El primer texto original de Cecil Valance del que había constancia era una redacción breve escrita para su madre cuando sólo tenía seis años. Sebastian Stokes la había reproducido fielmente en la biografía que le había servido de introducción para los Poemas reunidos de 1926.
VII Abril MCCMLXXXXCVII
TODO SOBRE MÍ
Me llamo CECIL TEUCER VALANCE. Teucer[14] fue un Famoso Soldado fue un Famoso Arquero y Cecil fue un Famoso Lord por cierto. Mi Padre se llama Sir Edwin Valance (2.º baronet) y mi jentil madre es conocida por todos como Lady Valance. Tiene un vestido rojo muy bonito que le dio mucha envidia a Lady Adleen al verlo. Mi casa se llama Corley Court y esta en Berkshire, por si no la conocen. Es una de las Jrandes Casas de esa región. Ah, y si se encuentran con un niño pequeño que dice que se llama Dudley Valance, seguramente es mi hermano pequeño. Es un pesado, así que mejor ya les aviso. El lunes en la Granja vi IX vecerros nuevos; son Lo Mas Bonito del Mundo con sus patitas flojas. Hoy en dia nos quedamos todos impresionados por la noticia de que habia muerto Lord PORTSCATHO en una explosion, sólo tenía XXXX XLIIV. Mi pobre Padre casi se echa a Llorar con esa noticia tan triste. He tenido una tos vastante mala pero ya estoy casi recuperado. Hoy he lido «Cómo se forma la lluvia» en la «Ciclopedia» de Casa y un numero vastante grande de Poemas para mi edad como le gusta decir a mi Nanny, entre ellos «El arroyo» de LORD TENNOSYN, estoy Empeñado en aprenderme los IX versos que tiene, es uno de los poemas mas conocidos del mundo, claro. Devo confesar que yo tengo algo de poeta, este año he escrito nada menos que VII Poemas «humildemente dedicados» a mi Madre (Lady Valance).
Lo que la misma Lady Valance consideró últimas misivas de Cecil lo registra Dudley Valance en su autobiografía Flores negras (1944):
Mi madre, que nunca desperdiciaba el tiempo (a no ser, evidentemente, el de los demás), estaba sin embargo muy involucrada en distintas tentativas de comunicarse con el mundo de los espíritus. Su creencia de que era posible contactar y comunicarse con Cecil le preocupaba con la misma mezcla de melancolía y empeño de cualquier romance condenado al fracaso. Aunque por regla general era especialmente reservada en lo tocante a sus sentimientos personales, permitía, con un candor sorprendente, que su familia y un par de amigos más fuesen testigos de su tierno anhelo de contactar con el «otro lado». Tal vez no se sintiese tan incómoda con emociones que se basaban en sus obligaciones y padecimientos como madre de un héroe muerto. Fue en la biblioteca de Corley donde llevó a cabo muchas largas y desconcertantes «sesiones de bibliomancia», según un sistema que le enseñó un clérigo de Croydon, y gracias a la colaboración de la señorita Leland Aubrey, una célebre médium de la época, que se aprovechó de las tristes esperanzas de las personas bien relacionadas que habían perdido algún pariente, durante los veinte años que siguieron a la guerra. La señorita Leland Aubrey estaba a su vez bajo el «control» de un espíritu llamado Lara, una dama hindú de unos trescientos años de edad, así que, como se verá, la corriente de comunicación era todo menos directa. No obstante esa lejanía, con su clara semejanza al juego del teléfono, era precisamente lo que tenía a su favor en opinión de mi madre, que la había asimilado como un dogma de la doctrina de su médium y del clérigo, toda una autoridad a su modo de ver. Precisamente debido a que la señorita Aubrey no había estado nunca en Corley, ni había tenido ningún contacto con sus ocupantes, ni poseía ningún conocimiento sobre su biblioteca o sobre la disposición de las demás habitaciones, se la consideraba menos susceptible de hacer cualquier tipo de sugerencia inapropiada, y aún menos capaz de cometer cualquier tipo de fraude. Su misma lejanía era prueba de su honestidad. Era un atrevido avance en el arte de timar a la gente, atrevido pero a la par sutil; puesto que, una vez era asimilado ese dogma de la doctrina, dejaba la puerta abierta a las formas más disparatadas y rebuscadas del autoengaño. Cualquier mensaje de tan intachable procedencia debía ser necesariamente significativo, y mi madre rastreaba los fragmentos fortuitos que arrojaban las sesiones, en busca de mensajes esotéricos, con el mismo entusiasmo que un adivino de antaño analizaría las entrañas de un ave. Ese acto de interpretación era una responsabilidad que recaía exclusivamente sobre ella, o sobre sus compañeros esporádicos de aquellas sesiones, siendo su mayor encanto, para una mujer tan reservada como mi madre, el que la médium desconociese aparentemente el mensaje en sí, dado que esta se limitaba a indicarle dónde se encontraba. Era como si hubiese abierto una carta de su hijo muerto que la señorita Aubrey le hubiera entregado por casualidad.
Lo que parecía haber ocurrido en un principio era lo siguiente: mi madre recibió una carta (una carta de verdad, con un sello de penique y medio) del clérigo de Croydon, que también había perdido a un hijo en la guerra, en la que le aseguraba que durante una sesión con la señorita Leland Aubrey, en la que había recibido mensajes librescos de su hijo muerto, Lara también había transmitido un mensaje que era claramente de Cecil y estaba destinado a su madre, Lady Valance. ¿Le concedía su permiso para reenviarle el mensaje? Aquella petición difícilmente podía haber llegado a oídos más ávidos; y sin duda esa impresión de milagro anhelado era la que habían pretendido dar la médium y el párroco. Mi madre ya había mostrado cierto interés por el espiritismo, y en el año que siguió a la muerte de Cecil incluso había acudido a varias sesiones en casa de Lady Adeline Strange-Paget, madre de mi gran amigo Arthur, cuyo hermano menor murió ahogado en Galípoli; esas sesiones habían provocado en ella evidentes recelos, pero quizá también una sensación de caminos aún por explorar. La médium en esa ocasión era una colega de la señorita Aubrey y fue más tarde acusada de varios delitos de chantaje. Pero resultó además que el hijo del párroco había estado en el Regimiento Real de Berkshire, y había sido reclutado en la compañía de Cecil en las semanas previas a la ofensiva del Somme; sobrevivió a Cecil apenas tres días. En sus cartas el muchacho había escrito sobre el cariño y la admiración que sentía por mi hermano. Fueron muchos los casos en que los soldados que habían servido con Cecil escribieron a mis padres tras su muerte, o en que los propios padres de los soldados enviaron cartas de pésame que contenían elogios extraídos de las cartas de sus hijos también muertos, dedicados al oficial al que tanto habían admirado. El párroco de Croydon, sin embargo, se reservó aquellos elogios hasta el momento en que pudo sacarles más partido.
Mis padres tuvieron la primera sesión a solas, pero puedo hablar por experiencia propia de posteriores repeticiones. Una sesión de bibliomancia solía consistir en que la señorita Aubrey entraba en un trance en el que Lara se comunicaba con Cecil, cuyo resultado anotaba en el acto el clérigo, dado que el trance, naturalmente, impedía a la médium escribir de su puño y letra. El mensaje se le enviaba entonces a mi madre, que inmediatamente seguía sus instrucciones. Guardaba todos esos mensajes en el mismo sitio donde guardaba las cartas de Cecil, considerándolas simplemente una fase posterior de su correspondencia. Esta es una muestra, en la que dio la casualidad de que mi esposa y yo estábamos presentes:
Habla Lara: «Este mensaje es para la madre de Cecil. Está en la biblioteca. Está en un estante pequeño a la izquierda según se entra, antes de la esquina, el tercer estante contando desde el suelo, el séptimo libro. Cecil dice que es un libro verde, tiene algo verde en la tapa o en el interior. Página 32 o 34, una página con muy poca letra impresa, pero lo que pone es un mensaje especial para ella. Él quiere decirle que la quiere y que está siempre con ella.».
Esta última frase, que aparecía con pocas variaciones al final de la mayoría de los mensajes, era evidentemente añadida por la médium como una especie de garantía. De igual forma, el resto del mensaje daba la impresión de algo exacto a pesar de contener varias imprecisiones. La biblioteca, por ejemplo, tenía tres puertas distintas; la principal daba al vestíbulo, y dos más pequeñas, al cuarto de estar de un lado y a la sala matinal del otro. Por lo tanto las instrucciones podían llevarte a tres emplazamientos diferentes. La sala matinal era el santuario personal de mi madre, así que no le cabía duda de que Cecil se la imaginaba entrando a la biblioteca por esa parte. Mi padre, que solía entrar de noche en la biblioteca por el cuarto de estar, habría adoptado desde luego una perspectiva diametralmente opuesta; pero en aquellas cosas, como en muchas otras, tendía a dar preferencia a mi madre. En esa ocasión en concreto recuerdo que hubo cierta incertidumbre, de todos modos. Las indicaciones que apuntaban a un estante corto a la izquierda antes de la esquina eran muy ambiguas, puesto que la primera esquina quedaba al fondo de la estancia. En cada hoja de papel, mi madre escribía el nombre del libro y de su autor, con su cita correspondiente. En esta escribió: «Estante corto. El 7.º libro, “Caridad” de Wingfield, no tiene nada verde. Probando del otro lado (entrando por el cuarto de estar), “Historia de Lancashire” de Bunning, nada verde. Entrando por el vestíbulo, 7.º libro empezando por la derecha, “La bandeja de plata” de E. Manning GREENE, la página 34 dice solamente: “podríamos decir que el caballero había regresado, y que todo iba bien, salvo que su corazón partía por las noches en busca de los seres queridos que había dejado atrás”. Un auténtico mensaje de Cecil». En este cuidadoso registro, se refleja su honestidad tan claramente como su credulidad; la frase «empezando por la derecha» demuestra su conocimiento de que los libros suelen contarse empezando por la izquierda, pero su convicción con respecto al resultado permanece intacta. Incluso su caligrafía angulosa un tanto amorfa me parece ahora una muestra elocuente de su testarudez e ingenuidad. Debajo de eso, escribió como siempre: «Presente», y cada testigo puso su firma, como suscribiendo la verdad suprema de todo el proceso. «Louisa Valance. Edwin Valance. Dudley Valance. Daphne Valance. 23 de marzo de 1918». (En cuanto a la participación de mi padre, cabía destacar que los mensajes de Lara nunca se referían a él; hasta que, a la semana siguiente de haberse comentado ese hecho en una conversación telefónica, le dedicó uno expresamente).
He referido todo esto con cierta guasa por puro rechazo, porque en aquellas ocasiones reinaba en la biblioteca un ambiente indescriptible pero inolvidable; un ambiente que cada vez tardaba más en desaparecer, de forma que incluso en otras ocasiones parecía ensombrecer el aire de aquella estancia ya oscura de por sí. No era en absoluto, a mi parecer, debido a una presencia sobrenatural, sino a unas esperanzas, y por consiguiente también unos miedos, dejados dolorosamente al descubierto. En cierto modo, cuando reformé la casa, lo que más me habría gustado hacer desaparecer era la biblioteca; el aire de método espurio, de premeditada manipulación de corazones rotos, parecía hechizar sus huecos oscuros y acechar desde las caritas talladas en los estantes. Les parecerá raro, y una muestra de debilidad por mi parte, no haber abordado el asunto directamente con mi madre; lo único que puedo decir en mi descargo es que seguro que no la conocieron.
Había otros amigos, sin duda alguna, que accedían a aquella charlatanería psíquica e incluso albergaban esperanzas en sus resultados: Lady Adeline, el viejo general de brigada Aston, de Uffington, que había perdido a sus tres hijos. Pero mi esposa y yo pronto llegamos a detestar el poder que la señorita Aubrey tenía sobre mi madre. Entremezclados con mensajes claramente aleatorios, llegaban otros tan intencionadamente específicos como para despertar nuestras sospechas (aunque en el caso de mi madre, claro está, sólo aumentaban su convicción). Una semana la sesión nos llevó a un ejemplar de la Westminster Review que traía un poema del propio Cecil, y los versos: «Cuando tú estabas allí, y yo no, / pero percibía en el aire alpino / las rosas de un mayo inglés», un poema escrito en realidad para una muchacha de Newnham que le gustaba, pero a ojos de mi madre una parábola perfectamente adecuada de la otra vida. Otra dio como resultado un verso de Swinburne (un poeta que ella antes no apreciaba): «Regresaré a la gran madre tierna»; no pareció importarle que aquella gran madre tierna en concreto fuese el Canal de la Mancha. Estaba acostumbrada a recibir respuestas a sus preguntas y a ver satisfechas sus exigencias; si no hubiera sido todo tan patético, tal vez me habría dado por reírme ante el espectáculo de su determinación al enfrentarse a los resultados sin sentido de aquellas sortes Virgilianae modernas. Una vez mi esposa tuvo el valor de preguntarle a su suegra por qué si Cecil había querido decirle «El amor es para siempre», no se había limitado a decirle eso a Lara, en vez de ponerla a buscar libros por toda la biblioteca. Ese fue uno de los comentarios que la anciana dama utilizó para ilustrar lo inapropiada que era la más joven para desempeñar el papel de futura señora de Corley.
Mi esposa y yo vivimos en Naughton’s Cottage hasta la muerte de mi padre, así que no podíamos llevar la cuenta, y mucho menos controlar estas actividades. Pero nuestras sospechas fueron creciendo, y durante una temporada amenazaron con corromper la totalidad de la vida doméstica en Corley, ya de por sí sometida a una gran presión por la guerra. La señorita Aubrey era lo bastante lista para fallar unos cuantos tiros (una sesión llevó inequívocamente a una página de ecuaciones de segundo grado, que ni siquiera mi madre, con sus mejores esfuerzos, consiguió interpretar como un mensaje). Pero el número de banalidades gratificantes llegó a ser tan elevado que empezamos a preguntarnos si no habría un cómplice en la casa, una criada o un sirviente que confirmara la localización de ciertos volúmenes. De cuando en cuando el libro en cuestión estaba en un lugar distinto al habitual; un hecho interpretado sin la menor duda como una prueba de la absoluta capacidad de Cecil para ponerse al día y de su ojo omnisciente. Recluté a Wilkes, que había ascendido a mayordomo durante la guerra, y a quien consideraba por encima de toda sospecha, pero sus discretas indagaciones entre el personal no condujeron a ninguna parte. No sé si me avergüenza o me enorgullece más un ardid que me inventé. Había aprendido a utilizar mi cojera de varias formas, ya fuera para conseguir lo que quería o, sencillamente, para estorbar a los demás. Esa vez, tras arrebatarle la carta a mi madre, atravesé la biblioteca tambaleándome a toda prisa, casi como un solícito dependiente se lanzaría a buscar un paquete de té, y tapándole los estantes para que ella no los viese le grité: «El cuarto libro, mamá, del segundo estante» mientras cogía al tuntún un volumen del estante de arriba. No recuerdo qué libro era, pero siempre me acordaré de la frase: «Su anhelo de poderes volátiles condujo inevitablemente a su extinción», y creo que trataba del moa gigante. «¿Qué querrá decir?», se preguntó mi madre, preocupada, ante aquella declaración tristemente darwiniana de mi hermano. Ah, si Cecil hubiera sido capaz de volar, ¡qué distintas habrían sido las cosas!
Por supuesto, uno se preguntaba ya desde un principio qué sacaría la señorita Aubrey de todo aquello. Poco a poco quedó claro que era la receptora de cheques por sumas que superaban con creces la obra más caritativa que pudiera financiar mi madre. La médium tenía a una anciana rica en el bote, una víctima deseosa de que la engañaran. Pero entonces, lentamente y por etapas casi imperceptibles, mi madre pareció ir desentendiéndose del asunto; lo mencionaba raras veces y se volvió un poco escurridiza, no tanto en relación con las sesiones como con el hecho de dejar de convocarlas, con la consiguiente implicación de que la duda había prevalecido sobre aquel doloroso deseo. Sospecho que, cuando mi padre tuvo su primer ataque al corazón, las sesiones habían cesado del todo. La extraña y tímida delicadeza que una personalidad muy fuerte impone a los demás garantizaba que nadie se atreviera a preguntar. Por otro lado, ella recuperó gran parte de aquella alegría carente de sentido del humor que había sido tan típica suya antes de la guerra, y redobló sus obras de caridad y el esfuerzo que ponía en ellas. Con mi padre enfermo, las preocupaciones cotidianas de una gran propiedad consumían las energías que en los últimos tiempos había dedicado al pasado. Aún procuraba pasar unos minutos todas las mañanas en la capilla, a solas con su primogénito; pero el desconsuelo tal vez había tocado a su fin.
Paul volvió a leer este pasaje con una sensación de excitación bastante tonta, pensando en lo útil que podría serle conservar para sí ciertas misivas de Cecil. Un apéndice de la edición de las Cartas de Cecil de G. F. Sawle parecía sugerir que las notas sobre las sesiones de bibliomancia seguían en los archivos de Valance, que Paul imaginaba atados de mala manera en un escritorio cerrado con llave parecido al de Los papeles de Aspern. George no les daba demasiada importancia, pero era consciente de que constituían una prueba de la moda espiritista que sobrevino durante y después de la Primera Guerra Mundial. El ejemplar de Paul de Flores negras era de la vieja edición roja de Penguin de 1957, y volvió a mirar detenidamente la fotografía diminuta del autor en la contracubierta: una sonrisa burlona e imprecisa en un cuadrado de dos centímetros y medio de lado. Al pie de ella había una nota biográfica divagadoramente profusa:
Sir Dudley Valance nació en 1895 en Corley Court, Berkshire. Hijo menor de Sir Edwin Valance, baronet, se educó en Wellington y en el Balliol College de Oxford, donde estudió Lengua y Literatura inglesas y, en 1913, obtuvo un sobresaliente en el examen de licenciatura. Cuando estalló la guerra se alistó en el Regimiento Wiltshire (del Duque de Edimburgo), y ascendió rápidamente al rango de capitán, pero después de resultar herido en la Batalla de Loos, en septiembre de 1915, no pudo volver al servicio activo. Sus experiencias de la guerra se recogen de forma memorable en el presente volumen, escrito en gran parte en la década de 1920, aunque no vio la luz hasta veinte años después. Su primer libro, La larga galería, se publicó con gran éxito en 1922. Es una novela satírica que se desarrolla en un marco aristocrático-rural, en la tradición de Peacock, que lanza una mirada risueñamente implacable a tres generaciones de la vieja familia Mersham, con el complemento de personajes del gran acervo cómico británico tales como el jingoísta general Sir Gareth «Jo-boy». Mersham y su nieto Lionel, pacifista y con alma de «artista». A la muerte de su padre, en 1925, Dudley Valance heredó el título de baronet, ya que su hermano mayor había muerto en la guerra. Cuando estalló de nuevo la guerra, Corley Court se requisó para ser utilizado como hospital militar, y en 1946 Sir Dudley juzgó conveniente vender la propiedad familiar. Tenía la impresión de que Inglaterra había cambiado, y por tanto él y su mujer habían decidido pasar la mayor parte del año en su casa fortificada del siglo XVI cercana a Antequera, en Andalucía. El siguiente volumen de sus memorias, La decadencia de los bosques, apareció en 1954. Sir Dudley Valance es miembro de la Royal Society of Literature y presidente de los Amigos Británicos del Sherry.
Paul imaginó que las reuniones de estos dos grupos debían de haber tenido trayectorias muy similares. Él había estado a punto de conocer a Dudley, por supuesto; recordaba cómo se había preparado para ello en el setenta cumpleaños de Daphne, en el exterior de la casa, a la luz del crepúsculo, y su alivio (compartido, al parecer, por todo el mundo) al ver que al final no se había presentado. Ahora era la persona con la que más deseaba hablar, o con la que más necesitaba hablar; le imponía más temor ahora que había leído sus libros, con el ampliado y exasperado retrato de su madre y su frialdad perpleja respecto del propio Cecil, a quien Dudley consideraba abiertamente sobrevalorado. Eran libros masculinos, en un sentido que —desde el punto de vista de finales de la década de 1970, en que tantas cosas se estaban desvelando— parecía curiosamente «gay», de un modo inglés y contenido —«negable», habría dicho Dudley—. Era difícil no sentir que sus relaciones con el soldado cuya muerte daba título al libro habían tenido más de romance que su matrimonio con Daphne Sawle. Lo curioso de la nota de Penguin era la mezcla de franqueza excéntrica y evasiva —de los dos personajes que de verdad le interesaban a Paul, a Cecil apenas se hacía referencia sino de soslayo, y la primera Lady Valance bien podría no haber ni existido—. De ahí se desprendía, como es lógico, que los dos hijos del matrimonio podrían no haber existido tampoco. Apenas aparecían en el libro. Hacia el final había una frase que comenzaba, casi cómicamente: «Padre ya de dos hijos, empecé a mirar de forma diferente el vínculo que suponía Corley». Fue la primera mención a la existencia de Corinna y Wilfrid.
Dudley era, por supuesto, la primera persona a quien Paul había escrito, a través de su agente, pero la carta, al igual que la que le había escrito poco después a Daphne, no obtuvo respuesta, lo que generó en Paul un ánimo incierto. Era preciso, por tanto, ponerse en contacto con George Sawle, pero Paul pospuso escribirle a causa de emociones confusas de rivalidad e incompetencia. A estas alturas del proyecto tenía la sensación de tener multitud de elementos desperdigados, un archipiélago de documentos, imágenes y hechos aislados que alimentaban su convicción íntima de que estaba destinado a escribir la vida de Cecil Valance. La edición largamente postergada de Sawle de las Cartas había hecho gran parte de su trabajo, con su estilo seco y erudito. Al lado de ellas, en la estantería de Tooting Graveney, estaba su pequeña colección de «elementos relacionados», algunos de ellos con un nexo muy tenue, aunque mágico. Los libros que apenas mencionaban a Cecil en una nota a pie de página eran los que le transmitían la sensación más fuerte de ser reveladores de un misterio. Delante de él tenía ahora el envoltorio rasgado y pegado con papel celo de Sebastian Stokes: una doble vida, de Winton Parfitt; los cuadernos tamaño cuartilla en los que había transcrito a lápiz en la Biblioteca Británica las cartas entre Cecil y Elkin Mathews, el editor de Vigilia nocturna; la extraña encuadernación rígida de un registro privado de los soldados británicos muertos en la Gran Guerra, con su peculiar y fuerte olor a goma. En un puesto de Farringdon Road había encontrado un ejemplar de Alimentos y cuidados del ganado (1910), de Sir Edwin Valance, 25 pp., que —por su carácter abstruso mismo— le pareció que transmitía algo casi místico acerca de la familia objeto de su estudio. También tenía «las Galerías», la novela de Dudley de 1922, que sin duda se basó en los Valance para la creación de la trastornada familia Mersham, y, por supuesto, las recientes memorias de Daphne.
Había escrito a Winton Parfitt y le había preguntado sin rodeos si conocía algún documento escrito sobre las relaciones de Stokes con Cecil que hubiera visto la luz desde la publicación de su libro veinte años atrás. El subtítulo Una doble vida se refería —decepcionantemente— a la carrera doble de Stokes como hombre de letras y discreto negociador del partido conservador. Parfitt no revelaba en parte alguna que su sujeto de estudio fuera homosexual, ni llegaba a lo que a Paul le parecía una inferencia obvia: que el autor había estado enamorado de Cecil. Su verborreica biografía del joven poeta «jubiloso» y «espléndido», sin duda sobremanera aceptable para la anciana Lady Valance, era asimismo una subrepticia carta de amor. De hecho Parfitt era tan diplomáticamente mudo como el propio «Sebby», y la sobrecubierta azul real de su enorme biografía, llena de alabanzas de los principales críticos, estaba ahora entre esas obras que hacen que todas las librerías de segunda mano parezcan inevitablemente iguales. Había algo espléndido en aquel libro —un «acontecimiento», un «hito», una «obra de amor»—, y algo insoslayablemente artificioso y de segunda categoría. Era como una especie de advertencia a Paul. Él, sin embargo, se había familiarizado con media docena de páginas del libro. Había un párrafo breve que mencionaba la visita de Stokes a los Valance para reunir material para la biografía, pero en el texto tal visita quedaba relegada a segundo plano ante las frenéticas negociaciones que precedieron a la huelga general. Aquel fin de semana en Corley fue algo sobre lo que pensaba preguntarle a Daphne cuando lograse hablar con ella: se le antojaba un momento preñado de significado, una reunión centrada en Cecil irrepetible, en la que él habría anhelado estar presente. Parfitt le había respondido con prontitud, desde su casa solariega de Dorset, con una hermosa letra cursiva, diciéndole que no sabía nada importante pero brindándole un apoyo cálido antes de dejar caer, con una brusquedad ingenua, la horrible frase final: «Sin duda estará usted en contacto con el Dr. Nigel Dupont, de Sussex, quien también me ha escrito en relación con su trabajo sobre el siempre fascinante Cecil».
Paul se sintió muy desdichado por lo del Dr. Nigel Dupont, pero no sabía qué hacer al respecto. No podía evitar pensar que se trataba del forastero que Daphne había conocido en la fiesta de Bedford Square, el siniestro «joven simpático» que la interrogó exhaustivamente acerca de Cecil. «Sussex», probablemente, se refería a la Universidad de Sussex, no sólo al hecho de que el Dr. Dupont viviera en alguna localidad de aquel condado. Sería un académico joven y ambicioso, seguramente inglés, pero con un altísimo componente de arrogancia gala y de apetito por la teoría. ¿Estaría escribiendo también la vida de Cecil? Había muchas maneras de averiguarlo, pero Paul era incapaz de recurrir a ninguna de ellas. Se vio a sí mismo en otra fiesta, siendo presentado a su rival, momento en el que la escena quedaba en suspenso y vacilaba en la niebla de su ignorancia y de su preocupación. Tenía la sensación de que el «siempre intrigante». Cecil alentaba a ambos biógrafos, como a través de la propia Lara, con un espíritu de engreimiento y travesura.
En Tooting Graveney vivían en términos de tuteo con los muertos. Karen, la patrona de Paul y cómplice en lo que ella llamaba «el trabajo de Cecil», trabajaba en la librería Peel’s, en Putney, y leía numerosos originales de encuadernación anodina pero exclusiva mucho antes de que se publicaran. En los nueve meses en los que fue su patrona, Paul se habituó a la cháchara diaria sobre Leonard y Virginia, Lytton y Morgan y los demás, de quienes ella hablaba casi como si fueran amigos personales. Duncan y Vanessa se colaban en la conversación tan naturalmente como los clientes en la tienda. Al parecer, un encuentro de adolescencia con Frances Partridge le había inspirado una auténtica pasión por el grupo de Bloomsbury, y dado que los libros sobre el tema llegaban ahora como una vez al mes, Karen vivía en un estado adictivo de expectación constantemente renovada. Cecil no había pertenecido estrictamente al grupo de Bloomsbury, por supuesto, pero había conocido a la mayoría de los miembros de la rama de Cambridge, y Karen pensaba que era un verdadero golpe de suerte tener como pupilo a su biógrafo. Lo mimaba y mostraba gran interés por su «trabajo» (cuyo atractivo para Paul residía precisamente en que no lo consideraba tal), y Paul, pese a gustarle mantener cierto misterio en torno a su obra en ciernes, hacía partícipe de casi todo a Karen. La cocina se convirtió en el centro neurálgico del proyecto, y muchos planes y especulaciones se forjaron sobre las enredaderas serpeantes del mantel con un motivo de William Morris y de una segunda botella de Rioja. Paul disfrutaba del interés admirativo de Karen, y ansiaba constantemente contarle cosas que de otro modo sólo quedarían consignadas en su diario, y de cuando en cuando le preocupaba que su patrona pudiera llegar a considerar su trabajo como un empeño conjunto.
En la extraña semana que siguió a Navidad, Paul llegó a casa temprano de la biblioteca y vio que había una carta para él con sello de España. Karen la había dejado sobre la mesita del vestíbulo, apoyada de un modo que sugería claramente que se había tenido que reprimir mucho para no abrirla. Vio su nombre (mal escrito), la dirección mecanografiada… Se la llevó a la cocina para no tener que abrirla de mala manera. Comprendió entonces que la misiva sólo diría una cosa u otra, y hasta el cuchillo pareció demorarse más de lo normal antes de rasgar el sobre.
El Almazán
Sabasona
Antequera
Querido Sr. Bryan:
Mi marido no está bien, y me ha pedido que responda a su carta del 26 de noviembre. Lo lamenta mucho, pero no podrá recibirle. Como ya sabrá, vivimos en España la mayor parte del año, y mi marido va muy pocas veces a Londres.
Atentamente,
Linette Valance
Por un instante se sintió extrañamente azorado, y le alegró que Karen no estuviera allí para verlo. Era un golpe duro, sin duda: tantas cosas dependían de Dudley, de su escritorio cerrado y lleno de papeles familiares. Metió la carta en el sobre, y minutos después volvió a sacarla, con la sensación inquieta de que no podía recordar lo que decía; pero al parecer decía más o menos lo que creía que decía. A menos de que su propia incuria quisiera transmitirle algo. Hasta un rechazo era una comunicación, después de todo; la carta, pese a su laconismo y altivez, contenía una pequeña dosis de contacto. En cierto modo era un complemento del archivo mismo de la familia. La dejó encima de la mesa de cocina mientras ponía en el fuego el hervidor y preparaba la tetera. Cada vez que le echaba una ojeada le parecía menos descorazonadora. Era un desaire, y debía ser breve para ser efectivo, pero ¿no era al mismo tiempo un poco endeble? Una respuesta enérgica habría sido algo como: «Sir Dudley Valance se niega a recibirle, y no sólo eso, sino que se opone frontalmente a que escriba usted la biografía de su hermano, el capitán Cecil Valance, Cruz Militar». Ni asomo siquiera de tal veto. Paul empezó a sentir que ni la propia Linette pensaba que el asunto había quedado zanjado por completo. Había en todo aquello algo casi derrotista, un gesto de dilación de cara a lo inevitable. Las objeciones expuestas, que «raras veces estaban en Londres» y que pasaban «la mayor parte del año» en España, eran vagas y por supuesto en absoluto insalvables. ¿Y no eran incluso una especie de sugerencia de que no querían suponerle ningún engorro al propio Paul? Empezaba a preguntarse si no podría de algún modo desplazarse él mismo a Antequera para hablar con ellos en su casa, en lugar de importunarlos en alguna de sus escasas visitas a Londres. Su grado de dedicación de hacer tal cosa sin duda les impresionaría, e incluso emocionaría, y Paul empezaba a vislumbrar la génesis de una sutil y cálida amistad, una amistad capaz de aportar savia vital a su trabajo.
Luego, arriba en su cuarto, consignando en su diario la llegada de la carta, Paul se echó hacia atrás en la silla y se quedó mirando por la ventana con una súbita punzada de solidaridad con los pobres ancianos Valance: un momento de comprensión que al instante intuyó como integrante de la esencia de ser biógrafo. Lo que había tomado por arrogancia era seguramente una señal de profunda vulnerabilidad, algo que a las clases altas a veces les costaba mucho ocultar ante las clases inferiores. Dudley estaba mal de salud, y a los ochenta y cuatro años la perspectiva de reunirse con un desconocido lo sometía a una gran tensión; por lo que sabía de él, Paul bien podía ser otro gacetillero, y el recelo del anciano era perfectamente comprensible. Por su parte, Linette, siguiendo las instrucciones de Dudley, y comprendiéndolas a medias, le había escrito aquella carta a toda prisa para volver enseguida a la cabecera de la cama del enfermo. Una conversación con Paul, cuando tuviera lugar, podría suponer un enorme y feliz alivio para ambos. Decidió, pues, que al cabo de unos días les escribiría otra carta más personal y complaciente, y encaminada a consolidar el cortés contacto ya entablado entre ellos.