Peter recorrió rugiendo Oxford Street, aquella calle tan diferente a la famosa ciudad que le daba nombre, cuyas escasas tiendas tenían las persianas echadas en el letargo de aquella noche veraniega, y justo antes de llegar a la plaza se preguntó con una frialdad desconcertante si de verdad le gustaba Paul y lo que sentiría cuando lo volviera a ver. No se acordaba muy bien de cómo era físicamente. En los días que habían pasado desde que lo besara en la fiesta de los Keeping su cara se había convertido en un borrón de vislumbres, palidez y rubores, ojos… grises, seguramente, pelo con un toque rojo bajo la luz, una persona extraña para despertar tanto deseo, joven para su edad, menudo pero duro y suave por debajo de la camisa, de hecho bastante fuerte, aunque sumamente borracho, claro, en aquella ocasión; bueno, pues allí estaba, parado junto al mercado; sí, era él… Peter pensó que todo iría bien. Lo vio en un curioso primer plano contra aquel fondo anodino, la persona que espera que es a la vez la persona que esperas. Peter llegaba un poco tarde; en los cuatro o cinco segundos en que el coche aminoró la marcha y se aproximó, vio que Paul miraba el reloj que llevaba vuelto hacia la parte interior de la muñeca, y luego al Midland Bank que tenía enfrente, como si deseara alejarse de él; luego lo vio distinguir el coche y fingir, con un pequeño encogimiento de hombros, que no lo había hecho, y después, cuando Peter se le acercó, pegar un bote de sorpresa. Se había cambiado de ropa después del trabajo; llevaba unos vaqueros lavados ceñidos y un jersey rojo por los hombros; el intento de parecer guapo era más conmovedor que sexy. Peter se paró y salió de un salto del coche, sonriendo; le hubiera apetecido besarlo allí mismo, pero evidentemente todo eso tendría que esperar.
—¡Su Imp le espera! —dijo, y abrió de un tirón la puerta del copiloto, que hizo un chirrido horrible. Se dio cuenta de que debería haber adecentado el coche un poco más; puso un montón de papeles en el suelo, y sus manos atareadas en la limpieza le estorbaron a Paul la entrada. Paul era unos de esos jóvenes delgados con un culo tan atractivamente redondo y duro como un ciclista. Peter se subió también al coche, y cuando metió la marcha posó la mano en la rodilla de Paul un par de segundos y percibió que temblaba de tensión, así como su deseo instantáneo de disimularlo.
—¿Listo para Cecil? —dijo, puesto que aquel era el pretexto de su visita. Parecía que Cecil ya se había convertido en su contraseña.
—Mmm, nunca he estado en un internado —respondió Paul, como si esa fuera su mayor preocupación.
—¿En serio? —dijo Peter—. Bueno, espero que te guste. —Y dieron la vuelta a la plaza, con el coche haciendo su inevitable ruido carrasposo. Era una cosa un poco cómica de los coches con motor trasero, el pedo que soltaban a la salida, no el rugido que hacían al avanzar.
—¿Y qué tal el día? —dijo Peter, mientras retrocedían por Oxford Street. Quedaban cinco kilómetros hasta Corley, y sintió la amenaza que también suponía para él la inhibición de Paul mientras sonreía al frente, por encima del volante. Era algo que tendría que conseguir anular desde un principio.
—Bien —dijo Paul—. Hemos tenido una inspección, así que todo el mundo estaba un poco nervioso.
—Vaya por Dios. ¿Ya os han pillado alguna vez en falta?
—Creo que, de momento, no —dijo Paul, bastante circunspecto; y luego—: La verdad es que hoy estaba un poco distraído por lo de esta noche, ¿sabes?
—Ah, ya —dijo Peter complacido y mirando a Paul, que había vuelto la cara hacia el otro lado, como avergonzado por su propio comentario.
—Tengo curiosidad por ver la tumba.
—Ah, claro, eso también —dijo Peter.
En las afueras de la ciudad, la brisa polvorienta de los campos de trigo les entraba por las ventanillas, y se mezclaba con aquel olor que él encontraba un poco mareante a plástico caliente y aceite de motor. Con el estruendo del aire tal vez no necesitaran decirse gran cosa; le habló de la inminente jornada de puertas abiertas, del partido de críquet y el nuevo museo, pero con la sensación de que Paul no se enteraba. Y luego le anunció:
—Bueno, pues ya hemos llegado.
El lindero del bosque estaba cada vez más cerca, y esperaba que Paul viera, apartada de la carretera principal, la aguja de la capilla sobresaliendo entre los árboles. Pasaron junto a la casa del director del colegio, un pequeño anticipo de la mansión en sí, una agrupación de gabletes rojos, con un torreón en una esquina y su propia aguja. Las enormes verjas de hierro forjado permanecían continuamente abiertas. Y ocurrió algo que a Peter siempre le resultaba muy agradable. Mientras aminoraba la velocidad y reducía la marcha y torcía por el camino a la sombra de los castaños, fue como si se liberasen de las garras del mundo y se adentrasen en un secreto particular; en el espejo retrovisor, disminuyendo rápidamente de tamaño, coches y camiones seguían pasando a toda velocidad por delante de la entrada, pero enseguida ya no se los oiría. Había un ambiente mágico, hecho de privilegios y fingimientos, asentado en algún recuerdo más auténtico de la infancia, el involuntario temor de regresar al colegio. Peter examinó e intensificó sus propios sentimientos escrutándolos en el rostro de aquel nuevo amigo al que apenas conocía, aunque sospechara que ya lo conocía mejor de lo que cualquiera lo hubiera conocido en su vida. A su derecha, a través de la amplia franja de bosque, se vislumbraban los campos de juego, el cobertizo negro con el techo de paja del pabellón de críquet.
—A los alumnos no les está permitido venir a estos bosques, por cierto —dijo—. Si pillas a un niño ahí le puedes dar con el cepillo del pelo.
—¿Con el cepillo del pelo?
—En el culo.
—Ah —dijo Peter al cabo de un momento—. Ya entiendo. Entonces más tarde tenemos que ver si hay alguno. —Y volvió a ruborizarse, sorprendido por lo que había dicho.
Peter se rio y le echó una mirada, y pensó que nunca había conocido a un adulto que se avergonzara tan fácilmente y de una manera tan clara de algo mínimamente subido de tono. Era un manojo caliente de emociones e ideas reprimidas; tal vez fuera eso lo que convertía la idea de mantener relaciones sexuales con él (cosa que tenía previsto hacer al cabo de una hora o dos) en algo muy excitante, rayano en el experimento. Aunque de qué color se pondría entonces…
—Ya hemos llegado. —Habían hablado un poco de Corley en la fiesta de Corinna, pero Peter no le había dicho lo que podía esperar. Volvió a aminorar la velocidad al pasar por el segundo par de verjas, y de repente allí estaba—. Voilà!
Dio la sensación de que una especie de buenos modales asfixiantes, o quizá su mero ensimismamiento, impidieron que Paul contemplara realmente la casa. Peter dejó que su propia sonrisa se desvaneciese mientras el coche avanzaba sobre la superficie de gravilla y se detenía delante de las ventanas de guillotina del cuarto curso, abiertas para dejar pasar el aire, con las cabezas curiosas de los chicos que estaban haciendo los deberes girándose para mirar. El ambiente indescriptible de la rutina colegial y todas las energías furtivas que había detrás parecían flotar en el aire, en el chirrido de una silla en el suelo, en la pregunta inaudible, en una voz que les decía a todos que continuasen con su trabajo.
En el vestíbulo principal Peter dijo tranquilamente:
—Seguro que te mueres de sed. —En su habitación tenía un montón de ginebra y una botella sin abrir de Noilly Prat.
—Ah…, pues gracias —dijo Paul, pero se apartó y rodeó la mesa del vestíbulo con un interés inusitado por los cuadros de honor. En dos paneles negros se daba noticia de becas y bolsas de estudio para colegios privados poco conocidos con mayúsculas doradas. Las letras tenían molestas variaciones en ángulo y tamaño.
—¿Te has fijado en D. L. Kitson?
—¿Quién?
—Donald Kitson… ¿No te dice nada ese nombre? Pues es un actor. El alumno más famoso del colegio. —Se oyeron crujidos de pasos detrás de ellos, en el roble barnizado de las escaleras, las suelas de crepé del director. Se acercó hasta ellos con su aire habitual de acabar de llegar a una conclusión; esa vez, quizá, una conclusión favorable.
—Ah, Peter, me alegro de verle alabando a nuestros hombres famosos. —Debía de haber visto que el coche regresaba, trayendo a un desconocido.
—Señor director, este es mi amigo Paul Bryant. Paul… —Y apenas masculló el nombre del director, como si fuera algo confidencial o innecesario. Todavía tenía una fuerte sensación de estar violando las normas.
—Pues bienvenido a Corley Court —dijo el director, quedándose junto a ellos para contemplar los cuadros de honor—. Me parece que después de este curso vamos a necesitar un cuadro nuevo. —De hecho, llamaba la atención que hubiese aumentado la frecuencia, tras cinco años descorazonadores, desde 1959 hasta 1964, en los que no había honores de ningún tipo—. Peter está haciendo maravillas con sexto curso —dijo el director, casi como dirigiéndose a un pariente. Era posible, claro, que no lo conociera del banco, y estuviese tratando de ubicarlo.
—¿Le importaría que le enseñase un poco a Paul todo esto, señor?
Pareció que al director le agradaba la idea.
—Evite las clases, si puede ser. Querrá ver la capilla. Y la biblioteca, digo yo —dijo, echándole una mirada a la ventana, en plan pragmático y posesivo, como lamentando no poder acompañarlos—. Y tampoco hace mala tarde para darse una vuelta en bicicleta por el parque.
—Buena idea —dijo Peter, mirando a Paul con una cara deliberadamente inexpresiva.
—¡Vayan hasta el Terreno Alto! ¡Adéntrense en el bosque! ¡Venga…!
—Pues sí que podríamos… —El viejo idiota parecía estar arrojándolos mutuamente en brazos del otro.
—Bueno, yo me voy a echarle un vistazo a las obras —dijo, alejándose hacia la puerta de quinto curso.
—También me gustaría que Paul las viera, si no le importa —dijo Peter.
—Es una pena que todavía andemos así cuando se acerca nuestra jornada de puertas abiertas —continuó diciéndole el director a Paul, en un tono confidencial. Abrió la hoja izquierda de la puerta doble y escrutó el interior de aquel modo suyo brusco y desconfiado—. Bueno, por lo menos han hecho algunos progresos —añadió, permitiendo que Paul y Peter lo siguieran al interior de la sala, donde, en lugar de las cabezas de los chicos haciendo los deberes, se encontraron con las mesas arrimadas a las paredes, sacos de basura y, al fondo, sobre un andamio improvisado con escaleras y planchas, un gran agujero de bordes irregulares en el techo. Había olor a humedad, y una capa de polvo arenoso sobre todas las superficies. Durante la Apreciación Musical del martes por la noche, el baño de la gobernanta se había desbordado, y el agua se había filtrado a través del viejo techo de abajo, donde debía de haberse acumulado un rato encima del falso techo de los años veinte antes de empezar a gotear, luego a chorrear, y por fin a caer torrencialmente, mezclada con la escayola, sobre un escritorio que los chicos acababan de abandonar. El programa seguía escrito en el encerado con la famosa letra de Peter. Las Seis piezas para orquesta de Webern y la obertura de Guillermo Tell, que apenas había iniciado sus primeros compases cuando la primera salpicadura de agua caliente cayó sobre el cuello de Phillipson.
—¿Ha tenido usted ocasión de admirar el techo original, señor? —preguntó Peter, sin saber muy bien si pretendía divertirlo o molestarlo.
—Mi única preocupación en ese momento —respondió el director con aquella franqueza resollante que era lo más parecido a cierto sentido del humor— fue que pudieran arreglarlo antes del sábado.
Peter se abrió paso entre los crujidos de las sillas agrupadas, con Paul detrás, quizá sin percibir la gravedad de la situación, mirando atentamente alrededor con una media sonrisa, un poco traumatizado al principio por haber regresado a las aulas.
—La gobernanta debe de estar avergonzada —dijo Peter, atribuyéndole unos sentimientos más delicados que los que ella había demostrado tener en aquel momento. Se subió a una de las escaleras en forma de A que sujetaban la plataforma sobre la que habían estado trabajando el señor Sands y su hijo—. Por cierto, he sacado unas cuantas fotografías para los archivos, señor —dijo, mirando hacia abajo con una precaria sensación de superioridad. Los archivos eran un recurso puramente imaginario que el director, sin embargo, no querría negar. Él y Paul levantaron la vista hacia Peter con la habitual mezcla de preocupación e impaciencia de las personas con los pies en la tierra—. Sería una maravilla poder descubrir todo el techo.
—Le aconsejo que aproveche todo lo que pueda ahora —dijo el director—. Es la última oportunidad que va a tener en la vida. —Y volvió a mirar con una grosera insinuación de humor.
—A lo mejor lo podríamos descubrir entero durante las vacaciones de verano.
El director refunfuñó, empujado en contra de su voluntad a jugar un juego un tanto indigno.
—Cuando Sir Dudley lo tapó sabía perfectamente lo que estaba haciendo.
Pero Peter hizo que Paul también se subiera al andamio, mientras los tablones botaban y cedían con su peso conjunto, y le agarró el brazo con una firmeza indiferente cuando levantaron la cabeza y examinaron el espacio sombrío que había entre un techo y otro. Sus propios hombros bloqueaban gran parte de la luz que entraba en el agujero, y hacia el fondo de la sala aquel desván inesperado se perdía en una oscuridad absoluta. Debía de tener unos ochenta centímetros de altura, y el olor a madera vieja y seca se mezclaba con el intenso olor a humedad reciente.
—Casi no se ve nada —dijo Peter—. Pero un momento… —Y moviéndose despacio se palpó el bolsillo de la chaqueta para coger su mechero, lo puso a la altura de la cabeza e intentó encenderlo con el pulgar—. Maldito mechero… —Luego consiguió encenderlo por fin y, mientras describía lentamente una curva con el brazo, vieron destellos alegres y sombras que los engullían rápidamente adelantándose y retrocediendo en las pequeñas cúpulas doradas de arriba. Entre ellas había un artesonado poco profundo, pintado de carmesí y oro; y por donde se había filtrado el agua, listones desnudos y fragmentos colgantes de estuco con crin de caballo. Parecía un estilo que quedaba muy lejos de la arquitectura cotidiana, era como encontrar un palacio de recreo en ruinas, o una cámara funeraria expoliada hacía mucho tiempo. Donde el techo se unía a la pared más cercana, se distinguía una cornisa ornamental, dos mayúsculas doradas y el lóbrego ápice de un gran espejo.
—No me incendie la casa, por favor —dijo el director.
—Le prometo que no —dijo Peter.
—Una inundación y un incendio en una sola semana… —se quejó el director.
Peter le guiñó un ojo a Paul a la luz del mechero y le echó un vistazo furtivo a su boquita remilgada, un poco abierta mientras miraba hacia arriba.
—Según mis cálculos, esto era el comedor, ¿sabes? —dijo, el sonido resonando sigilosamente en el espacio. Luego, encorvándose hacia abajo, añadió—: Se lo estuve comentando a la antigua Lady Valance la otra noche, señor, y me dijo que era su habitación favorita de Corley, con estas cúpulas en forma de molde de gelatina absolutamente maravillosas.
—No me gusta que estén ahí arriba —dijo el director.
—Seguro que a ella le encantaría venir para volver a verlas.
—Venga, bajen de ahí.
—Ya vamos —dijo Peter, apretando el hombro de Paul, y cerró la tapa del mechero de golpe. No sabía muy bien si a Paul le interesaba aquello más que al director. Pero la visión de la decoración perdida, el vislumbre de una dimensión adicional desconocida de la casa en la que vivía, era tan apasionante para él que, prácticamente, le daba lo mismo. Era un sueño, una locura, que dejó a un lado casi con pesar, en favor de aquella otra locura, su amigo empleado de banca.
—Bueno, un placer conocerlo —dijo el director mientras regresaban al vestíbulo—. Y si quiere que admitamos a su hijo, no se olvide de matricularlo con antelación; hay varios oficiales que matricularon a sus hijos cuando nacieron, que realmente es la mejor publicidad que se le puede dar a un colegio.
—Ah…, mmm…, ¿que ya los han matriculado? —dijo Paul, pero el director se volvió y, echando un vistazo a su reloj, se acercó hasta la enorme mesa del vestíbulo, una reliquia indestructible de la época de los Valance, cogió rápidamente la campanilla que estaba encima y la hizo sonar con implacable violencia durante diez segundos, como repudiando con aquel gesto de severidad todas las tonterías que Peter acababa de decir. Y enseguida otro ruido anticuado, estridente, reverberante, con un toque de tristeza por el silencio perdido, volvió a la vida en las salas lejanas. Paul se estremeció, sorprendido tal vez por sus recuerdos, y Peter apoyó la mano en el hueco de su espalda mientras se dirigían hasta la escalera principal. Casi al instante, las puertas se abrieron, y empezaron a aparecer chicos en el vestíbulo.
—¡Calma! —gritó el director con aire de cansado—. No corran.
Y los chicos se refrenaron y miraron con curiosidad a Paul mientras pasaban por delante. Había un ambiente extraño siempre que alguien del mundo exterior se presentaba en el colegio, y Peter sabía que se hablaría de ello. Normalmente no le importaba la ausencia de intimidad, pero por un momento fue como si él mismo volviera al colegio.
—Vamos arriba a beber algo —masculló, haciéndole un gesto de cabeza, afable pero poco alentador, a Milsom 1, cuando pasó a su lado, aferrando su Biblia.
—¿Y Cecil qué? —dijo Paul, quedándose atrás en el tercer o cuarto peldaño, con una mirada de pena.
—¿Quieres verlo primero? Vale, pero sólo un vistazo, ¿eh? —dijo Peter sonriéndole con los labios apretados y preguntándose si acaso Cecil no era una especie de contraseña al fin y al cabo. Lo llevó hasta abajo y atravesaron el arco que daba al claustro acristalado que abarcaba un lado de la casa. Ya se habían colgado las obras para la exposición artística. Chocó con Paul cuando se detuvo educadamente a contemplar las acuarelas de puestas de sol pinchadas en tableros. En varios sitios había alguna muestra de talento, algo esperanzador entre los manchones infantiles. El arte, que requería técnica aparte de talento, era la materia que a Peter le costaba más enseñar; a él tampoco se le daba muy bien. Les enseñaba perspectiva con mucho rigor, que era algo que podrían agradecerle. Deseaba el calor del cuerpo de Paul; se apoyó en él y le puso una mano en el hombro mientras contemplaba un tarro de mermelada con amapolas pintado por Priestman, que supuestamente denotaba talento. En el «terreno sexual», como lo llamaba Neil McAll, el periodo de Peter en Corley había sido un desierto, aparte de una noche de borrachera en Londres en unos días de vacaciones; estaba vergonzosamente claro que los chicos de trece y catorce años se lo pasaban mejor que él. Bueno, esa era la edad a la que él había empezado, y ya no había parado desde entonces. Le hizo una carantoña a Paul en la nuca, mezcla de demanda y de promesa. Una vez más, volvió a parecerle raro que le gustase tanto; y aquel misterio, que no tenía intención de resolver, hacía que toda la historia resultase aún más fascinante. Desde luego, en la capilla iba a besarlo y a meterle mano de una forma o de otra; a no ser, claro, que Paul tuviese algún escrúpulo con respecto a los lugares de culto—. Ven —le dijo, cogiéndole del brazo. Pero entonces, cuando giró la anilla de hierro y abrió con facilidad la puerta de la capilla, oyó el lánguido lamento del armonio.
—¡Cielos…!
El crepúsculo se apoderaba rápidamente de la capilla, y en la penumbra una lamparilla de hojalata iluminó los rasgos ansiosos de un chico de una forma tan extraña que Peter no consiguió distinguir al principio de quién se trataba.
—Ah, Donaldson… —El sonido flaqueó y se interrumpió con un chirrido.
—Lo siento, señor.
—No pasa nada… Siga.
El muchacho, al que no se le daba mal el piano, tenía permiso para explorar aquel instrumento más complicado.
—¡Haga como si no estuviéramos!
Pero, por un instante, el chico había perdido el aplomo; era todo brazos y piernas con los pedales y los movimientos de rodilla y la necesidad de hacerse con la melodía. Hizo una respetuosa pausa un tanto gangosa, y empezó de nuevo en «Todo está debidamente guardado».
Paul ya se había acercado al sepulcro, que parecía fluctuar entre los bancos oscuros. Peter metió la mano detrás de la puerta para pulsar los viejos interruptores agarrotados, pero no se encendió ninguna luz. Donaldson miró hacia él y dijo:
—Creo que se han fundido los plomos, señor.
Bueno, pues mejor, sería una visita crepuscular. Las coloridas vidrieras de Clayton y Bell se habían reducido, de esa triste manera en que lo hacen las ventanas de las iglesias cuando se va yendo la luz, a una sombría neutralidad; los colores se habían convertido en un solemne secreto. Parecía algo religioso, como un misterio renovable. Peter se santiguó mientras se acercaba, y frunció el ceño porque no sabía muy bien por qué lo había hecho, ni tan siquiera si quería que Paul lo viese. Desde luego, era un escenario poco habitual para un primer encuentro, y muy distinto a los de otros que había tenido, que habían sido generalmente en pubs.
Para que cupiera todo el colegio, había una fila de sillas en el espacio que quedaba a cada lado de Cecil. Era evidente que la tumba, de la que el colegio estaba más o menos orgulloso, era también un estorbo. Los chicos ponían cigarrillos de pega entre los labios de mármol del poeta, y un chico especialmente estúpido había grabado hacía mucho tiempo sus iniciales en un lado del arca. Peter apartó unas cuantas sillas con un desagradable ruido chirriante. Paul se acercó más y rodeó el túmulo para leer la inscripción «CECIL TEUCER VALANCE CM…». Peter la vio con nuevos ojos, arte de segunda categoría pero algo maravilloso que tener en la casa; se sentía feliz y predispuesto a la indulgencia por el hecho de tener a alguien a quien enseñársela, alguien a quien de verdad le gustaba Valance y que tal vez no se había dado cuenta de que el propio poeta también era de segunda categoría. La tumba era un argumento de peso a favor de Cecil, si uno se ponía a hacer ese tipo de comparaciones.
—¿Qué te parece?
Era difícil decir si la expresión solemne y cohibida de Paul significaba emoción o una cortesía exagerada. Retrocedió para hablar con Peter, como si la capilla exigiese cierta discreción.
—Es curioso que no ponga que era poeta.
—No…, no, tienes razón —dijo Peter, conmovido y excitado por aquel roce continuo—, aunque supongo que la cita de Horacio…
—¿Mmm?
Tocó las letras góticas entrelazadas.
—«Mañana surcaremos de nuevo el mar infinito» —dijo, tratando de no parecer un profesor al traducirlo.
—Ah, ya…
Una vez cogido el ritmo, Donaldson arrancó un sonido más fuerte, quizá del registro más grave, para la siguiente estrofa del himno, y su sonsonete sordo les proporcionó una especie de refugio.
—¿Has visto el monumento conmemorativo de Shelley en Oxford?
—Sí, lo he visto.
—Seguro que es el único retrato de un poeta donde se le ve la polla —dijo Peter, y le echó una mirada al espejo de Donaldson para ver si le había oído.
—Mmm, pues seguramente —murmuró Paul, pero parecía demasiado atónito para mirarle a los ojos. Se acercó para mirar la cabeza del poeta, con Peter siguiéndolo de cerca, como fingiendo compartir su curiosidad. Este volvió a pasarle el brazo por los hombros, sobre los que llevaba su jersey rojo.
—Un tipo guapo —dijo Peter—, ¿no te parece? —Y luego, con una exuberancia nerviosa, dejó que su mano se deslizase lentamente hacia abajo, donde sólo la fina camisa separaba sus dedos de la cálida curva dura de su columna—, aunque no fuera exactamente así —y hasta aquel punto mágico denominado el chacra sacro, que según le había dicho un muchacho hindú en el Magdalen College una noche era el punto de presión de todos los deseos. Así que hizo presión en él, suavemente, con un ligero movimiento inquisitivo y prometedor de su dedo corazón, y vio que Paul jadeaba y curvaba la espalda contra él, como en una trampa en la que el esfuerzo por escapar sólo te atrapara aún más.
—Murió en Maricourt —dijo Paul, inclinándose ahora hacia delante como si fuera a besar a Cecil.
—Pues sí —dijo Peter. Estaba extasiado con su travesura secreta, el dolor de la expectativa como un vértigo en sus muslos y en su pecho. Paul se volvió a medias hacia él, ruborizado e inquieto, preocupado quizá por su propia excitación. Hubo una insinuación, cómicamente desconcertante, de que el propio Cecil tenía algo que ver con ella. Tenían que andarse con cuidado. Como confabulándose pícaramente con ellos, Donaldson conectó el acoplador de octavas para la siguiente estrofa. Peter casi esperaba ver su sonrisa burlona en el espejo, pero el chico estaba respondiendo, muy concentrado, a las quejumbrosas exigencias del propio instrumento. Al amparo del estruendo de los tubos («libres de pena, libres de pecado»), Peter dijo alegremente y sin rodeos—: Creo que sería mejor que subiéramos a mi habitación, ¿no te parece?
—Ah…, bueno, pues sí. —Paul parecía estar pensando en lo que iba a suceder, como ante un inesperado cambio de planes.
Peter le hizo subir por la escalera de servicio que les quedaba más cerca, y el corredor de la primera planta les obligó a pasar por delante del cuarto de la ropa blanca; en un determinado momento le apeteció llevar a Paul hasta la claraboya que había allí y luego hasta el tejado, que era por sus buenos motivos la cosa más prohibida de todo el colegio. Pero vio enseguida que la puerta estaba abierta; la gobernanta andaba revolviendo allí dentro, aunque desde fuera sólo se le veía su enorme trasero blanco.
—Bueno, si vienes otra vez… —susurró, y vio que el propio Paul dudaba ante semejante idea, el entusiasmo luchando con algún hábito enraizado de decepción. Siguieron andando, subieron al segundo piso por la magnífica escalera, oyeron los crujidos del entarimado que para Paul eran un sonido nuevo, y de repente ya estaban en el cuarto de Peter, con la puerta que los separaba del mundo cerrada de golpe. Atrajo a Paul hacia él y lo besó, y la puerta sobre la que estaba apoyado tableteó en el cerrojo con el súbito impacto de los dos cuerpos.
De lo que se había olvidado era de que Paul se pondría a hablar inmediatamente, su boca a cinco centímetros de la mejilla de Paul, sobre lo bonito que había sido aquel primer beso, y lo mucho que le gustaba la corbata de Peter, y que se había pasado la semana pensando…, el color de su cutis en el extremo feliz del espectro de la vergüenza, la cabeza caliente y radiante, y el hilo de sus palabras medio ingenuo, medio absurdo, un cable de seguridad entrecortado… Así que Peter volvió a besarlo, un largo beso casi inmóvil para tranquilizarlo y hacerle callar y luego, tal vez, para desarmarlo. Concentrado como estaba, distinguió el crujido y el frufrú habituales, muy lejos a su espalda, a lo largo de la mera espesura del roble, y luego el gemidito, como una tos educada pero decidida, del entarimado al otro lado de la puerta. Llamaron con un golpe seco a la puerta, que los dos percibieron. Se quedaron inmóviles un instante, y Peter dejó que Paul se escabullese de sus brazos para después abrocharse rápidamente la chaqueta mientras seguía apoyado con fuerza en la puerta. El pomo giró, y la puerta se desplazó un poco. Ninguna de las habitaciones de Corley tenía llave. Vio que Paul había cogido un libro, en un horrorizado simulacro de calma, como un colegial a punto de ser pillado in fraganti.
—¡Perdone, gobernanta! —gritó Peter con la voz ahogada, y con un gracioso puntapié improvisado a la puerta se giró de golpe y la abrió de par en par.
La gobernanta sostenía una pila de sábanas dobladas, con el brillo gris almidonado de toda la ropa de Corley. Echó una ojeada dentro de la habitación.
—Ah, tiene visita —dijo, mientras se debatía entre la disculpa y la desaprobación. Se oía su respiración un poco jadeante por lo que le había costado subir desde el cuarto de la ropa blanca, y también el silbido casi subliminal de las sábanas limpias contra la bata blanca a la altura de su pecho. Peter sonrió y se quedó mirándola—. Estoy poniendo sábanas limpias esta noche, por la jornada de puertas abiertas —dijo la gobernanta. Había una considerable carga de antagonismo, una resistencia agresiva al encanto de Peter, y a decir verdad a su pitorreo.
—Espero que mi habitación no vaya a quedar abierta también, gobernanta —dijo. Ella agarró la sábana de arriba—. Déjeme que la ayude… —En realidad debía de presentarle a Paul, pero prefería despertar sus sospechas.
—Todos tenemos que superarnos —dijo ella con una sonrisa tensa.
—Totalmente de acuerdo. —No estaba claro si ella esperaba que él cambiara las sábanas inmediatamente. La miró con los ojos entornados.
—Bueno, pues entonces… ya se encarga usted —dijo ella—. Empiece por la parte de arriba.
—Por supuesto.
Y se retiró sin más. Peter cerró bien la puerta, le hizo a Paul una mueca como de náuseas y llenó dos vasos de ginebra y vermut.
—Lo siento. Tómate una copa… Chin chin. —Entrechocaron sus vasos, y Peter se quedó mirando por encima del borde de su propio vaso levantado cómo bebía Paul, que puso una cara un poco rara, reprimiendo la necesidad de toser, y dejó luego el vaso sobre la mesa—. Dios mío, estás tan sexy —dijo, excitándose aún más con su propio sonido ahogado. Paul tomó aire, cogió su vaso y dijo algo inaudible, que Peter interpretó como uno de sus típicos comentarios.
Pensó que el parque sería un refugio más seguro que una habitación con un silla apalancada contra el pomo de la puerta, pero tan pronto salieron fuera se dio cuenta de que había un zumbido y un crepitar de actividad inusuales, una segadora en funcionamiento y voces cercanas. De todas formas, el colegio parecía algo aún más deliciosamente surrealista después de un gran vaso de ginebra bebido en un par de minutos. Aquel atardecer tenía un tirón y un ritmo especiales. Recordó las noches de verano en su propio colegio, y el fascinante misterio, iluminado sólo por algunos vislumbres, de lo que los profesores hacían después de que los chicos ya se hubieran acostado. Se preguntó si alguno de ellos habría hecho lo que él estaba a punto de hacer. Paul también parecía alterado por la ginebra, más relajado y por tanto más precavido con respecto a lo que podría decir o hacer a consecuencia de ello. Peter le preguntó, por pura intuición, si era hijo único.
—Sí, lo soy —le respondió Paul con una sonrisa apretada, que a la vez parecía cuestionar la pregunta y mostrar exactamente la astuta seguridad en sí mismo del hijo único—. ¿Y tú?
—Tengo una hermana.
—Yo no me veo con una hermana.
—¿Y qué me dices del resto de tu familia? —Era la típica charla de un primer encuentro, y Peter tuvo la sensación de que probablemente se olvidaría de la respuesta. Quería llevar a Paul al bosque prohibido. Lo llevó rápidamente más allá del aquel triste y pequeño estanque de peces, en dirección a la puerta de piedra.
—Bueno, tengo a mi madre.
—¿Y a qué se dedica?
—Desgraciadamente, no hace nada en realidad.
—La mía tampoco, pero me ha parecido que debía preguntártelo.
Paul hizo una pausa, y luego dijo tranquilamente:
—Tuvo la polio cuando yo tenía ocho años.
—Dios mío, lo siento.
—Sí… Fue bastante difícil, la verdad. —Sus palabras sonaron un tanto insulsas, tal vez por vergüenza o por haberlas repetido mucho.
—¿Dónde la tiene?
—La… pierna izquierda la tiene bastante mal. Lleva unos hierros…, ya sabes. Aunque suele usar una silla de ruedas cuando sale.
—¿Y qué me dices de tu padre?
—Lo mataron en la guerra —dijo Paul, con una mirada extraña, casi de disculpa—. Era piloto de combate…, pero lo dieron por desaparecido.
—Dios mío —dijo Peter con auténtica compasión, y viendo de una burda manera que todas aquellas cosas podían ayudar a explicar la rareza y la inhibición de Paul—. Debió de ser al final de la guerra entonces.
—Exactamente.
—¿Y tú cuándo naciste?
—En marzo del 44.
—Así que no te acuerdas nada de él…
Paul apretó los labios y negó con la cabeza.
—De verdad que lo siento. Así que tienes que mantener a tu madre.
—Más o menos —dijo Paul, de nuevo con aquel aire de dudosa resignación y de familiaridad con la torpe compasión que despertaba en los demás al contarles aquellas cosas.
—Pero tendrá una pensión de las fuerzas aéreas, ¿no? —La tía Gwen de Peter la tenía, así que algo sabía del tema.
Dio la sensación de que a Paul le molestaba un poco la pregunta.
—Sí que la tiene —respondió; y luego dijo más afectuosamente—. Sí, eso es muy importante, claro.
—Vaya —dijo Peter en voz baja. Se quedó preocupado, lógicamente, y casi deseó no haberlo preguntado. Vio que la trémula energía de la noche se extinguía en una solidaridad asexuada, y también lo invadió una sensación aún más sombría de que Paul tenía demasiados problemas para no representar un problema en sí mismo.
—Más o menos, esa es la razón por la que no intenté ir a la universidad —dijo Paul, encogiéndose de hombros ante aquella incómoda conclusión.
—Pues no había caído en la cuenta… —dijo Peter, y lo dejó así.
Pensó, en un fotomontaje momentáneo, en lo que él había hecho en la universidad, y trató de sacudirse la vaga sensación añadida de pena y desilusión que parecía revolotear entre él y aquel posible novio nuevo. Lo observó mientras caminaba a su lado, con sus pulcros zapatos marrones, un paso bastante elástico, las manos torpemente metidas en los bolsillos de sus vaqueros y luego fuera otra vez, y su mirada atormentada al comentar cualquier cosa personal. Bueno, pues mejor tener claros aquellos problemas desde el principio; un amante más experimentado los habría ocultado hasta que hubiera pasado la luna de miel. Pasaron por el templo jónico, donde las mascotas de los chicos pegaban saltos y se agitaban en sus jaulas, y Brookings y Pearson con sus trajes de faena estaban acicalando empalagosamente a sus conejos. Pasaron por el cuadrado vallado de los jardines de los chicos, un lugar, como decía todo el mundo, parecido a un cementerio, con sus veintitantas parcelas floridas. Allí también había unos cuantos chicos mayores (a quienes habían dejado salir en aquella hora mágica después de los deberes) de rodillas con desplantadores o regando sus pensamientos y sus capuchinas. Peter pensó que, de la sonrisa de Paul, se podía deducir que le daban un poco de miedo aquellos chicos. Al fondo, con un aspecto vulnerable al aire libre, estaba la fantasiosa construcción del jardín de Dupont, un monte en miniatura de rocas puestas en equilibrio unas sobre otras con una abertura en la cima desde la que se podía verter agua de un bidón por una cascada serpenteante al terreno silvestre de brezos y musgo que había debajo. Igual de vulnerable era su dolorosa aspiración al primer premio del concurso, cuyo jurado sería la madre de Craven, que era una mujer mucho más dada a la salvia y a las caléndulas.
—Son como tumbas, ¿verdad? —dijo Paul, y Peter volvió a ponerle indulgentemente la mano en el hueco de la espalda, y continuaron su camino.
En medio del Terreno Alto, Mike Rawlins estaba segando el campo de críquet de punta a punta, para la paliza de los Templers el sábado. Peter lo saludó con la mano, y antes de que estuvieran cerca de él cogió firmemente a Paul del brazo y le hizo volverse.
—Pues ahí la tienes… —Allí estaba la casa, maciza e intensa, y los campos de cultivo que se extendían más allá, lisos y dignos de un cuadro con aquella luz grávida, con las estelas de los aviones de Brize Norton alzándose y disolviéndose en el aire más limpio allá arriba—. Tienes que admitir… —añadió Peter. Quería sonsacarle algo a Paul, como haría con un muchacho prometedor pero terco. Aunque se le ocurrió que la timidez que estaba intentando vencer tal fuera simplemente una sosería que siempre tendría que pasar por alto.
—Impresionante —dijo Paul.
—Está otra vez de moda, ¿sabes? —dijo Peter, con una sonrisa tensa y un gesto de cabeza.
—¿El qué?
—Todo lo victoriano. La gente empieza a entenderlo. —El año anterior había acudido a un pequeño mitin en la estación de St. Pancras, liderado por John Betjeman; soñaba con que Betjeman viniese a hablarles a los chicos de Corley Court; se imaginaba el placer que le supondría el techo en forma de moldes de gelatina—. Aquella es mi habitación, claro —dijo sin señalarla, y vio que Paul no tenía ni idea de a cuál se refería. En otro par de ventanas, los tubos fluorescentes refulgían contra el sol poniente, y en el último cuarto del primer piso habían echado las cortinas, los pequeños ya estaban en cama, con una luz apenas atenuada.
—¿Crees que Cecil Valance tuvo realmente un lío con la señora Jacobs? —preguntó Paul.
—¿Eh? Bueno, supongo que sólo hay una persona viva que lo sepa seguro, y ella dice que sí. Claro que nunca se sabe exactamente lo que quiere decir la gente con «un lío».
—No… —dijo Paul y, como era de esperar, volvió a ruborizarse.
—Yo creo que Cecil seguramente era homosexual, ¿no te parece? —dijo Peter, con lo que era una mezcla de intuición y vanas ilusiones, pero Paul se limitó a quedarse un poco boquiabierto y a mirar hacia otra parte.
Se produjo un extraño alboroto, casi subliminal al principio. Por encima del rugido traqueteante de la segadora y a unos metros de distancia, un ruido más intenso y más oscuro, como un zumbido, empezó a propagarse, y luego, en un sitio distinto a la zona hacia la que estaban mirando, pasó un avión militar casi rozando los bosques, decidido, panzudo, palpitante y majestuoso, y en cierta forma consciente, como si su piloto hubiera saludado, de que su tránsito por el cielo era un prodigio para las figuras que en tierra estiraban el cuello y se volvían para mirarlo. Sus cuatro hélices le daban un aspecto paciente y anticuado, diferente a los lustrosos e irrebatibles aviones a reacción que se veían mucho antes de oírlos. Cuando pasó por encima de ellos, y luego de la casa, pareció que se elevaba un poco antes de enfilar, entre la neblina más baja, el aeródromo que quedaba a unos ocho kilómetros. Mike se protegió los ojos levantando el brazo derecho, que también pareció hacer un gesto amistoso de reivindicación o de saludo. Continuaron andando. Peter le presentó a Paul, y Mike les explicó, entre los olores dulzones y penetrantes del escape del motor de dos tiempos, la hierba cortada y su propio sudor, que era uno de los grandes cargueros Belfast que acababan de traer.
—No deja de ser una vieja chatarra —dijo—, pero puede transportar cualquier cosa.
En las ventanas superiores de la casa, los chicos que habían estado mirando se retiraron y desaparecieron. Y luego se restableció el atardecer, pero en una fase sensiblemente posterior, como si el último par de minutos hubiesen sido media hora en trance.
Al frente les esperaba la pequeña cabaña pintada de creosota del pabellón de críquet, bajo la sombra cada vez más larga del bosque, un posible sitio donde besuquearse, por lo menos, pero aún demasiado a la vista de Mike. Peter le pasó el brazo a Paul por los hombros, y siguieron andando, un poco rígidos, durante unos segundos, sin que Paul supiera qué hacer con las manos una vez más.
—Por cierto —dijo Peter pausadamente—, algún día me gustaría escribir algo sobre el viejo Cecil; no creo que nadie haya escrito nada desde la biografía de Stokes, ¿sabes?
—Ajá…
—Que es una especie de pieza de museo. Ilegible, la verdad. Por eso le pregunté por el tema a George Sawle la otra noche.
—¿Escribes, entonces?
—Bueno, siempre ando escribiendo alguna cosa. Y, por supuesto, llevo un diario fantástico…
—Ah, pues yo también —dijo Paul, y Peter vio que se estremecía y se concentraba—, pero es fantásticamente aburrido… —Allí estaba, la preciosa pizca de ingenio de Paul. Peter le correspondió con una carcajada.
Más allá de la frontera encalada se encontraba el gran receptáculo de listones para las bolas, con la hierba cortada alrededor pero creciendo, dado lo poco que se usaba, entre las tablillas plateadas. A Peter le gustaba su forma, como de una especie de barca arcaica, y a veces en sus paseos solitarios al atardecer se tendía en él y les soplaba el humo de su cigarrillo a los mosquitos que revoloteaban encima. Se imaginó echado ahora allí, con Paul pegado a él. Era otro de esos sitios donde las fantasías apenas entrevistas, siempre flotando en el aire, tocaban tierra inquisitivamente un rato, para luego seguir aleteando.
Paul había encontrado una pelota de críquet en la hierba alta y, retrocediendo unos metros, la lanzó con efecto al fondo del receptáculo y de ahí hacia el cielo, donde evidentemente no había nadie esperando recibirla; pegó un bote y salió corriendo a toda velocidad hacia la vieja aplanadora de rodillo allí parada, dejando a Paul con un aspecto entre presumido y avergonzado.
—Ya veo que se te da bastante bien —dijo Peter secamente; y, nervioso por si Paul le pedía que le diese al receptáculo su verdadero uso y que lo usaran para lanzar bolas de acá para allá durante media hora, siguió su camino sonriendo, fingiendo que le daba igual no saber lanzarlas ni recogerlas. El movimiento del brazo de Paul y el duro rodar momentáneo de la pelota por los listones curvos tenían algo de experto e incluso de resabiado.
Pareció algo deliciosamente trascendental adentrarse en el lindero del bosque. Allí también daba la sensación de que el anochecer se había adelantado de repente. Incluso los espacios cercanos estaban misteriosamente vedados y repletos de verde, las sombras difuminaban los macizos troncos de los árboles mientras que sus copas formaban un resplandor lejano que se agitaba lentamente. Los castaños de Indias y los tilos que configuraban un gran muro ondulante alrededor de los campos de juego se mezclaban más adentro con grandes robles y siniestros grupos de tejos. Los chicos trepaban a los árboles y se escondían en la maleza descontrolada en torno a la base de los tilos, y escarbaban sus túneles en el terreno lleno de raíces de abajo. En algunos sitios el sotobosque se espesaba artificialmente con barricadas de ramas muertas, y los campos camuflados que formaban tenían entradas ocultas demasiado pequeñas para que ningún profesor pudiese acceder a gatas. Nunca se sabía muy bien si un ruido susurrante era un niño en su refugio de espía o un mirlo entre las hojas muertas.
El comportamiento de Paul se volvió más ansioso, se quedó de nuevo atrás, estiraba el cuello para apreciar el contorno de los árboles, encontraba un interés inexplicable en las hojas bajo sus pies; su fina sonrisa agarrotada de admiración resultaba casi cómica.
—Ven aquí —dijo Peter, y cuando Paul se le acercó, como si dejase de buena gana algo más apasionante que aún retenía en parte su atención, le pasó el brazo con fuerza por el codo, convirtiendo aquel gesto también en una broma necesaria, y le hizo seguir andando con mucho brío—. ¡Tú te vienes conmigo! —le dijo, y se dio cuenta de que temblaba y tragaba saliva de pura excitación y una especie de violencia latente.
En realidad no iba a esperar mucho más; lo único que le impedía echarse encima de él allí mismo era la vaga conciencia de que, fuera de aquel arrebato ruborizado de hermosa exigencia, todavía podía haber chicos cerca, entre los árboles, en el hoyo de un campo. Veía claramente que Paul necesitaba aquel tipo de trato, necesitaba que alguien lo avasallara. Aun así, tuvo que ceder, tras unos cuantos metros de andar agachándose y protegiéndose la cara, bregando con los retoños y la espesa maleza, al «Mmm, la verdad es que…» de Paul, que lo apartó de un empujón y puso más cara de indignación que de susto.
—Perdona, querido, ¿te hago daño? —La fuerza de Peter se convirtió en una caricia más razonable, un torpe cogerse de la mano con dos dedos entrelazados un momento; su ternura trasluciendo el cómico fastidio de verse censurado. Miró alrededor como pensando en otra cosa; parecía que todo estaba en orden, y entonces, haciendo una breve pausa inquisitiva y cortés en el aire, lo besó de lleno pero suavemente en los labios. Fue como una promesa de retirarse una vez lanzado el ataque, un temblor torturante. Y una vez más, como subyugado, Paul se entregó; y una vez más, cuando Peter retrocedió y sonrió, se puso a hablar.
—Dios mío… —dijo en voz baja con una especie de tono trágico que Peter no le había oído antes—. Dios mío…
—Venga… —dijo Peter también en voz baja, y continuaron andando con una nueva sensación de tener un propósito fijo, decididos, hacia el imponente árbol derribado, que Peter consideraba una especie de Roble de Herne. Más allá estaba la línea, invisible pero poderosa como cualquier ley o prohibición de un colegio, que separaba la zona permitida del bosque de la prohibida.
Peter dejó a Paul en Marlborough Gardens y, sentado al volante, se quedó mirando cómo abría la puerta, volviendo un instante la cabeza en la entrada iluminada pero sin decirle adiós con la mano. En la ventana de un dormitorio se vio una luz a través de unas cortinas rosas sin forro; enseguida se encendió la luz del cuarto de baño. Se hizo una idea de la vida privada pero sencilla de aquel hogar según indicaban sus luces, y de Paul inmerso de nuevo en su rutina, que era y no era al mismo tiempo la suya; aliviado por encontrarse de vuelta en cierto modo, pero radiante y distraído sin duda por sus nuevos conocimientos. Peter forcejeó con la palanca de cambios para meter primera y se fue rápidamente con su aire habitual de indiscreción inevitable, dando la vuelta por los jardines.
Se preguntaba si, al fin y al cabo, Paul no sería demasiado raro para él. Tal vez fuese difícil tener un novio tan callado; con tantas reservas parecía que te estaba juzgando. Aun así, desde luego valía la pena agarrarse a él dada la escasez de oportunidades de aquel momento. Seguramente otra persona no lo encontraría nada interesante: una persona que no hubiera acariciado su cálida piel lustrosa, ni sentido sus vacilaciones o sus ardientes punzadas cuando por fin se entregaba. Tenía una polla bonita, un poco afilada, dura como una percha de sombrero, que claramente le había asombrado, y casi horrorizado, ver en manos de otra persona, y luego en su boca. Había jadeado y soltado risitas con la impresión. Y después, rápidamente había comenzado a preocuparse; dejó que Peter lo abrazara y le cogiera de la mano, pero parecía un poco angustiado, como si se hubiera decepcionado a sí mismo. Luego casi se habían apurado para llevarlo a casa; se habían despedido solamente con un «Nos vemos» y el beso precipitado y rehusable en la mejilla en la insegura oscuridad del coche. Sin embargo, todas aquellas pequeñas rarezas hacían que el juego le resultara más interesante a Peter, y lo excitaban aún más. Era completamente distinta a otras historias que había tenido, pero sentía el mismo golpe desconcertante de intuición, el suave balanceo y la potencia de un vehículo más grande que un traqueteante Hillman Imp. En la carretera principal de vuelta a Corley, entró un olor nuevo por las ventanillas abiertas, el olor nocturno, húmedo y dulce de los campos y los árboles, todavía más misterioso cuando las noches eran tan cortas. El sol saldría poco después de las cuatro, y los encontraría a los dos despertándose con sensaciones diferentes respecto a cómo habían cambiado las cosas. Peter se vio a sí mismo con la cabeza en otra parte durante las clases, y Paul, con sus libros de ingresos, preocupado por sus sensaciones, encaramado en su taburete giratorio, con una nueva conciencia de que pensaban en él y lo deseaban que distraía su atención.
Aminoró la marcha y puso el intermitente que indicaba que iba a torcer hacia la calle vacía, y entró por la verja a la oscuridad más espesa y cerrada del parque. Las luces del hogar…, la milla de oscuridad perfumada… El bosque había crecido mucho, evidentemente, desde los tiempos de Cecil; ahora no se podían ver las luces del colegio. También aquella milla era una distancia meramente poética; o social, quizá, concebida para impresionar. Era una de las muchas invitaciones de Cecil a admirarle, aunque probablemente no a aparecer en persona por Corley Court. Se presentaba ante el lector a lomos de un caballo veloz, aquel mundo actual de coches baratos y aviones a reacción soberbiamente ignorado.
Entre las White Horse Downs y Radcot Bridge,
sólo maíz y sotos y pastos en penumbra,
grises chapiteles de aldea y techos de paja adormecida,
y redondos tallos de magarzuela bajo álamos que miran
sus sombras proyectadas por la luna sobre el Támesis.
Era uno de sus mejores poemas prebélicos, a pesar de aquella tendencia al relleno grandilocuente que echaba a perder casi todo lo que había escrito si se juzgaba con un criterio muy rígido.
Peter aparcó en la extensión de gravilla y, aunque lo intentó, no consiguió cerrar el coche sin hacer ruido. Brillaba la luna entre franjas de nubes, y antes de entrar rodeó la casa, atravesó el césped del estanque de peces y subió la pendiente que daba a la verja del Terreno Alto. Parecía avanzar a grandes pasos, en medio de la compleja calma de la satisfacción sexual, transportado por veloces imágenes en bucle de lo que había sucedido; se dio cuenta de cómo las iba enriqueciendo y animando con pequeños toques; luego sintió la frialdad contrapuesta de una especie de malestar, la frialdad de la soledad. Si Paul siguiera con él, lo harían mejor, lo volverían a hacer. Sin duda ya era doloroso para cualquiera que estuviera cortejando a otra persona, pero para dos hombres… Se detuvo delante del templo jónico y escrutó aquellas sombras tan oscuras, extrañamente receloso de la vida palpitante confinada de un modo invisible allí dentro. Tal vez molesto por su presencia, un conejo o un hámster pegó un bufido y rascó algo, y un periquito salió disparado y revoloteó e hizo sonar su campanilla. Siguió andando y se quedó junto a la verja, mirando atrás, mientras la luz de la luna y sus sombras volvían incorpórea la casa, a pesar de su mole repleta de pináculos, como si estuviera medio en ruinas. Los dormitorios estaban todos a oscuras, pero la luz del televisor del director parpadeaba dentro de la veranda. La luna centelleaba en la veleta puntiaguda del tejado de la capilla, y en la esfera del reloj parado del gablete central, bajo la pálida faja de piedra con el emblema de los Valance: «Aprovecha el día».
Era gracioso que Paul se hubiera excitado sexualmente con la tumba de Cecil y con que Corley hubiera sido su hogar. El hermano de Cecil, naturalmente, había vivido allí treinta años más, hasta que la ocuparon los militares. Sin duda, al final había sido una suerte que se hubiera tapado toda la decoración victoriana; así el ejército no había estropeado nada. El odio que sentía Dudley Valance por la casa había servido para conservarla. Merecería la pena intentar hablar con él sobre aquella primera época, y sobre Cecil de niño. En Flores negras trataba a su hermano con mucha frialdad; incluso a veces adoptaba un tono sarcástico. Aun así, menudo tema, dos escritores criándose en aquel lugar asombroso, mientras el mundo que lo había construido se precipitaba hacia el abismo. Tal vez él debía aprovechar también el día y empezar a recoger material, hablando con gente como la vieja Daphne Jacobs que todavía se acordaba de Cecil, y lo había amado, y al parecer había sido correspondida.
¿A la gente le interesaba Cecil? ¿Qué talla tenía como poeta? Indiscutiblemente, la de un poeta muy menor, que había escrito de casualidad unos cuantos versos que habían quedado… Pero su vida había sido dramática además de corta, y ahora todo el mundo estaba como loco con la Primera Guerra Mundial; en sexto curso todos se aprendían de memoria «Himno por la juventud condenada», y les gustaban los poemas bélicos de Valance que les había enseñado. Algunos de esos poemas tenían un toque homosexual; algo que había intuido también en Dudley. Si acaso Dudley parecía el más homosexual de los dos, con su intensa devoción por aquel hombre llamado Billy Prideaux, al que habían matado de un tiro a su lado, en una misión nocturna de reconocimiento; devoción que parecía haber desencadenado una depresión nerviosa, intensa pero oscuramente descrita en su libro.
Peter volvió al banco de piedra que había junto al estanque de peces y encendió un pitillo. Habría que echarles un vistazo a las cartas de Cecil; Peter esperaba que su encanto hubiera surtido efecto la semana anterior en George Sawle, que debía de tener toda clase de recuerdos aprovechables. Interesante lo que había dicho sobre Lytton Strachey además, y sobre aquel libro que estaba a punto de salir. ¿La época de los rumores estaría a punto de dar paso a la época de la documentación? Contempló la casa, como si atesorase un misterio y, a su estilo victoriano, impusiese aquella misión. ¿Sería capaz de escribir una biografía? Le exigiría una vida mucho más ordenada de la que había llevado hasta entonces… Era curioso, pensaba muchas veces, estar allí en el campo con aquellos ochenta niños y un grupo de adultos que nunca habría elegido como amigos. Pero por lo menos sería como una ventaja simbólica si se ponía escribir el libro. Las estrellas se condensaron en las capas más altas del cielo y la luna que iba descendiendo le dio un respiro gótico al empinado perfil negro del tejado. No soplaba el viento y hacía calor, lo más cercano al éxtasis de un verano inglés ideal. Parecían las condiciones perfectas para la jornada de puertas abiertas. Se levantó y regresó paseando tranquilamente hacia la casa, con un cansancio agradable ante aquella perspectiva agotadora.
¿Qué era aquello? Una mano le acarició la nuca mientras la sombra de una alta chimenea de ladrillo encima de la ventana del director se bamboleaba y cambiaba de sitio. Una forma como de cometa se destacó y se desplazó con una cautela de ensueño por los canalones inclinados del tejado; cinco segundos después otra, vacilante pero decidida, y dando la sensación de que las sombras negras como la tinta podían albergar muchas más. Eran extrañamente anticuadas aquellas dos figuras, de un tamaño y una altura indeterminados, y parecían fluir como sombras aceitosas ellas mismas, en batas abiertas como capas. Fueron gateando de chimenea en chimenea, hacia la vertiente más alta del tejado de la capilla, con su aguja de remate aún por encima de sus cabezas. Peter oyó muy débilmente un par de veces las pisadas y los resbalones de sus pies calzados con zapatillas.