no podía recordar en absoluto. La foto de Revel con uniforme, obra de Cecil Beaton, era, para su contento, casi famosa. Otros retratos de la misma sesión habían aparecido en libros, uno de ellos el de la propia Daphne, pero aquella instantánea concreta, con el abandono momentáneo de la pose, y el asomo de la maliciosa punta de la lengua en el labio superior, era sólo de ella. Y el abrigo horrendo que llevaba había pasado a ser una virtud pictórica del tipo que Revel le había enseñado a apreciar. La cabeza delgada de este y su pelo recién cortado se veían enmarcados por el cuello subido: tenía el aspecto de un colegial extremadamente perverso, aunque ella sabía que si lo miraba de cerca vería las arrugas finas alrededor de los ojos y la boca, que Beaton había retocado en las imágenes publicadas.
Daphne despertó a oscuras de un sueño en el que aparecía su madre, un sueño cercano a la pesadilla: estaban en guerra y ella la buscaba, entrando y saliendo de tiendas y cafés para preguntar si alguien la había visto. Daphne nunca recordaba los sueños, pero aun así tenía la certeza de no haber soñado nunca con ella; ¡su madre era una novedad, una intrusa…! Era estimulante, desconcertante, divertido incluso, una vez hubo estirado la mano para buscar el interruptor de la lámpara de la mesilla, y entrecerró los ojos al ver la hora, y tomó un pequeño trago de agua. Freda había muerto en 1940, de forma que el contexto del Blitz tenía mucho sentido, un sentido casi excesivo. Y no había duda de que el hecho de hablar con aquel joven, y de tratar de dar respuesta a sus preguntas tontas y un tanto desagradables, se la había traído a la memoria. En la conversación, apenas había mencionado a su madre, cuya presencia real de 1913 ya no era capaz de reconstruir, pero ello parecía haber puesto a aquella anciana en movimiento, como si le hubiera infundido unas ansias nuevas de atención. Daphne dejó la luz encendida un rato más, con el sentimiento apenas consciente de que en la niñez tal vez había hecho lo mismo: anhelar a su madre, pero ser demasiado orgullosa para llamarla.
En la oscuridad, volvió a encontrarse en el punto crítico; el alivio de que el día anterior hubiera terminado iba cesando irremediablemente, y el miedo al mañana (que, por supuesto, era ya el hoy) se acrecentaba ya en torno al corazón como un pesar contrito. ¿Por qué diablos le había dicho al joven que podía volver? ¿Por qué le había permitido visitarla el día anterior, después de aquella reseña idiota y condescendiente de su libro en el Listener? ¿O era el New Statesman? Lo que aquel joven hacía era fingir que era un amigo, algo que, probablemente, ningún entrevistador había sido jamás. Paul Bryant… Era como un pequeño perro ratonero de pelo tieso y duro, con aquella nariz larga y aquella chaqueta de tweed, y aquel modo particularmente tozudo de interesarse por las cosas. Daphne se volvió hacia un lado en un acceso de irritación confusa, dirigido tanto a él como a ella misma. No sabía qué era peor, si las preguntas amables y vagas o las graves y más personales. Paul lo llamaba siempre Cecil, por el nombre de pila, no exactamente como si lo hubiera conocido sino como si pudiera ayudarle. «¿Cómo era Cecil?». Qué pregunta más estúpida… «Cuando usted dice en su libro que le hizo el amor, ¿qué es lo que sucedió con exactitud?». A esta pregunta de enjundia ella había respondido «¡Paso!», como si estuviera concursando en Mastermind. Pensó que al día siguiente contestaría «¡Paso!», a todas ellas.
Y Robin, también; él no había parado de decir Robin esto, Robin lo otro… No entendía por qué le había recomendado que lo recibiera. Aunque luego una idea imprecisa, adusta, frívola, casi sin palabras —algo del pasado que Daphne ni siquiera lograba imaginar— se irguió en su cabeza, para al cabo de un minuto remitir y volver a quedar inmóvil a un costado de su mente. Pero también había algo más, algo que era quizá una bendición en cierto sentido: que durante largos retazos de la conversación se había hecho evidente que el joven Paul Bryant no escuchaba una palabra de lo que decía Daphne. Paul pensaba que ella no veía que estaba leyendo algo mientras ella hablaba; pero en otros momentos la apremiaba, o se descolgaba de pronto con alguna otra cosa absolutamente extemporánea. Tal vez creía que conocía ya todas las respuestas, pero en tal caso ¿por qué seguir con las preguntas? Por supuesto, lo tenía todo en aquella maldita grabadora, pero eso no le eximía de las cortesías de rigor. A la mañana siguiente llamaría a Robin al despacho y le pondría verde por haberle enviado a Bryant.
Se dio la vuelta una vez más y la asaltó un acceso de superioridad moral; y volvía a acercarse al borde del sueño cuando la idea obvia de que podía librarse por completo de Paul Bryant le hizo sentirse repentina y maravillosamente alerta. Wilfrid le había llevado a The Feathers, aquella fonda de mala muerte; le alegraba que se hospedara allí. ¡Al parecer pensaba que estaba en un buen hotel! Era sólo de dos estrellas, había dicho Paul, pero muy confortable… Le había dicho a su hijo que llamase por teléfono de su parte en cuanto se levantase por la mañana. Estaba acostada en su cama, medio urdiendo planes, medio dormitando, imaginando la tarde sin aquel joven, con su libertad teñida, aunque no irreparablemente, de culpa. Estaba segura de que había dicho que podía visitarla dos veces, y, además, el joven había venido desde Londres ex profeso. Pero ¿por qué debía dejar que se aprovechasen de ella, una anciana de ochenta y tres años? No se sentía en absoluto bien, tenía un montón de problemas con la vista… No debía preocuparse más por el asunto. Paul Bryant había revisado todas las cartas que le había escrito Cecil, y dictaminado que eran manipuladoras y autocompasivas; lo cual era rigurosamente cierto, quizá, pero ¿qué más podía querer Bryant de ella? Le pedía recuerdos, y era demasiado joven para saber que los recuerdos eran sólo recuerdos de recuerdos. Era extremadamente raro recordar algo nuevo. Y sentía que, en caso de hacerlo, Paul Bryant no era precisamente la persona con la que desearía compartirlo.
Se suponía que Daphne tenía buena memoria, y tal reputación no le bastaba para encarar sin incomodidad los millares de cosas que no lograba recordar. La gente se había asombrado de lo que había logrado desenterrar para su libro, pero mucho de aquel material, como casi llegó a admitirle a Paul Bryant, era, si no un texto de ficción (algo que no debe hacerse cuando se escribe sobre gente real), sí una especie de reconstrucción poética. El hecho era que todas las cosas interesantes y decisivas de su vida adulta habían acontecido cuando ella estaba más o menos achispada: se acordaba de muy poco que hubiera tenido lugar después de las 6.45, y lo desvaído de las veladas, durante los pasados sesenta años o más, había acabado por filtrarse a las horas diurnas. Su primer problema, al escribir su libro, había sido recordar lo que cada cual decía; de hecho había inventado todas las conversaciones, basándose (si había de ser estrictamente sincera) en palabras sueltas que la persona había pronunciado casi con certeza, siempre dentro de un mínimo de cinco años y un máximo de diez de ocurrido el incidente reseñado. ¿Era un fallo sólo suyo? De cuando en cuando la gente le relataba cosas asombrosas que se suponía que ella había dicho, y bromas que ellos nunca olvidarían y que resultaban harto gratificantes para ella, aunque quizá debía tratarlas con parecido recelo. A veces sabía con certeza que la estaban confundiendo con otra persona. Tal vez le había llevado un tiempo excesivo la redacción de sus memorias. Basil la había animado, diciéndole que lo escribiera todo y con toda libertad acerca de Revel, y, antes de él, de Dudley, ambos «figuras importantes», había dicho, medio en broma. Pero había empleado treinta años en sacarlas adelante, periodo durante el cual había olvidado muchas de las cosas que recordaba muy bien cuando se sentó a redactarlas. Si hubiera llevado un diario habría sido diferente; pero nunca lo hizo, y su experiencia como memorialista, si bien común a otros autores de memorias, no pudo evitar arrojar la más crítica de las miradas sobre una buena parte de las memorias escritas por otra gente. Algunos de los incidentes estaban ligados sin duda a Berkshire o Chelsea, pero otra gran cantidad de ellos tuvieron lugar en un marco más general, como en un teatro de repertorio con bandejas de bebidas y espejos y sofás tapizados de cretona, en el que se fusionara toda la vida social y diera lugar a una permanencia en cartel extraordinariamente prolongada.
Sentía algo similar, pero peor en cierto modo, en relación con centenares y centenares de libros que había leído, novelas y biografías y obras ocasionales sobre música y arte; no podía recordar nada de ellos, hasta el punto de parecerle falto por completo de sentido afirmar que los había leído. Tal afirmación era algo a lo que la gente atribuía una gran importancia, pero Daphne sospechaba que nadie recordaba los libros leídos mucho mejor que ella misma. A veces un libro persistía en la memoria como una sombra de color en la orilla de la visión, tan vaga e irrecuperable como algo entrevisto en la lluvia desde un coche en marcha: mirado de frente, se desvanecía al instante. En ocasiones eran ambientes, incluso rudimentos de una escena: un hombre en un despacho mirando Regent’s Park, y las calles llenas de lluvia…, un pequeño y borroso aguafuerte de una situación que ella nunca llegaría a rastrear, nunca lograría rastrear, hasta su fuente en una novela leída en algún momento, pensaba, de los últimos treinta años.
Despertó y vio la luz gris que bañaba las cortinas, y realizó un cálculo prudente de la hora. Aquellos despertares tempranos eran cálculos ansiosos de pérdidas y ganancias: ¿era lo bastante tarde para que no le importara que la despertaran? ¿Era lo bastante pronto para poder presentar una queja razonable para que se le permitiera dormir más? Con la llegada de la primavera uno se encontraba más indefenso. Las seis menos diez; no estaba muy mal. Y en cuanto se preguntó si tenía ganas de ir al cuarto de baño se respondió que sí. Se levantó de la cama, se puso las zapatillas, la bata encima del pijama; se alegraba de no poder verse en el espejo más que como un bulto borroso. Encendió la luz, pasó por delante de la puerta del dormitorio de Wilfrid arrancando crujidos al parquet flojo, pero no le despertó. Su hijo tenía la facultad de dormir como un niño. Daphne tenía la imagen —que apenas había cambiado en cincuenta años— de la cabeza de su hijo sobre la almohada; a Wilfrid nunca le sucedía nada, al menos que ella supiera. Y ahora aparecía la tal Birgit, con sus planes turbios. El pobre Wilfrid era tan ingenuo que no veía en ella a la cazafortunas que era… —¡y menuda fortuna…! Daphne emitió una queja y avanzó tanteando las paredes por el sombrío cubículo donde, cual intrusos surrealistas en medio de una montaña de trastos y desechos, estaban el lavabo y el inodoro.
Por la mañana, temprana y brillante, llamó Lady Caroline Messent para invitarla a tomar el té. El teléfono, en Olga, estaba en la pared de la cocina, y Caroline quizá imaginaba a la propia Olga, su antigua ama de llaves, allí de pie como de costumbre, casi en posición de firmes, mientras hablaba con su patrona.
—No puedo, querida —dijo Daphne—. Ese joven va a volver esta tarde.
—Oh, pues dile que vaya en otro momento —dijo Caroline, con su voz rápida y zumbona—. ¿Quién es?
—Se llama… Me está interrogando. Estoy como prisionera en mi propia casa.
—Querida… —dijo Caroline, concediendo que, cuando menos de momento, era la casa de Daphne—. Yo no lo permitiría. ¿Es de la compañía de gas?
—Oh, no. Mucho peor. —Daphne se apoyó en la encimera, que vagamente intuyó como un peligroso montón de platos sucios, botellas medio vacías y cajas de pastillas—. Apareció ayer… Es como un vendedor de Kleeneze.
—¿El que vende de puerta en puerta?
—Dice que nos conocimos en casa de Corinna y Leslie, pero yo no me acuerdo de él en absoluto.
—Oh, ya… —dijo Caroline, como poniéndose ligeramente a favor del intruso—. Pero ¿qué es lo que quiere?
Daphne suspiró con fuerza.
—Indecencias, más que nada.
—¿Indecencias?
—Quiere escribir un libro sobre Cecil
—¿Cecil? Oh, te refieres a Valance… Ya, entiendo.
—Yo ya lo dije todo en mi libro, como sabes.
Caroline hizo una pausa.
—Supongo que era sólo una cuestión de tiempo —dijo.
—Mmm… No sé lo que tiene en la cabeza. Insinúa cosas, no sé si me entiendes. Más o menos dice que en mi libro no fui sincera en ciertas cosas.
—Debe de ser tremendamente molesto que te digan eso.
—Bueno, más que tremendamente, jodidamente, como Lord Alfred Tennyson le dijo a mi padre.
—Qué gracioso… —dijo Caroline.
—Cecil no significa nada para mí, la verdad… Estuve loca por él durante cinco minutos hace sesenta años. Lo importante de Cecil, en lo que a mí concierne —dijo Daphne, oyendo tan sólo a medias lo que estaba diciendo—, es que me llevó a Dud, y a los niños, y a la parte adulta de mi vida, ¡en la que obviamente él no participó en absoluto!
—Bien, pues díselo a ese joven vendedor a puerta fría —dijo Caroline, sin duda convencida de que Daphne se quejaba demasiado.
—Supongo que eso es lo que debería hacer —dijo. Pero cayó en la cuenta de que sentía cierta renuencia, avergonzada, a hacerlo, pues si lo hiciera reduciría aún más el interés que sentía por ella el joven Bryant. De pronto se le ocurrió que Caroline tenía que conocerlo—. Estoy segura de que estuvo en tu fiesta de presentación —dijo—. Paul Bryant.
—¿No te referirás a ese joven de… Canterbury? Una de esas universidades modernas…
—Podría ser, supongo. Trabajaba en el banco con Leslie.
—Ah, no. Pero sí, tienes razón, había un joven muy inteligente que tenía entre manos un trabajo sobre la poesía de Cecil.
—Ya, sé a quién te refieres. No recuerdo su nombre. Ya he tratado con él también. Este es otro joven.
—Vaya, querida mía, parece que es claramente el momento de Cecil —dijo Caroline.