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No llovía mucho, pero hacía un viento loco, y él dio rápidamente la vuelta a la plaza sujetando el paraguas a escasa altura por delante del cuerpo, de forma que le tapaba a medias la visión. Los plátanos bramaban arriba en la oscuridad, y grandes hojas mojadas pasaban disparadas a su lado o chocaban a ciegas contra su abrigo. Había estado leyendo poesía en la biblioteca, entre los lectores nocturnos cada vez más escasos. Cuando el hombre de pelo negro llamado R. Simpson, que al parecer estaba trabajando en el teatro de Browning, se había puesto a recoger, él también lo había hecho; pero en la puerta de la calle, ante aquel chaparrón, Simpson había salido corriendo hacia la derecha, mientras que él se había dirigido hacia la izquierda, con la mezcla habitual de tristeza y alivio, camino del metro. Y aquella pelea contra los elementos le resultó extrañamente placentera.

Al caer la noche en Bedford Square, por las altas ventanas del primer piso de las editoriales, se veían las paredes repletas de estanterías y, a menudo, un grupo de personas en una fiesta profusamente iluminada. Había una fiesta así en aquel momento, y unos cuantos invitados salían por el portal de abajo; el brillante rectángulo de luz se ensanchaba o se estrechaba según se iban internando en la noche, riéndose y quejándose del tiempo. Salió una pareja con la cabeza gacha, y tras ella distinguió a una figura menuda, una mujer mayor seguramente, enmarcada por la puerta mientras se abrochaba el abrigo, se ajustaba el sombrero, se colgaba el bolso de un brazo y, bajando a la acera, abría un paraguas endeble, que el viento casi le arrebató de inmediato, volviéndolo del revés por detrás de su cabeza. Sus palabras le llegaron, como un flagelo, con toda claridad.

—¡Mierda de paraguas!

La vio intentando aferrarlo mientras se acercaba con su propio paraguas caracoleando y bregando contra el viento. Ella se tambaleó un poco, lo enderezó más o menos, y se alejó deprisa, casi tropezando, aunque una varilla se torció en un ángulo irremediable, el tejido rosa se soltó como una llamarada, hubo un momento de calma, y luego un repentino golpe de viento que le arrebató el paraguas de las manos y lo lanzó en medio de la calle, donde resbaló y después fue pegando unos saltos muy largos entre los coches aparcados. Era evidente que debía ayudarla, salir corriendo detrás de él, pero parecía que ella, con cierto sentido común un tanto insensato, lo había dado por perdido. Se volvió un instante, con un destello de farola en sus gafas, y luego se encorvó para enfrentarse al viento, porque la lluvia ya era sólo una especie de humedad rugiente; y mientras se alejaba apurada, Paul sintió tal ataque de ansiedad que se escondió detrás de su paraguas durante diez segundos sin saber qué hacer. Aminoró el paso, casi como si quisiera dejarla marchar; luego recuperó la compostura. Avanzando penosamente contra el viento ella parecía alarmantemente vulnerable a aquel clima, a la noche de Londres, y también a él mismo. ¿Por qué no había venido nadie con ella o la había acompañado hasta un taxi? Fue como si le doliera acercarse a ella por detrás: la dolorosa comedia de tenerla durante diez segundos, quince segundos más, al alcance de la mano, su sombrero de fieltro rojo muy encajado en la cabeza y los mechones de pelo blanco azotados por la tormenta. Llevaba un chal de seda rosa y un impermeable gastado con el cuello oscurecido. Percibió muy débilmente su olor mohoso de siempre, antes de levantar el paraguas y luego bajarlo para protegerla del vendaval.

—Mejor así… —dijo.

—Sí, qué tiempo más horrible —dijo ella mientras seguía andando, echándole una rápida mirada de desconfianza, pero quizá también de tranquilidad.

—No debería haber salido con este tiempo, señora Jacobs —dijo él muy serio.

—Prácticamente ya ha parado de llover, creo.

Paul sonrió, tal vez mirándola demasiado fijamente.

—¿Adónde va? —Estaba pletórico por los nervios y por la sensación de hilaridad (tal vez no compartida) que le provocaba aquel encuentro. Ajustó su paso al de ella.

—¿Ha estado en la fiesta? —le preguntó la señora Jacobs, con una mirada un poco sentimental, como disfrutando aún de ella.

Antes de que pudiera pensárselo bien, respondió:

—Sí que he estado, pero no he tenido oportunidad de hablar con usted.

—Caroline tiene tantos amigos jóvenes… —Ella misma se dio esa explicación.

Él se dio cuenta de que había bebido bastante. La atracción del alcohol en aquellas fiestas y las tonterías que uno decía… Luego salías pitando, deshidratado y aturdido y, si tenías suerte, acompañado. La noche había caído mientras bebías… Se dirigió a ella sin rodeos, aunque por alguna extraña razón siguiera tomándole un poco el pelo:

—¿Se acuerda de mí, señora Jacobs?

Como si llevase mucho tiempo esperando pacientemente aquella pregunta, ella le contestó sin mirarle:

—No estoy segura.

—¡No me sorprende! —dijo—. Hace por lo menos diez años que no nos vemos.

—Pues entonces… —dijo ella, aliviada pero todavía esquiva.

—Soy Paul, Paul Bryant. Trabajaba en el banco, en Foxleigh. Fui a su… a su gran fiesta de cumpleaños, hace un montón de años. —Ahí seguramente no demostró mucho tacto.

—¿Ah, sí? —Y entonces la señora Jacobs soltó una extraña exclamación, o un gemido; Paul se dio cuenta demasiado tarde, como de un peligro en el brillo negro de la acera que tenían delante. ¿Podrían charlar distendidamente pasando por alto aquella doble tragedia? A lo mejor era una oportunidad para demostrarle su apoyo, para darle a entender que conocía su historia y podía confiar en él—. Pues es verdad.

—Lo sentí muchísimo al enterarme de lo de… Corinna y…

Ella casi se paró y le puso una mano en la manga, quizá agradeciéndoselo tácitamente, aunque el gesto también tuvo algo de sanción. Levantó la vista hacia él.

—No me podría buscar un taxi, ¿verdad? ¿O sí?

—Pues claro —dijo Paul escarmentado, como si le hubieran dado varios avisos a la vez, pero aliviado de poder serle útil. Por encima de ellos se alzaba la mole gris del YMCA, y detrás de ella se adivinaba el resplandor y el siseo del tráfico en Tottenham Court Road—. ¿Adónde quiere ir?

—Tengo que ir a la estación de Paddington.

—Ah, ¿pero ya no vive en Londres, entonces?

—Creo que hay un tren a las nueve menos diez.

Entonces la lluvia empezó a tamborilear en el paraguas. Estaba junto a la luminosa entrada del YMCA; salían jóvenes con un halo de autoestima, poniéndose las capuchas, todos apurados.

—¿Le importa esperarme aquí? Voy a buscar un taxi.

Bajo la luz Paul aún vio más claramente lo zarrapastrosa que iba. Llevaba un montón de polvos de maquillaje, sobre una cara que ahora parecía huesuda y caída a la vez. La lluvia había salpicado sus medias castañas y sus gastados zapatos bajos. Lo que le había hecho el paso del tiempo era sórdido, y hasta le asustaba un poco, así que se tranquilizó recordando lo que había sido la señora Jacobs en sus mejores tiempos. Aquellos chicos apurados y radiantes que salían del gimnasio y de la sauna no tenían ni idea de lo interesante que era. Le habló en voz alta de un modo encantador para demostrarles que se lo merecía. Era una victoriana, había visto dos guerras, y era la cuñada, de una extraña manera póstuma, del poeta sobre el que él estaba escribiendo. Para Paul su hábitat natural era un jardín inglés, no un desfiladero ventoso que daba a Tottenham Court Road. Se habían escrito poemas en su honor a los que se les había puesto música. Recordaba intimidades que a esas alturas eran casi legendarias. Pero no podía jurar, en cambio, si se acordaba de Paul.

Le llevó cinco minutos conseguir un taxi en la calle principal, y le hizo señas para que diera la vuelta hasta donde ella estaba esperándolo. Mientras regresaba corriendo a su lado y se fijaba en su expresión, ansiosa pero en cierta forma distraída, supo que la acompañaría hasta Paddington, y en el trayecto quedaría con ella para volver a verla. Habló con el taxista, y luego dio unas zancadas con el paraguas para acercarla hasta el coche.

—Lo peor de todo —dijo ella— es que no sé si tengo dinero para el taxi.

—¡Ah!, no se preocupe —dijo Paul casi con dureza, preguntándose si de verdad podía pagarlo él mismo—. De todas maneras, pensaba acompañarla. —Y poniendo una expresión anodina, como de hacer oídos sordos, prácticamente la metió a la fuerza en el taxi y dio la vuelta por detrás para entrar por el otro lado. Supuso que les llevaría unos quince minutos.

Se acomodaron, bastante tensos, mientras el taxista no paraba de hablar a través del panel divisorio del tiempo endemoniado que hacía, hasta que Paul se echó hacia delante y cerró la ventanita. Miró a la señora Jacobs buscando su aprobación, aunque por un momento, en la penumbra submarina del taxi, le pareció que no le hacía caso. Su cara fofa estaba extrañamente demacrada a juzgar por los brillos y sombras que se deslizaban a toda prisa.

—No acabo de creerme que nos hayamos tropezado así, sin más ni más.

—Pues sí… —Era como si ella se estuviera debatiendo entre mostrarse agradecida, incómoda o, pensó él, un tanto ofendida.

El taxi tenía un olor como a comida de los anteriores ocupantes, y el asiento aún estaba un poco resbaladizo por culpa de su ropa mojada. Se desabrochó el abrigo, se sentó de lado con una pierna cruzada, ansioso pero informal. Ella tenía el aura transparente de la vejez, era distinguida y vulgar al mismo tiempo. Llevaba el bolso sobre una rodilla, con las dos manos enguantadas encima. No era el mismo bolso de hacía doce años, sino otro bastante parecido con las mismas características, voluminoso y sin forma; demasiado voluminoso en realidad para considerarlo un bolso de mano. El propio bolso lo confirmaba desparramándose sin remedio.

—Bueno, ¿cómo le va? —dijo él, dándole a la pregunta un toque solícito de tanteo. Creía que habían pasado ya tres años desde la muerte de Corinna y el suicidio de Leslie Keeping.

—Mmm, muy bien, la verdad. Teniendo en cuenta, ya sabe… —Una carcajada seca, como en los viejos tiempos, a pesar de que su cara seguía conservando su expresión de angustia y preocupación. Limpió la ventanilla de su lado sin mucho éxito y miró hacia fuera, como para comprobar si iban por buen camino.

—Pero ya no vive en Londres, ¿no? Me parece que la última vez que la vi fue en… ¿Blackheath?

—Es verdad. No, me he mudado, he vuelto al campo.

—¿Y no echa de menos Londres? —le preguntó amablemente. Quería averiguar dónde vivía, y ya notaba cierta resistencia suya a decírselo. Ella se limitó a suspirar, contempló el emborronado mundo exterior con los ojos entornados, y se echó hacia delante para abrir un poquito la ventanilla, aunque enseguida el palpitar del motor la cerró con su temblor—. Yo ya llevo en Londres tres años.

Ella metió la barbilla.

—Bueno, usted es joven, ¿no? Londres está muy bien cuando eres joven. Hace cincuenta años me gustaba Londres.

—Ya supongo —dijo Paul. De una manera un tanto absurda el relato que ella hacía en sus memorias de su vida en Chelsea con Revel Ralph había influido en sus propias expectativas respecto a lo que Londres podía ofrecer: libertad, aventura, éxito—. Dejé el banco, ¿sabe? Creo que en el fondo siempre quise ser escritor.

—Vaya…

—Afortunadamente, parece que está yendo bastante bien.

—Me alegro mucho. —Sonrió angustiada—. Seguro que vamos hacia Paddington, ¿verdad?

Paul se lo tomó como una broma y se inclinó hacia delante. A través de un semicírculo limpio en el cristal vio un instante un pub borroso en una esquina, la entrada de un hospital, los dos irreconocibles.

—Vamos bien —dijo—. Me he dedicado un poco a la crítica literaria. Puede que viera un artículo mío en el Telegraph hace un par de meses…

—Normalmente no leo el Telegraph —dijo ella, con un alivio gracioso más que con auténtico pesar.

—Ya me imagino —dijo Paul—, pero, la verdad, pienso que las páginas de libros son tan buenas como las de cualquier otro periódico. —Lo que realmente quería saber, pero no se atrevía a preguntar, era si había leído su reseña de La galería corta en el New Statesman, una revista que ella no debía de comprar. La había escrito como un gesto de amistad, destacando lo mejor del libro, haciendo unos pequeños comentarios críticos claramente cariñosos y corrigiendo algunos datos, cosa que siempre vendría bien para futuras ediciones. Siempre que hacía la crítica de un libro, leía todas las demás con tanto interés como si fuera el propio autor. Las memorias de Daphne habían sido reseñadas o bien por otros supervivientes de esa época, algunos leales, otros sarcásticos, o por gente más joven que había hecho sus propias matizaciones; pero todos ellos insinuaban más o menos abiertamente que se lo había inventado todo. Paul se ruborizó cuando vio que, según ellos, había errores en los que él no se había fijado, pero eso lo convenció aún más de su propia bondad por el hecho de haber sido tan amable con ella. La suya era con mucho la mejor crítica que había recibido. Mientras la escribía, imaginaba su gratitud, la puso en su boca de diferentes maneras y se regodeó en ella, y durante semanas después de que apareciera la reseña (con bastantes cortes, desgraciadamente, pero con su argumento principal todavía muy claro) esperó una carta suya dándole las gracias, recordando su vieja amistad y proponiendo un nuevo encuentro, tal vez para comer juntos, cosa que él se imaginó de distintas maneras, en un hotel tranquilo o en su propia casa de Blackheath, entre los recuerdos de sus ochenta y dos años que distraerían su atención. Pero, realmente, la única respuesta había sido una carta de Sir Dudley Valance al redactor jefe, señalando un error insignificante que Paul había cometido al aludir a su novela La larga galería, en cuyo título se había inspirado Daphne para gastarle una ingeniosa broma privada. Si hasta Sir Dudley, que vivía en el extranjero, leía el New Statesman, tal vez Daphne también; o podría haberle mandado un ejemplar el editor de la revista. Paul pensaba que a lo mejor cierta reserva de persona bien educada le había impedido escribirle algo a un crítico. Se estaba quitando los guantes.

—¿Le molesta si fumo un pitillo?

—No, en absoluto —dijo Paul; y cuando ella encontró uno en su bolso, él sacó su mechero y mantuvo gentilmente un segundo el brazo en alto mientras ella se inclinaba hacia la llama. El humo agrió aquel aire fétido de una manera casi agradable. E inmediatamente, con una pequeña sacudida de su cabeza mientras exhalaba, su rostro, incluso el brillo sesgado de sus gafas, pareció recuperar el mismo aspecto que había tenido doce años atrás. Envalentonado, con una risa entrecortada como en señal de respeto, le dijo:

—Me alegro mucho de verla, porque de hecho estoy escribiendo algo sobre Cecil…, Cecil Valance. —De entrada no le confesó la verdadera dimensión de su proyecto—. En realidad estaba a punto de escribirle y preguntarle si me podía acercar a verla.

—Pues no sé —dijo ella, pero en un tono bastante amable. Sopló el humo como sobre algo muy lejano—. Yo también escribí un libro, no sé si lo habrá visto. Prácticamente lo conté todo en él.

—¡Claro que lo he visto! —Se rio de nuevo—. De hecho, hice una crítica.

—¿Se metió mucho con él? —preguntó ella, con otro toque del tono gracioso que él recordaba.

—No, me encantó. Lo ponía por las nubes.

—Algunas críticas eran asquerosas.

Él hizo una pausa con benevolencia.

—Me pareció que me sería de gran ayuda hablar con usted; evidentemente no quiero molestarla. Si le apetece, me puedo pasar por su casa para charlar una hora o así, cuando le venga bien.

Ella frunció el ceño y se lo pensó.

—¿Sabe?, nunca pretendí ser una escritora maravillosa, pero he conocido a gente muy interesante. —Su risa serena se volvió un poco lúgubre.

Paul emitió un sonido ambiguo, a modo de indignado desprecio de todos sus críticos.

—Por supuesto, vi su entrevista en la Tatler, ¡pero pensé que a lo mejor tenía algo más que decir!

—Ah, sí. —Una vez más, pareció halagada y recelosa a la vez.

—¿Le vendría mejor por la mañana o por la tarde?

—¿Cómo? —Ella no se comprometió a recibirlo a ninguna hora, ni a nada en realidad—. ¿Quién era aquel joven tan simpático de la fiesta? Supongo que lo conoce. Nunca me acuerdo de los nombres de las personas. Me preguntó muchas cosas sobre Cecil. —Parecía que disfrutaba un poco de su malicia.

—¡Espero que no esté escribiendo nada sobre él!

—Yo no estaría muy segura…

—¡Dios mío…! —Paul se quedó desconcertado, pero consiguió decir con mucha suavidad—: Seguro que desde que salió su libro ha habido mucho más interés en él.

Ella le dio una profunda calada a su cigarrillo y luego exhaló el humo dejando que formara una onda somnolienta sobre su cara.

—También es por la guerra, claro. La gente no se cansa de ella.

—Ah, ya me imagino —dijo Paul, como si a él también le pareciera un poco excesivo. Aunque precisamente contaba con ello.

Ella se quedó mirándolo, entre las franjas de resplandor y de sombra, casi con altivez.

—Creo que ya me acuerdo de usted —dijo—. ¿No toca el piano?

—¡Ajá! —dijo Paul—. Ya sé lo que está pensando.

—Tocó a cuatro manos con mi hija.

A él le hizo gracia aquella impostura en la que no tenía nada que ver, a pesar de que también le resultaba incómodo que lo confundiera con Peter.

—Fue una noche muy divertida —dijo modestamente.

—¿A que sí? —dijo ella.

—Fue una época muy feliz la de Foxleigh en muchos sentidos. —Dio un cálido barniz al tiempo y al lugar, como si fueran mucho más lejanos de lo que eran—. ¡Así conocí a su familia! —Le pareció que ella lo consideraba un mero halago. Quería preguntarle sobre Julian, y sobre Jenny, pero todas las preguntas quedaban ensombrecidas por aquel horrible asunto, mucho más extenso, de Corinna y Leslie Keeping. ¿Sería correcto hablar de ellos, o atrevido e impertinente? El esfuerzo de mantener viva la conversación lo paralizó un momento.

—¡Ah! ¡Ya hemos llegado…! —dijo ella mientras el coche se metía por la larga rampa de la estación. Se dio cuenta de que, para ella, el momento de la huida era también el del compromiso. En el lugar de llegada de pasajeros, él salió de un salto y se quedó con el paraguas colgado del antebrazo y la cartera abierta en la mano. Sólo cogía un taxi un par de veces al año, pero le dio una propina al conductor con la alegre falta de atención de los jóvenes que había visto en la City. La señora Jacobs había salido con dificultad por el otro lado, y esperaba con un aire de auténtica señora a que él pagase. Paul se acercó a ella con una sonrisa alegre pero sumisa.

—¿Por qué no me da su dirección de todas formas, y así puedo escribirle?

—Sí, buena idea —dijo ella en voz baja, como si le hubiera estado dando vueltas.

—¡Y luego ya veremos…! —Llevaba un bloc en el maletín, y se lo pasó, mirando hacia otra parte mientras ella anotaba los detalles—. Muchísimas gracias —añadió en un tono formal.

—Bueno, gracias por… rescatarme.

Él se quedó mirando su figura robusta, andrajosa y un poco encorvada, las gafas alegres bajo el triste sombrero rojo, las manos aferrando el bolso, y meneó la cabeza, como si se hubiera encontrado por casualidad con una amiga íntima de otros tiempos.

—¡No me lo puedo creer! —dijo.

—Pues ya ve —dijo ella, haciendo un esfuerzo.

—Espero verla muy pronto. —Y se dieron la mano. Ella iba a coger… ¿qué tren?, un tren a Worcester en el andén más cercano; él aún no había mirado su dirección. Ella se volvió, dio unos cuantos pasos muy decidida y luego miró hacia atrás con un aire indeciso y un poco intrigante que a él le pareció encantador ya de entrada.

—Repítame su nombre —dijo ella.

—¡Ah! Paul Bryant…

Ella asintió y cerró la mano en al aire, como si atrapara una polilla.

Au revoir —dijo.