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La primera entrevista concertada por Paul para su proyecto fue con alguien cuya propia supervivencia parecía tener algo de misterioso: uno de los sirvientes de Dos Acres en la época en que Cecil había visitado por primera vez a los Sawle. Por teléfono, el antiguo sirviente dijo que le extrañaba que Paul hubiera dado con él, y Paul le leyó el pasaje de la carta de Cecil a Freda Sawle en la que decía que quería «raptar al joven Jonah en la estación para pedir luego un rescate imposible». «¿A qué se refiere?», dijo el viejo Jonah, indignado, como si pensara que el propio Paul le estaba haciendo alguna sugerencia indecorosa (estaba muy sordo). Paul dijo: «¡Tiene usted un apellido muy poco común!». George había anotado al pie la referencia detallada: «Jonah Trickett (nacido en 1898), “mozo” en Dos Acres; se le asignó el servicio de Cecil Valance como ayuda de cámara. Empleado por Freda Sawle de 1912 a 1915, año en que se alistó en el Regimiento Middlesex. Desde 1919 fue jardinero y chófer de H. R. Hewitt (véase también p. 137, 139n).» Paul no estaba seguro de que hubiera entendido, por teléfono, cuál era la finalidad de la entrevista que le solicitaba. Jonah accedió a ella, si bien seguía sonando vagamente ofendido por el hecho de que alguien pudiera juzgarla necesaria.

—¡Usted es una de las pocas personas vivas que recuerdan a Cecil Valance! —dijo Paul.

Y en ello residía lo misterioso del asunto: había millares de personas de ochenta y un años, pero sin duda no quedaba ninguna en el mundo que hubiera conocido y manejado los efectos personales íntimos del poeta que había muerto en 1916; que le hubiera ayudado a vestirse y desvestirse y a hacer todo lo que se suponía que hacía un ayuda de cámara por su señor.

—¿Oh, sí? Ah, ya… —dijo la voz anciana y clara—. Lo que usted diga…

Parecía haber captado al instante la hipotética importancia de su persona en la historia.

Le quedaba otro largo trayecto a través de Middlesex, veintisiete paradas hasta Edgware, la última de la línea Northern. Una eternidad tranquilizadoramente menguante, en la que Paul fue ensayando las preguntas e imaginando las respuestas, y las preguntas que estas suscitarían a su vez. Tenía la sospecha de que Jonah no iba a mostrarse en exceso complaciente, que tendría que conseguir que se abriera, y luego ayudarle a descubrir lo que realmente debía contarle. La perspectiva hizo que se pusiera sobremanera nervioso, como si en realidad fuera él quien estuviera a punto de ser entrevistado. En el maletín llevaba una carta de Peter Rowe que había llegado aquella misma mañana y aún no había abierto. La abrió entonces, con un punto de aprensión, a la luz invernal del vagón vacío. El sobre contenía una postal, que en el caso de Peter era siempre una pintura antigua, normalmente de un hombre desnudo, esta vez un San Sebastián obra de uno de los millones de italianos de los que Paul no había oído hablar jamás. El texto, en una cursiva pequeña de color castaño, decía:

Querido: Cuando me enteré de que estabas escribiendo la biografía de Cecil T. Valance, sentí cómo me penetraba una flecha justo debajo del corazón. Sin embargo, el dolor ya ha remitido un poco. Es un libro que siempre pensé que escribiría yo mismo algún día, aunque no estoy seguro de que tan bien como sé que lo harás tú. Por supuesto que siento que tengo algo que ver en el asunto, al haberte llevado una tarde de hace tanto tiempo a ver la tumba del poeta. Nos encantaría hablar de ello contigo; ¡tengo unas cuantas intuiciones sobre Cecil que podría merecer la pena estudiar!

Sempre[15], Peter

Posdata: mi libro sale en marzo.

Paul deseó no haberla leído, porque el solo hecho de ver la letra, con su rápido y cultivado dominio de todo espacio sobre el que descansara, teñía sus sentimientos de ansiedad. Y el propio San Sebastián, un varón hermoso atado a un árbol, y de físico muy distinto a Peter, seguía siendo un misterioso recordatorio de su vida cuando Peter estaba en ella, y de aquel verano crítico de 1967. Ahora estaba a punto de publicar un libro sobre iglesias victorianas, preparaba un programa de televisión y al parecer daba pequeñas charlas en Radio 3. Paul pensó en él con una mezcla turbadora de envidia, admiración y pesar.

Arnold Close era una hilera de casitas de muros enguijarrados, con unos campos de juegos al fondo. Paul se acercó a la segunda casa y descorrió el pestillo de la verja principal con un estremecimiento de temor y determinación. El pequeño jardín tenía una tonalidad ocre y estaba limpio y cuidado para el invierno; unos cuantos brotes rosados habían sobrevivido a las heladas. Fingió que no miraba la sala frontal, donde había una lámpara encendida, y fotografías enmarcadas, con el reverso hacia él, sobre el alféizar de la ventana. La casa parecía a un tiempo vigilante e indefensa. Confiaba en poder sacar algo en limpio de aquella casa, y en que en el proceso podría dar algo a cambio: cierto interés y distinción que hasta entonces la casa no tenía.

Levantó la aldaba y la dejó caer de forma que hizo más ruido del que esperaba. Era oscuramente consciente de que la puerta, con sus cuatro portillas de grueso cristal encima del buzón, era igual a la de la casa de su madre. Y había algo aún más vago, gritos y silbidos de fútbol en el aire, el exiguo romanticismo de los suburbios difuminándose en el campo, lo que lo transportó a la casa de propiedad municipal de su tío Terry en Shrivenham. Conocía aquel tipo de casitas, y casi conocía la voz del vestíbulo y la figura que se recortó, deslizándose, tras las volutas del cristal. Paul sintió la garra de los nervios, y cuando la puerta se abrió compuso su semblante serio: una mujer grande, de edad mediana, mantenía la mano sobre el pestillo.

—Oh, buenas tardes… He venido a ver al señor Trickett…

—¿Y usted es…?

—¡Paul Bryant!

La mujer asintió con un movimiento de cabeza y retrocedió un paso.

—Mi padre está esperándole —dijo, sin que fuera exactamente ella quien le daba la bienvenida. Llevaba un abrigo grueso de un tartán sombrío, y guantes prietos de piel castaña. Paul pasó por delante de ella y entró en un estrecho vestíbulo, y vio fugazmente su expresión de aprensión cortés en el espejo. La gran oportunidad que él representaba, sacar a su padre en un libro, le parecía irrelevante a la mujer, o incluso poco deseable—. ¡Papá! —llamó, como sabiendo que su padre no iba a oírle—. Está aquí. —Cerró la puerta principal, pasó junto a Paul y entró en la sala de estar—. El señor Bryant está aquí —dijo—. ¿Estarás bien? —Paul aspiró profundamente y pareció suspirar de satisfacción mientras la seguía al interior de la estancia. El ansia y el encanto, la sonrisa confiada y amistosa, no hilarante, el tono de respeto con un punto de conspiración…, confiaba en conservar todo esto en su aproximación hacia el completo desconocido que pugnaba por levantarse de su silla de ruedas, con la cabeza de plata ligeramente ladeada y la mirada interrogante de los sordos—. Tendrán que hablarse alto —dijo la mujer.

Paul estrechó la mano del anciano y dijo:

—¡Buenas tardes, señor Trickett!

Se había olvidado un tanto de lo de la sordera, y de pronto se percató de su volumen forzado.

—¿Es usted Paul? —preguntó el señor Trickett, con una risa nerviosa y, de nuevo, con mirada de pájaro en espera de respuesta.

—Sí, soy Paul —dijo Paul, cayendo en la cuenta de que para aquel hombre él era como un niño; o como uno más entre un montón de nietos confusos. Aquello también resultaba molesto, pero debía intentar sacar el mayor partido de la situación. Jonah Trickett era menudo, pero de hombros anchos, con una cara también ancha y amistosa de rasgos correctos, y grandes ojos azules que parecían más penetrantes de lo normal por proclives no sólo a observar sino también a escuchar. Tenía un pelo tupido y la dentadura perfecta aunque impersonal que confiere a un hombre anciano una suerte de ansia desvalida. Paul comprendía que, de joven, aquel hombre podía haber resultado atractivo; y aún había algo de juvenil en él. Ahora daba unos pasos, tambaleándose un poco.

—Tengo una cadera nueva —dijo, en un tanto azorado alarde—. Coge el abrigo de este joven, Gillian. —Su voz era un poco jadeante, y, al igual que la carretera en la que vivía, londinense con un toque campestre.

Mientras dejaba el maletín y se desabrochaba el abrigo, Paul echó una ojeada a la sala: algunos platos en las paredes, pero ningún cuadro, las fotos del alféizar: nupciales, en blanco y negro, y otra de una reunión familiar, en colores. La calefacción de gas hacía de la sala un lugar ofuscadoramente caluroso. Encima del televisor había una fotografía de Jonah con una mujer, que sin duda era, o había sido, su mujer. Paul sintió que debía mostrarse apreciativo aunque no indiscreto, lo opuesto, extrañamente, a la realidad en la que se hallaba.

—Bien, me retiro, entonces —dijo Gillian, llevándose el abrigo hacia el vestíbulo.

Cuando oyó cómo se cerraba de golpe la puerta principal, Paul sintió que una horrible timidez se cernía sobre los dos hombres de la sala, y, con una sonrisa petrificada, contempló a través de la ventana cómo Gillian recorría el sendero y cerraba a su espalda la verja de entrada. Era como si se acabara de decir algo tremendamente embarazoso. Supuso que, si la cosa no funcionaba, no necesitaría quedarse más de veinte minutos. Se sentaron a ambos lados del radiador; encima había un bol lleno de agua. Los pequeños cilindros de porcelana refulgían y vibraban. Paul tuvo la sensación de que el momento había sido cuidadosamente preparado: sobre la mesa, al lado de Jonah, había una carpeta de cartón y la carta que le había enviado al anciano bajo un pisapapeles de cristal de colores. Sacó la grabadora, y colocó el micrófono sobre el soporte, y tardó un minutos o dos en tenerlo todo a punto. Jonah parecía pensar que Paul se estaba tomando excesivas libertades, pero también que se trababa de una novedad, pero Paul dijo:

—Cada palabra que diga es importante para mí. —El anciano pareció aceptar esto con una sonrisa cauta. Paul apretó el botón de grabación—. Bien, ¿cómo se encuentra hoy? —dijo.

—¿Qué? —dijo Jonah.

Karen, que tenía estudios de secretariado, se ofreció a transcribir las cintas con su máquina de escribir de bola, y al cabo de dos tensas veladas en las que brotaron de su cuarto los tecleos a intervalos y el sonido de las voces masculinas en ráfagas de cinco en cinco segundos, detenidas y vueltas a reproducir una y otra vez (su voz no era exactamente la suya, y poseía también su propio acento regional), bajó y le tendió un grueso manojo de folios.

—Hay algunos trozos de los que no estoy muy segura —dijo—. He puesto las posibles opciones entre corchetes.

—Oh, muy bien —dijo Paul, sonriendo para darle a entender que no le preocupaban estas posibles imperfecciones, y se apresuró a llevarse los folios en busca de las gafas. A primera vista el resultado parecía a un tiempo profesional y problemático. Karen había dispuesto el material en una sola columna estrecha, como en un guión teatral, un guión que fuera a su vez una especie de suplicio absurdo de pausas y mezcolanza de temas—. Y seguimos teniendo las cintas, ¿no? —dijo—. Lo dejaremos todo así para su archivo.

—No me parece que la grabadora sea muy buena —dijo Karen.

—Pues es bastante cara.

—Jonah está bien. Es usted el que a veces suena muy débil.

—Porque el micrófono estaba más cerca de él. Es lo que él dijo lo que de verdad importa.

El problema residía, como es lógico, en que a menudo Karen no lograba discernir con claridad las preguntas. Paul leyó, un poco aleatoriamente:

PB: ¿George Sawle era (inaudible)?

JT: Oh, no. Nada de eso.

PB: ¿De veras? ¡Qué interesante!

JT: ¡Oh, Dios, no! (risas).

PB: Así que Cecil no fue en absoluto (inaudible: ¿afortunado?).

JT: Bueno, podría ser que sí. ¡Aunque supongo que nadie lo sabe!

PB: ¡Seguro que no! ¡No es lo que uno se espera! (risitas).

Karen había sido muy pródiga en signos de admiración, y en indicaciones a lo Bernard Shaw (ríe disimuladamente, hace una pausa pesarosa, con súbita intensidad, etc.) que apostillaban afirmaciones comunes y corrientes. Intentaba ayudar, quería ayudar, y muchas veces, como tan fácilmente acontece, no hacía sino dificultarlo todo. En ocasiones la propia sordera de Jonah acudía al rescate, pues pedía a Paul que le repitiera la pregunta en voz más alta. En otros pasajes Paul se daba cuenta con pesar de que no se acordaba de aquello que resultaba inaudible; asimismo había momentos en los que dejaba que fuera sólo el aparato el que escuchara al anciano, cuando hablaba de la guerra, por ejemplo, mientras él se desentendía porque se trataba de cosas que no necesitaba para el libro. Quizá la ansiedad del momento le había dificultado escuchar como debía. Todo su interés iba encaminado a averiguar lo que Jonah sabía de la relación de Cecil con Daphne y con George, y había interferido en su concentración un torpe sentido de la estrategia, y el hecho de haberse distraído a fuerza de esperar los momentos oportunos. De forma que, al día siguiente, cuando Karen se fue al trabajo, Paul volvió a escuchar las cintas mientras leía las transcripciones, a fin de comprobar si podía desentrañar lo que su patrona había malinterpretado o pasado por alto, con un sentimiento confuso e irritado de haber tenido un mal comienzo.

Constató que en gran parte de la entrevista había dejado que Jonah se alejara del tema de Cecil para hablar en general de la vida en «los viejos tiempos», y de su vida después de la guerra, al servicio de Harry Hewitt, un rico hombre de negocios a quien claramente profesaba mucho más afecto que a sus antiguos señores, los Sawle. Estos parecían objeto de cierta reprobación vaga e inclasificable, que acaso había sobrevivido a aquello, ya olvidado, que lo había causado.

PB: ¿Así que me está diciendo que Freda Sawle bebía demasiado?

JT: Bueno, no sé si era o no demasiado.

PB: Pero ¿hasta qué punto tenía usted conocimiento de ello?

JT: Bueno, uno sabe lo que sabe. Lo que decían en la (confuso: ¿cocina?). Tenía un punto flaco.

PB: ¿Un punto flaco? Entiendo.

JT: Era la señora Masters (comprobar el nombre), su doncella, la que le conseguía la bebida.

PB: ¿Quiere decir que le conseguía la bebida?

JT: Bueno, la ginebra Bombay, sí. Ahora me acuerdo.

Había preguntado a Jonah si había vuelto a la casa recientemente, y Jonah había respondido: «Oh, no he estado por allí desde hace años». Como si se tratara realmente de un largo viaje. Paul calculó que no estaría a más de tres o cuatro kilómetros de allí. Su falta de afecto por la casa y la familia se hacía extensible al propio Cecil.

PB: Usted sabía que era un poeta famoso, supongo.

JT: Bueno, era algo que se sabía.

PB: Escribió uno de sus poemas más famosos allí, como probablemente sabe.

JT: Oh, sí.

PB: Se titula «Dos Acres».

JT (dubitativo): Ah, sí. Creo que oí algo acerca de ello.

PB: ¿Recuerda cuando llegó a la casa?

JT (vacilante): Oh, era un (poco claro: ¿caballero?). ¡Vaya si lo era! [Paul volvió a escuchar el pasaje para confirmar su recuerdo de que la palabra, ahogada por su propia tos y el ruido de papeles, era «diablo».]

PB: ¿De veras? ¿En qué sentido? ¿Cómo era Cecil?

Aquí Paul había llegado, bastante eficientemente, después de todo, a la sencilla y gran pregunta; pero, al parecer, de las visitas de Cecil a Dos Acres Jonah no se acordaba de casi nada. Durante un par de minutos todo pareció muy prometedor, pero a medida que Paul avanzó en su interrogatorio fue menguando hasta quedar en nada. Lo que quedó, y con una especie de certidumbre compensatoria, fue, primero, que Cecil había sido ¡un horror!, lo cual significaba al parecer que era «tremendamente desordenado». Y, en segundo lugar, que usaba ropa interior de seda, muy cara («Mmm, ¿era eso poco habitual?». «Bueno, yo nunca lo había visto antes. Era como la de una mujer, diría yo. Nunca se me olvidará.»). Y, en tercer lugar, que era muy generoso: recompensó a Jonah con una guinea, y «cuando vino la segunda vez, dos guineas», lo cual, teniendo en cuenta que Freda Sawle sólo le pagaba 12 libras al año, más comidas, era una suma cuantiosa.

PB: Debió usted de hacer algo (inaudible) por él.

JT: ¡No hice nada!

PB: No sé muy bien lo que tiene que hacer un ayuda de cámara por la persona a quien sirve.

JT: No era propiamente un ayuda de cámara; no los había en casa de los Sawle. No sabían lo que era. «Tú haz lo que parezca oportuno», me dijo el joven George. Lo recuerdo bien. «Haz lo que él te diga».

PB: ¿Y qué le pedía él que hiciera?

JT: No me acuerdo bien.

PB: (risas). ¡Bueno, pero se debió usted de llevar estupendamente bien con él!

JT: (inaudible)… ni nada parecido…

PB: Pero ¿las cosas fueron diferentes en la segunda visita?

JT: No lo recuerdo.

PB: ¿Nada de…?

JT (impaciente): Fue hace casi setenta años, ¡maldita sea!

PB: ¡Lo sé, discúlpeme! Me refiero a si hizo algo extra la segunda vez que fue para que la propina fuera doble. Lo siento; lo que he dicho suena muy poco delicado.

JT: (pausa). Yo diría que me puse muy contento por esa propina doble.

Paul había hecho una pausa para dar la vuelta a la cinta, con la sensación de que, justo en ese breve lapso, mientras Jonah cambiaba de postura sobre su nueva cadera y daba unos tirones al cojín, estaba poniendo nervioso al anciano; y con la indecisión del novato sobre si debía recular o presionarlo aún con más fuerza.

PB: ¿Se acuerda de algo de lo que dijo Cecil en aquel tiempo?

JT: (pausa; risa azorada). Bueno, lo único que sé es que dijo que era pagano. No iba a la iglesia con los demás.

PB: ¿Pagano?

JT: Eso es. Me dijo: «Te lo recomiendo, Jonah. Significa que puedes hacer lo que te dé la gana sin que luego tengas que arrepentirte». Eso me desconcertó un poco. Le dije que no creía que eso fuera a funcionar bien… ¡cuando uno era criado!

PB: (risas). ¿Algo más?

JT: Sólo me acuerdo de eso. Pero le gustaba hablar. Le gustaba el sonido de su propia voz. Pero no recuerdo más.

PB: ¿Cómo era su voz?

JT: Oh, muy (inaudible). Como la de un verdadero caballero.

Paul, al poco, pidió un vaso de agua, porque estaba nervioso y tenía la boca seca. Pensó que no habían sido demasiado amables al no haberle ofrecido nada, ni siquiera una taza de té; pero había llegado a las 14.30, una hora extraña, en la que no se suele tomar nada. No sabían qué hacer en una entrevista, y él tampoco. Jonah le permitió ir a la cocina. Gillian lo había dejado todo ordenado y limpio, sobre los grifos colgaban sendos trapos de cocina. Paul vio por la ventana el jardín trasero, con su pequeño invernadero, y más allá de un seto de alheña el marco blanco de una portería de fútbol. De nuevo tuvo la sensación de estar en un espacio conocido. Siguió allí de pie, bebiendo despacio el agua fría, como en una suerte de breve e inesperado trance, como si pudiera ver cómo discurría una década tras otra sobre aquella casa, sobre aquel jardín cuadrangular; trimestres y años escolares, generaciones nuevas de chicos que gritaban, y la vida larga de Jonah con todas sus rutinas y deberes, con su esposa e hija, con todos aquellos retazos de vida inadvertidos pero tranquilizadores transcurridos en la cocina y el salón, y con los pensamientos sobre Cecil Valance, tan infrecuentes como las vacaciones. En la grabadora, que seguía girando en ausencia de Paul, podía oírse a Jonah moviendo cosas cerca del micrófono, farfullando entre dientes y soltando una ventosidad silenciosamente musical.

PB: ¿Y cómo era Cecil con George Sawle?

JT: ¿Que cómo era?

PB: (inaudible). Sí, con George, ya sabe.

JT: No estoy seguro de a qué se refiere (risa nerviosa).

PB: Eran grandes amigos, ¿no?

JT: Creo que lo conoció en la universidad. No sé mucho sobre eso.

PB: Usted no se mezclaba mucho con los niños de la familia Sawle, ¿verdad?

JT: ¡Dios santo, no! (risas sin resuello). No, no tenía que ocuparme de ellos.

PB: ¿Sabía usted que Daphne estaba (inaudible) de Cecil?

JT: No, no me acuerdo. No supimos nada de eso.

PB: (pausa). ¿Qué horario hacía usted, se acuerda?

JT: Bueno, sí, me acuerdo. Trabajaba de seis a seis. Me acuerdo muy bien.

PB: Pero ¿no dormía en la casa?

JT: No, volvía a mi casa. ¡Y al día siguiente arriba a las cinco! No nos importaba, ¿sabe? [Aquí Jonah se extendió, con lo que a Paul le pareció cierto alivio, en una descripción detallada de la jornada de un criado: jornada en la que, extrañamente, los principales personajes de la historia de Paul apenas aparecían como meras comparsas vanas.]

Cuando Jonah sacó su álbum de fotografías la grabación se volvió demasiado críptica para Karen. Paul escuchaba, la hacía avanzar durante diez segundos, volvía a pararla: murmullos, gruñidos y risas compungidas cual sonidos de una intimidad de la que ahora él se hallaba extrañamente excluido. Se había inclinado sobre Jonah, que estaba sentado en su sillón, y de cuando en cuando le afianzaba la mano que pasaba las hojas. Fue una tarea compartida, en la que cada uno de ellos guiaba de alguna forma al otro: Jonah seguía desconcertado y susceptible respecto del insólito interés que Paul mostraba por todo aquello. «Bueno, no es gran cosa», decía, lo que en cierto sentido era verdad, si bien, como acontece siempre, ese «no es gran cosa» resultaba también una especie de provocación. Aquellas viejas fotografías, de cinco por ocho, eran apenas más pequeñas que las pocas que Paul había visto de su niñez. Jonah se cernía sobre ellas y en parte las ocultaba con la lupa oblonga que utilizaba para leer el periódico; los rostros en miniatura se agrandaban y se hacían patentes mientras el anciano mascullaba unos comentarios sobre una o varias de ellas. Había una foto del grupo de sirvientes de Dos Acres, debía de ser justo antes de la guerra, en la que Jonah sonreía abiertamente, con una chaquetilla de trabajo abotonada hasta el cuello, de pie entre dos doncellas más altas con delantales y cofias; detrás de ellos se veía a una mujer de pecho enorme, sin duda la cocinera. Paul no reconocía la puerta y la ventana del fondo, pero Jonah resultaba inconfundible, y tan radiantemente guapo que el viejo Jonah pareció cohibirse delante de Paul. A los dieciséis años parecía feliz en aquel lugar, al tiempo que furtivamente curioso sobre lo que existía en el exterior. Había también varias fotos de la familia. «Así que esta era la madre, ¿no? ¿Puedo?», dijo Paul, sujetando con mano firme la lupa. Era una mujer robusta, de cara ancha atractiva y sonrisa conjetural de los cortos de vista. Vio mucho de Daphne en ella; no de la adolescente de las fotografías sino de la Daphne que él conocía, en la actualidad mayor que su madre entonces. «Freda está muy guapa». «Sí», dijo Jonah. «Estaba bien».

Aunque ahora su debilidad, como la había llamado él, parecía aflorar a la superficie bajo la lupa. Hubert Sawle, medio calvo y responsable, de pie a su lado, sin duda la conocía también. Ambos tenían ese aire indefinible de personas que atraviesan una crisis, y que son conscientes de que sus sonrisas no logran ocultarla del todo. «¿Y qué me dice de George? Sí, debe de ser él». George hacía muecas hacia la cámara, y señalaba a Daphne, o se ponía detrás de ella poniendo cara de tonto. La propia Daphne tenía la expresión de una chica deseosa de escapar de allí algo más de cinco minutos para poder hacerse la mayor. Estaba sentada y sonreía graciosamente bajo un gran sombrero con una flor de seda en uno de los lados. Entonces aparecía George, como el villano de una película muda, y le hacía dar un brinco. «¿Y este…? Me parece…», dijo Jonah, y dejó que Paul volviera a coger la lupa y la pusiera directamente sobre la foto de uno de los ángulos: dos varones jóvenes casi al nivel del suelo, sobre tumbonas; George con un canotier y el otro con la cara velada por la sombra fotográfica primitiva del ala del sombrero: apenas se le vislumbraba la nariz y la sonrisa. «Ahí tiene a su hombre, creo. ¿No?», dijo Jonah. En realidad podía haber sido cualquiera, pero Paul dijo: «¡Sí, claro, es él…!». Y cuando lo hubo dicho sintió un hormigueo ante la certeza de que de verdad era Cecil.

No esperaba que Jonah tuviera tal tesoro escondido; al parecer el misterioso y omnipresente Harry Hewitt le había dado a Hubert una cámara, y Hubert la había utilizado cumplidamente y había regalado fotos a todo el mundo. Jonah le enseñó a Paul una de los dos hombres juntos; bajo la lupa sus dedos cuadrados y pardos ocultaban casi lo que quería señalarle. «Lo veo…, sí…». Hubert estaba bastante diferente en ella: miraba a la cámara con un cigarrillo en la mano, casi pegado al bolsillo del pantalón, mientras a su lado, rodeándole el hombro con un brazo, como escoltándolo en dirección a algún reto que hubiera estado evitando, medroso, se veía a un hombre más moreno, más viejo, muy elegantemente vestido, de cara demacrada y alargada, grandes orejas y ancho bigote que apuntaba hacia puntos espaciales inciertos. «Así que este era el hombre para el que trabajó usted después de la guerra…». Había algo tan evidentemente homosexual en aquella fotografía que la pregunta le sonó insinuante a quien la formulaba, y tal vez también a Jonah. Más tarde Paul encontró el lugar de la transcripción donde había vuelto a preguntar acerca de Hewitt.

JT: El señor Hewitt era amigo de los Sawle. Era el gran amigo del señor Hubert. Así que yo ya lo conocía en cierto modo. Siempre había sido muy bueno conmigo. Vivía en Harrow Weald (poco claro: ¿Paddocks?).

PB: ¿Perdón?

JT: Así es como se llamaba su casa.

PB: ¡Oh!

JT: Bueno, ahora es una residencia de ancianos. ¡Hay muchos viejecitos viviendo allí! (risitas sin resuello).

PB: Ya. Es una casa muy grande, entonces.

JT: Era coleccionista de arte, ¿no? Harry Hewitt. Creo que lo dejó todo a un museo. ¿No fue al Victoria and Albert Museum?

PB: ¿No tenía hijos?

JT: Oooh no, no. Era un hombre soltero. Y siempre fue muy generoso conmigo.

Luego, en la página siguiente, Jonah había cambiado el uniforme de sirviente por otro de sarga con holguras y una gorra de plato demasiado grande, y aparecía en una fila de reclutas todos más altos que él, lo cual le hacía parecer aún más joven que dos años atrás, y su sonrisa de curiosidad era ahora una expresión torcida de preocupación infantil. Paul se irguió, y por espacio de un minuto se quedó mirando con desapego a aquel anciano pulcro con el álbum sobre las rodillas; luego volvió a inclinarse y aspiró de nuevo el olor fuerte y limpio del jabón de afeitar y de la loción capilar.

Tras el minuto siguiente, Jonah tuvo que ir al baño, que estaba arriba, y con su cadera nueva era muy probable que la operación fuera a llevarle un buen rato. Cuando se encontraba ya a media escalera, Paul paró la grabadora, cruzó despacio la sala y se puso a mirar con buen ánimo a través de la ventana el jardín delantero y la calle, y luego levantó el pisapapeles que había sobre la carpeta de la mesa, junto a la silla de Jonah, y releyó con interés su propia carta, como si lo estuviera haciendo desde el punto de vista del destinatario, y levantó con un dedo la tapa de cartón. Algunos recortes de periódico quebradizos y amarilleados por el sol, palabras perdidas en las esquinas y pliegues, sobres marrones gastados y reblandecidos por el uso. Debían de ser los documentos de desmovilización de Jonah. Luego un diploma por el concurso de claveles que había ganado en 1965. Luego la hoja doblada de la crítica de una obra de teatro escolar. Una fotografía en el periódico local de lo que parecía ser la boda de Gillian. Le sorprendió que el pobre Jonah no tuviera tesoros bastantes para haber tenido que emplear más de una carpeta: todo lo que poseía de preciado debía de guardarlo en la que había allí sobre la mesa. Paul fue pasando de tantas en tantas hojas los papeles de la familia: papeles de lo más rutinario, harto lejanos y patéticos, pero puestos allí adrede, tal vez en la creencia de que la entrevista fuera a versar sobre la vida del propio Jonah. Luego, volviéndolo a dejar todo en su sitio, y mientras echaba una última ojeada al conjunto al hacerlo, Paul vio un sobre grande de color castaño dirigido al Señor Hubert Sawle, Dos Acres, con la dirección tachada con tinta. La levantó con un súbito peso en el corazón. Escrutando rápidamente pero con suma atención en su interior, sacando a medias las dos o tres primeras hojas, vio varias cartas, una de ellas firmada por H. O. Sawle, por lo que quizá no eran sino los restos y recuerdos de Jonah de aquel tiempo. «¡Te deseo buena suerte!», mayo de 1915…, con una letra grande e inclinada hacia atrás. Y, debajo de ella —se sorprendió mirándola fijamente con un repentino golpe de rubor acusador en las mejillas—, otra letra completamente diferente, de la mano que apenas empezaba a identificar entre las otras, y que supuso la mano de un nuevo amante. Era un sobre muy pequeño, dirigido al soldado raso J. Trickett, de los barracones del Regimiento Middlesex, en Mill Hill. El matasellos, grande y negro, tenía la tinta corrida, pero el año se leía con claridad: 1916. Dejando los demás papeles, se disponía a abrirlo cuando vio con asombro que había dado la vuelta a un texto en el que reconoció la letra de Cecil: varias hojas divididas en dos y llenas de versos de apretada escritura y con correcciones diversas. Los dedos le temblaban cuando levantó la primera, que parecía fluctuar bajo sus ojos como algo fuera de foco. Lo sabía y no lo sabía. Lo conocía tan bien que no podía pensar lo que era, y al poco, cuando comprendió, se dio cuenta de que no era lo que sabía. «Campechano, fuerte, verdadero y valiente…». Sonó la cisterna arriba: la descarga de agua fue recorriendo las tuberías de la casa con toda una secuencia de suspiros y gemidos; luego oyó cómo el cuidadoso y no demasiado lento paso de Jonah empezaba a bajar las escaleras. Fueron cinco segundos de zozobra, desconcierto e indecisión. Ordenó las hojas, cerró la carpeta y puso el pisapapeles encima de ella, invocando la fotografía mental de cómo estaba todo dispuesto antes de que él lo hubiera tocado. Tenía la absoluta certeza de que todo estaba como debía estar: hasta el pisapapeles estaba en la posición correcta. Pero cuando Jonah volvió sus ojos parecieron dirigirse directamente a él, y Paul se preguntó si la imagen final no se ajustaba de modo tan meticuloso a su estado anterior que resultaba en cierto modo poco convincente.

Más tarde, al escuchar las cintas, de sonido tan ahogado y tan poco profesionales, y repasando hacia atrás y hacia delante la embarazosa y semiesclarecedora transcripción, Paul tuvo una creciente y persistente sensación de que ya había perdido algo de gran valor, aunque no tenía clara conciencia de cómo había hecho tal cosa o incluso de cuál podía ser tal pérdida. ¿Sabía Jonah más de lo que decía sobre la amistad de Cecil con George? Era normal que no lo dijera, y puede que incluso no supiera cómo decirlo; y aunque no parecía mostrarse muy paciente con George, o con Daphne, era poco probable que fuera a explayarse con el tipo de solicitud que Paul le planteaba sobre unas gentes que seguían con vida, y a quienes no había visto desde hacía sesenta y cinco años… Oscuramente relacionada con ello estaba la cuestión de la propina exorbitante de Cecil —más de un mes de salario— y el hecho de que en la segunda visita la duplicara. ¿A qué obedecía aquella generosidad? ¿Porque sabía que se había dado un «horror», quizá? Aunque ¿qué significaba realmente aquella palabra? ¿Y por qué recordaba Jonah tan bien aquello, y casi nada más? Paul se preguntaba si Cecil había comprado su silencio acerca de algo, tal vez de forma tan efectiva que el anciano había llegado a olvidarlo. ¿O era aquel el asunto sobre el que le había escrito a los barracones de Mill Hill? Paul se arrepintió amargamente de no haberse apoderado de aquella carta. ¿Por qué diablos iba un joven oficial aristocrático a escribir a un soldado raso de otro regimiento? Era ya bastante sorprendente que Cecil hubiera mencionado a Jonah a Freda; Paul sabía por otras cartas de ese tipo que había leído que la gente de las clases altas jamás mencionaba a los sirvientes, a menos que se tratara de alguien de edad muy avanzada o dignidad muy fuera de lo común, como un mayordomo o una vieja niñera. Y también lo que parecía ser una versión manuscrita del poema «Dos Acres», contemplado como algo perteneciente a un sueño y, desde esa óptica, lleno de variantes oníricas.

Lo que mortificaba a Paul, mientras guardaba la grabadora y se ponía el abrigo y era acompañado hasta la puerta, era la presencia persistente en el aire, y en la sonrisa tensa de Jonah, del rechazo de este, y de su pesarosa y atropellada sacudida de cabeza para insistir en que no, que no tenía ninguna carta, ningún escrito de Cecil Valance. De forma que Paul, en el momento de marcharse, se vio atrapado en una suerte de callejón sin salida. Debió de mostrar una expresión furtiva, o incluso evasivamente ofendida, porque la cautela y el rechazo parecieron entrecerrar de nuevo los ojos azules de Jonah. Paul no le contó nada de esto a Karen, pero el largo viaje de vuelta a Tooting Graveney le resultó mucho más perturbador que el viaje de ida a la casa de Jonah Trickett.