Paul bajó deprisa la larga escalera de piedra y salió al patio interior con el ceño preocupado y un curioso sentimiento de impostura. Aunque tenía edad suficiente para ser profesor universitario, lo asaltaba a grandes oleadas la ignorancia nerviosa de un estudiante de primer año de carrera. Orilló respetuosamente el césped, bajo la hilera de ventanales góticos, aferrándose a su cartera de mano e imaginando la velada que le esperaba, con su secuencia de retos, bebidas en la sala de profesores, cena en el salón, contactos y colisiones sociales tanto más intimidatorios cuanto que tenían que ver con los códigos tácitos en los que se hallaba embebida la vida académica. Pero en un momento dado tuvo casi la certeza de que aquella noche, o quizá al día siguiente, tendría su oportunidad. Existía, por supuesto, la posibilidad de que el anciano no se presentara; a la edad de ochenta y cuatro años las excusas no le habrían de faltar. Con la excitación de las premoniciones, Paul visualizó su cara oscura y autocrática, que conocía por las fotografías, y cuando subió los tres escalones y accedió a la entrada… allí estaba él: bajo el arco, junto a la vivienda del portero, con un abrigo oscuro, apoyado en un bastón.
Paul casi lo saludó, aspiró con dificultad el aire y sofocó una sonrisa al pasar; sintió que el corazón se le desbocaba ante aquella oportunidad súbita. Se volvió y se quedó cerca de él, de costado, como si esperara a alguien. Qué horror si no fuera él, se dijo. Pero no: la cara ancha, de halcón, era inconfundible; parecía estirada, más que arrugada por la edad: la boca un poco más fina y de comisuras caídas, los ojos oscuros e imponentes, fijos hacia el frente, el pelo gris peinado hacia atrás y con rizos alrededor del cuello. Paul se echó hacia un lado para mirar el tablón de anuncios acristalado, en el que veía reflejada su propia cara sonriente. El anciano siguió inmóvil, y de cuando en cuando daba golpecitos en las losas del suelo con la punta de goma del bastón. Era obvio que se trataba de alguien a quien siempre le habían dado las cosas hechas. Paul se aclaró la garganta y dio unos pasos a derecha e izquierda, eligiendo las palabras. A través de la ventana interior de la casita, delante del muro oscuro de los casilleros, alcanzó a ver a una mujer que hablaba con el portero. Sin duda era Linette; el pelo tupido y tieso, de un castaño indefinido, se le enredaba con el cuello levantado de la chaqueta de piel de zorro. Tenía una cara atractiva y dura, minuciosamente maquillada, y los modos —Paul lo supo al instante, por las sonrisas y los ceños tensos— de quien está acostumbrado a conseguir que la gente se pliegue a sus deseos. El portero hizo una llamada telefónica breve, y luego salió, le abrió la puerta y la hizo a pasar mientras cargaba con su maleta.
—¡Buenas tardes, Sir Dudley! El director en persona va a venir a recibirle.
Paul reconoció en sus palabras elogiosas la reverencia del respeto, la lealtad cotidiana al director de la institución y la deferencia para con el visitante. Dado que Linette había hecho imposible un acercamiento a Sir Dudley, Paul fue al encuentro de su amigo imaginario, que se suponía le aguardaba junto a la verja que daba a Broad Street. Podía oír el tono pero no las palabras de la conversación en voz baja entre los Valance. Ante él, los estudiantes pasaban en bicicleta, y la vida universitaria seguía con su ajetreo pese a que eran las vacaciones. Instante después se oyeron comedidos gritos y risas asmáticas a su espalda, y Paul se dio la vuelta y vio a un hombrecillo de pelo cano con toga que subía las escaleras del patio y acogía a sus invitados, no exactamente como un viejo amigo sino sobre la base de un claro entendimiento compartido que parecía emanar de su semblante solícito y espiritual.
—No tendría que haber venido usted en persona —dijo Sir Dudley, en un tono de grandiosidad satisfecha, casi altanera.
Y su mujer dijo:
—¡Buenas tardes, director!
Porque, pese a su tono sumiso, daba a entender claramente que había conseguido lo que quería.
Se alejaron. El director le ofreció un brazo a Sir Dudley en los escalones.
—¿En qué año dejó la facultad, Sir Dudley?
—En 1914, ya ve… No llegué a terminar la carrera… Me casé…
Lady Valance soltó una risita dedicada al director, como para dar a entender cuán poco había importado que su marido no hubiera obtenido ningún título universitario, y tal vez también para atenuar la mención de su anterior matrimonio. Quizá llevaban juntos cincuenta años, después de los meros nueve o diez que Dudley había estado junto a Daphne, en quien Paul pensaba ahora con más afecto. Qué contraste… —la estaba recordando con su impermeable y su sombrero raídos— con aquella otra mujer tan magníficamente conservada, que seguía moviéndose con el contoneo despacioso de una modelo. Paul los observó desde los escalones de la entrada. Dos musculosos jóvenes en pantalones cortos de remo salieron a la carrera de una puerta; aminoraron el paso, sin dejar de correr, para dejar pasar al director y a sus acompañantes, y siguieron corriendo hacia la salida, donde dejaron atrás a Paul y salieron a la calle. Inusitadamente, era el anciano el que atraía la atención de Paul: de hecho aquel hombre se le antojaba casi milagroso en todo, desde sus mayestáticos puntazos al suelo con el bastón hasta su pronunciación bronca de las vocales. Mientras desaparecían bajo un arco en el extremo opuesto del patio, y Dudley seguía siendo a todas luces un herido en la Batalla de Loos, otras cosas menos tangibles que esa parecieron planear sobre su conciencia: algunas frases famosas de su hermano, en Poesía georgiana, o en el Oxford Dictionary of Quotations. Paul, de algún modo necio pero innegable, sintió que había estado muy cerca de ver a Cecil en persona.
Siguió andando por Broad Street con idea de echar un vistazo a las librerías, como tenía planeado. Los chicos del remo ya se habían desvanecido en la luz espesa del atardecer; el sol en el oeste daba de lleno en la calle, y cegaba a la gente que venía en dirección contraria a él, reduciéndolo a una mera silueta que se acercaba a ella y podía examinarla detenidamente. Mientras curioseaba en la mesa de biografías y miraba sus índices y listas de agradecimientos, tenía en la cabeza la figura encorvada y bella de Dudley, y podía oír anticipadamente cómo respondía a sus preguntas aquella voz extraordinaria. Paul pensó que a él también le gustaría tener su página de agradecimientos, que empezaría por dar las gracias al hermano del protagonista de su libro; para cuando lo publicara quizá sería ya «el fallecido Sir Dudley Valance», que «tan generosamente me brindó su tiempo» y «puso a mi disposición sus archivos sin preguntas ni condiciones». Al autor de la nueva biografía de Percy Slater incluso lo habían «acogido calurosamente en la casa de la familia», algo que Paul presentía que no iba a suceder nunca en su caso.
Siempre había abierto estos libros por las «vetas» grises o negras que indicaban dónde estaban las fotografías. Cuando soñaba despierto en su libro a menudo se detenía en esta adición última y casi decorativa: las fotos ojeadas con prisa de ascendientes poco atractivos, del lugar de nacimiento o la infancia del protagonista, de su adolescencia, los pie de fotos momentáneamente confusos (parte inferior derecha, página de enfrente, página siguiente), una o dos de las instantáneas merecedoras de una página completa, los retratos más definitorios… ¿Le posibilitaría Dudley algún día estas cosas? Paul pensó que tal vez necesitaría emplear algún tipo de subterfugio. Percy Slater había vivido hasta bien entrados los setenta años y contaba con unas cuantas esposas y cierta cantidad de hijos, y existían multitud de fotografías de Kenia y Japón, y una de los últimos tiempos en la que aparecía con el ropaje doctoral de su universidad, charlando con Harold Macmillan, ministro de Hacienda. Pero, por supuesto, no existía fotografía alguna de Cecil. Acaso alguna de su tumba.
Y allí, al fondo de la mesa, con una sobria sobrecubierta de tono castaño y con el título en rojo y amarillo, estaban Las cartas de Evelyn Waugh, un libro con aura, a ojos de Paul, y muy grueso, como con la seguridad de su interés; pero primero se demoró en otra obra, para centrar y saborear la expectativa de examinarlo luego, y al cabo de un minuto levantó con aire despreocupado la voluminosa colección de cartas y se puso a mirar de atrás hacia delante el índice del modo sistemático en que ahora acostumbraba a hacerlo: Valance, Sawle, Ralph. Dos menciones de Dudley, una de Cecil, que resultó ser la de un pie de foto que identificaba a Dudley como el «hermano menor del poeta de la Primera Guerra Mundial». Codició aquel libro, pero costaba quince libras, una semana de renta, y no podía permitírselo. Una calma familiar pero aún fuera de lo habitual lo envolvió por entero. Se abrió camino hasta la sección de Historia, escogió un volumen enorme sobre la Inglaterra medieval, a su vez parte de una serie numerosa y erudita, con sobrecubiertas azul claro, Clarendon Press, precio: 40 libras. Un minuto después se lo llevó a la planta de arriba. En la cartera de mano llevaba una tarjeta del Times Literary Supplement de Jake, con su nombre y el mensaje que le había escrito: «800 palabras para finales de marzo», y la metió en la parte delantera del libro mientras seguía su camino. Se detuvo en un entresuelo donde se exponían los clásicos, sacó su cuaderno para tomar nota de un título, se puso en cuclillas y, a la altura de una estantería de detrás de una mesa, anotó a lápiz tres o cuatro números de páginas y unos signos de interrogación en la guarda del volumen de la historia de los Plantagenet. Desde allí se ascendía a un nuevo recodo de escalera que llevaba a la sección de libros de segunda mano, donde preguntó a un joven con barba si compraban ejemplares para la crítica en buen estado. El joven echó un rápido vistazo a los Plantagenet, mientras su mente registraba casi subliminalmente la tarjeta, y revisó el libro para detectar posibles notas al margen que lo desvalorizara.
—Sólo podemos ofrecerle la mitad de su precio —dijo al cabo.
—¿Ah, sí? —dijo Paul, mordiéndose la mejilla por dentro—. Bueno, si es esa la política de la casa. Disculpe…, déjeme sacar la tarjeta.
Consignaron la entrada en un libro de registro, pusieron el libro en un carrito de nuevas adquisiciones y le tendieron dos pulcros billetes de diez libras. Minutos después Paul volvía hacia la universidad con Las cartas de Evelyn Waugh en su cartera y un feliz superávit de cinco libras en el bolsillo trasero del pantalón.
La habitación que le habían asignado, en lo alto de una larga escalera de piedra, tenía en la puerta el nombre de Greg Hudson, y aunque las sábanas y toallas estaban limpias sentía la presencia de un huésped indeseado entre los libros, discos y ropas que Greg había dejado atrás durante sus vacaciones. Debajo de la cama había unas playeras embarradas, y en la pared de arriba del escritorio un póster de Blondie. En un armario fragante lleno de mermeladas y café encontró una botella de whisky de malta medio llena, y se sirvió un dedo en un vaso. Se puso a sorber el whisky, con un pie encima de las losas de la chimenea. Había un poema de Stephen Spender que empezaba, harto extrañamente, así: «Marston tiró la pipa contra la rejilla de la chimenea, y la pipa se rompió». Le había venido a la cabeza en el momento mismo en que abrió la puerta, al tiempo que sentía un desagrado incómodo, y una excitación secreta, al ver que el cuarto estaba lleno de las pertenencias de otra persona. El verso de Marston era parte de su idea ilusoria de Oxford, un vislumbre de estudiantes fumadores de pipa que se trataban por el apellido; y aunque había olvidado lo que sucedía en el resto del poema, vio a Marston tirando la pipa al suelo de piedra de la chimenea en aquel mismo punto del cuarto, y tan fácilmente como él podría tirar el vaso de preciado Glenfiddich.
Cogió las postales de París y de Sidney que había en la repisa de la chimenea, ambas firmadas con muchas cruces por Jacqui, y descolgó la foto enmarcada del equipo de rugby del college, en la que al pie se leían los nombres escritos con una letra disparatadamente ornada. Así que aquel era Greg: el gigante sonriente de pie en el centro, con la zona media del cuerpo tapada por la cabeza redonda y desgreñada del joven que tenía delante. Qué mal debía caber aquel gran cuerpo sudado en aquella cama de tamaño colegial… Y cuando Jacqui iba a visitarle, qué apretados debían de estar en aquellas condiciones. Abrió el cajón de arriba del escritorio, pero estaba tan atestado de papeles que no se atrevió a ponerse a hurgar en ellos en aquel momento. Por lo demás, no había mucho para leer a excepción de los libros de química. Y, por alguna razón, ni siquiera abrió el libro que acababa de comprar, si es que había sido una compra.
Decidió que antes de bajar a cenar al cabo de media hora volvería a echar una ojeada a las Flores negras de Dudley, para tener algo que citar, o que preguntar, si se le presentaba la ocasión mientras tomaban unas copas. «Me pregunto, Sir Dudley…, cuando usted decía…». Como conocía Corley Court, parecía un buen punto de partida. Miró la foto del autor con interés renovado, y la impresión de que Dudley parecía ahora más joven; el estilo del hombre de letras de la década de los años cincuenta parecía deliberadamente avejentado. Se sentó con cierta timidez bajo la viva luz cenital, con el vaso de whisky. Una manta de tartán rojo echada sobre el sillón disimulaba el estado lamentable de los muelles, presumiblemente destrozados por el impacto recurrente del peso de Greg. Sobre los cambios que se hicieron en Corley, Dudley había escrito:
Mi padre quedó postrado y reducido al silencio por una embolia un año después de que terminara la guerra. Vivió hasta 1925, prisionero paciente de su silla de ruedas, y al parecer sin perder un ápice de su esencial simpatía. Cuando hablaba lo hacía en una lengua alegre suya propia, y sin tener conciencia de que los sonidos que salían de su boca carecían de sentido para quienes le escuchaban. Uno veía por su expresión que lo que estaba diciendo era por lo general cariñoso y divertido. Y él parecía seguir nuestra conversación con claridad absoluta. Todo esto nos exigía una enorme paciencia, y además una gran dosis de amable fingimiento, a fin de mantener cualquier tipo de comunicación verbal con él. Su comportamiento, sin embargo, daba a entender que disfrutaba mucho con estos angustiosos encuentros.
Por supuesto, todo su trabajo en La incidencia de los terneros rojos entre los angus negros, que pretendía ser su gran contribución a la ciencia de la agricultura, hubo de quedar suspendido para siempre. Mi madre, con gran competencia, amplió su control de la vida doméstica de Corley al de la administración de una gran hacienda. Mis esfuerzos por ayudarla fueron, si no directamente rechazados, sí tachados de poco prácticos y demasiado enojosos. Se dio a entender (caprichosamente, a mi juicio) que mi hermano Cecil lo había sabido todo sobre la actividad agrícola, tanto «de cuerno como de grano», como a mi madre le gustaba decir, pero que yo no tenía la menor aptitud en tal terreno. El hecho de que, llegado el caso, yo tuviera que hacerme cargo de la administración de Corley pesó extrañamente poco en la opinión de mi madre al respecto. Yo era, en efecto, un mutilé de guerre, sujeto a varias cautelas y exenciones; pero la ociosidad no casaba bien conmigo. Quizá el silencio de los otros escritores de nuestra familia, el poeta y el agrónomo, abrió la puerta al hijo menor. Un psicólogo de la vida familiar encontraría algún patrón de motivaciones y oportunidades subconscientes. En cualquier caso, leí de nuevo los textos que había publicado mucho tiempo atrás en Cherwell y en Isis, y comprobé que me complacía su juvenil sarcasmo. El hábito, tan familiar a muchos de nosotros después de la guerra, de pensar en quienes éramos antes como en desconocidos, inocentes arcadios, se reveló estimulante pero sólo parcialmente acertado.
Escribí La larga galería a toda prisa, en algo menos de tres meses, y con un talante de tensión irritable y un ánimo fieramente exaltado. He dicho ya algo sobre cómo se acogió, y de los cambios, algunos divertidos y otros muchos tediosos, que el éxito trajo a nuestras vidas. Pero a partir de entonces la labor más seria que sabía que llevaba dentro de mí se negaba a salir al exterior. Sentía como si hubiera muchas cosas que necesitaba despejar; y aquí también habría tenido algo que decir nuestro psicólogo de familia. Creo que alguna necesidad de ese tipo se hallaba tras mi intenso deseo, una vez que mi padre había muerto, de cambiar todo Corley. La aversión creciente que sentía por todo lo victoriano se convirtió casi en una cruzada en mí, alguien que había heredado una gran casa victoriana de tremenda fealdad e incomodidad. Es cierto que a veces me preguntaba si en años venideros su fealdad podría llegar a poseer una suerte de pintoresco encanto para generaciones aún nonatas. En muy pocas partes autoricé el derribo completo de los elementos decorativos recargados y chillones de mi abuelo: los ornados techos, los paneles sombríos, los torpes e infantiles relieves y mosaicos. Pero con la ayuda de una decoradora de interiores minuciosamente moderna me aseguré de que todo aquello fuera convenientemente «cubierto». A veces se atribuía aquella decoración a Waterhouse, cuyos lúgubres edificios góticos habían desfigurado mi propia facultad; y podría pensarse que su capacidad para infligir dolor al ojo humano había alcanzado en Corley sus más altas cotas. Es muy posible que mi abuelo lo consultara. Pero los diseños que sobrevivían en la casa eran todos obra de un tal señor Money, profesional local conocido tan sólo —amén de esto— por el ayuntamiento lleno de corrientes de Newbury (un edificio cuyas incomodidades mi hermano y yo conocimos bien de niños en nuestras visitas anuales para ver a nuestro padre entregando trofeos a ganaderos de la localidad). En Corley, por supuesto, había algunas cosas sacrosantas: la capilla, en el mejor estilo gótico medio que el dinero (o el señor Money) podía comprar, y donde mi hermano descansaba bajo una gran cantidad de mármol de Carrara. Eso no se tocaría nunca. Y la biblioteca, ante la firme petición de mi madre, la dejé en su estado original de desolación caliginosa. Pero en el resto de las estancias principales, una claridad y una sencillez modernas sustituyeron de forma efectiva al ingenioso horror de una época pasada.
Paul había apurado el whisky del vaso, y le pareció que si se servía un poco más nadie se daría cuenta, y, en caso de que lo hicieran, nunca sabrían quién había sido el responsable. Volvió al armario con una impaciencia que juzgó justificada. ¿Era aquel edificio, aquel cuarto espartano del ático, obra de Waterhouse?, se preguntó. Miró la ventana enmarcada en piedra, el alféizar de roble manchado y con grietas, la chimenea cubierta con planchas, que tal vez tenía cierta semejanza con las de Corley Court. En el cuarto de Peter en Corley había una chimenea idéntica, de piedra gris, con un arco ancho y puntiagudo… Paul recordó la vez en que le había hecho examinar un agujero en el techo, en un estado de gran excitación. En realidad ese tipo de cosas no le importaban nada a Paul, pero Peter sin duda habría sabido responder a su pregunta. Él había estado en Exeter College, pero ¿había tenido amigos en Balliol, justo al otro lado de la carretera? Paul lo veía perfectamente integrado en la universidad, como si estuvieran hechos la una para el otro. Salió y fue a los aseos, situados en una extraña torrecilla en esquina, y cuando miró por la ventana el sombrío patio interior vio una figura de pelo oscuro desplazándose con rapidez entre las sombras y entrando por la puerta iluminada de una escalera, una figura que casi podría haber sido el propio Peter hacía quince años, antes de conocerle, visitando a un amigo, a un antiguo amante, ya que así habían sido sus veladas desinhibidas del pasado.
Cuando llegó la hora de ir al cóctel, Paul estaba ya cautamente alegre. En la gran sala de profesores, un recinto iluminado por lámparas sorprendentemente elegante y moderno, se vio acorralado por la secretaria del departamento de Lengua Inglesa, una atractiva joven responsable en gran parte de la organización de la conferencia. Una timidez común los había confinado en su rincón, junto a la mesa en la que estaban expuestos todos los periódicos, incluido el Times Literary Supplement.
—¡Bien, henos aquí! —dijo Ruth, su nueva amiga, sonrojándose con satisfacción, de forma que Paul se hizo la idea cautelosa de que se había encaprichado de él.
El recinto mismo, lleno de un bullicio complacido, presentaciones enérgicas, encuentros ruidosos, supuso para él una inmersión impactante. Cayó en la cuenta de que el hombre que tenía delante era el profesor Stallworthy, cuya vida de Wilfred Owen había evitado el tema de los sentimientos de Owen por otros hombres. Paul, de pronto, sintió el mismo pudor. Más allá del profesor había un hombre de pelo blanco con uniforme militar de cierta pompa: el general Colthorpe, le explicó Ruth; iba a disertar sobre Wavell. Ruth le confirmó también que el hombre de cara ancha y aspecto cordialmente polémico que estaba hablando con el director era Paul Fussell, cuyo libro sobre la Gran Guerra había conmovido e ilustrado a Paul más que ninguna otra cosa que hubiera leído sobre aquel tema, aunque, lamentablemente, y como en el caso de las Cartas de Evelyn Waugh, en él no se mencionaba a Cecil más que en un pie de nota («un epígono menos neurótico —y talentoso— de Brooke»). Paul miró a su alrededor con admiración y sin sosiego, con la diminuta copa de jerez vacía en la mano, a la espera de que los Valance llegaran a la sala.
—¿Estuviste en Oxford? —le preguntó Ruth.
—No —dijo Paul, con una sonrisa casi vergonzosa, como para decirle que comprendía y perdonaba su error.
Le presentaron a un joven profesor de Lengua Inglesa, y charló con él de un modo vivo pero bastante circular sobre Cecil; las largas mangas de su toga rozaban las manos de Paul al moverse y darse la vuelta. Paul no siempre podía seguir lo que le decía; se vio en el papel de humilde escuchador mientras Martin (¿se llamaba así?), hablaba en términos más amplios y estratégicos, y con un aire cargado de ironía. «¡Sí, por supuesto!», se oyó decir Paul dos o tres veces. Temía estarle aburriendo, pero al poco también él estaba dolientemente tenso y distraído por la presencia de los Valance en la sala de profesores, y se limitó a asentir amablemente cuando Martin se separó de él para ir hacia otro lado de la sala. De cuando en cuando se oía la voz de Dudley, entrecortada y lenta (las vocales quizá mejor conservadas tras treinta años de exilio en el país del jerez), en medio del parloteo general. Pero a él se le perdía de vista una y otra vez entre las figuras más jóvenes y más altas que se arremolinaban a su alrededor, los vuelos de las togas, la vieja intensidad bárbara de las gentes que entran en contacto. La chaqueta de fiesta verde centelleante de Linette resultaba de gran ayuda para seguir su desfilar gradual por entre la multitud de la sala. Luego, durante un minuto, casi se tocaron: Linette daba la espalda a Paul; Dudley de perfil, muy encorvado, y de nuevo con aire de disfrutar de un buen humor fugaz mientras trataba de seguir lo que un joven indio le estaba diciendo, con palabras teóricas muy en boga, sobre la vida en las trincheras.
—Sí, no sé… —dijo Dudley, manteniendo un equilibrio precario entre una modestia moderada y su creencia bastante clara de que el joven indio no decía más que tonterías. Ahora le sonreía abiertamente, de una forma que a Paul le dio a entender que la conversación se había terminado, pero que el erudito indio interpretó como pie para una pregunta nueva e intrincada:
—Pero estará de acuerdo, Sir, en que, en un sentido muy real, la experiencia de la guerra de la mayoría de los escritores se basa en la idea de que…
—¡Cariño, no debes fatigarte! —dijo Linette en tono cortante, ante lo que el indio, mortificado, se disculpó y se apartó de la sombra de sonrisa que aquella mujer acababa de dedicarle.
Para Paul aquello fue una pequeña lección de cómo no comportarse con ellos. En el momento de silencio incómodo que siguió él quizá habría podido tener su oportunidad; alzó la barbilla para hablar, pero una extraña parálisis lo dejó murmurador y parpadeante, con un aire casi tan compungido como el indio que acababa de retirarse. Podría haber pedido a Ruth que le presentase a Sir Dudley pero no quería que Linette —en especial ella— se enterara de su nombre en tan temprana fase de la velada, dudaba incluso de que Sir Dudley hubiera visto sus cartas. Este, de cuello rígido, parecía volver la cabeza muy raras veces, y un requerimiento del lado opuesto le hizo girar todo el cuerpo en tal dirección, cargando el peso con estudiado gesto sobre el bastón. Paul se quedó con una sensación de cuasi contacto atónito, de grandeza, le pareció, al alcance de la mano.
En la cena vio que le habían puesto de nuevo al lado de Ruth, y cuando exclamó «¡Oh, qué bien!», lo dijo casi con sinceridad, y casi sintió una especie de castración. Los asientos eran largos bancos corridos, y los invitados siguieron todos de pie, algunos a horcajadas sobre ellos mientras hablaban, a la espera de que hubieran entrado todos en el recinto. Dudley pasó ayudado del bastón y en compañía de una hilera oscilante de invitados que se dirigían a la mesa de honor, donde se acomodarían en sillas individuales. Ahora el director dispensó una bienvenida más oficial a los integrantes de la conferencia, y pronunció una larga y apresurada frase en latín, como para recordarles a los presentes en tono de disculpa algo que ellos sabían mucho mejor que él.
Paul estaba lo bastante borracho para presentarse al comensal que tenía al otro lado, un hombrecito sin atractivo (había muchos más hombres que mujeres), pero pronto se vio dándole la espalda, y durante diez incómodos minutos puso a prueba la paciencia de los dos hombres que tenía enfrente y que estaban enfrascados en un debate complejo relativo a asuntos de la facultad al que no tenían el menor deseo de invitar a Paul, cuyas credenciales del Times Literary Supplement perdían valor por momentos. Se inclinaba hacia ellos con una sonrisa de interés forzado al que ellos se mostraban rudamente inmunes.
—Estoy cubriendo la conferencia para el Times Literary Supplement. —Paul cayó en la cuenta de que lo había dicho ya demasiadas veces—. Aunque resulta que también estoy trabajando en una biografía de Cecil Valance.
—¿Llegó a terminar su tesis sobre los cátaros? —dijo el hombre de la derecha.
—No, que tengamos noticia —dijo Paul, acusando el horror de la pregunta con cierto aplomo, según le pareció. ¿Confundía aquel hombre a Cecil con otro? El trabajo de Cecil en Cambridge había versado sobre el Motín Indio. ¿Tenía ello que ver con los cátaros? ¿Quiénes eran los cátaros, en primer lugar?
—¿O me equivoco en esto?
—Bueno… —Paul hizo una pausa—. Su investigación…, que nunca terminó, por cierto…, se centró en el general Havelock.
—Oh, entonces no era sobre los cátaros… —dijo el hombre, sin dejar de mirar críticamente a Paul, como si la equivocación hubiera sido de este.
El otro hombre, que era un poco más amable, dijo:
—Antes de la cena he estado hablando con Dudley Valance, a quien usted conocerá, claro está… Fue colega de Aldous Huxley y de Macmillan, por supuesto. Nunca llegó a acabar la carrera.
—Bueno, lo cierto es que tampoco la terminó Macmillan —dijo el primer hombre.
—Y eso no le impidió ser ministro de Hacienda —dijo Paul.
—Exacto —dijo el hombre más amable, y rio con cautela.
—Eso fue todo cosa del jodido Trevor-Roper —dijo el primer hombre con mirada acerba, lo que dio a entender a Paul que se había internado de forma bienintencionada en otro campo académico minado.
La cena se desarrolló en un ulterior aturdimiento de vinos; el tiempo pasaba a toda prisa, sin ser notado ni llorado, y Paul sabía que estaba bebiendo demasiado, y el miedo a su propia torpeza se mezclaba con una percepción nueva y peculiar de su propia competencia. Le dejó bien claro a Ruth que no le interesaban las chicas, pero ello pareció colocarlos en una situación más confusamente íntima. El director dio unas palmadas y dijo unas palabras, y al cabo todo el mundo se puso en pie mientras los miembros de la mesa de honor iban saliendo en fila de la sala. El resto de los comensales fue invitado a pasar a otra sala cuyo nombre Paul no alcanzó a oír para tomar café y otras bebidas. Así que aquella noche tal vez no volvería a tener otra oportunidad con Dudley, después de todo. Pero luego, ya fuera, en el patio, mientras los invitados encendían los cigarrillos e iban formando nuevos grupos y se alejaban, Ruth lo retuvo y le dijo:
—¿Por qué no vienes conmigo a la sala de profesores?
—Bueno, si piensas que puede estar bien…
—No quiero que te pierdas nada —dijo ella.
Así que volvieron a entrar, Paul sintiéndose bastante cohibido ante la posibilidad de conseguir lo que quería. De un vistazo rápido, mientras tomaba una taza de café, comprobó que a Linette la habían separado de su marido, y estaba de pie charlando con un grupo de hombres, uno aproximadamente de su edad y un par de ellos más jóvenes que él. Paul se unió a un pequeño grupo que se había formado en torno a Jon Stallworthy, desde el que podía observar el conjunto mientras asentía aprobadoramente a lo que se decía en la conversación. Dudley estaba sentado en un largo sofá al otro extremo de la sala, en compañía de varios profesores y de una mujer guapa y más joven que parecía coquetear con él. El magnetismo de Sir Dudley era físico, pese a su avanzada edad, y habría quienes opinaran que la clase no era ajena a ese magnetismo. Linette, sin él, parecía desorientada: una mujer inglesa en la setentena, que vivía gran parte del año en el extranjero. Era objeto de diversas galanterías por parte de los hombres, que se las prodigaban entre risas nerviosas en ráfagas, en secuencias vacilantes de bromas, quizá para encubrir su ligero aburrimiento y desorientación ante ella. Y luego, en un trance extraño y exento de nervios, Paul se vio aceptando una copa de brandy, cruzando la sala y uniéndose al grupo que rodeaba a Linette. No tenía la menor idea de lo que iba a decir: le parecía algo sin sentido e incluso perverso, y sin embargo, en tanto desafío impuesto a sí mismo, ineludible. Linette llevaba un gran broche de azabache prendido en la chaqueta verde, una gran flor negra, de hecho, y Paul lo examinó detenidamente mientras la escuchaba. La cara de Linette, de cerca, poseía algo hipnotizador, inalterable y fotogénico, y era, en cierto modo conscientemente, la cara que Dudley Valance había contemplado día tras día con placer y orgullo durante medio siglo, tan bella, a su modo, como la del propio Dudley, y tan desdeñosa con el mundo moderno e impertinente. Se veía obligada a decir algo del trabajo de su marido, pero a Paul le dio la sensación de que tanto su vida como la gente que frecuentaban se hallaban muy alejadas de lo literario. Los imaginó sentados en su casa fortificada, dando buena cuenta de su fuerte vino de Jerez, con sus amigos, presumiblemente extranjeros residentes en Antequera. Y había algo más, algo en su tiesa melena castaña, y en sus largas pestañas negras; Paul sabía, porque lo sentía en sus entrañas, que aquella mujer no había nacido en el mundo de Dudley, pese a llevar ahora su caparazón laqueado. Sea como fuere, pareció que la incorporación de Paul al grupo era más o menos lo que todos sus miembros estaban esperando, y al cabo de un minuto, con variados y corteses murmullos y movimientos de cabeza, todos se fueron retirando en diferentes direcciones, hasta que se quedaron los dos solos
—Tengo que ir a ver cómo está mi marido —dijo Linette, mirando más allá de él, sin que la sonrisa graciosa se le hubiera borrado totalmente del semblante. Paul tuvo la impresión de que todo iba a cambiar en cuanto le dijera quién era. Dijo:
—Ardo en deseos de escuchar la charla de su marido mañana, Lady Valance…
—Sí, lo sé —dijo Linette, y Paul casi se echó a reír, pero enseguida comprendió que se trataba tan sólo de una forma general de asentimiento. Y luego Linette dijo lo que quería decir—: Es un verdadero logro de ustedes el que mi marido esté hoy aquí.
—Creo que todo el mundo piensa lo mismo —dijo Paul, y prosiguió rápidamente—: Confío en que diga algo sobre su hermano.
La cabeza de Linette se echó hacia atrás un poco. Como si sólo supiera vagamente que su marido hubiera tenido un hermano.
—Oh, Santo Dios, no —dijo, con una leve sacudida de cabeza—. No, no… Hablará de su propio trabajo. —Un recelo nuevo fluctuó en sus ojos, en el rápido fruncimiento de los labios y en el ladeo de la cabeza—. Creo que no he oído bien su nombre.
—Oh… Paul Bryant. —Parecía absurdo ocultar la verdad, pero le alegró poder añadir—: Estoy cubriendo la conferencia para el Times Literary Supplement.
—¿Cómo…? —dijo ella, volviendo hacia él un oído.
—El Times Lite…
—Oh, ¿de veras? —Y añadió, con una vacilación un tanto embarazosa—: ¿Le escribió usted a mi marido?
Paul pareció desconcertado.
—Oh, ¿sobre Cecil, dice usted…? Sí, le escribí, es cierto…
Linette miró aprobadoramente hacia Dudley.
—Me temo que cualquier solicitud como la suya no hace sino caer en un terreno pedregoso.
—Bueno, no quiero incomodar en modo alguno a Sir Dudley… —Paul creyó vislumbrar las laderas yermas de Andalucía—. Así que le han solicitado otras veces…
—Oh, cada ciertos años, ya sabe, hay quien quiere hurgar en los papeles de Cecil, y se sabe desde el principio que será un desastre… Así que es preferible decir que no. —Era obvio que se alegraba mucho de que así fuera—. Quiero decir que sus cartas ya fueron publicadas… No sé si usted las ha leído.
—¡Oh, sí, por supuesto! —dijo Paul, incapaz de saber si todo aquello jugaba o no a su favor. Linette parecía invitarle a estar de acuerdo en que él mismo era un desastre en potencia.
—¿Y ha leído los libros de mi marido?
—Por supuesto que sí. —Había llegado la hora de ser abiertamente halagador—. Flores negras, como es natural, es ya un clásico…
—Entonces siento decirle que ha leído ya todo lo que mi marido tiene que decir sobre el viejo…, mmm, Cecil.
Paul sonrió como si lo hiciera ante el gran acervo que ya les había deparado a todos Sir Dudley, pero continuó:
—Hay aún una o dos cosas…
Linette estaba distraída. Pero se volvió de nuevo a él después de unos cinco segundos, de nuevo con su expresión altiva, lo cual llevó a Paul a no estar seguro de si se estaba burlando de él o invitándole a compartir su burla de otra cosa.
—Se han escrito auténticas tonterías al respecto.
—¿Ah, sí?
Paul quería saber qué tonterías.
Linette hizo un gesto como para decir «¡caramba!».
—¡Auténticas tonterías!
—¿Lady Valance? No sé si este será un buen momento. —El viejo profesor había vuelto—. Perdone mi interrupción.
—Oh, para el…
—Exacto. Si le apetece ver…
La voz del sonriente anciano dejaba traslucir que cumplía un cometido y que le estaba haciendo un favor que ella no podría declinar.
—No sé si mi marido…
Pero su marido parecía absolutamente feliz. Y, cual un milagro para Paul, el anciano profesor se llevó a Linette fuera de la sala, y al hacerlo dejó que se entreviera bajo el vuelo alzado de su toga el balanceo coqueto de los tacones altos de mujer, y Paul quedó al fin libre para hacerse cargo del premio de poder abordar a Sir Dudley.
De hecho fue Martin quien le acercó a él:
—Sir Dudley, no sé si conoce a…
—Bueno, no, aún no nos han presentado… —dijo Paul, inclinándose para estrecharle la mano, lo cual pareció irritar a Sir Dudley, y prosiguió antes de que nadie pudiera pronunciar su nombre—: Estoy cubriendo la conferencia para el Times Literary Supplement.
Martin, por supuesto, conocía el libro en ciernes sobre Cecil, pero probablemente no la resistencia que oponía al proyecto Sir Dudley.
—Ah, sí, el Times Literary Supplement —dijo Dudley, mientras a Paul le ofrecían el sillón bajo que había en ángulo recto al otro extremo del sofá. Estaba ante quien había ido a buscar, y sin duda necesitaba decir lo que tenía que decir—: Tengo una cuenta pendiente con el Times Literary Supplement —continuó Dudley, con una sonrisa leve no exactamente jocosa.
—Oh, Dios… —dijo Paul.
Tenía la sensación de que la copa de brandy que sostenía en la mano le compelía a comportarse ante Dudley de forma distinta, con una suerte de jovialidad a fuego lento. Pero la sonrisa de Dudley siguió fija en el siguiente comentario:
—Una vez me hicieron una crítica muy dura.
—Oh, qué raro… ¿A cuál de sus libros?
—A uno que se titula La larga galería.
La falsa modestia de esta frase hizo menos divertida la situación, aunque un hombre situado al otro extremo se echó a reír y dijo:
—¿Y de eso hace cuánto? Seguro que unos sesenta años.
—Ya, un poco antes de mi tiempo —dijo Paul, y echó la cabeza muy hacia atrás para que pudiera caerle desde el fondo de la copa lo que le quedaba de brandy.
Sir Dudley le pareció difícil, por su carácter cortante y su extraña y pasiva indiferencia ante lo que le rodeaba, como si lo que pretendiera fuera conservar la energía, o era quizá cosa de la edad. Parecía querer dar a entender sus bajísimas expectativas respecto de la compañía en la que se encontraba y del acto solemne en el que todos ellos participaban, si bien no había duda de que consideraba que el papel que debía desempeñar en él era de suma importancia. Paul quería llevar la conversación hacia el tema de Cecil antes de que volviera Linette, pero sin desvelar sus planes. Luego oyó que un licenciado norteamericano al que había conocido brevemente hacía un rato decía:
—Señor, no sé cómo valoraría usted la obra de su hermano.
—Oh… —Dudley desfalleció un tanto; pero se mostró razonablemente cortés, y tal vez le gustaba que se lo preguntaran para poder emitir una opinión mala—. Bueno, ya sabe… Parece algo muy de su tiempo ahora, ¿no? Algunas frases bonitas…, pero a la postre nunca llegó a suponer gran cosa. Cuando volví a leer «Dos Acres» al cabo de unos años pensé que en realidad hizo falta la guerra para que tuviera algo de fuste… Hoy suena perdidamente sentimental.
—Oh, yo crecí con su obra —dijo otro hombre, medio riendo, pero sin disentir exactamente.
—Y yo también… —dijo Paul en voz baja sobre la copa.
—A mí siempre me pareció más bien divertido —dijo Dudley— el hecho de que mi hermano, que heredó tres mil acres, fuera conocido por su oda a tan sólo dos.
Era exactamente la broma que había hecho en Flores negras, y no cayó muy bien en aquella sala de profesores de Balliol; hubo una pequeña cascada de risas serviles, a la que contribuyó mayormente el propio Paul. «¡Ah…!».
El general Colthorpe había vuelto a la sala, e incluso en aquel contexto civil se dio un incómodo ademán de ponerse en pie en algunos de los presentes.
—¿De quién hablan? —dijo el general.
—Del chisporroteo de mi hermano[17], general —pareció decir Dudley.
—Ah, ya… —dijo el general, declinando el ofrecimiento de un sitio en el sofá pero yendo a buscar una silla dura y colocándola frente a los otros contertulios, que adoptaron un súbito aire estratégico—. Sí, un caso trágico. Era un escritor muy prometedor.
—Sí…
Dudley ahora se mostraba un poco más cauto.
—Wavell se sabía cosas de él de memoria, ¿sabe? Fue «El sueño de los soldados», ¿no?, el que incluyó en Las flores de otros hombres. Pero le gustaba muchísimo «La vieja compañía».
—Oh, bueno, sí… —dijo Dudley.
—Diré algo de esto mañana. Solía citar… —El general parpadeó—. «Es la vieja compañía, sí, / pero sin los viejos compañeros». Una de las cosas más ciertas que se han dicho sobre la experiencia de los oficiales más jóvenes. —Miró a su alrededor—. Volvían a casa y al volver a la compañía, si es que conseguían volver, la compañía había cambiado por completo, pues todos habían muerto. Había una tradición en la compañía que se mantenía celosamente, pero los únicos hombres que recordaban a los viejos soldados morían también sin tardanza… Nadie recordaba a quienes habían recordado. Es un gran poema a su modo.
Sacudió la cabeza en ademán de sumisión sincera. Paul percibió que había objetantes en aquel grupo, pero la reivindicación del general de la verdad de aquel poema les hizo dudar.
—Es un tema sobre el que yo mismo he escrito —dijo Dudley en un tono extrañamente displicente.
—Bueno… ya —dijo el general, quizá menos al tanto de la obra del hermano menor, o incómodo con el tono de su obra en relación con la vida militar en su conjunto. En su calidad de persona cultivada del mundo de la acción y el poder, el general Colthorpe, con su larga cara intelectual y sus ojos penetrantes e inexorables, era tan imponente que el propio Dudley empezó a parecer en comparación bastante poco viril y decadente, con sus bonitos gemelos y su bastón de mango de plata, y sus rizos grises sobre el cuello de la zona de la nuca. El general frunció el ceño, compungido, y dijo:
—Me pregunto… No hay ninguna autobiografía, creo, ¿o sí?
El corazón de Paul empezó a desbocarse, y enrojeció ante la mención de su aún semisecreto deseo.
—¿Del Chisporroteo? No —dijo Dudley—. No había material suficiente. George Sawle hizo un trabajo muy concienzudo con las Cartas hace unos años… Casi demasiado concienzudo; sacó un montón de cosas sobre sus novias y demás. Mi hermano tenía una gran avidez de mujeres jóvenes y románticas. En fin, le di carta blanca a Sawle. Es un tipo serio; lo conozco desde hace años. —Dudley miró en torno a aquel marco académico con un punto de cautela—. Y, por supuesto, está también aquella vieja biografía, ya saben, la de Sebby Stokes…, que está muy bien. Aunque ha envejecido, y se nota, nos da cuenta de los hechos.
Esto dejó a Paul en una posición bastante absurda. Echó el cuerpo hacia delante, y había empezado a decir «De hecho, Sir Dudley, me estaba preguntando…» cuando apareció Linette sola al fondo de la sala.
—Ah, ahí estás… —la llamó Dudley, con una extraña mezcla de alivio y mofa.
Linette se acercó a ellos con aquel porte suyo aún fascinante, complacida de saber que la miraban, sonriendo como si estuviera callando algo demasiado perverso para decirlo en voz alta. El general se puso en pie, y luego uno o dos hombres más, medio avergonzados de no haberlo hecho ellos primero. Linette sabía que tenía que decir algo, pero vaciló de un modo atractivo.
—Querido, el… decano senior me acaba de enseñar el más maravilloso…, ¿cómo podría llamarlo?
Sonrió, dubitativa.
—No sé, mi amor…
Linette dejó escapar una risa ahogada.
—Una especie de…, muy grande y muy adorable de…
Alzó la mano, describiendo aún más vagamente lo que quería describir.
—¿Animal, vegetal o mineral? —dijo Dudley.
—Ahora estás siendo horrible —dijo ella, con un mohín juguetón, de forma que por espacio de un segundo a Paul le dio la sensación de estar presenciando una representación semipública, en compañía de amigos y en el patio de su casa en la localidad de Antequera. Resultaba un poco embarazoso, pero ellos la acometían con la natural confianza de saberse una pareja cautivadora—. Iba a decir que esperaba que no te estuvieran cansando, ¡pero ahora digo que ojalá lo estén haciendo!
—Lady Valance —dijo el general Colthorpe, ofreciéndole la silla.
—Muchas gracias, general, pero yo sí estoy realmente cansada. —Miró a Dudley con gesto de recriminación burlona—. ¿No crees?
—Puedes irte, mi amor. Yo voy a quedarme a charlar un rato más con esta buena gente… —De nuevo la cortesía distorsionada por el destello de una sonrisa, parecida al sarcasmo. Aunque tal vez deseaba de veras sacar el máximo partido de aquella rara ocasión de hablar con lectores y eruditos jóvenes; o tal vez, pensó Paul mientras Martin se apresuraba a levantarse para acompañar a Linette a su alojamiento en casa del director, lo que Dudley quería en realidad era otra gran dosis de whisky.
A la mañana siguiente Paul se despertó con el tañido de una campana, con una resaca empeorada por la incomodidad que le causaba el cuarto desconocido de Greg Hudson. Siguió tendido en la cama, con un nudillo apretado contra el dolor de la frente, como si estuviera pensando con una concentración intensa. No pensaba en otra cosa que en la noche anterior, con brincos y sobresaltos mentales y rodeos nauseosos al recordarla. Sentía desprecio por su debilidad juvenil como bebedor, comparada con la avidez y capacidad del octogenario de ojos vidriosos. Recordó con un encogimiento de estómago el momento en que se había visto a sí mismo hablando de Corinna, y la mirada de Dudley, fija en un punto situado justo detrás del hombro derecho de Paul, que al principio tomó por gratitud tierna, e incluso por una suerte de tímido aliento, pero que al cabo de unos veinticinco segundos resultó ser lo opuesto: una negativa glacial a cualquier tipo de intimidad al respecto. Gracias a Dios, Martin, el joven profesor de Lengua y Literatura inglesas, había vuelto a la sala. Y sin embargo, al final, y quizá gracias al alcohol, hubo algo de franco y amistoso en la forma de despedirse de Dudley. En el umbral de la casa del director, a la luz de la farola, el rictus sombrío de Dudley se quebró en una sonrisa abierta, en un acceso momentáneo, en un efusivo adiós. Paul oyó lo que le decía…; nadie le había hablado desde entonces, por lo que sus palabras quedaron en él, disponibles e imborrables:
—¡Sí, hasta mañana!
Si era capaz de convencer a Linette, tal vez tendría la oportunidad de mantener otra conversación, y con la grabadora encendida. La mayoría de las cosas que Dudley había dicho aquella noche las había olvidado por completo.
Cuando se levantó de la cama, Paul tuvo una brusca sorpresa al ver un suspensorio sucio de Greg y un par de prendas íntimas más desperdigadas por el suelo, pero los recuerdos terriblemente borrosos de sus hazañas de la madrugada pasada se vieron ahogados por la necesidad de ir al cuarto de baño, al que llegó justo a tiempo. Después de vomitar —en lo que podía considerarse un prolongado párrafo— sintió una debilidad casi deliciosa y una mejora casi simultánea. Su dolor de cabeza no había cesado, pero cedía y reculaba, y cuando minutos después se afeitó vio que su cara iba reapareciendo en franjas de piel con una especie de fascinación orgullosa.
Por supuesto, Dudley no bajó a desayunar a la sala, así que a las 9.20 Paul fue hasta el teléfono situado al pie de la escalera y marcó la extensión de la casa del director. Sentía aún el hormigueo extrañamente placentero de la debilidad y la desorientación. Contestó a la llamada una secretaria solícita, y casi de inmediato Dudley estaba diciendo, en un tono amable y caballeroso, y quizá con un atisbo de fragilidad táctica destinada a frustrar toda petición indeseada:
—Dudley Valance, ¿dígame?
—Oh, buenos días, Sir Dudley. ¡Soy Paul…!
Era el tipo de contacto con el que había soñado.
Se hizo un silencio pensativo que duró un instante, un silencio potencialmente inquietante, pero acto seguido Dudley dijo en tono encantador:
—Paul. Oh, gracias a Dios…
—¡Ah…! —Paul rio con alivio, y al cabo de un segundo Dudley hizo lo mismo—. Espero no haberle llamado demasiado temprano.
—No, en absoluto. Ha hecho bien. Disculpe, pero por espacio de un momento horrible he pensado que era usted Paul Bryant.
Paul no sabía a qué se debía el que también él estuviera emitiendo unas risitas, mientras se ruborizaba y se volvía rápidamente para comprobar que nadie le veía o le oía.
—Oh…, bueno… —Era tan malo como haber entreoído algo, o captado una horrible imagen de sí mismo…, y del propio Dudley; vio al instante la delicadeza insoslayable del problema: la asunción del insulto suponía revelar la metedura de pata…, y sin embargo estaba ya balbuciendo—: En realidad es Paul Bryant quien…
—Oh, ¿sí? —dijo Dudley—. ¡Lo siento tanto! —Lanzó una risa momentáneamente desolada—. ¡Cuán desafortunado!
Aún demasiado confuso para acusar el golpe de plano, Paul dijo, incoherentemente:
—No voy a importunarle, Sir Dudley. Le veré en su discurso.
Colgó el teléfono y se quedó mirándolo con incredulidad.
Fue durante la alocución sobre Wavell del general Colthorpe cuando Paul lo comprendió de pronto, y volvió a ruborizarse con el rubor indignado pero impotente de la comprensión atolondrada y tardía. Muy discretamente, manipulando por debajo del escritorio, sacó de la cartera el libro de Daphne Jacobs. Tenía que estar en alguna parte del pasaje de las hazañas de Dudley como bromista pesado. Daphne daba cuenta de ellas —muestras de ingenio que ella consideraba clásicas— y dejaba inteligentemente a juicio del lector el preguntarse por su crueldad o sinsentido. Como antes, sintió que el general Colthorpe le estaba mirando muy especialmente, e incluso de forma acusadora, desde detrás de su atril, pero con infinito disimulo logró encontrar el pasaje de la primera visita de Daphne a Corley, y, mirando entre frases y con devoción al general se las arregló para leer la ahora palmaria descripción de cómo Dudley había respondido a una llamada de teléfono de su hermano:
La conocida voz llegó a través de una muy deficiente línea, desde la oficina de telégrafos de Wantage: «Dud, querido, soy Cecil, ¿me oyes?». Dudley hizo una pausa, con la sonrisa de villanía felina que resultaba tan divertida a quienes no eran objeto de sus bromas, y luego dijo, con una rápida risa de alivio fingido: «¡Oh, gracias a Dios!». A Cecil se le oía muy débilmente, pero con genuina sorpresa y preocupación: «¿Todo bien?». A lo que Dudley, mirándose en el espejo y mirándome a mí —que estaba en el pasillo, a su espalda—, respondió: «Por un momento horrible he pensado que eras mi hermano Cecil». Yo me quedé confundida al principio, y luego perpleja. Yo sobre bromas lo sabía todo por mis hermanos, pero aquella era la broma más audaz de la que yo hubiera tenido noticia en toda mi vida. Era una broma que más tarde le vería gastar a otros amigos, o enemigos, como ellos súbitamente descubrían que eran. Cecil, por supuesto, se limitó a decir: «¡Tonto del culo!», y siguió con la llamada. Pero la broma me volvió a la cabeza a menudo, en los años que siguieron, cuando ya no existía ni la posibilidad más remota de que pudiéramos recibir una llamada telefónica de Cecil.