Pasaron Didcot y luego Swindon, con unas remotas punzadas de lealtad que lo distrajeron mientras los casi familiares extrarradios iban quedando atrás, alejándose de la punzada más fuerte de la misión que lo llevaba a Worcester Shrub Hill. Apreciaba mucho que fuera un viaje largo, y, en el trayecto luminoso y anónimo entre granjas y suaves desniveles de terreno, tuvo la sensación infantil de que la importante entrevista con Daphne Jacobs se había estado todo el tiempo postergando mágicamente; aunque con cada larga desaceleración y parada (¿era Stroud ahora, y un poco después Stonehouse?), el final se iba acercando fatalmente más y más. Por supuesto que quería estar allí en Olga, como sorprendentemente se llamaba la casa de Daphne, y quería asimismo seguir acunándose en aquel grato tren casi vacío. Ni siquiera era capaz de obligarse a preparar la entrevista; había escrito una serie —o tanda ascendente— de preguntas, a través de las cuales esperaba llevar a la entrevistada hacia la luz estable que luciría en lo alto, pero su maletín, lleno de libros con páginas marcadas con pruebas, seguía intocado en el asiento de al lado.
Un rato después de dejar atrás Stonehouse, el tren inició un descenso sinuoso por la cara occidental de los Cotswolds, hacia lo que parecía ser una vasta planicie que se extendía más allá, medio oculta por la luminosidad turbia del sol. Paul nunca había llegado tan lejos en esa dirección. La sensación de adentrarse en una región por completo nueva de su isla era como de ensueño, pero inquietante. Minutos más tarde el tren entró a bastante velocidad en la estación de Gloucester, donde los grupitos de gente de los andenes, excursionistas, soldados, se acercaban con ojos fijos, ansiosos y amenazadores hacia el tren que accionaba raudo el freno en tan poco espacio. Bien, la parada siguiente era Cheltenham, y luego Worcester.
Al cabo de un minuto, sin embargo, tuvo que apartar sus cosas para que tomara asiento una mujer y dos niños, a quienes esta reprendía distraídamente, con cara tensa y preocupada, y cuando el tren empezó a moverse comprendió que el romanticismo del viaje desde Londres, del que ellos no tenían la menor idea, había quedado atrás para siempre, y que empezaba un periodo de avenencia y cohabitación. Paul tenía el maletín sobre la mesita, y dejaba poco sitio para que el chico abriese su cuaderno de colorear. Su aversión por los niños y su capacidad proteica para turbarla parecieron concentrarse en la expresión ceñuda que mostraba sobre el ejemplar de La galería corta, que «blandía» ante las caras de los recién llegados. El hecho de que estuviera a punto de realizar una entrevista de enorme importancia para su libro, y por tanto para su vida futura, lo oprimía y se adueñaba de él como una enfermedad que nadie sino él mismo era capaz de detectar. Si lo que George le había dicho era cierto, la conversaciones de Paul con Daphne, aquel día y el siguiente, habrían de constituir un juego harto peculiar, en el que Paul tendría que fingir que no sabía lo que él más esperaba que ella se aviniera a reconocer.
Volvió a ojear el primer capítulo, el «retrato» que hacía Daphne de Cecil:
Aquella hermosa noche de junio, la última vez que habría de verlo en la vida, Cecil me llevó a Jenner’s para una cena espartana de esas que a una chica perdidamente enamorada se le antoja una fiesta de amor perfecta. Recuerdo que tomamos sopa de guisantes y un muslo de pollo, y de postre manjar blanco de fresa. A ninguno de los dos, creo, le importaba un pepino lo que estábamos comiendo. Era la ocasión de estar juntos, bajo el manto mágico de nuestros intensos sentimientos, lejos del ruido de la guerra, lo que realmente contaba para nosotros. Cuando terminamos estuvimos caminando por las calles durante una hora, y bajamos hasta Embankment, contemplando cómo se deslizaba la luz a través de los amplios tramos del río. Al día siguiente, Cecil tenía que volver a embarcar para Francia, y para la colosal embestida que sabíamos inminente. No me pidió entonces —sino en su última carta, que recibí días después— que me casara con él, pero el aire de la noche parecía cargado de las más cruciales preguntas. Nuestra conversación, entretanto, versaba sobre cosas sencillas y felices. Me acompañó hasta un taxi que me llevaría hasta mi tren en Marylebone, y mi última visión de él fue su figura recortada contra las grandes columnas negras de St. Martin-in-the-Fields, agitando la gorra, para luego volverse bruscamente y perderse en un futuro que ambos avizorábamos con tanta emoción, y tanto temor.
Quizá era sólo el reflejo de sus propios hábitos, pero Paul no creía que nadie fuera capaz de recordar todos los platos de una comida de cuatro años atrás, conque qué decir de sesenta y cuatro… Mientras que, de nuevo tal vez como reflejo de su ciertamente limitada experiencia en este campo, toda pareja recuerda siempre si tuvieron o no relaciones sexuales. El aire inquietante de lugar común e irrealidad de toda aquella escena se veía intensificado por el muslo de pollo y el manjar blanco de fresa; a Paul, en cierto modo, no le gustaba pensar en ello porque parecía ocultar tibiamente la verdad de una noche pasada en el apartamento de los Valance en Marylebone, hasta el nombre de la estación era una suerte de tapadera. ¿Y, por cierto, qué decir de Cecil preparándose para una «colosal embestida»?
Mordiéndose el labio, Paul examinó la fotografía de Daphne de la solapa trasera de la contracubierta. Aparecía en un plano medio, con un traje sencillo oscuro y una blusa y un collar de perlas, mirando hacia el frente con media sonrisa y cierto encanto de conjunto, obrado tal vez por el hecho de no llevar las gafas puestas. A su espalda había un arco, a través del cual se entreveía oscuramente un gran vestíbulo y una escalera. Si se miraba su cara de cerca se veía las manchas delicadamente trabajadas, suaves y plateadas de los retoques alrededor de los ojos y debajo de la barbilla; el fotógrafo había logrado quitarle quince o veinte años. La impresión de conjunto era la de una mujer de posibles, atractiva, e incluso en edad de merecer, en un entorno cuyo esplendor no necesitaba pregón alguno. Era difícil asociarla con la mujer vieja y astrosa que él había rescatado en la calle. Sin embargo, la sugerencia de que seguía existiendo el otro personaje resultaba sutilmente turbadora.
En Worcester se alegró súbitamente al verse en movimiento. Hizo cola para un taxi, el primero que iba a tomar desde el trayecto que habían compartido el noviembre pasado: Taxis Cathedral. Consiguió un tono jovial al departir con el taxista mientras se alejaban de la ciudad y el taxímetro empezaba a fluctuar en pausados incrementos verdes. Pensó que disfrutaría mucho más de las pequeñas carreteras rurales en el viaje de regreso; de momento se limitaba a mirar por entre los graneros y los setos hacia el escenario imaginado de Olga. Entraron en Staunton St. Giles, dejaron atrás las verjas de una gran mansión y una calle ancha y anodina de viviendas sociales, un monumento a los caídos, con una iglesia al fondo, una tienda y una oficina de correos, un pub, el Black Bear, donde casi le entraron ganas de parar antes de llegar a Olga, pero sólo faltaban unos minutos para que cerraran.
—¿Sabe llegar a Olga? —preguntó al taxista.
—Oh, claro, sí —dijo el taxista, como si Olga fuera un personaje local muy famoso. Pasaron por una bonita casa de piedra, la antigua vicaría, y por una serie de casitas con aire de mucho más contentas consigo mismas que el resto del pueblo, un buen lugar para que Daphne pasara los últimos años de su vida. El taxi aminoró la marcha y tomó una vía lateral, y frenó inesperadamente ante la verja de un bungalow de aspecto decrépito.
—Doce libras exactas —dijo el taxista.
Paul esperó hasta que este hubo doblado la esquina, y luego caminó un breve trecho a lo largo del sendero. Tomó cuatro o cinco fotografías del bungalow por encima del muro bajo del jardín, una ocupación documental que aplacó durante unos minutos su abatida turbación ante el estado de aquella morada. Volvió, ocultando la cámara en el maletín hasta más tarde, cuando supiera si a Daphne le importaba que le sacara algunas fotografías. A veces, tras la complacencia subjetiva de haber concedido una entrevista, la gente sentía que las fotografías eran demasiado turbadoras e invasivas.
Sobre la verja de hierro forjado se veía el nombre OLGA, también de hierro forjado. Paul se adentró en la grava llena de hierbajos, y miró a su alrededor el descuidado jardín; la hierba alta y verde en los canalones del tejado, el rosal trepador muerto que se mecía sobre el porche, un viejo Renault 12 con una abolladura oxidada en la aleta del lado del conductor y un musgo verde sobre los bordes de goma las ventanillas. Se habían cortado dos o tres franjas de césped, tal vez hacía una semana, y la segadora seguía en pie donde la habían dejado. Los parterres estaban llenos de hojas muertas del año anterior. Todo aquello dejó a Paul aún más estremecido y aprensivo ante lo que habría de ver cuando estuviera en el interior del bungalow. Tocó el timbre, y sonó un ding-dong soñoliento que volvió a repetirse por sí solo, como para mostrar cierta impaciencia que el visitante hubiera tratado de ocultar, y vio su cara distorsionada en el cristal rizado de la puerta; era como si fuera a irrumpir en oleadas en la vida de los moradores de la casa. Fue Wilfrid Valance quien abrió la puerta. Estaba tal como Paul lo recordaba, y también, después de los trece años que llevaba dando tumbos, alarmantemente diferente: era un chico de cara ancha y mejillas con surcos, con un mechón central gris y desafiante en medio de la meseta calva de lo alto.
—¿Cómo está? —dijo Paul.
—Vaya, ha dado con la casa sin problemas —dijo Wilfrid, con la boca contraída en una sonrisa pero sin mirarle a los ojos. Paul pensó que para Wilfrid aquella visita era una ocasión importante.
—Sí, más o menos… —dijo Paul, bastante sin sentido, y le entregó el abrigo y la bufanda. El vestíbulo era muy pequeño, con otras puertas con paneles de cristal que daban a otras dependencias de la casa; con un aire de luminosidad años sesenta que se había convertido ya en algo oscuramente deprimente—. ¿Qué tal está su madre?
Por espacio de unos segundos sintió una especie de sobrecogimiento, reprimido hasta entonces, ante la inminencia de ver a Daphne, la superviviente, la amiga de aquellos ha tanto tiempo muertos. Y una punzada de algo parecido a la envidia ante el pensamiento de la amistad que podría haber habido entre ellos si él no hubiera sido un biógrafo.
—Oh, está… —Wilfrid sacudió la cabeza y sonrió abiertamente. Paul recordó sus vacilaciones, que, como un tartamudeo reprimido, solían jalonar lo que decía, pero en aquella ocasión la frase cesaba ahí.
En la sala de estar hacía un calor sofocante a causa de una estufa eléctrica de dos barras incandescentes, un aparato grande con aspecto de brasero y brasas falsas fulgiendo tenuemente a la luz del sol. Había un fuerte olor a polvo quemado. Paul entró con un alegre «Hola, señora Jacobs» en los labios, decidido a no dejar entrever su consternación ante el estado de la sala. Daphne, sentada en un sillón de orejas cubierto por una ajada cretona rosa, casi le daba la espalda. Todo a su alrededor era un pasmoso caos de trastos heterogéneos, tan extremo que Paul supo enseguida que lo único que podía hacer era ignorarlo. Un ámbito que daba la penosa sensación de algo temporal convertido en permanente: objetos apilados formando piezas de mobiliario, cubiertas con manteles y coronados precariamente por lámparas y jarrones y bibelots.
—Está bien —dijo Daphne, volviendo a medias la cabeza, pero sin mirarle—. Wilfrid me ha puesto al corriente sobre usted.
—Oh, ¿sí…?
Paul rio con cautela: la señora Jacobs abordaba directamente la cuestión de su reseña crítica.
—Usted no es el pianista.
—No, no lo soy… Tiene usted razón —dijo Paul.
—Tengo una memoria excelente, mamá, como sabes… —dijo Wilfrid, como si la estuviera contradiciendo—. El pianista era un tipo grande… y guapo.
—Oh, ¿y cómo se llamaba? Aquel joven encantador…, y con tanto talento.
Paul se quedó callado un momento, como si tratara denodadamente de recordar el nombre.
—¿Se refiere a Peter Rowe?
—Peter…, ya ve, me gustaba ese joven.
—Oh, sí, bueno… —susurró Paul, desplazándose en círculo para encarar a su interlocutora.
La señora Jacobs no parecía interesada en estrecharle la mano. Llevaba una falda gruesa de color gris y una blusa bajo un cárdigan sin mangas muy gastado. Le dirigió una mirada calculadora, tal vez sólo debida a que no podía verle bien. Tras los primeros y embarazosos momentos, Paul asumió la situación como un azaroso anticipo de las horas venideras.
—Me pregunto qué fue de él.
—¿De Peter? Oh, le va muy bien, creo —dijo Paul en tono anodino.
Estaba en un punto intermedio entre el fuego y una mesita baja con montones de libros y periódicos encima, aceptando una especie de reto pueril ante el calor que iba sintiendo con más y más fuerza en las pantorrillas.
—Daba clases en Corley Court, por supuesto. Le interesaba en grado sumo esa casa, ¿lo sabía?
—Sí, es cierto —dijo Wilfrid con un brusco movimiento de cabeza.
—Interesado en grado sumo. Quería volver a poner todas aquellas molduras de gelatina del techo y demás ornatos que Dudley había quitado de la casa.
—En la época de ustedes, claro —dijo Paul en tono alentador, como si la entrevista hubiera ya comenzado. Se desplazó en círculo hacia el sillón que había enfrente de Daphne, y sacó la grabadora del maletín de un modo un tanto furtivo.
—¿Sabe? Me lo imagino más a él escribiendo sobre Cecil —dijo—. Cecil le interesaba muchísimo a él también.
—¿Qué no le interesaba a Peter? —dijo Paul.
Daphne dijo:
—Tengo problemas graves con los ojos.
Alargó la mano hacia la mesita que había al lado con la lámpara y los libros. ¿Podría aún leer, se preguntó Paul? Casi esperaba ver sus propias cartas encima de la mesa.
—Sí, así me pareció entenderle a Robin —dijo Paul, en tono cariñoso para con su amigo común.
—No habrá obstruido el camino de entrada, ¿verdad? —preguntó Daphne.
—Oh, no… He cogido un taxi en la estación de Worcester.
—Oh, uno de Cathedral. ¿No son caros? —dijo Daphne, con cierta inflexión de satisfacción—. ¿No encuentra dónde sentarse? Un día de estos Wilfrid ordenará esta sala, pero hasta entonces me temo que tendremos que vivir en el desorden y el caos. Me hace gracia pensar que un día viví en una casa con treinta y cinco sirvientes.
—Santo cielo… —dijo Paul, levantando una carpeta de cuero de Radio Times y un montón de gruesos calcetines de lana, quizá a la espera de ser zurcidos, del sillón de enfrente de Daphne. En su libro (estaba seguro) había dicho que eran veinticinco. Colocó el micrófono encima de los libros de la mesita que había entre ellos—. Me preguntaba por qué se llama Olga esta casa —dijo, para comprobar los niveles de sonido.
—Ah, ¿sabe?, Lady Caroline la hizo construir para su vieja ama de llaves —dijo Wilfrid en tono piadoso—. Se llamaba Olga, y se retiró aquí…, fuera de la vista pero no completamente… aislada.
—Y ahora Lady Caroline se la alquila a ustedes —dijo Paul, observando cómo el oscilante indicador rojo descendía, como por la fuerza de la gravedad, cuando no hablaba nadie.
—Bueno, apenas pagamos alquiler…
Daphne rio entre dientes.
—¿Qué tiene ahí? —dijo.
—Espero que no le importe si grabo la conversación… —dijo Paul, y apretó el botón de rebobinado.
—Quizá sí, para que no haya equívocos —dijo Daphne, dubitativa; eran las extrañas sugerencias de lisonja y desconfianza que inspiraba la grabadora; algunas gentes la miraban como a una embarazosa tercera persona presente en el recinto, y otras se apaciguaban ante la apenas perceptible rotación de la bobina, y otras, como la vieja Joan Valance, una prima segunda de Cecil cuyo paradero este había rastreado y encontrado en Sidmouth, se veían compelidas a un parloteo aliviador al disponer de un auditorio tan imparcial y receptivo. Daphne jugueteaba con los cojines—. Tendré que tener cuidado con lo que digo.
—Oh, espero que no —dijo Paul, atento al tonillo necio de la reproducción.
—Mucho cuidado.
—Si quiere decirme algo confidencial, puede hacerlo: dígamelo, y yo pararé la cinta.
—No, no creo que lo haga —dijo Daphne, con una sonrisa rápida—. ¿Vamos a tomar algún refrigerio, Wilfrid?
—Si me lo pides…
Los dos pidieron café.
—Tráenos un par de cafés, Wilfrid. Y luego búscate algo útil que hacer. Podrías empezar por quitar todas esas cosas del garaje.
—Oh, ese es un trabajo muy duro, mamá —dijo Wilfrid, como si no se le pudiera engañar tan fácilmente.
Cuando salió de la sala, Daphne dijo:
—Se ha convertido en un trabajo muy duro sólo porque lo ha ido dejando y dejando. Oh, es tan… desorganizado.
Volvió a mover el cojín; se estremeció y se volvió a medias, y los discos de las gafas manchados de polvo y humo se cegaron durante un instante ante la luz. Su nerviosidad irritable podría ser difícil de soportar. Paul quería recordarle sus antiguos nexos comunes, pero temía mencionar a Corinna. Dijo, mientras aguardaban:
—Me preguntaba si ve mucho a John, y a Julian, y a Jenny.
Sonaban a personajes de un libro para niños.
—Aquí estamos un poco aislados, si he de ser totalmente sincera —dijo Daphne.
Paul vio que no quería admitir que se sentía un tanto abandonada.
—¿Qué hacen ahora? —dijo, dirigiendo la mirada hacia la aguja roja de la grabadora.
—Bueno… —Tardaba en aclimatarse a la pregunta—. Bueno, están increíblemente ocupados, y tienen mucho éxito, como podrá suponer. Jennifer es doctora; o sea, no es que sea médico, sino profesora. Enseña en Edimburgo; creo que es Edimburgo. Wilfrid me corregirá si me equivoco.
—¿Enseña literatura francesa?
—Sí… Y John, por supuesto, tiene ese negocio de vinos de tanto éxito.
—Sigue los pasos del abuelo —dijo Paul, casi afectuosamente.
—Su abuelo no tiene ningún negocio de vinos.
—Me refiero a que Sir Dudley está metido en el mundo del jerez, ¿no?
—Oh, ya… Y Julian… Bueno, Julian es el artista. Es muy creativo.
Paul supo por su tono, que también era afectuoso pero terminal, que no debía preguntar en qué campo se desarrollaba la creatividad de Julian. Sintió que su interés secreto por Julian cuando era alumno de último año de bachillerato corría el riesgo de ponerse en evidencia. Daphne dijo:
—Vaya, ¿conoció a Dudley?
—Sí, lo conocí —dijo Paul escuetamente, aún sin idea de qué camino tomar a este respecto.
Le refirió algunas cosas sobre la conferencia en Oxford, de un modo que a él le pareció justo, y comprobando que en cierto modo ya había censurado y disculpado a Dudley por la humillante chanza a la que le había sometido al teléfono. Como anécdota tenía el valor de que se podía considerar una compensación de la conversación que no llegaron a mantener nunca.
—Fue muy polémico. Dijo que los poemas de guerra, escritos en el transcurso de esta, no suelen ser muy buenos. «Ineptos y de aficionados», creo que fueron sus palabras. Y que la gran literatura de guerra se escribiría en prosa, y vería la luz diez años después, o más de diez en su caso, claro.
—Eso es muy de Dudley.
—No dijo casi nada de Cecil.
Daphne se quedó meditabunda unos instantes, y Paul pensó que tal vez iba a decir algo sobre Cecil.
—Por supuesto le han hecho profesor honorario de la universidad, ¿no? —dijo al cabo.
—No lo sabía.
—Pues así es. Estamos hablando de tu padre —dijo Daphne cuando vio entrar a Wilfrid.
—¡Oh, ya…! —dijo Wilfrid, con una mueca sorprendentemente fría.
—No es la persona preferida de Wilfie —dijo Daphne.
Cuando Wilfrid se fue de nuevo de la sala, la atmósfera cambió enseguida y se hizo involuntariamente íntima, como si Paul fuera un médico y estuviera a punto de pedirle que se soltara los botones de la blusa. Comprobó de nuevo la grabadora. Daphne tenía una expresión de resignación condicional. Paul se aclaró la garganta y miró sus notas, su plan, diseñado para que todo pareciera una charla, y adquiriera para ambos un carácter más convincente. Aun así, todo sonaba más afectado de lo que él había deseado que sonara.
—Me estaba preguntando por el modo en que escribió usted sus memorias, o sea, La galería corta, como una serie de retratos de cierta gente, más que como un relato sobre usted misma.
Temió que no pudiera ver su sonrisa respetuosa.
—Oh, sí. —Echó la cabeza hacia atrás unos centímetros. Sin duda la cuestión espinosa de su reseña de aquel libro subyacía a la pregunta que acababa de formularle; y a todas las demás, de hecho—. Bueno…
—Quiero decir… —Paul se echó a reír—. ¿Por qué hizo el libro de ese modo? Por supuesto, recuerdo que cuando la conocí me dijo que estaba escribiendo sus memorias, así que sé que estuvo ocupada en ellas durante mucho tiempo. ¡Eso fue hace trece años!
—Sí, tantos años… —dijo Daphne—. Más de trece, incluso.
—Y permítame decirle que el libro me pareció admirable.
—Oh… Es muy amable de su parte —dijo ella, con bastante sequedad—. Bien, supongo que la razón principal fue que tuve la fortuna de conocer a un montón de gente con más talento y más interesante que yo.
—A mí, por supuesto, me habría gustado que hubiera escrito más sobre sí misma.
—Bueno, hay bastantes cosas que sí están en el libro, espero. —Miró con ojos entrecerrados a la grabadora, consciente de que estaba captando toda la charla, y sus reacciones ante ella—. Yo fui educada en la creencia de que los hombres que me rodeaban eran quienes hacían las cosas importantes. Un buen puñado de ellos escribió sus propias memorias, o, en fin, sus vidas se están escribiendo en este momento… Ahí está la nueva biografía de Mark Gibbons que va a salir en breve.
—Ah, sí, he oído hablar de ella —dijo Paul.
Karen había recibido las galeradas. El libro aún no tenía índice onomástico, pero una ojeada rápida sólo había revelado menciones de pasada a Daphne. Al parecer también las había recibido la propia Daphne.
—El editor nos las ha mandado también a nosotros. Wilfrid me las ha ido leyendo, porque yo ya no puedo leer por mí misma. Pero lo cierto es que en el texto de esa mujer hay todo tipo de errores.
—¿Le consultaron a usted para el libro?
—Oh, sí. La mujer me escribió. Pero la verdad es que yo lo escribí todo en mi libro. Todo lo que creí que valía la pena contar sobre Mark, que fue un amigo muy querido, por supuesto.
—Bien, lo sé —dijo Paul, y la miró con expresión astuta; pero de inmediato vio con claridad en su media sonrisa dura que ni remotamente iba a confesar que había llevado su hijo en las entrañas—. Recuerdo haberlo conocido en su setenta cumpleaños.
—¿Ah, sí…? —Aceptó esta afirmación—. Sí, seguramente estuvo allí, en mi fiesta de cumpleaños. ¿No es horrible? Lo he olvidado —dijo, y sonrió con más dulzura, como si acabara de descubrir el modo de eludir las siguientes preguntas de su entrevistador.
—Bien, por supuesto espero no entender mal las cosas —dijo Paul—. ¡Con su ayuda!
Sorbió un poco del café ligero. Le vino a la cabeza la idea de que si Daphne hubiera ayudado un poco más a la biógrafa de Mark Gibbons, esta no habría cometido los errores que ahora estaba censurando. Era un elemento de resistencia contraproducente que acaso todos los biógrafos de personajes recientes tenían que afrontar y tratar de superar. La gente no contaba las cosas que sabía, y luego censuraba al biógrafo por no saberlas, salvo en casos como el de George Sawle, claro está, en que el flujo de secretos había sido tan desinhibido que a la postre resultaba casi inservible. Sin embargo, Daphne era una dama anciana, a quien Paul profesaba cierto cariño, así que dijo con voz suave:
—Supongo que querrá aclarar algunas cosas
—Bien, un poco… sobre «Dos Acres» y todo eso, ya sabe. En el poema se me menciona llamándome simplemente «tú». Y, claro, en el libro de Sebby Stokes soy «la señorita S».
Paul rio, solidario, con cierto embarazo ante su nueva sospecha de que el «tú» del poema se refería en realidad a George.
—Hay más cosas sobre usted en… el libro de Sir Dudley.
—Sí, pero él es siempre tan descalificador con todo el mundo…
—Me sorprendió lo poco que dice sobre Cecil.
—Lo sé… —Su tono era amable, pero de pronto parecía aburrida de hablar de Flores negras.
—Supongo que Cecil fue el primer escritor de verdad que conoció en su vida.
—Oh, sí. Bueno, como dije en mi libro, fue la persona más famosa que conocí antes de casarme, aunque no fuera muy famoso en aquel tiempo. Quiero decir que había poemas suyos aquí y allá, pero aún no había publicado ningún libro ni nada parecido.
-Vigilia nocturna no se publicó hasta 1916, ¿no? Apenas unos meses antes de que lo mataran en la guerra.
—Sí, seguramente es cierto —dijo Daphne—. Y luego, a raíz de eso, se convirtió en una importante figura literaria.
—Pero ¿había leído usted algunos de sus poemas antes de conocerle?
—Uno o dos, creo.
—Así que para usted era ya una figura glamourosa antes de haber puesto los ojos en él.
—Todos teníamos mucha curiosidad por conocerle.
—¿Qué recuerda de su primera visita a Dos Acres? ¿Por qué no me habla de eso?
Encogió la barbilla.
—Bueno, Cecil llegó… —dijo, como si hubiera decidido hacer frente a la pregunta con franqueza.
—Llegó a las 5.27 —dijo Paul.
—Claro, por supuesto.
—Creo… que su hermano lo…
—Lo conocía de antes, por supuesto.
—¡No…! Me refería a que fue a recibirle a la estación[18].
—Oh, sí, seguramente.
—¿Recuerda cuándo vio usted a Cecil por primera vez?
—Bueno, debió de ser entonces.
—¿Y sintió usted una inmediata atracción por él?
—Bueno, era bastante atractivo, ¿sabe? Yo sólo tenía dieciséis años… Era muy inocente…, bueno, todos lo éramos en aquel tiempo… Yo nunca había tenido novio, ni nada parecido… Era una gran lectora; leía novelas románticas, pero no tenía conocimiento de lo que podía ser un idilio… Y mucha poesía, por supuesto. Keats, y Tennyson, poetas por los que todo el mundo sentía adoración…
Paul vio que Daphne se adentraba en una rutina, y percibió algo dulce y artificial en su voz. Dejó que siguiera hablando, con el semblante propio abstraído e impaciente al entrever la forma de su pregunta siguiente, una pregunta mucho más dura. Cuando le pareció que Daphne había terminado, y la vio coger la taza de café, dijo:
—¿Puedo preguntarle qué pensaba de la amistad de su hermano con Cecil?
—Oh… —Daphne resopló sobre la taza de café—. Bueno, que era bastante fuera de lo común.
—¿En qué sentido? —dijo Paul, con una pequeña sacudida de cabeza.
—¿Eh? Nunca había tenido ningún amigo antes, el pobre George. Creo que todos nos entusiasmamos muchísimo cuando de pronto se sacó uno de la manga.
Paul sonrió ante esto, con la reacia sensación de afinidad que a veces invadía sus entrevistas.
—¿Y entendía usted por qué se hicieron tan amigos? ¿Parecían muy unidos?
Daphne suspiró de nuevo, como para dar a entender que más valía ser sincera.
—Creo que en realidad se trató de un caso claro de…, bueno… —hizo una pausa y tomó un sorbo de café—, de esa anticuada veneración del héroe, ¿no? George era muy inmaduro para su edad; emocionalmente, me refiero. Supongo que Cambridge lo puso un poco en sociedad. —Hizo una mueca de dolor—. George siempre había sido una persona más bien seca.
Por un momento Paul reflexionó y barajó la posibilidad de utilizar otras frases aún más francas, pero al mirar a Daphne dudó, y temió disgustarla. Dijo:
—Me preguntaba si sintió usted que su hermano tenía celos de su idilio con Cecil.
—¿George? No, no. —Y como si no estuviera satisfecha con su anterior comentario descalificador, o sintiendo que este ya no tenía la menor importancia, añadió—: George no tenía emociones humanas exactamente normales, ¿sabe? No sé por qué. Y me atrevería a decir que ello no le había hecho ningún daño; la vida probablemente es más fácil sin ellas, aunque un poco más aburrida, ¿no le parece? —Paul imaginó a George junto a un Cecil medio desnudo en el tejado de Corley, y sonrió con aire distante, sin saber muy bien hasta qué punto se creía aquello la propia Daphne, o esperaba que se lo creyera Paul; o hasta qué punto podía haberlo olvidado de buen grado—. Si hubiera venido usted hace unos años, le habría sugerido que fuera a hablar con él, pero me temo que ahora ha perdido bastante…, la cabeza, ya sabe. Creo que la pobre Madeleine tiene una buena brega con él…
—Siento oír eso —dijo Paul.
—Le habría sido de gran utilidad si hubiera podido entrevistarle. Por cierto, no es que quiera sugerir que fuera una especie de pelmazo. Era un intelectual; siempre fue el cerebro de la familia.
Mientras miraba sus papeles, Paul dejó pasar un momento su pequeña pantomima de entrevistador, que parecía más dirigida a su propia persona que a ella.
—¿Le importa si le pregunto…? Dice en su libro que fue…, bueno, un idilio…, lo que hubo entre Cecil y usted, quiero decir…
—Sí, ciertamente…
—Se escribieron, pero ¿también se vieron?
—¿No lo dije…? Sí, nos vimos bastante a menudo, me parece.
—Y se interpuso la guerra, supongo.
—Sí, la guerra, claro. Entonces ya no nos pudimos ver tan a menudo.
—He tratado de reconstruir a partir de las Cartas cuándo estuvo en Inglaterra. Se alistó casi de inmediato, en septiembre de 1914.
—Sí, bueno, él amaba la guerra.
—Estaba en Francia ya en diciembre, y luego tuvo muy pocos permisos en casa, hasta que…, hasta que lo mataron, dieciocho meses más tarde.
—Sí, creo que así es, sí —dijo Daphne, con una pequeña tos de impaciencia.
Paul dijo, en tono táctico pero con una rápida sonrisa de disculpa:
—¿Puedo dar un salto en el tiempo hasta la última vez que lo vio?
—Oh, sí… —Jadeó un poco, como víctima de un mareo momentáneo.
—¿Qué pasó ese día?
—Bueno, otra vez… —Sacudió la cabeza, como para decir que le habría gustado ayudar—. Creo que todo fue como lo conté en mi librito.
Paul, entonces, leyó en alto, bastante por encima, el pasaje que había leído en el tren horas antes, y ella le escuchó con un aire de curiosidad y también de leve desafío. Volvía a no estar seguro de cómo hacerlo: ¿cómo se le preguntaba a una dama de ochenta y tres años si alguien la había…?; apenas se atrevía a decírselo a sí mismo. Y si Cecil la había dejado embarazada…, bueno, pues ahora podía desahogarse al fin, en un estallido lloroso de alivio, pero algo le decía a Paul que aquello no iba a suceder en aquel momento. Sin embargo, cuando levantó la mirada y la vio, le dio la impresión de que sus propias palabras, que él acaba de leer, la habían conmovido.
—¡Bueno, ya está! —dijo Daphne, y sacudió de nuevo la cabeza.
Fue uno de esos momentos desorientadores, harto comunes en su vida, en que Paul veía que se acababa de perder algo, y que ni siquiera volviendo atrás conseguía detectar qué era lo que había desencadenado el cambio súbito de estado emocional de la otra persona. Se preguntó si Daphne estaba al borde de las lágrimas. Embarazoso desde el punto de vista social, pero maravilloso para el libro si la cosa había funcionado y había logrado agitar en ella algún recuerdo nuevo. Contempló las pacientes revoluciones de la cinta. Luego vio que volvía a equivocarse, o tal vez ella le había excluido bruscamente de su giro emocional inesperado. Daphne dijo:
—Si he de ser sincera, a veces me siento como encadenada a Cecil. Y en parte es culpa suya, por morirse. Si hubiera vivido habríamos sido meras figuras en nuestros respectivos pasados, y creo que a nadie le habríamos importado lo más mínimo.
—¡O quizá sí, digo yo…! —¿Estaba incitándola o tranquilizándola?—. Creo que pensaban casarse.
—Bueno… Si hubiéramos llegado a hacerlo tampoco creo que hubiera sido un gran éxito…
—Está esa carta en la que Cecil dice «¿quieres ser mi viuda?».
Paul pensó que sería una falta de tacto, incluso ahora, mencionar el hecho, revelado en las Cartas, de que Cecil le había propuesto a Margaret Ingham lo mismo y el mismo día.
—Aunque supongo que Cecil era bastante… ¿voluble, quizá?
—Por supuesto que lo era. Pero lo que debe usted entender es que Cecil te hacía sentirte el centro absoluto de su universo.
Aquí Paul sintió a un tiempo lástima y un punto de envidia.
Pronto llegaría el momento de la visita habitual, necesaria y a veces útil al cuarto de baño, una escapada bienvenida a la intimidad, un vistazo de uno mismo en el espejo y una ocasión de fisgar sin ser visto los hábitos y las actitudes en relación con la higiene y el sentido del humor. En Olga quizá se hacía patente un punto de humor loco en los trastos amontonados y apoyados contra la pared del pequeño recinto umbrío y con olor a moho. Detrás de la puerta había una pila de fotografías enmarcadas con el cristal roto y una mesa de jugar a las cartas plegable, y debajo del lavabo una caja larga con un juego de cróquet en cuya tapa se leía —estarcida— la palabra JACOBS. Rozó con el hombro un cuadro grande y lúgubre que había enfrente del lavabo, cuyo marco dorado y recargado tenía algunas partes astilladas. La tela mostraba a un joven pálido con sombrero negro y expresión altiva, y la surcaban varias franjas que sugerían que alguien había intentado limpiarla con una esponja sucia. Aquel aseo no podría haber sido nunca un recinto luminoso, ya que lo ensombrecía aún más la enredadera de Virginia que cubría la parte baja del cristal esmerilado de la ventana y se había colado por una abertura que corría por la parte alta de la pared, por encima de un montón de objetos grandes cubiertos por un mantel. A Paul no le agradaba en absoluto tener que utilizar el inodoro, oscuro como turba por debajo de la superficie del agua, y con lo que Peter Rowe solía llamar un asiento lesbiano, que tenía que sostenerse en alto. Resultó que debajo del mantel había unas cajas de botellas de vino, selladas con cinta adhesiva amarilla y frágil, que tal vez convendría explorar la vez siguiente que visitase el aseo. A lo largo de la pared, junto al inodoro, había libros y revistas en montones que llegaban a un metro de altura. Encima de uno de ellos se veía el número de Tatler con la entrevista a Daphne, y un número de hacía seis años de Country Life con un reportaje sobre Staunton Hall, «la residencia de Lady Caroline Messent». Paul supuso que los habían dejado allí para cumplir algún pequeño ritual de confortación. Los libros eran los propios de un rastrillo en el que tal vez podría encontrarse algo interesante; estaba claro que Daphne o Wilfrid acostumbraban a marcar por dónde iban con una medida cortada de papel higiénico. La convivencia de madre e hijo conturbaba a Paul en aquel lugar más de lo que él mismo podría explicarse. Se sentó durante un minuto, y miró de lado los títulos. Y allí, justo un poco más arriba del suelo, y difícil de sacar, estaba Flores negras, con la sobrecubierta rota y manchada; pero era un ejemplar de la primera edición, la de 1944, en el papel barato que se utilizaba en la guerra, y estaba dedicado: «Para Wilfrid, Dudley Valance». Estaba demasiado desolado y triste y tenía demasiado valor para dejarlo allí, y Paul lo colocó al alcance de la mano para poder cogerlo más tarde. Se lavó las manos y se miró en el espejo para calibrar sus progresos y dirigirse un rápido discurso de ánimo, un tanto molesto por la lóbrega sonrisa burlona del joven enmarcado que tenía a su espalda.
Wilfrid, intuyendo su breve ausencia, había vuelto a la sala y deambulaba al fondo de ella como si buscara algo.
—Debo preguntarle —dijo Paul de pronto— si aún conserva el cuaderno con el poema «Dos Acres» manuscrito. Me encantaría verlo.
—Bueno, me temo que no estamos de suerte —dijo Daphne.
—¿No lo tiene?
Daphne frunció el ceño, casi de mal humor.
—¿Dónde está, Wilfrid?
—Creo que en Londres, madre —dijo Wilfrid, mirando en una gran cesta de mimbre que había encima de un montón de cortinas viejas—. Van a hacerle unas fotografías.
—Le están haciendo unas fotografías —corroboró Daphne—. Es terriblemente delicado; bueno, tiene ya setenta años, ¿no? Casi setenta.
—Sí, es una buena idea —dijo Paul—. ¿Quién está haciendo las fotografías?
—No recuerdo su nombre. Está preparando la nueva edición de los poemas de Cecil.
—Oh, entonces está en buenas manos —dijo Paul.
—¿Cómo se llama?
—Creo que es el doctor Nigel Dupont.
—Exacto. Me dijo que se siente unido a Cecil de un modo muy personal porque fue al colegio en Corley.
—Oh, ¿de veras?
—Se interesó por él de ver su tumba continuamente en la capilla.
—Qué interesante… —dijo Paul, mientras la muy alta probabilidad de que Dupont hubiera sido alumno de Peter le hizo sentir náuseas—. ¿Vino Nigel…, vino a verla a esta casa?
—No, fue muy fácil. Lo arreglamos todo por correo.
—Por correo certificado.
—A él le tiene sin cuidado la parte autobiográfica, ¿sabe? —dijo Daphne—. Es más bien un editor textual, como lo llamarían ustedes.
—Sí, ciertamente.
—Todas esas ediciones diferentes y demás.
—Fascinante…
Paul se dirigió hacia su sillón. Fuera, empezaba a caer la tarde, y la luz del sol hacía opacos los cristales sucios de las ventanas.
—Bueno, es bastante fascinante. Dice que están llenas de errores. Fue Sebby Stokes, ¿sabe?, el que anduvo enredando en los textos más de la cuenta, al parecer; supongo que pensó que los estaba mejorando.
—¡Y puede que lo hiciera!
Daphne se dio la vuelta y dijo:
—¿Por qué no vas a dar una vuelta por el pueblo con el señor Bryant?
—No sabemos si él quiere —dijo Wilfrid.
—Id hasta la granja. A ti te gusta ese paseo.
Fue una osada maniobra de distracción por parte de Daphne, interrumpir súbitamente la entrevista, pero Paul llevaba tiempo esperando poder hablar con Wilfrid a solas en algún momento. Así que salieron juntos del bungalow, Paul con unas viejas y holgadas botas de goma negras que, según le dijo Wilfrid, habían pertenecido a Basil.
—¿Oh, sí? —dijo Paul, disgustado ante el hecho de llevar el calzado de un difunto. Avanzaron con ruido sobre el asfalto—. No sé por qué, pero no me había imaginado que Basil fuera tan grande…
Más tarde le pareció extraño que Daphne hubiera querido conservarlos, cargando con ellos en la mudanza. Wilfrid se había puesto unas botas de operario sucias de barro seco, y una especie de sobretodo de automovilista sobre el forro polar. No llevaba nada encima de los mechones grises de su gran cabeza simiesca.
—Este no es uno de esos pueblos bonitos y pintorescos —dijo Wilfrid. Bajaron por el sendero, pasaron por delante de la tienda de ventanas empañadas, dejaron atrás las viviendas sociales y llegaron a otro sendero que ascendía orillando unas zonas verdes, flanqueadas al otro costado por unos campos arados. Fuera del bungalow Wilfrid se mostró no sólo más franco sino también más inquieto; dijo dos veces—: Puede cuidar de sí misma durante media hora.
—Tiene mucha suerte de tenerle a usted —dijo Paul, y sus palabras sonaron un punto corteses.
—¡Dios, me vuelve loco! —dijo Wilfrid, con una sonrisa de excitación culpable.
Se subieron al borde del camino para dejar pasar a un tractor con remolque, del que caían dejando una estela grandes grumos de forraje. Wilfrid se quedó mirando al conductor, pero no le saludó. Paul no sabía muy bien qué decir; tuvo la impresión de que tanto la madre como el hijo se alegraban la vida el uno al otro y en cierto modo sobrevivían volviéndose locos mutuamente.
—En fin, parece que se ha recuperado muy bien —dijo Paul.
—Gracias al enfermero Valance —dijo Wilfrid, en un extraño tono coqueto.
Paul no lograba pensar qué podría haber hecho Wilfrid si no hubiera tenido que cuidar de su madre.
—Pero les ayuda alguien, ¿no?
—Ninguna ayuda que merezca mencionarse. Y, por supuesto, todo este asunto hace… que me sea muy difícil tener novia…
Paul logró levantar las cejas a fin de mostrarse solidario.
—Ya, puedo imaginarlo…
—¡Pero ahí estamos…! —dijo Wilfrid—. Seguiré con ella hasta el final. Allí está Staunton Hall. Mi madre querría… que se lo enseñara. Es donde vive Lady Caroline.
—La antigua patrona de Olga.
—Olga es el nombre que le puso a su… Petit Trianon.
Paul divisó la forma de una gran mansión cuadrangular entre los árboles, dos campos más allá de donde se encontraban. El sol estaba ya muy bajo sobre los setos que iban quedando a su espalda, y las pequeñas ventanas de los altillos de la mansión fulguraban como si en el interior estuvieran encendidas las luces.
—¿Quiere ver la granja?
—No me importaría —dijo Paul.
—Me habría gustado ser granjero —dijo Wilfrid.
Siguieron caminando un trecho y Paul dijo:
—¡Vaya, por supuesto! Su abuelo…
—Siempre me han gustado los animales. En Corley había dos granjas. Crecimos… en medio de todo aquello.
Había vuelto su tono preciso, clerical, quizá para tratar de paliar el extraño abismo existente entre aquel tiempo y el presente. Como Robin le había recordado, Wilfrid pronto se convertiría en el cuarto baronet de la familia.
—¿Se acuerda usted de su abuelo?
—Oh, muy poco. Murió cuando yo tenía… cuatro o cinco años. ¿Sabe?, le llamaba… abuelo Oli-oli, porque era lo único que era capaz de articular…
—Tuvo un derrame cerebral, ¿no?
—Sólo podía emitir aquella especie de ruido: «oli-oli»…
—¿Le daba miedo?
—Creo que un poco —dijo Wilfrid—. Yo era un niño muy nervioso —dijo, como refiriéndose a un estado ajeno por completo a su realidad presente.
—Su padre le quería.
—No creo que mi padre pudiera dedicarle mucho tiempo…
—Ya… Pero escribe de él con mucho cariño.
—Sí, es cierto —dijo Wilfrid.
Hubo un aumento gradual de barro en el camino; torcieron una curva en ángulo recto y llegaron a la entrada del patio de la granja; había una plataforma de hormigón para las lecheras al otro lado de la verja, y más allá un reluciente cenagal de bosta de vaca de color marrón oleoso que se extendía hacia las puertas abiertas de un establo de chapa ondulada.
—Bien, ¡henos ya aquí! —dijo Paul.
No veía interés alguno en seguir con la visita, ensuciando aún más las botas de goma del difunto Basil Jacobs; ni siquiera las botas de Wilfrid eran aptas para aquel barrizal. Wilfrid parecía sentir cierto malhumorado bochorno por haberle llevado hasta allí. Dijo:
—Será mejor que volvamos.
—¿Ve alguna vez a su padre? —dijo Paul, mientras volvían sobre sus pasos.
—No muchas —dijo Wilfrid en tono firme, y miró hacia los campos.
—Tiene que haberse sentido muy disgustado con… lo de su hermana.
—Sería lo natural… ¿No le parece?
Paul sintió que ya lo había presionado bastante, y cambió de tema de conversación, y se puso a hablar de su hotel, al que le inquietaba tener que volver.
—Lo peor de todo —le interrumpió Wilfrid— es que no vino al entierro. Dijo que vendría, pero aquella semana Leslie… se voló los sesos y el entierro de mi hermana se aplazó, y al final no vino. Lo que hizo fue mandar una horrible corona…
—Qué horror —dijo Paul.
Quiso razonar que quizá Dudley había tenido algunos problemas mentales, pero consideró que también Wilfrid los tuvo, así que se limitó a mirarle con respeto durante un instante.
—Pero nunca se preocupó mucho por mi hermana… —dijo Wilfrid—. Así que, aunque malo, no resultó quizá demasiado inesperado.
—No, ya veo…
—Aunque a veces hay algo… casi sorprendente en un hombre tan de una pieza como mi padre…
—¿Se refiere a que en esa ocasión llegaron a pensar que iba a hacer lo que debía?
—Estúpidamente, sí, eso pensamos —dijo Wilfrid.
Y, dicho esto, poco parecía que quedaba por decir, aunque Paul tuviera mucho que pensar a este respecto.
Ahora el sol se hallaba oculto entre las franjas negras de las nubes del oeste, y la trasera del pueblo se apiñaba clara y desolada a la luz neutra de la caída de la tarde. Gallineros, cobertizos, montones de basura de jardín arrojada por encima de los setos durante todo el año. Un coche sobre ladrillos, un invernadero pintado de blanco, un enjambre de altas antenas de televisión recortadas contra el cielo frío. Paul visualizó su calle en Tooting, y los autobuses rojos iluminados, con un estremecimiento de añoranza. Era lo que Peter acostumbraba a llamar su nostalgie du pavé, el pánico asociado a la añoranza de Londres. «Oh, querido…», solía decir en Wantage o Foxleigh. «No he de morirme aquí».
Cuando volvieron al bungalow, Paul dijo:
—Muchas gracias. Creo que debería irme ahora.
Pero, para su sorpresa, Daphne dijo:
—Tómese una copa antes. —Se abrió paso por la sala, apoyándose sobre la mesa y la silla, y fue hasta una esquina donde encima de un montón de cosas había unas cuantas botellas y un cubo de hielo, una botellita de Tabasco y varias de bitters…, toda la parafernalia de la hora de los cócteles. Mandó a Wilfrid al garaje a buscar hielo del congelador—. Sabe que lo necesitamos, ¡pero pone una cara! —dijo Daphne—. ¿Gin tonic? —Paul dijo que sí, y sonrió al pensar en el día en que la había conocido, tomando un combinado igual que aquel, sentado en el jardín y tratando de no mirarle por debajo de la falda. Daphne abrió la botella de tónica de un solo tirón, con maestría, y el líquido burbujeó alrededor del gollete y se le deslizó hasta la muñeca—. ¿Traes el hielo? —le preguntó a Wilfrid cuando lo vio entrar en la sala con la cubitera de plástico plateada—. Oh, pero mira eso… Está todo apelmazado. Tendrás que romperlo en pedazos, porque si no no podremos usarlo. ¡Francamente, Wilfrid! —dijo, haciendo un poco de broma, como si estuviera enfadada, para disfrute de su invitado.
De nuevo acomodados, Daphne volvió a su comentario amable pero cargado de intención a propósito del nuevo libro sobre Mark Gibbons que había estado leyendo, y que, insistió, no consideraba en absoluto bueno; además Mark perdía la mitad de interés si las fotografías en las que aparecía eran en blanco y negro. (Paul adivinó que quería decir que Wilfrid le había estado leyendo el libro, pero, como de costumbre, tal mediación resultó en cierto modo omitida). Daphne dijo que era extraño que alguna gente emergía del gran pasado y el gran abismo mientras otra se sumía en el más absoluto olvido. Mark había tenido una especie de hombre para todo llamado Dick Mint, que era todo un personaje; arreglaba el coche, cuidaba el jardín y a menudo se le veía sentado en la cocina de Mark, en Wantage, departiendo interminablemente con su patrón. Era un verdadero pelmazo, en realidad, pero tenía sus cosas: pensaba que los postimpresionistas tenían que ver con la Oficina Central de Correos[19]. Puede que en todo el mundo le conocieran…, ¿cuántas personas, veinte? No era un nombre lo que se dice conocido. Vivía en una caravana. Y ahora, gracias a este libro, era muy probable que fueran a conocerle millares de personas: se había convertido en un personaje del escenario mundial. La gente de Norteamérica sabría de él. Mientras que a la mujer que iba a hacer la casa, que limpiaba y fregaba, y que, según creía Daphne, se llamaba Jean, ni siquiera se la mencionaba, de hecho ya nadie se acordaba de ella al cabo de un año.
—Debo leer ese libro sobre Mark Gibbons —dijo Paul, lamentando no haber tenido la grabadora encendida durante todo aquel parloteo.
—En realidad no debería preocuparme por estas cosas —dijo Daphne.
Paul se echó a reír.
—Seguro que le sucede muy a menudo.
—¿Eh?
—Debe de conocer a un montón de gente de la que se ha escrito la biografía.
—Sí, o que aparece en la biografía de otros, ya sabe.
—Como tú, mamá. ¡Vaya si apareces! —dijo Wilfrid.
—La cuestión es que todos meten mucho la pata.
Ahora había vuelto a aquel talante irritado que tan a las claras le hacía disfrutar.
—Los mejores tal vez no —dijo Paul.
—Se meten con la gente —dijo Daphne—, o alguien con quien hablan siente rencor contra el biografiado y les cuenta cosas que no son ciertas. ¡Y ellos lo ponen todo en sus libros como si se tratara del Evangelio!
Esto, obviamente, quería ser una advertencia, pero formulada como si se le hubiera olvidado que también él estaba escribiendo una biografía. Estaba radiante, con la barbilla encogida, y los ojos fijos en él, pese a que, como hubo de recordarse a sí mismo, apenas podía verle. Aunque pareció darse un temblor de contacto entre uno y otro a través del calor de la estufa eléctrica.
—¡Bien…!
Paul hizo una pausa respetuosa. La primera euforia de la ginebra pareció dotarle de una visión de todas las cosas que tenía en mente para preguntarle las numerosas dudas y rumores y desmentidos que había oído sobre ella y su familia. ¿Tenía alguna idea, por ejemplo, de lo que había habido entre George y Cecil? ¿Conocía Wilfrid la teoría de que su hermana era hija de Cecil? Tenía que andar con mucho tiento, pero vio más claramente que nunca que el escritor de una vida no escribía sólo sobre el pasado, y que los secretos que llegaba a manejar podían tener todo tipo de consecuencias en otras vidas en años venideros. Con Wilfrid presente, dando cuenta de un zumo de naranja, apenas podía decir o preguntar nada íntimo, por mucho que también Daphne estuviera más abierta y alegre después de unos tragos de gin tonic. Quizá habría valido la pena intentarlo.
Sin embargo, algo advirtió a Paul de que no debía aceptar un segundo gin tonic, y a las siete de la tarde preguntó si podía llamar a un taxi. Daphne sonrió con firmeza ante esto, y Wilfrid dijo que le llevaría con gusto a Worcester en el Renault.
—No quiero que tenga que volver de noche —dijo Paul; su reticencia cortés ocultaba la nerviosidad natural que le inspiraban coche y conductor.
—Oh, me gustará sacarla a dar una vuelta —dijo Wilfrid, de forma que por un momento Paul pensó que se refería a su madre—. No es bueno que esté… ahí fuera en el camino de entrada semana tras semana…
Daphne se levantó y, apoyándose en el gran arcón de roble, avanzó por la sala con un aire nuevo de calidez y entusiasmo.
—¿Dónde vive? —dijo, casi como si pensara en devolverle la visita.
—Vivo en Tooting Graveney…
—Oh, sí… ¿No está cerca de Oxford?
—No, no… Está cerca de Streatham.
—¡Streatham, oh…!
Hasta esto sonaba como una broma.
Se estrecharon la mano.
—Bueno, muchísimas gracias. —Era quizá el momento de llamarla Daphne, pero Paul se contuvo y lo pospuso para la segunda entrevista—. La veré mañana, a la misma hora.
Más tarde se preguntó si se había tratado de un verdadero malentendido o había sido una pequeña chanza al estilo Dudley. Daphne se detuvo ante la puerta que daba al recibidor, ladeando la cabeza en ademán de confusión.
—Oh, ¿es que va a volver? —dijo.
—Oh…, bueno… —Paul se quedó un instante sin aliento—. Creía que era eso en lo que habíamos quedado…
No le había sonsacado nada aquella tarde, pero lo consideraba resignadamente un «precalentamiento» para el sondeo real que esperaba llevar a cabo la tarde siguiente.
—¿Qué hacemos mañana, Wilfrid?
—Me sorprendería mucho que fuéramos a hacer algo —dijo Wilfrid, en un tono que hizo que Paul se preguntara si todas aquellas pacientes simplicidades no eran sino una forma muy fría de sarcasmo.
En el Renault fue en gran medida como si un niño llevara a un adulto, y ambos hicieran como que no había nada sorprendente o inquietante en ello. Resultó que el interruptor de las luces de cruce no funcionaba, de forma que ora avanzaron únicamente con la tenue luz de los laterales, con los setos cerniéndose sombríamente sobre ellos, ora encararon los flashes de los automovilistas que venían en dirección contraria cegados por sus luces largas. Wilfrid se las arregló en ambos casos con su habitual paciencia caprichosa. Paul no quería distraerle, pero cuando salieron a la carretera principal, dijo:
—Espero no estar cansando a su madre.
—Creo que se divierte —dijo Wilfrid. Y, mirando el retrovisor, como para cerciorarse de que su madre no iba con ellos—. Le gusta contar historias.
Paul deseó vivamente que le contara una. Dijo:
—Me temo que todo fue hace mucho tiempo.
—Hay cosas de las que no hablará… Espero que podamos confiar en usted a ese respecto —dijo Wilfrid, con un tono de solidaridad inesperado, tras sus recientes refunfuños contra ella.
—Bueno… —Paul se sentía dividido entre la discreción que se le pedía y el deseo de preguntar a Wilfrid a qué se refería exactamente—. Por supuesto, no quiero decir nada que pueda incomodarla… Ni a ella ni a nadie de la familia.
¿Podría contarle cosas el propio Wilfrid? Paul no tenía idea de lo que este era capaz mentalmente. Estaba claro que quería a su madre y —podría decirse— odiaba a su padre, pero seguramente no era el aliado que Paul necesitaba para ahondar en su indagación de los asuntos de los Sawle y los Valance. Si Corinna era realmente hija de Cecil, la sorprendente frialdad que Dudley mostraba por ella tal vez se debía a otra causa más profunda.
—Usted no está casado, ¿verdad? —le preguntó Wilfrid, mirando al frente, por encima del volante, hacia el fulgor turbio del extrarradio de Worcester.
—No, no lo estoy…
—No, eso le ha parecido a mi madre.
—Ah, ya… Bueno, mmm…
—Pobre Worcester —dijo Wilfrid un minuto después, mientras el coche serpeaba a través de una especie de autopista urbana contigua a la catedral. En lo alto, demasiado cercana para poder verse bien, la gran torre gótica, de obra e iluminada por proyectores—. ¿Cómo es posible que hayan podido destrozar de tal manera este viejo barrio? —Paul tomó esto como una especie de muletilla, e imaginó a madre e hijo repitiéndola cada vez que iban a la ciudad—. Justo al lado de la catedral —dijo Wilfrid, estirando el cuello y animando a Paul a que hiciera lo mismo. El coche se cambió al carril más rápido, y a su espalda se oyeron unos estruendosos bocinazos, y les adelantó un rugiente camión tan alto como la torre.
Torcieron hacia la izquierda, y pasaron sin vacilaciones a una vía donde una señal rezaba Prohibido el paso, y siguieron un trecho por una calle de una dirección, pero a contramano. Wilfrid se sintió un poco ofendido por la rudeza de los automovilistas con que se iba encontrando en dirección contraria, y torció otra esquina, y llegaron a la entrada principal de The Feathers.
—Asombroso —dijo Paul.
—Conozco esta vieja ciudad de una punta a otra —dijo Wilfrid.
—Bueno, le veré mañana —dijo Paul, abriendo la portezuela.
—¿Quiere que le recoja? —dijo Wilfrid, con un atisbo de falta de resuello, pensó Paul; con un vislumbre de excitación por tener a aquel visitante en sus vidas. Pero Paul insistió en que prefería coger un taxi Cathedral. Se quedó allí en la acera, mirando cómo Wilfrid se alejaba en la oscuridad de la noche.