5

—¿Shove?

—¿Eh?

—Fredegond Shove.

—¡Ah, sí! ¡Mmm!

—Es de Poemas reunidos.

—Ajá…

—O… espere un momento, ¿qué tal esto? —Le tendió a Paul un volumen de aspecto precioso, en un estuche negro: Una amistad extraña: cartas de Sir Henry Newbolt a Sebastian Stokes—. ¿Le interesa?

—Bueno, en realidad… —Podía ser interesante para su investigación; y cualquier cosa que se llevara podría luego venderse, tarde o temprano.

—Es una edición de autor…, no tenemos que hacer la crítica.

Paul puso el montón de libros que había elegido en el extremo de una mesa en la que había restos de azúcar y café molido. El tufo a humo de Gitanes se mezclaba con el de leche agria. En viejas jarras con logotipos cómicos se estaban formando costras azuladas de moho. La mesa de los libros, en la que cabían diez en fondo, tenía una pata rota apuntalada por varios libros que presumiblemente no iban a revisarse nunca. La suciedad era notable, pero nadie de quienes trabajaban allí —jóvenes varones con pantalones de pana verde oliva; mujeres atractivas que hablaban por teléfono de Yeats o Poussin— parecía darse cuenta. Estaban sentados en unos cubículos bajos, flanqueados por desperdicios, libros y cajas, restos de comidas, ropa vieja y grandes pilas de galeradas llenas de garabatos.

—Así que… cosas gay —dijo Jake, frotándose las manos.

—¡Eso es! —dijo Paul, y se enfureció al sentir que enrojecía.

—Tenemos muchas hoy día… —Jake llevaba una alianza, pero parecía contento de que Paul fuera gay. Tenía más o menos su edad, quizá unos años menos, y estaba visiblemente orgulloso de trabajar en el Times Literary Supplement, y alegremente integrado en el grupo: «hacemos esto», «tuvimos lo otro». Paul se imaginó compartiendo con él aquel cubículo, allí en lo alto del tráfico urbano, decidiendo la suerte de los libros recibidos—. Bloomsbury, supongo…

—Bloomsbury… Primera Guerra Mundial. —Paul vio unas tapas malva prometedoras al fondo, los libros gay tendían generalmente hacia ese extremo del espectro, pero cuando lo sacó vio que era un informe sobre los dedales a través de la historia, lo cual no era lo bastante gay—. Creo que pronto nos va a llegar un nuevo volumen con las cartas de Virginia Woolf.

—Ah —dijo Jake—. Sí. Ya nos ha llegado, me temo. Se está encargando de él Norman.

—Ah, bien…

Paul se encogió y asintió con la cabeza, como ante la justicia palmaria del encargo, y se preguntó quién diablos sería Norman. Intuía que no era un apellido. Hasta el momento Paul sólo había hecho un par de trabajos en el Times Literary Supplement, ambos bastante expurgados y relegados a las últimas páginas, casi en la sección de anuncios por palabras: un texto sobre las obras de Drinkwater y una crítica demoledora y contrita de una novela del diplomático jubilado Cedric Burrell. Ello había causado un pequeño revuelo, pues Burrell había cancelado de inmediato su suscripción a la revista, a la que permanecía fiel desde sus tiempos de estudiante en Oxford, en 1923. Pero a nadie pareció importarle, e incluso se mostraron complacidos, y Jake le había pedido que, si alguna vez le venía de camino, se pasara por allí y «echara una ojeada a los libros». Paul dejó pasar un día y medio antes de presentarse en la redacción.

—Refréscame la memoria: ¿en qué estás trabajando ahora?

—Estoy escribiendo una biografía de Cecil Valance —dijo Paul con firmeza.

Y tal pretensión le sonó alocadamente osada en aquel marco. Pero un día, sin duda, su obra aparecería en aquella mesa, enfrente de ellos. Y alguien pediría encargarse de ella. Tal vez Norman.

—Muy bien… «Dos benditos acres de tierra inglesa».

—Entre otras cosas…

—¿No hemos publicado algo sobre él hace poco?

—Oh, ¿las Cartas, quizá? Salieron hace un par de años.

—Sí, debe de ser eso. O sea que él era gay también, ¿no?

—Entre otras cosas, de nuevo…

De nuevo Jack se mostró encantado.

—Todos lo eran, ¿no es cierto? —dijo.

Paul sintió que debía ser un poco más cauto.

—Bueno, tuvo romances con mujeres, pero presiento que en realidad prefería a los chicos. Es una de las cosas que quiero averiguar.

Un hombre de más edad, unos cincuenta y tantos años, de pelo negro y untuoso y pajarita estampada de cachemir, emergió de su cubículo para ir a servirse un café, y se quedó mirando los libros nuevos, y también a Paul, por encima de sus gafas de media luna y con cierta expresión de estratega. Jake dijo:

—Robin, este es Paul Bryant. Ha hecho algunas cosas para nosotros. Paul, este es Robin Gray.

—Ah, sí —dijo Robin Gray, en un tono amistoso de patricio y encogiendo un poco la barbilla. Tenía los ojos azules de un colegial ante un profesor universitario o un juez.

—Paul está escribiendo una biografía de Cecil Valance. Ya sabes, el poeta.

—Sí, claro. —Robin miró a derecha e izquierda, como si disfrutara con la delicadeza del asunto—. Claro, había oído que…

—Oh, ¿sí? —dijo Paul, sonriéndole a su vez y sintiéndose súbitamente incómodo—. ¡Santo cielo!

Robin dijo:

—Creo que se encontró usted con Daphne Jacobs.

Se rascó la cabeza, con expresión casi de embarazo.

—Oh, sí… —dijo Paul.

—¿Y quién es Daphne Jacobs? —dijo Jake—. ¿Una de tus viejecitas doradas, Robin?

Robin soltó una risita breve sin dejar de mirar a Paul. Paul pensó que no debía responder a la pregunta por él. Y se preguntó a medias cuál podría ser esta.

—Bueno —dijo Robin—. Actualmente es la viuda de Basil Jacobs, pero en un tiempo fue Lady Valance.

—¿No me estaréis diciendo que estuvo casada con Cecil? —dijo Jake.

—¿Con Cecil? —dijo Robin, como si Jake tuviera mucho que aprender—. No, no. Fue la primera mujer de Dudley, el hermano menor de Cecil.

—Debería aclarar que Robin conoce a todo el mundo —dijo Jake.

Pero en aquel preciso instante lo reclamaron al teléfono en el extremo opuesto de la redacción, y dejó a los dos hombres en su nueva situación de presentación inesperada. Entraron en la intimidad limitada del cubículo de Robin, donde este dejó el café encima de la mesa. A diferencia de sus compañeros de la redacción, utilizaba una taza de porcelana y un platillo, y tenía los libros más o menos ordenados: un abanico de clásicos de Loeb: arqueología, historia antigua. Sobre el radiador había una toalla de color castaño y un bañador tendidos para que se secaran, y el aire se hallaba impregnado de un fuerte aire de soltería y rutina rigurosa. Robin quitó los papeles de una segunda silla.

—Soy el responsable de la historia antigua —dijo—. Lo cual todo el mundo considera muy apropiado.

Paul sonrió con cautela mientras tomaba asiento; a su lado había una estantería con ejemplares de Debrett’s[16] y de Quién es quién, y una colección de utilidad turbadora de Quién era quién, que reseñaba los hobbies y los números de teléfono de personas hacía tiempo fallecidas. Una noche, a hora ya avanzada, Karen y él habían llamado por teléfono a Sebastian Stokes: hubo un momento de silencio, y a continuación les llegó el pertinaz sonsonete de la inexistencia del titular de la línea… Sin duda había que adaptar los números de las viejas centralitas telefónicas a los nuevos, y tal vez se habían equivocado al buscarlo.

—Por cierto, no se le ocurra echarse hacia atrás en esa silla, o acabará en el suelo.

—Estaba un poco preocupado por… Daphne —dijo Paul, echándose hacia delante, para reivindicar y dejar bien sentado que la conocía—. No parecía que la estuviera cuidando nadie.

—Estoy seguro de que fue usted amable con ella —dijo Robin, con un punto de cautela.

—Bueno, no hice gran cosa…, ¿sabe? ¿La conoce desde hace mucho tiempo?

Robin se quedó con la mirada fija y rezongó como si le costara un gran esfuerzo explicarse, y al cabo dijo, muy lentamente:

—La hermanastra del segundo marido de Daphne se casó con el hermano mayor de mi padre.

—Entiendo… ¡Sí! Entonces…

Paul miró el mundo de más allá de la ventana sucia: el piso más alto de un pub de la otra acera de Gray’s Inn Road.

—Daphne es mi tía política.

—Exacto —dijo Paul—. Bien, mucho gusto en conocerle. Verá: quiero entrevistarla, pero no ha respondido a la carta que le escribí en noviembre para solicitársela. Hace ya tres meses…

—Bueno, ya sabe que ha estado enferma —dijo Robin, encogiendo de nuevo la barbilla.

Paul compuso una mueca de dolor.

—Me temía que fuera esa la razón —dijo.

—Tiene ese problema macular.

—Oh, ¿sí?

—Y ello implica que apenas ve. Su vista está muy mal. Y como quizá ya sepa también tiene un enfisema.

—¿No se contrae por fumar?

—Me temo que las dos cosas tienen que ver con el tabaco —dijo Robin, mirando con un suspiro hacia su propio cenicero.

—¿Está mejorando?

—Bueno, no estoy seguro de que uno pueda mejorar de eso.

Paul tuvo la sensación estomagante de que era muy posible que Daphne siguiera fumando hasta matarse antes de que él pudiera hablar con ella.

—Me sorprendió ver que seguía fumando, después de lo de Corinna… Ya sabe.

—Mmm… —Robin le dirigió una mirada intensa—. Así que conocía usted a Corinna…

—Oh, sí, mucho —dijo Paul, reparando como de soslayo en cuán permisivamente pensaba en ella ahora que no podía denunciarle ni humillarlo negando tal intimidad. Corinna había llegado a ser un elemento de utilidad para su proyecto—. Fue así como conocí a Daphne, ¿sabe? Trabajé durante varios años para Leslie Keeping.

—Oh, trabajó usted en el banco… —dijo Robin—. Ya veo. —Alineó sobre la mesa el encendedor y el paquete de cigarrillos, como si estuviera realizando algún cálculo sutil—. Me pregunto si estuvo usted presente cuando murió Leslie.

—No, ya me había marchado.

—Bien, bien.

—Pero supe cómo había sido todo, por supuesto.

Era la noticia más sombríamente sonada con la que Paul había tenido algo que ver en su vida, y se sentía, pese a su horror, fuertemente vinculado a ella.

—Todo aquello afectó profundamente a Daphne, como es lógico.

—Sí, claro… —Paul esperó, respetuoso—. Los conocí a todos en 1967 —dijo al cabo—. Aunque no estoy seguro de que Daphne lo recordara cuando volví a encontrarme con ella.

—Ciertamente su memoria es, en cierto modo…, mmm…, táctica —dijo Robin.

Paul dejó escapar una risita.

—Sí, eso… Pero me pregunto si no estará viviendo sola…

—No, no. Su hijo Wilfrid, de su primer matrimonio, vive con ella.

—Conozco a Wilfrid —dijo Paul, y al instante visualizó su extraño y resuelto baile amoroso en el Corn Hall de Foxleigh, la primera y única vez que lo había visto en su vida. No le parecía que pudiera desempeñar de forma muy práctica el papel de enfermera o ama de llaves—. ¿Y qué me dice del hijo de su segundo matrimonio? —Robin sacudió la cabeza con rapidez, y con una especie de estremecimiento—. ¡De acuerdo…! —dijo Paul, riendo—. ¿Y los jóvenes Keeping, no van a verla?

—Oh, John está demasiado ocupado —dijo Robin en tono firme, aunque tal vez también irónico—. ¿Y sabe que Julian está hecho todo un marginal…? —añadió, como escandalizándose ante un rumor, como un juez—. Claro que dentro de poco Wilfrid heredará el título.

—Sí, claro…

—Será el cuarto baronet.

Se miraron, estudiándose, y se echaron a reír ligeramente turbados, como si acabaran de tener un malentendido. A Paul le pareció percibir cierto trasfondo sexual en aquella charla, y lo detectó incluso en el modo en que rápidamente habían abordado este tema entre todos los demás asuntos profesionales.

—Si he de ser del todo sincero… —dijo Robin. Alargó la mano para coger los cigarrillos, obligando a Paul a esperar un tanto incómodo a que encendiera uno e inhalara el humo y volviera a fijar la mirada en él con sus ojos azules, por encima de la montura de las gafas—. Creo que a Daphne le molestó bastante la crítica que usted le hizo de su libro en el New Statesman. —El propio Robin sonaba un poco severo al respecto—. Le pareció que se metía mucho con ella.

—Oh, no —dijo Paul, con cara de culpabilidad, aunque un punto de orgullo por su propia agudeza equilibró levemente la sensación acuciante de que había sido torpe y había carecido de tacto—. Expurgaron mucho mi reseña, y así se lo dije a ella.

—Seguro que sí.

—Suprimieron muchas de las cosas buenas que escribí. —La volvió a ver en el taxi en Paddington, y la oyó decir que algunos críticos habían sido horribles con ella. Fingir que no había leído su reseña le pareció ahora una muestra de dignidad y buenas maneras de un nivel extraordinariamente alto. Se las había ingeniado para a un tiempo reprochárselo y excusarle—. Lo que yo pretendía era que fuera un poco como la carta de un admirador.

—No me parece que se leyera como tal —dijo Robin—. Y eso que usted no fue ni mucho menos el peor.

—Por supuesto que no.

«Fantasías desdichadas de una viuda rechazada», había sido el veredicto de Derek Messenger en el Sunday Times.

Robin sorbió el café y dio una chupada al cigarrillo, como si sopesara arrepentimientos y posibilidades. Estaba en su elemento de una forma difícil de describir, y Paul pensó que había tenido mucha suerte al conocerle, y que si lograba ponerlo de su lado se ganaría también el favor de Daphne.

—Debo decir que el libro me gustó —dijo Robin, sacudiendo de nuevo la cabeza con franqueza.

—Y a mí también. Había cosas de las que me habría gustado saber más, como es lógico… —Paul le dirigió una sonrisa casi taimada, pero antes de nada le planteó una cuestión inocua—: No tengo muy claro quién fue Basil Jacobs.

—Oh, Basil… —El tono de Robin parecía impaciente—. Bueno, Basil fue ciertamente el más amable de sus maridos, aunque en cierto modo…, tan imposible como los otros.

—¡Santo cielo…! ¿También era imposible Revel Ralph?

Robin dio una chupada al cigarrillo como para serenarse.

—Revel era un hombre absolutamente inaguantable.

Paul sonrió.

—¿De veras? Usted no llegó a conocerle, imagino.

—Bueno… —Robin consideró este comentario adulador—. Nací en 1919, así que calcule usted mismo.

—¡Mmm, ya veo…! —dijo Paul, sin que en realidad viera nada en absoluto. ¿Estaba afirmando Robin que había tenido relación con Revel? Revel tenía apenas cuarenta y un años cuando lo mataron, de modo que sin duda seguía manteniéndose bastante activo, por así decir, y Robin debía de ser un soldado joven y travieso… Seguir preguntando se le antojaba excesivo.

—Oh, Dios, sí —dijo Robin, súbitamente asqueado del cigarrillo, que apagó y dobló debajo del pulgar en el fondo del cenicero—. Basil no era un desastre en ese sentido, era mucho más convencional. Imagino que Daphne consideró que ya estaba harta de artistas temperamentales.

—¿A qué se dedicaba?

—Era empresario. Tenía una pequeña fábrica de algo, no logro recordar de qué. De un tipo de… lavadora o algo parecido.

—Ya.

—Bueno, el caso es que se arruinó. Tenía una hija de un matrimonio anterior, y fueron a vivir con ella. Creo que fue una absoluta pesadilla.

—Oh, sí. Sue…

—Sue, exactamente… —dijo Robin, con una sonrisa cauta—. Parece usted saberlo todo de esa familia.

—Bueno… —dijo Paul—. No resultan de gran ayuda cuando se trata de Cecil. Pero consuela saber que están de tu lado. —Se percató de que se había levantado, sonriendo, como para marcharse, y sólo entonces, con un movimiento compasivo de cabeza, dijo—: ¿Qué cree usted que hubo realmente entre Daphne y Cecil?

Robin rio con sequedad, como queriendo dar a entender que había límites. Paul sabía ya que la información era una forma de propiedad: a la gente que estaba en posesión de ella le gustaba preservarla, y realzar su valor con insinuaciones y ocultaciones. Luego, quizá, pasaba a disfrutar de los brillos de la autoestima y cedía y contaba lo que sabía.

—Bien —dijo, y se ruborizó ligeramente bajo la presión de su propia discreción.

—¿Le gustaría tomar una copa conmigo un día de estos? No quiero seguir importunándole ahora.

Paul pensó que a Robin tal vez podría apetecerle un encuentro discreto, algo con cierto matiz de cita íntima. Vio, porque era un hábito que él mismo tenía, en otras circunstancias, cómo los ojos del hombre con quien estaba hablando se detenían una fracción de segundo en cada movimiento hacia arriba o de costado de la convergencia de sus piernas enfundadas en los tejanos negros. Pero Robin vaciló, como si hubiera de orillar aún algún otro obstáculo.

—Verá, yo no bebo durante la Cuaresma. Pero después… —dijo Robin, con lo que parecía una sugerencia de que durante el resto del año litúrgico bebía como un cosaco—. Ah, Jake…

Jake había vuelto, y estaba detrás de ellos con el brillo en los ojos de quien descubre un secreto.

—Espero no estar interrumpiendo algo.

—Nada en absoluto —dijo Robin, cortés.

—Si puedo, le llamaré por teléfono —dijo Paul—, ¡después de Semana Santa!

Jake acompañó a Paul a que introdujera sus libros en el sistema, operación imposible de seguir en la que se procesaba una serie de tiras de papel y tarjetas mecanografiadas.

—Acabo de hablar con el director —dijo—. Nos preguntamos si estarías interesado en hacernos esto. —Le pasó una hoja. «Ignore lo del encabezado»; otros dos nombres con signos de interrogación y unos números de teléfono repasados una y otra vez con tinta, seguramente durante las llamadas, que seguramente, de nuevo, habían resultado infructuosas—. Tendrías que quedarte esta noche; serán unas setecientas palabras para las páginas de Comentarios. —El trabajo era difícil y complejo: Balliol College, Oxford, una conferencia, un banquete, el catedrático de Lengua y Literatura inglesas de Warton… Sintió un estremecimiento de pánico, que logró transformar en una risa entrecortada.

—Bien, si piensas que puedo con ello…

—¿No habrás estudiado en Balliol?

—¡Oh, no! —dijo Paul con un ligero escalofrío—. Yo no. Bueno, gracias… Vaya, veo que va a hablar Dudley Valance.

—Eso es en parte lo que me ha hecho preguntarme… No sabía que estuviera vivo.

—Con no muy buena salud, me temo —dijo Paul.

—Debes de conocerle…

—Un poco, ya sabes… Él y Linette viven en España la mayor parte del año.

Volvió a sentir el aguijón del misterio, la señal secreta, la voluntad reafirmada de que debía escribir aquel libro. Había momentos en la vida de los que uno sólo tenía conciencia después de haberlos vivido: los momentos decisivos en que uno veía que las decisiones las había tomado alguien que no era uno mismo.

Jake acompañó a Paul hasta la puerta de la redacción, donde los dos se quedaron charlando unos minutos más, pero tuvieron que echarse hacia un lado cuando un joven grande y obeso en vaqueros y camiseta pasó empujando un carro atestado de pilas de periódicos atados; cogió una de ellas y la tiró al suelo con un sonido sordo y grato.

—¡A ponerse al corriente de todo! —dijo, y se quedó observando su reacción con una sonrisa de curiosidad cínica.

—Ah, sí…, enseguida —dijo Jake, haciendo ostentación, de forma encantadora, de que estaba atendiendo al visitante. Uno o dos de los presentes se levantaron y se pasearon por la redacción buscando tijeras, o un cuchillo afilado, e ignoraron al joven que había traído los periódicos, que avanzó por el pasillo con el carro y una sonrisa fina en los labios. Cortaron la cinta de plástico y sacaron el ejemplar de arriba y se dieron la vuelta y, con gesto teatral e informal se lo ofrecieron a Paul:

—¡Para ti!

Era el Times Literary Supplement nuevo; el Times Literary Supplement del viernes, dos días antes.

—Recién salido del horno —dijo alguien, disfrutando de la reacción de Paul, aunque de hecho el papel estaba frío al tacto, y aún un tanto húmedo. Hubo una comprobación rápida, en la que Paul participó cortésmente (que las fotografías estaban bien, que las correcciones de último minuto se habían llevado a cabo), mientras que una envidiable sensación de satisfacción profesional pareció llenar el aire del recinto, para luego (dado que tal acontecimiento de trascendental importancia era una rutina semanal) cesar casi al instante a medida que la gente volvía a su mesa para centrar la atención en asuntos de semanas y meses más tarde. Paul dijo adiós a Jake, y salió de la redacción con la idea clara en la cabeza de volver a mantener más reuniones de este tipo.

Recorrió el lóbrego corredor y se metió en el aseo de caballeros, y acababa de bajarse la cremallera cuando oyó que la puerta se abría a su espalda, y un segundo después le llegó un medio complacido, medio azorado «Ajá…». Volvió la cabeza para ver quién era. A Paul le desconcertó un poco el hecho de que Robin Gray no siguiera las reglas normales de comportamiento y fuera a ocupar el urinario contiguo al suyo, dejando tres sitios libres a uno de los lados. Hubo un murmullo jocoso y un trajín y un fruncimiento del ceño cuando empezó su propio desahogo en el urinario: su postura era de cierta tenacidad, como si estuviera en un barco y acusara el balanceo, y al cabo lanzó una rápida mirada franca, amistosa, pero formal, hacia el progreso de Paul al otro lado de la partición de porcelana. Luego, mirando hacia delante, dijo:

—Por cierto, tenía toda la razón en lo que me ha dicho antes.

—Oh…, ¿de veras? —dijo Paul, mirándole confuso—. ¿Sobre qué?

—Sobre Cecil Valance y los hombres.

Ahora fue Paul quien dijo:

—¡Ajá…! Bueno, es lo que pensé yo…

Robin encogió la barbilla, con su aire de discreción sobremanera acentuada.

—Por ahora lo dejamos, creo. —Tosió y rio—. Pero creo que le parecerá gracioso. Bueno, se lo contaré todo cuando quedemos otro día. —Y con aquella oronda promesa se subió la cremallera y volvió a la redacción.

Paul bajó por las anchas escaleras del edificio del Times con una sonrisa en el semblante. Llevaba Una extraña amistad en su cartera, y una sensación de algo mucho más extraño: la sensación primera de una bienvenida de parte de la familia literaria, de cortinas descorridas, de puertas que se abrían a estancias apenas entrevistas y llenas de entes heterogéneos y de tesoros que les parecían normales y corrientes a la gente que habitaba en ellas. En el largo vestíbulo, tardíamente iluminado por la luz de la tarde, sobre las mesas bajas dispuestas entre los sillones de piel se veían los ejemplares del Times del día, y del Sun, y de los tres suplementos; la evidencia apasionante de la actividad que tenía lugar arriba. Al pasar saludó con un gesto de cabeza al recepcionista uniformado. La puerta giratoria dio paso desde la calle a un mensajero con casco y mallas sibilantes, y un paquete en la mano con etiquetas rojas en las que se leía la palabra URGENTE. Paul se metió en el cuadrante aún girante y salió a la acera con una media sonrisa airosamente atareada dirigida a los peatones que pasaban por allí en ese momento y que jamás tendrían acceso a aquellos misterios. Llevaba bajo el brazo su ejemplar del Times Literary Supplement que vería la luz dos días después; quería que le vieran con él. No creía que los transeúntes repararan debidamente en tal detalle, pero estaba seguro de que en la sala norte de lectura de la Biblioteca Británica despertaría una buena dosis de envidia y conjeturas.