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«Querido Georgie», leyó Paul. «Hoy en la comida el General se tomó la molestia de comentar que tu visita a Corley Court había sido razonablemente tranquila, y cuando la sonsaqué un poco más dijo que “apenas habías metido la pata”. Ese apenas tal vez te dé que pensar, pero no quiso añadir nada. Resumiendo, creo que quería decir que no vería con malos ojos que nos hicieses más visitas. […] Evidentemente, ya te transmitiré sus mejores deseos en persona, mañana por la tarde; a las 5.27 para ser más exactos. Alabado sea el Señor por el parque de Bentley y la furgoneta de Horner (¿Homero?; no puedo leerlo bien. Espero que no sea el Homero escritor…). Y luego Middlesex será todo nuestro. Tu CTV». Al otro lado de la ventanilla del tren, el propio Middlesex se abría y luego se escondía de nuevo en las curvas de la vía. Paul mantuvo el dedo entre las páginas de las Cartas de Cecil Valance mientras contemplaba la tarde luminosa: sol bajo sobre casas de las afueras, árboles desnudos entre los campos de juegos, de repente un túnel. Se quedó mirando la cara de Cecil, los ojos oscuros y prominentes, pelo oscuro ondulado casi alisado con brillantina, el nudo sepia de su corbata con un alfiler detrás, las charreteras con botones de latón y las anchas solapas de estameña con una insignia del regimiento en cada una, y la correa de cuero con hebilla que le cruzaba el pecho como una banda. «Editadas por G. F. Sawle», ponía debajo de la foto. Entonces el parpadeante paisaje urbano volvió a surgir y ya estaban aminorando la marcha para entrar en una estación.

Paul se había hecho una idea aproximada, después de estudiarse Londres de la A a la Z, de dónde estaba Dos Acres. Pero un mapa a pequeña escala en blanco y negro, con los nombres de las calles apretujados entre las casas como camiones pesados y con extraños y amorfos rombos y triángulos de espacio en blanco en las zonas más lejanas de las afueras, seguramente sería lo que le serviría de más ayuda. La media docena de cartas de Cecil a George que habían sobrevivido estaban dirigidas, al sencillo estilo de antaño, a «Dos Acres, Stanmore, Mddx». No había ninguna indicación de que la casa estuviese en ninguna calle en concreto, como si fuese imposible que algún funcionario no conociera la casa ni a sus ocupantes. La furgoneta de Horner debía de acercarlos desde la estación. Pero ahora era imposible llegar como lo había hecho Cecil; la propia estación, «construida para parecer una iglesia», según las meticulosas notas a pie de página de George Sawle, «con una torre almenada y un campanario», había sido cerrada al público en 1956. Paul tenía la sensación, como de una preocupación pasada por alto, de que si hubiese buscado en la Biblioteca Británica, o incluso en la biblioteca de Stanmore, tal vez hubiese encontrado un mapa histórico detallado. Pero, de momento, el poema era su guía. Había una calle llamada Stanmore Hill, así que podía empezar por ahí. El jardín estaba descrito como un jardín que se extendía en pendiente de una forma muy clara («sus caminos de cabras y sus remedos de peñascos», «sus peldaños disolviéndose en el ocaso / entre perfumados fajines de rosa y verde / hasta el boscoso vallecito crepuscular»), y Paul se imaginaba la casa, a partir de pruebas aún más inconcretas, encaramada en lo alto, por las vistas. El monasterio de Bentley, un gran pentágono vacío señalado como «Royal Air Force» en la guía de la A la Z, pero con pasos marcados por el medio, y el rombo en blanco de un lago parecía que también estaban recostados sobre la colina. Las notas de George explicaban que el monasterio, «antigua residencia de la viuda reina Adelaida, había sido más tarde un hotel; el ramal de ferrocarril de Harrow y Wealdstone a Stanmore se había abierto para traer a los huéspedes; los trenes pasaban cada hora; posteriormente el monasterio se había convertido en un internado para señoritas; durante la Batalla de Inglaterra, fue el cuartel general del mando de cazas de la RAF». Sawle destacaba la referencia al Paraíso perdido, ¿pero Cecil había querido decir algo más con las referencias a Middlesex? A lo largo del libro, Sawle contemplaba el paisaje de su propia juventud como un historiador en sentido estricto; las iniciales GFS sustituían a la primera persona de singular; era comprensivamente imparcial. Aun así, había omisiones, como la de aquella breve carta, señaladas con escrupulosos corchetes. ¿Qué era lo que podía resultar ofensivo, después de sesenta años?

En el exterior de la estación de metro, Paul tuvo una agobiante impresión de desorientación, que rechazó rápidamente. En Londres tenía la manía de no demostrar nunca que no sabía adónde iba; le preocupaba menos perderse que preguntar el camino. Además, el hecho de estar realizando una investigación sobre el terreno, la extraña taquicardia de estar atravesando el terreno físico donde se había desarrollado el pasado de su objeto de estudio, tal como le había sucedido cuando Peter lo había llevado por primera vez a Corley Court y le había enseñado la tumba de Cecil, era como una guía secreta. Continuó andando muy decidido entre los compradores de la hora de comer, los oficinistas que iban a tomarse una cerveza, con una motivación totalmente personal: nadie sabía quién era ni lo que estaba haciendo, ni tampoco percibía la cadencia más amplia de su jornada, que llegaba más lejos que la rutina de los demás. Se trataba también de una forma de libertad, con su pizca de miedo, dado que Paul había estado en su día tan atado a su rutina como ellos.

Stanmore Hill empezaba como una calle de pueblo, pero enseguida se abría a una larga cuesta recta, alejándose de la ciudad, con un aspecto bastante tristón en aquella tarde de noviembre. Pasó por delante de un pub muy grande, el Abercorn Arms, mencionado en una de las pocas cartas de Cecil dirigidas a George que habían sobrevivido: los chicos se habían tomado una jarra allí. Paul se sintió tentado a hacer lo mismo, en aras de su investigación, pero le daba vergüenza entrar solo en un pub y siguió andando calle arriba. Entonces ellos eran sólo unos chavales; George tenía apenas la mitad de la edad actual de Paul cuando conoció a Cecil, y aun así parecían controlar sus vidas con una autoridad natural especial que Paul no había sentido como suya en su vida. Casi en lo alto de la colina había una pequeña torre con un reloj y una veleta encima de unos establos, medio cubiertos por árboles, y aunque estaba seguro de que no podía ser Dos Acres, le pareció, a pesar de la falta de lógica, una promesa de la casa.

Después, la carretera se hacía llana, y a lo lejos se distinguía una larga charca negra, rodeada de árboles desastrados, y el comienzo de Stanmore Common. Vio a una mujer paseando a un perro, un caniche blanco que parecía inquietantemente grande, y puesto que eran las únicas personas que andaban por allí, Paul se sintió descubierto. Torció por una calle lateral, pensando que le podía haber preguntado a la mujer, y durante unos diez minutos o un cuarto de hora estuvo dando vueltas por una modesta red de callejuelas que, sin embargo, tenían su toque misterioso, con el sol ya bajo entre los árboles casi desnudos, más charcas turbias, bosquecillos en pendiente al fondo y, en distintos puntos, medio ocultas por setos y vallas y grandes jardines, una serie de casas. Le habría gustado entender más de arquitectura y saber lo antiguas que eran. George Sawle decía que Dos Acres era de ladrillo rojo y que la habían construido en 1880; su padre se la había comprado a su primer propietario en 1890; su madre la había vendido en 1920. Paul se iba fijando en los nombres cuando pasaba por delante: Las Perreras… Mostazas silvestres… Casa del Jubileo. ¿Se la podía haber saltado? Se acordó de las pruebas que comentaba Cecil en una carta anterior, de sus primeras semanas en el colegio de Marlborough, donde había tenido que demostrarle a un alumno mayor que sabía dónde estaban las cosas, además del significado de nombres ridículos. «Los acerté todos», le contaba Cecil a su madre, «menos el de un lugar de Cotton, y por culpa de eso le van a dar cuarenta azotes a Daubeny: por no conseguir meterme en mi cabeza repleta de cosas ese hecho de vital importancia. Supongo que a ti te parecerá una injusticia».

Ya casi estaba de vuelta en la carretera principal, y allí venía la mujer con el caniche. Ella esbozó una rápida sonrisa huraña: un hombre rondando por el barrio con un maletín en plena tarde…

—¿Se ha perdido? —le preguntó.

—Ya no —dijo Paul, haciendo un gesto con la cabeza hacia la carretera—. ¡Pero muchas gracias! —Y cuando ella pasó a su lado añadió—: Aunque, bueno…, estoy buscando una casa que se llama Dos Acres.

Ella aminoró el paso y se volvió, mientras el perro tiraba de ella.

—¿Dos Acres? No…, no me suena. ¿Está seguro de que está por aquí?

—Sí, totalmente —dijo Paul—. Hay un poema muy famoso sobre ella.

—Mmm, nunca leo poesía, lo siento.

—Pensé que igual había oído hablar de ella.

—¡Para ya, Jingo! No… —Frunció el ceño—. Pero dos acres es mucho terreno, ¿se da cuenta?

—Pues sí… —asintió Paul.

—Nosotros tenemos un tercio de acre, y créame si le digo que da mucho trabajo.

—Supongo que antiguamente… —dijo Paul.

—Ah, antiguamente… Jingo… ¡Jingo! ¡Estás loco! Lo siento mucho… ¿Quién vive en esa casa que está buscando?

—Eso no lo sé —dijo Paul, descubriendo el carácter íntimo y caprichoso de su pesquisa, como ya sabía que sucedería si se dignaba preguntarle a alguien. Por lo visto, aquello también superaba a la mujer: hizo una mueca al ver el maletín, que debía de esconder la razón de su búsqueda, cosa que ella no iba a preguntar; seguro que se trataba de un representante o un agente cualquiera.

—Bueno, que tenga suerte —dijo, como percatándose de que había perdido el tiempo. Y mientras seguía su camino añadió—: Mire a ver en el otro lado de la colina.

Así que Paul le hizo caso y bajó por una carretera estrecha que tal vez fuera un camino privado de acceso a alguna casa; parecía que había una zona nueva de casas cuyos tejados se veían al fondo de la ladera. El camino hacía una curva y discurría a lo largo de treinta metros junto a un vallado alto y oscuro de tablas de alerce que emanaba, incluso en un día frío como aquel, un vago olor a creosota. Detrás de él, había una casa, aunque sólo se veía el caballete del tejado y un par de chimeneas altas, y al final, un portón de la misma altura y el mismo material del vallado, con cadena y candado, pero que si pegabas el ojo a una estrecha rendija entre los goznes y el marco te permitía ver una extensión de gravilla llena de hierbajos y una ventana de la planta baja de la casa, desconcertantemente cerca. Pasado el portón, una espesa mampara de cipreses de Leyland, mucho más alta que el vallado, se extendía desde la carretera hasta una esquina de la propia casa, escondiéndola del asfaltado camino de acceso que quedaba más allá, en cuyo remate había un gran tablero con una pintura de otra casa de tejado rojo, y las palabras «Viejos Acres - Seis casas de semilujo. Dos a la venta».

La pequeña alteración del nombre le pareció algo irreal, prácticamente insignificante a la luz del día. Supuso que haber mantenido su nombre original habría hecho que los posibles compradores cayesen en la cuenta de lo diminutas que serían sus propiedades; tal vez «Viejos Acres» proporcionaba cierta solera a aquellas propiedades de aspecto aún tosco, encajadas las unas en las otras en ángulos ingeniosos, entre unos árboles que debían ser los supervivientes del jardín de los Sawle. Para los que lo sabían, por lo menos conservaba una palabra de su antigua disposición. Pero enseguida se dio cuenta de que el «jardín de parterres espaciosos» había desaparecido; y hasta la casa misma (porque Paul no tenía ninguna duda de que se trataba de la casa) parecía resistirse a que la contemplasen. Sacó su cámara de la bolsa y, tras cruzar la calzada, hizo una foto del vallado.

No le bastaba. Retrocediendo, se quedó mirando, preocupado, la entrada de Cosgroves, la casa que lindaba con Dos Acres, donde el camino de acceso desaparecía haciendo una curva tras un grupo de rododendros, y la casa en sí quedaba demasiado lejos para echarle un ojo desde la verja. Mientras entraba tranquilamente esbozó una sonrisa, la refinada compulsión del intruso compensada por la inverosímil pretensión de haberse perdido. Sus movimientos le parecían casi involuntarios, aunque todo en él estaba alerta. A su derecha se extendía un prado grande, y las hojas muertas mecidas por el viento formaban crestas y espirales. Un banco de teca vacío, una mesa de piedra. Una saca azul que envolvía una planta, y que por un momento tomó por una persona encorvada. La linde con Dos Acres de ese lado era una densa fila de arbustos, y luego un muro de abetos viejos, abultados y decrépitos, que comprimían un viejo garaje de madera y un cobertizo con el techo alquitranado y las ventanas cubiertas de telarañas. Oyó una voz de mujer, aunque no entendió las palabras, en alguna parte del exterior pero en monólogo, como si estuviera hablando por teléfono. El espacio que quedaba entre el garaje y el cobertizo podía servir de refugio, y se escabulló entre los dos, y luego agachándose y recorriendo a gatas un par de metros, tapándose la cara con el maletín, se abrió paso a través de la fronda espesa y áspera entre los troncos de los abetos, y salió, desaliñado y lleno de rasguños, al jardín trasero de Dos Acres.

Se quedó donde estaba un rato, mirando alrededor. Se sentía casi cómicamente engañado, pero su emoción sorteó su desilusión con astuto empeño. No había mucho más que ver. El muro protector de coníferas hacía una esquina y también pasaba por detrás de la casa, impidiéndole un último vislumbre de los árboles que había más allá y más abajo, que debían de ser las tierras del monasterio de Bentley. El espacio cerrado estaba muerto y ya sin sol. La corta pendiente de hierba enmarañada y ortigas y cardos marchitos tenía un surco en medio, de la clase que haría un zorro; Paul se imaginó que viviría allí tranquilamente, con la casa condenada por su propio afán de intimidad. Movido por una repentina necesidad, tanto territorial como física, se puso de espaldas a la casa, dejó su maletín en el suelo, y orinó rápidamente pero con mucha fuerza entre las hierbas altas.

Por alguna extraña razón, no conseguía asimilar la casa; pero sacaría fotografías, para verlo todo más tarde. Se acercó despacio hasta un ventanuco de la pared lateral: una cocina en penumbra, un fregadero de acero exactamente delante de él, una puerta abierta al fondo a un espacio más claro. El molinete translúcido encajado en el vidrio giró a trancas y barrancas cuando le sopló. La sensación que había tenido de que la casa podía seguir habitada de algún modo lo abandonó completamente. Estaba vacía, y por tanto en cierta forma era suya; con una especie de sacudida, tuvo la certeza de que podía y debía entrar. Entonces, mientras retrocedía un poco, vio arriba bajo el alero la caja rojiblanca en forma de insignia de una alarma antirrobo, Albion Security, que era un reto que no tenía intención de afrontar. Parecía nueva y alerta e inmune a la súplica de los libros de su maletín, según la cual sólo estaba allí para investigar la vida del poeta. Dobló la esquina en dirección al camino de entrada, sólo una estrecha franja delante de la casa; el horrible vallado, con su olor a creosota, impedía que nadie lo viese desde el camino. Un breve sendero de ladrillo llevaba hasta la puerta principal. En su marco, a la altura del pecho, había una pequeña caja apaisada con tres agujeros; de uno salía un cable. Así que en algún momento, antes de su decadencia final, Dos Acres había sido dividida en tres pisos seguramente; como casi todas las casas de Londres. Bueno, habían pasado sesenta años de los que no se sabía nada desde que la familia Sawle abandonó el lugar. Paul se preguntó vagamente cómo se habría hecho la reforma: baños nuevos, puertas cortafuegos; recorrió con la vista el brillo negro de las ventanitas del primer piso; ¿quién se habría quedado con el cuarto de Daphne? ¿La habitación donde había dormido Cecil se habría convertido en un cuarto de estar o en otra cocina?

Paul se pasó diez minutos alrededor de la casa, fascinado pero confundido, yendo de ventana en ventana, sin dejar de buscar algo suelto y lo bastante pequeño para meterlo con los libros en su bolsa. Ni un tiesto ni una ramita, sino algo que, sin lugar a dudas, llevara allí desde la Primera Guerra Mundial. Una herradura oxidada sobre la puerta principal colgaba de lado en un clavo, derramando su suerte; la podía alcanzar fácilmente, pero no quiso; la enderezó, pero se volvió a torcer inmediatamente. Había arriates descuidados delante de las ventanas, como esos donde los ladrones dejan sus huellas, y Paul se fue inclinando sobre cada uno de ellos. Utilizando la mano a modo de visera, contempló los espacios sombríos, donde los enchufes y las líneas y los cuadrados oscuros del papel pintado eran ahora el único adorno. Una habitación grande con ventanales del lado del jardín debía de haber sido la sala de estar. Casi se podía imaginar a Cecil coqueteando con Daphne delante de la chimenea de ladrillo. Un cuadrado de alfombra beige desgastada y con manchas cubría parte del suelo de parqué. Al fondo de la habitación, distinguió un rincón en penumbra bajo una enorme viga de roble, y le pareció ver lo que habría tenido de romántico e incluso de bonito; pero cuando se apartó y se paseó entre la hierba crecida para sacar más fotos, pensó que la casa tenía un aspecto bastante mastodóntico. Se dio cuenta de que debían de haber tirado una parte; había una gran flecha negra en la mampostería donde debía de haber rematado el tejado. Habían abierto la ventana de un nuevo cuarto de baño en la pared, desalineada con todo lo demás. Podías despojar de todo romanticismo un sitio si te empeñabas a fondo, incluso del romanticismo de la decadencia. Paul se había hecho a la idea de que se encontraría las cosas más o menos como habían sido en 1913, más consolidadas, claro, discretamente modernizadas, adaptadas con buen gusto, pero aún con el jardín de rocalla, el «soto centelleante» transformado en un hermoso bosque, y los árboles de los que había colgado la hamaca todavía con los surcos de las cuerdas en la corteza. Pensaba que habrían ido viniendo otras personas emprendedoras a contemplarla a lo largo de los años, y que la casa conservaría su propio aire de autoestima, cierta conciencia bastante hospitalaria de ser objeto de admiración: que estaría a la altura de su fama. Pero la realidad era que no había nada que ver. Las ventanas del piso de arriba parecían reflexionar con la mirada vacía sobre el paso de las nubes.