5

—No me puedo creer que esté haciendo esto —dijo Jenny Ralph.

—Pues no me importa, la verdad.

Ella se acercó hasta él, dando unos pasos torpes con sus tacones por la gravilla y sosteniendo un vaso alto lejos del cuerpo.

—¡Ya lo están utilizando otra vez!

—Sólo mientras va llegando la gente; me gusta tener algo que hacer. —Paul estaba en la entrada y vio cómo un enorme Rover negro con un motor de tres litros se acercaba lentamente por la calle, como un coche en un funeral. En el tono más alegre del que fue capaz, añadió—: De todas maneras, aquí soy un poco un intruso.

—Venga, no sea tímido —dijo Jenny. Llevaba un vestido con mucho vuelo, como una bailarina de salón, y un montón de sombra de ojos; y la verdad era que lo intimidaba un poco, a pesar de la diferencia de edad. Él llevaba el traje del trabajo, pero le hubiera gustado llevar otra cosa—. Además, está claro que le ha caído muy bien a la abuelita.

—Ya… Bueno, es una persona muy interesante, me gusta.

—Mmm, pues ella lo adora —dijo Jenny en un tono bastante mordaz.

—No me diga…

—«¡El empleado del banco que cita al querido Cecil!».

—Ah, comprendo… —dijo Paul, riéndose mientras se apartaba de la verja, pero preguntándose de nuevo si no era más que un motivo de chanza para todos ellos. Sonrió y saludó en dirección al coche. Llevaba las viseras bajadas para protegerse del sol poniente, y la pareja de ancianos medio sordos que iba dentro parecía un poco confusa. El plan consistía en que los invitados debían rebasar la casa, aparcar los coches en el campo de enfrente, cruzar la calle y entrar por el otro portón del camino de acceso. Si se trataba de personas demasiado enclenques, podían aparcar en el propio acceso. Era una cuestión delicada decidir si los numerosos invitados mayores que estaban llegando eran lo bastante enclenques para tener ese derecho. En el campo se corría otro riesgo: el de pisar una boñiga, que Paul prefería no mencionar a las claras.

—Miren dónde ponen los pies —gritó mientras el coche se alejaba a paso de tortuga—. No —le dijo luego a Jenny—, es que teníamos que aprendernos «El sueño de los soldados» de memoria.

—¿Cómo dice?

—El poema de Valance.

—Ah, ya… —dijo Jenny.

—«Algunos se pasean por las granjas / y los valles intactos de la guerra / sin llegar a saber mientras los sueñan / que están en guerra a pesar de la calma / de esos campos y arroyos cantarines».

—Ya veo… —dijo Jenny—. Por cierto, ¿sabe que hay un baile en el Corn Hall esta noche?

—Sí, lo sé… Bueno, conozco a alguien que va a ir.

—¿Ah, sí? ¿Le apetece ir después?

—¿Pero la van a dejar ir?

Geoff había hablado de eso, iba a llevar a Sandra, y de repente Paul se sintió tentado por la idea, aunque enseguida se dio cuenta de que seguramente no podría llevar a Jenny.

—Vienen los Locomotives, un grupo de Swindon… Me apetece muchísimo. Pero es mejor que no digamos nada —dijo Jenny, dándose la vuelta para sonreír al joven John Keeping, que estaba cruzando el camino de acceso, también con un vaso alto en la mano. Se había cambiado de ropa y ahora llevaba un traje cruzado oscuro, con un pañuelo de seda rojo en el bolsillo de la pechera, que le daba todo el aspecto de un próspero hombre de negocios—. Mi abuela ha pensado que le apetecería un poco de fruit-cup —dijo con mucha ironía por haberse convertido, por un momento, en camarero.

—Muy amable de su parte —dijo Paul, cogiendo el vaso, sin saber muy bien lo que era el fruit-cup.

Jenny hizo una mueca cortante.

—Acabo de pillar a la abuela echándole otra media botella de ginebra, así que yo me andaría con ojo si fuera usted.

—Dios mío, tenga cuidado entonces —dijo John, con una carcajada desganada.

Paul se ruborizó mientras le daba un trago.

—Mmm, no está nada mal —dijo, intentando no toser cuando la ginebra hizo que se desvaneciera la momentánea ilusión de que se tratara de algo parecido al zumo de naranja. Le dio otro trago.

John lo miró con los ojos entornados y luego giró sobre sus talones para abarcar la vista hasta la calle, el semicírculo del camino de acceso.

—Cuando llegue mi abuelo…, Sir Dudley Valance…, ¿lo conoce?

—Ah, sí… —respondió Paul.

—¿Le podemos reservar un sitio junto a la puerta de entrada? No le va a gustar nada que le hagan andar.

—De acuerdo…

—Tiene una herida de guerra, ¿sabe? —dijo John, con cierta satisfacción—. Mire, ahí viene —dijo, señalando con la cabeza al Austin Princess, que se acercaba, y acto seguido volvió a alejarse por la gravilla para servirse él mismo una copa.

—Puede andar perfectamente —dijo Jenny—. Sólo que todo el mundo le tiene miedo.

—¿Y eso? —dijo Paul

—Bueno… —Jenny resopló y meneó la cabeza, como si fuese demasiado aburrido para explicárselo—. Pero si es el tío George —dijo—. Deme su vaso. —Lo puso sobre una losa junto al poste de la verja y gritó—: ¡Hola, tío George! —Y añadió con una especie de alegría desganada—: Tía Madeleine…

Paul apoyó una mano en el borde del techo bañado por el sol y sonrió por la ventanilla abierta. El tío George, que iba en el asiento del copiloto, era un hombre de unos setenta y tantos años, con una calva tostada por el sol y una pulcra barba blanca. Girando el cuello detrás de él, venía una mujer de mandíbula acusada con el pelo gris rizado y un maquillaje y unos pendientes extrañamente llamativos. En cuanto al tío George, llevaba una camisa granate con una pajarita verde de flores. Entornó los ojos para mirar a Paul, como decidido a resolver un enigma sin ayuda.

—¿Y tú cuál de ellos eres?

—Mmm… —dijo Paul.

—No es ninguno de ellos —dijo la tía Madeleine, cortante—, ¿verdad que no?

—¿No eres uno de los hijos de Corinna?

—No, señor, yo soy… simplemente un compañero, un amigo…

—Supongo que te acordarás de los hijos de Corinna… —dijo Madeleine.

—Perdona, creía que podías ser Julian.

—No —dijo Paul, sorprendido y desconcertado, casi con ganas de protestar porque lo tomaran por un colegial, por guapo y encantador que fuera. Y una vez los había mandado al terreno, preguntó—: ¿Quién es?

—¿El tío George? El hermano de la abuelita; bueno tenía dos hermanos, en realidad, pero a uno lo mataron en la guerra; en la Primera Guerra Mundial, quiero decir. Era el tío Hubert. Debería hablar con ella, si le interesa la Primera Guerra Mundial. El tío George y la tía Madeleine eran profesores de historia. Escribieron un libro juntos bastante conocido: Una historia cotidiana de Inglaterra —dijo Jenny, casi bostezando de orgullo informal.

—Vaya…, ¿no será G. F. Sawle?

—El mismo, sí.

—Vaya, ¡G. F. Sawle y Madeleine Sawle! Lo dimos en el colegio.

—Pues ahí los tiene.

Paul recordó la página de portada donde había rodeado los nombres de G. F. SAWLE y MADELEINE SAWLE con un complicado garabato isabelino.

—¿Todos los miembros de su familia son escritores famosos?

Jenny soltó una risita.

—Y además la abuelita está escribiendo sus memorias…

—Sí, ya lo sé, me lo contó.

—Lleva siglos escribiéndolas, la verdad. Ya empezamos todos a preguntarnos si verán la luz algún día.

Paul bebió otro sorbo de fruit-cup, sintiéndose ya extrañamente mareado a la luz del atardecer.

—Espero que no se lo tome a mal —dijo—, pero su familia me parece un poco complicada: cuesta saber quién es quién.

—Mmm, ya se lo avisé.

—No sé…, por ejemplo, ¿hay un señor Jacobs?

—Ya se murió. En cierto modo, la abuelita siempre tuvo mala suerte —dijo Jenny, como si hubiera estado presente en aquella época—. Primero se casó con Dudley, que seguramente era muy apasionado pero estaba un poco trastornado por culpa de la guerra y la maltrataba; así que ella se escapó con mi abuelo… —Le dio un sorbo a lo que fuera que estuviese bebiendo.

—¿Cómo se llamaba…? ¿Ralph…?

—Revel Ralph, el artista; todo el mundo pensaba que era homosexual, ya sabe, pero de todas maneras se las apañaron para tener… a mi padre… y con el paso del tiempo…

—¿En serio? —dijo Paul entre divertido y alborozado, apartándose, con la cara ardiendo ante aquella súbita irrupción de la palabra homosexual (de la palabra y del hecho), y descendiendo unos metros por el camino… Una irrupción tan despreocupada, además, como si a nadie le importara nada. Todo el mundo pensaba que era homosexual. Gracias a Dios, se estaba acercando un coche por lo menos, y él rezó para que se dirigiese a Carraveen. Lo contempló con cariño, lleno de sentimientos de hospitalidad, haciendo caso omiso de su rubor con la ferviente esperanza de que se le pasase. Era un Hillman Imp de color verde guisante, que hacía bastante ruido en primera o segunda, con el parabrisas blanco de polvo (tal vez el coche de un granjero) y la visera bajada para protegerse del resplandor que daba de lleno en el rostro del conductor. Paul lo observó casi impaciente mientras se aproximaba, y se quedó mirando con una extraña camaradería las manos grandes apoyadas en el volante, la nariz arrugada, la sonrisa involuntaria del hombre que quizá apenas podía distinguirle allí esperando, recortado contra el sol; y entonces vio, con un reajuste de su memoria a aquel reencuentro, que se trataba de Peter Rowe. Algo providencial en su bebida hizo que se acercara sonriendo a la ventanilla abierta.

—Ah, hola —dijo Peter Rowe—, ¡es usted!

—Hola —dijo Paul, mirándole a la cara, que, inexplicablemente, le pareció más normal y encantadora de lo que la recordaba, mientras la idea que se había hecho de la noche que tenía por delante parecía dar un giro en torno a él y bajo sus pies, como el decorado de un escenario. El interior del coche olía intensamente a combustible y plástico caliente. Sobre el asiento del copiloto descansaban unas cuantas partituras. «W. A. Mozart», leyó, «Duetti». Se sintió juguetón—. No es usted un enclenque ni una persona mayor, ¿verdad? —preguntó.

—En absoluto —respondió Peter Rowe, con un efusivo tono ofendido y una astuta sonrisa.

—Entonces me temo que tendrá que aparcar en aquel terreno de allí —dijo Paul; y siguió sonriendo hacia el interior del coche sin saber qué decir a continuación.

Peter Rowe empujó con cierto esfuerzo la palanca de cambios para meter primera.

—Bueno, enseguida nos vemos —dijo—, qué gracioso…

Paul sintió cómo el coche caliente se deslizaba bajo sus dedos, lo que dejó un largo rastro en la suciedad del techo.

—Mire dónde pone los pies —gritó, intentando que se le oyera a pesar del estruendo explosivo del motor, que por alguna extraña razón en el Hillman Imp estaba detrás, donde debía estar el maletero; y la expresión poner los pies, que ya le parecía rara, ahora le sonó casi surrealista y cómica. Vio que el coche enfilaba la verja y luego el terreno, mientras el tufo del tubo de escape se aposentaba suavemente en el tenue olor a hierba.

—¿Conoce a Peter Rowe? —le preguntó Jenny.

—Sólo lo he visto una vez —contestó Paul, sintiéndose extrañamente reforzado, de modo que se atrevió a añadir—: Pero no sabía que iba a venir esta noche… Me parece estupendo.

—Bueno, es que va a tocar unos duetos con la tía Corinna; es una sorpresa para la abuela.

—Ah, ya —dijo Paul. Le parecía una sorpresa bastante insulsa, pero es que tampoco le gustaba mucho la música. La música siempre había sido para él algo aburrido. Aun así, se puso a imaginar la escena: él mirando, posesivo, con admiración, incluso con un poco de rencor ante la seguridad y la destreza de Peter. Como contribución a la fiesta, desde luego era mejor que decirle a la gente dónde tenía que aparcar.

—¿De qué lo conoce? —dijo Jenny con cara de traviesa.

—Tiene una cuenta en el banco. Le he pagado sus cheques. —Paul lo dijo como si fuera la encarnación de la insipidez, sólo que teñida de rosa.

Jenny miró por encima del hombro, hacia el lugar por donde Peter estaba cruzando la calle para entrar por la otra puerta, con sus partituras en la mano; las blandió en el aire a modo de alegre saludo que, de repente, no dio demasiada impresión de alegría. Aunque a lo mejor tenía que prepararse, que ensayar. Paul lo observó durante aquellos breves segundos con una media sonrisa, un aire (o eso esperaba) de interés despreocupado; Peter tenía un andar ligero y pesado a la vez que le resultó familiar.

—También da clases en Corley Court —dijo Jenny; y bajando la voz añadió—: Lo llamamos el querido Peter Rowe.

—¿Ah, sí…? —dijo Paul, ahora un poco crítico con respecto a Jenny.

Ella volvió a echarle una mirada divertida.

—Es bastante creído —dijo con una voz más grave, de forma que él se dio cuenta de que estaba citando a alguien. A la tía Corinna, probablemente.

Mientras las sombras se movían y se alargaban y el reloj de la iglesia daba las ocho y luego las ocho y cuarto, el entusiasmo de Paul comenzó a apagarse. Entre la llegada de uno y otro coche se terminó su bebida, y a la ráfaga de ebriedad le siguió un estado menos placentero de impaciencia y sequedad de boca, después de tener que repetir lo mismo tantas veces. Jenny se había acercado hasta la casa para buscar a Julian y aún no había vuelto; de todas maneras, eran unos críos, a pesar de que Jenny lo tratara como si fuera más joven que ella. Roger salió a dar una vuelta para olfatear el arcén y orinó un poco en cuatro puntos distintos, pero no dio más muestras de solidaridad. Las llegadas se fueron espaciando. Tal vez no viniese el temido Sir Dudley; hasta aquel momento, Paul sólo había dejado aparcar en el propio acceso a un coche pequeño, que era prácticamente un coche de inválido. Pensó en la sonrisa de Peter, y en la vibración de su voz cuando había dicho: «¡En absoluto!»; tuvo una sensación mareante de complicidad, como el impacto y la subida del propio alcohol, una sensación intacta, mayor aún que la de su primer encuentro, que hizo que el corazón se le acelerase de nuevo. Era casi como si Peter supiera el papel que había desempeñado en las fantasías de Paul, como si supiera todo lo del baño y el piso de soltero. Y encima aquella sed, que le provocaba un ligero dolor de cabeza, y un poco de incertidumbre, como el frescor y la velocidad del aire que se colaba entre las puntas de los setos que tenía delante, para retirarse inmediatamente. Oía el ruido alegre, que sonaba en parte a discusión, de cincuenta o sesenta personas hablando en la gran extensión de césped de la parte trasera de la casa, donde habían puesto mesas y sillas. Peter andaba por allí, en alguna parte, entre la familia y los amigos, emborrachándose tan contento, el querido Peter Rowe, bastante creído. A Paul le vinieron a la cabeza ciertas cosas que no acababan de gustarle de él. ¿Le gustaba de verdad, ahora que había vuelto a verlo? ¿Podía imaginarse realmente desnudándose con aquel maestro de escuela preparatoria, de pasos pesados? Pensó en la bragueta apretada de Geoff, y luego en el guapo Dennis Flowers, del King Alfred’s de Wantage, capitán del equipo de críquet, que no era un maestro sino un alumno. Paul se quedó mirando con una especie de angustia incomprensible el trozo del camino junto a la verja, los baches calcáreos, la hierba seca y el duro senecio no demasiado airoso, nudoso y con flores amarillas, que crecía a lo largo de sus bordes. Entonces el reloj de la iglesia dio las ocho y media, las dos notas alegres con su intervalo habitual que parecían decirle, con su total indiferencia, que entrase en la casa inmediatamente.

Con el corazón acelerado, salió al patio, donde estaba la mesa con las bebidas. Todos lo habían visto, claro, pero nadie sabía quién era. Percibió cierta curiosidad en los gestos de cabeza, mezclada con un sentimiento más frío mientras se abría paso entre aquellas personas en su mayoría mayores y canosas. Habían traído a unas cuantas mujeres del Bell para hacer de camareras, vestidas de negro con delantales y cofias blancas; le sirvieron con un cucharón otro vaso de fruit-cup, lo que tenía algo de cómico, con aquellos trocitos de naranja y demás haciendo plaf al caer dentro.

—¿Quiere más trocitos de fruta, querido? —preguntó la mujer.

—No, sólo líquido, por favor —respondió Paul, y todos se rieron.

Vio a Peter al otro extremo del césped, hablando con una mujer con un vestido verde ceñido; le había pedido que le sostuviera el vaso mientras él sacaba sus cigarrillos del bolsillo, hicieron unos cuantos gestos desmañados, y al final ella levantó la cara hacia él, encantada y agradecida por el fuego. Paul se acercó y oyó la risa ahogada de Peter, sus murmullos de impaciencia mientras encendía su propio pitillo; vio que ambos sonreían e inclinaban la cabeza mientras echaban el humo.

—¿Cómo? ¿En el segundo acto, quiere decir? —dijo Peter.

Ahora estaba casi delante de ellos, con una sonrisita tensa, pero todavía misteriosamente invisible; y de golpe pensó que a lo mejor no era bien recibido; en un momento se había alejado sigilosamente, ahora con una sonrisa herida de preocupación, rodeando los grupos de gente charlando, mirando alrededor como buscando a alguien, hasta que se quedó parado a solas en un rincón junto a una base alta de carrizo de las pampas. Le dio repetidos sorbos a su bebida, que parecía mucho menos tóxica que su primera dosis. Estaba estupefacto ante su propia timidez, pero enseguida se convenció de que su espantada había sido tan rápida que seguro que se podía dar marcha atrás. Las conversaciones cercanas eran una mezcla confusa de disparates deliberados. «Me parece que eso es imposible con Geraldine», le estaba diciendo la mujer que tenía más cerca de un hombre ajado cuyo codo casi tiró la bebida de Paul. No podía quedarse allí. En un claro que se abrió un momento entre las espaldas movedizas y oscilantes de los invitados, vio a la mismísima señora Jacobs en medio del césped, con un vestido azul y un collar rojo oscuro, las gafas destellando mientras se volvía y el rostro iluminado en cierto modo por el hecho de que aquella era su propia fiesta.

—¡Pero esto no puede ser…! —Corinna Keeping, vestida de rojo y negro, y aún más temible tan sonriente y tan animada, había dado con él.

Lo llevó, como a una especie de héroe vergonzoso, aunque también (no podía evitarlo) como a un delincuente que, en su estupidez, había pensado que podía escapar de ella escabulléndose entre los invitados hasta el otro extremo del césped.

—¡Hay alguien que quiere conocerle! —dijo, sin ser del todo capaz de ocultar su sorpresa ante semejante cosa, y en un abrir y cerrar de ojos lo había llevado hasta donde se encontraba Peter Rowe—. Y Sue Jacobs; bueno, pueden presentarse ustedes mismos. —Pero se quedó allí, con su sonrisa desafiante, para cerciorarse de que lo hacían.

Se dieron la mano, y Peter dijo tranquilamente mientras soplaba el humo:

—Por fin.

—No he entendido su nombre —dijo Sue Jacobs.

—Ah, Paul Bryant —dijo Paul, con el extraño esfuerzo de claridad y la risa jadeante que siempre conllevaba su presentación.

Y Peter asintió:

—Eso…, Paul. —Evidentemente, acababa de averiguar su nombre.

—Cenamos enseguida —dijo Corinna— y luego entramos para el concierto. —Posó una mano enguantada en negro en el antebrazo de Sue Jacobs—. ¿Te parece bien, querida?

—¡Estupendamente! —dijo Sue, y le devolvió la sonrisa, como intentando estar a la altura del humor desaforado de Corinna.

—¿Usted también va a tocar? —preguntó Paul, sin ser capaz de mirar directamente a Peter todavía.

—Voy a cantar —respondió Sue, mientras su sonrisa se desvanecía al alejarse Corinna—. Esperaba poder ensayar un poco, pero el viaje hasta aquí ha sido horrible.

Vio que era mayor de lo que había pensado (debía de andar por los cuarenta), pero delgada y vitalista y, en cierta forma, competitiva.

—¿Dónde vive?

—¿Eh…? En Blackheath. En la otra punta. Muy bien podríamos haber organizado la fiesta allí en vez de arrastrar a todo el mundo hasta el último rincón de Berkshire.

—¿Pero no pudo ser? —dijo Peter.

—Corinna quería hacerla aquí, y cuando Corinna quiere algo… Ah, me olvidaba, soy la hijastra de Daphne —le dijo a Paul—. Se casó con mi padre. —Sonó como si lo considerara un lamentable giro de los acontecimientos.

—¡Ah, ya! —dijo Paul riéndose nervioso y sin saber muy bien dónde estaba Blackheath; se imaginó algo parecido a New Forest. Vio que detrás de ellos, en el borde del parterre, reposaba la artesa rota, con la punta aparentemente pegada con cemento y disimulada rápidamente con unas capuchinas; la herida de su mano también había formado una costra que él le había quitado, dejándola de color rosa.

—Jenny dice que va a tocar esta noche —le dijo a Peter. Era mágico, y a la vez absolutamente simple, tenerlo tan cerca. Tenía un olor corriente a humo mezclado con una loción para después del afeitado rara que hizo que Paul se imaginara algo así como que Peter lo abrazaba y le daba un beso en la parte superior de la cabeza.

—Pues bien sabe Dios que a mí tampoco me habría venido nada mal un ensayo —dijo Peter—. Más que tocarla, la aporreamos en el colegio, pero ella es diez veces mejor que yo.

—Yo no debería fumar si voy a cantar —dijo Sue, abriendo su pequeño bolso de noche.

Peter aplastó su propio pitillo con el pie antes de sacar el mechero para encender el de ella.

—No me gustan las canciones de Bliss —dijo.

—Sólo voy a cantar la de Valance —dijo Sue—. Mmm, gracias… Se llaman Cinco Canciones, opus no sé qué, pero sólo vamos a hacer esa, gracias a Dios.

—¡Ajá…! ¿Puedo preguntar qué poema?

—Me imagino que lo conocerá…, es sobre una tumbona. Se supone que lo escribió para Daphne… ¡o eso dicen!

—Tengo que preguntarle por Cecil Valance —dijo Peter—. Acabamos de estudiarlo en quinto curso.

—Bueno, es lógico. Daphne piensa que lo escribió todo para ella, por lo visto.

—¿Cree que se acercaría a charlar con los chicos?

—A lo mejor sí, supongo. No sé si ha vuelto alguna vez a Corley, ¿usted sí? Lo contará todo en sus famosas memorias, claro.

—Ah, ¿pero las está escribiendo? —dijo Peter, descansando su mano en el brazo de Paul un buen rato, como para no perderlo con aquella conversación sobre desconocidos, y transmitiéndole seguramente muchas más cosas. De hecho, Paul dijo:

—Lleva siglos escribiéndolas.

—Ah, entonces ¿sabe algo de eso? —preguntó Sue.

—Bueno, un poco… —Y añadió—: ¿El poema no es ese que empieza: «Un alerce en la cabecera y a tus pies un sauce»?

—Pues sí que lo conoce —dijo Sue, un poco contrariada al parecer.

—¡Sería mejor que la llevara a usted a darles una charla a los de quinto curso! —dijo Peter, mientras el asomo de burla de su tono se disolvía en la larga mirada de sus ojos castaños, como si también percibiera que, poco a poco, se iban acumulando emociones tanto en torno a ellos como ante ellos. Era una clase de mirada que Paul nunca había visto, y entre su felicidad y su pánico se dio cuenta de que se había terminado su copa.

—Bueno, vamos a cenar, ¿no? —dijo Sue, de una forma que hizo que Paul pensara que se había percatado de algo.

—¿Podemos sentarnos con usted, señor? —preguntó Peter.

El rostro bronceado de George Sawle esbozó una vaga sonrisa mientras señalaba las sillas. En la penumbra, o a esa hora de sombras infestadas de mosquitos del sauce llorón, era la mesa más apartada. Casi parecía que el anciano tratara de esconderse.

—Soy el hermano de Daphne —dijo.

—Ya. Ya sé quién es —dijo Peter, con su insinuante risa ahogada, posando su plato al lado de él—. Yo soy Peter Rowe. Doy clases en Corley Court.

—¡Cielo santo…! —dijo el viejo Sawle, en un tono que daba a entender que había mucho que decir al respecto, si algún día se conseguía abordarlo.

Paul sonrió, pero no sabía si estaría bien decir que era todo un honor conocerlo. Había visto alguna vez a John Betjeman en Wantage, pero en realidad nunca había conocido a un escritor. Una historia corriente, con sus ilustraciones anticuadas de plantaciones en franjas y vehículos de transporte tirados por caballos, se había publicado un poco antes de la guerra. Ya era un poco mágico que G. F. Sawle y Madeleine Sawle aún siguiesen vivos, así que ya no digamos que anduviesen dando vueltas por el país en un Austin Princess. Paul se sentó al lado de Peter; parecía que lo daban por hecho, era todo absurdamente nuevo y fácil, y él intentaba mantener la calma mientras se movían por allí juntos. Evidentemente, aquella gran copa de vino blanco lo ayudaría.

—Nos conocimos hace poco… Soy Paul Bryant. —La silla dio un bandazo y se hundió ligeramente bajo su peso en la hierba descuidada.

—Es verdad… —dijo Sawle, asintiendo y tirando luego tímidamente de los mechones blancos más largos de su barba que le sobresalían del mentón. Examinó el salmón y las patatas nuevas de sus platos a través de sus gafas de gruesos cristales.

—¿No va a comer nada, profesor? —dijo Peter.

—Creo que mi mujer… —dijo Sawle, y enseguida miró alrededor—. ¡Ahí viene…! —Fue como si los invitase un momento a descubrir la comicidad de la pareja que hacían, en su devoción y su excentricidad.

Paul miró hacia allí y vio a Madeleine Sawle atravesar cautelosamente el patio con un plato en cada mano, y luego abrirse paso hacia ellos entre las mesas de manteles blancos donde otros invitados se dedicaban a coger sillas y a decir: «Pues claro que puede, querida» a las personas que precisamente habían estado tratando de evitar. Todo aquel tono social era nuevo para él, las notas agudas de la clase alta sobresaliendo de la confusión general, con un par de voces gritonas del pueblo; y se alegraba de estar allí escondido, bajo la alta cenefa de la vieja haya. Sentía la marea creciente de buena suerte de aquella noche, y con ella la sospecha de que todo era un error; seguro que la señora Keeping lo mandaba en cualquier momento de vuelta a la verja.

—Nos hemos metido debajo de este árbol tan complaciente, querida, tal como sugeriste —dijo George Sawle, con gran claridad, mientras Madeleine dejaba los platos frunciendo un poco el ceño y abría su bolso para sacar los cubiertos que había traído en él. A Paul le volvió a sorprender la atrevida rareza de los pendientes rojos que flanqueaban su masculina cara cuadrada—. Ya se conocen, ¿no?

Paul y Peter se presentaron; Peter sonrió y dijo «Peter Rowe» afablemente y casi con indulgencia, como si fuera algo maravilloso que la señora Sawle tal vez debiera saber.

—Yo soy Paul Bryant —dijo Paul, y se dio cuenta de que no lo había dicho con tanto orgullo. Ella inclinó la cabeza; era evidente que estaba bastante sorda.

—Peter… y Paul —dijo ella con amistosa austeridad.

A Paul le gustó que los emparejara, aunque se sintiera como un colegial bajo su mirada. Se preguntó si los Sawle tendrían hijos. Ella parecía la colaboradora ideal de Una historia corriente, tenía algo de diligente y de pedagógico. Paul se los imaginó trabajando juntos en un interior con vigas de roble, tal vez con un telar casero al fondo. Aparte de eso, no sabía nada sobre quién era o qué había hecho. Pensó que era un poco extraño que los Sawle estuviesen allí escondidos y no se unieran al resto de la familia para cenar.

—¿Son ustedes viejos amigos?

—Pues sí —dijo Peter—. Nos hemos conocido hace un cuarto de hora, más o menos.

—Más bien un par de semanas… —dijo Paul, riéndose, un poco molesto.

—Quiero decir de Daphne.

—Ah, no, perdone, aún no —dijo Peter—, aunque evidentemente espero serlo. —Peter no dejaba de sonreír de oreja a oreja entre tanta tontería, y Paul se dio cuenta de que su admiración por él se mezclaba con una pizca de vergüenza—. Me cae muy bien.

Y en ese mismo momento, mientras se sentaba un poco más adelante para empezar a comer, Paul sintió que la rodilla de Peter presionaba bruscamente la suya y se quedaba así, casi como si pensara que era una pata de la mesa. Tenía el corazón acelerado cuando apartó su rodilla, pero sólo un par de centímetros. Peter la movió a la vez, se echó un poco hacia delante en su silla para mantener el contacto más fácilmente. Su sonrisa demostraba que estaba disfrutando con aquello, igual que con todo lo demás. El calor se transmitió de una pierna a otra, y rápidamente viajó hacia arriba causando un efecto muy agradable pero desconcertante; Paul también se encorvó un poco y extendió su servilleta sobre el regazo. Sintió un dolor hueco, una especie de hambre almacenada y atesorada, en el pecho y por los muslos. Notó que le temblaba la mano, y le pegó otro gran sorbo a su copa, sonriendo con los labios apretados, como si estuviese en un trance de placer respetuoso por la compañía y la ocasión.

—Ah, Daphne…, bueno, claro. —Madeleine Sawle estaba diciendo, y le echó a Peter una mirada peleona mientras se colocaba al lado de su marido, dejando una silla vacía entre ella y Paul—. ¿No se dedica al teatro? —preguntó.

—A veces pienso que sí —respondió Peter—, pero no, soy profesor.

—Da clases en Corley, querida —dijo George.

—¡Caramba! —dijo la señora Sawle, y expresó cierta impaciencia mientras extendía su servilleta y comprobaba si su marido estaba listo para empezar a comer—. Hace cuarenta años que no piso Corley. Supongo que será mejor como colegio que como casa particular.

—Es un edificio espantoso —dijo el profesor.

—¡Nooo…! —dijo Peter, ruborizándose un poco, como protestando en plan cómico, cosa que Sawle no percibió.

—Íbamos bastante, claro —dijo la señora Sawle—, cuando Daphne estaba casada con Dudley, como ya sabrán.

—No fue una época muy feliz —dijo el profesor, en tono confidencial pero insulso.

—No, no fue una época muy feliz —repitió la señora Sawle—, o mejor dicho, un matrimonio muy feliz. —Y se quedó mirando su plato con una sonrisa fija.

—Acabo de leer la biografía que escribió Stokes sobre Cecil Valance —dijo Peter—. Ahora que lo pienso, usted debió de conocerlo, señor.

—Sí que conocí a Cecil —dijo Sawle.

—Lo conociste muy bien, George —dijo la señora Sawle—. Esa fue la última vez que fuimos allí, para encontrarnos con Sebastian Stokes, cuando estaba recopilando material para el libro.

—Mmm, lo recuerdo todo perfectamente —dijo el viejo Sawle—. Dudley nos emborrachó y bailamos toda la noche en el vestíbulo.

—¡Fue la víspera de la huelga general! —dijo la señora Sawle—. Recuerdo que no hablábamos de otra cosa.

—¿Conoce ese libro? —preguntó Peter, zarandeando la rodilla y pegando también su pantorrilla a la de Paul.

—Me temo que no —contestó Paul, al que le resultaba muy difícil concentrarse en la charla o la comida; estaba seguro de que los Sawle se daban cuenta de lo que estaba pasando; y sin embargo debía de saberse «El sueño de los soldados» de memoria, pero allí enfocaban las cosas desde otro ángulo, a partir de un mundo de cotilleos y relaciones familiares. Mantuvo la pierna pegada a la de Peter, lo que le parecía más importante. Volvió a estirar el brazo y bebió solemnemente de su copa para disimular su confusión, pensando al mismo tiempo que no debía beber tan rápido, pero sintiendo también que había algo inevitable e irresistible en ello. Por toda la fiesta, semiocultas por el ramaje colgante del árbol, habían empezado a parpadear las velas en cada mesita en la media luz. Enseguida apareció el joven Julian, como levantando una cortina, con una vela blanca encendida en una jarra que sostenía delante.

—¡Aquí tiene, tío abuelo George! —dijo, alargando el brazo por encima del hombro de Madeleine para poner la jarra sobre la mesa, con su rostro elegante, los ojos castaños y el lustroso flequillo iluminados por la llama, que dejó de temblar rápidamente.

Paul sintió una nueva llamada de atención de Peter en la rodilla, cuando todos levantaron la vista cariñosamente hacia él.

—¿Están bien aquí? Deberían estar dentro con la abuela —añadió. A los diecisiete años, su voz todavía tenía una inmadurez infantil. Se quedó allí sonriéndoles con la alegre conciencia de estar portándose bien con sus ilustres familiares mayores, aferrándose desenfadadamente a sus buenas maneras tras unas cuantas copas.

—Bueno, tampoco esperamos que nos traten de una forma especial, ¿sabes? —dijo George Sawle en un tono ligeramente irónico.

—A lo mejor es problema mío —dijo Peter suavemente, mientras observaba cómo se alejaba Julian—, pero la biografía de Stokes me pareció prácticamente ilegible.

Sawle soltó una carcajada como un cacareo.

—Es un texto deplorable en todos los sentidos.

—Pues me alegro de no haberme equivocado.

—¡Por supuesto que no! —El viejo Sawle miró a Peter con cierta complicidad envidiable. A oídos de Paul, aquella manera de hablar sonaba a Oxford y Cambridge.

—No hay una biografía como es debido, ¿verdad? —preguntó Peter.

—No creo que haya material como para hacer lo que se dice una biografía —respondió Sawle—. Si he de ser totalmente sincero, tengo un poco de cargo de conciencia con el pobre Cecil.

—Pues tampoco hace falta, George —dijo su mujer.

Sawle carraspeó.

—Debía haber entregado a la imprenta una edición de sus cartas hace ya bastante tiempo.

—¿En serio? —dijo Peter.

—Bueno, Louisa me lo pidió por primera vez…, Dios mío, poco después de la guerra. Me refiero a su madre.

—Debió de vivir muchos años entonces —dijo Peter.

—Supongo que andaría por los ochenta y tantos —dijo Sawle, con la ligera susceptibilidad de una persona que se iba aproximando a esa edad—. Era una mujer muy complicada. Convirtió a Cecil en una especie de objeto de culto. Hubo una situación muy incómoda cuando me pidió que me acercara a su casa para hablar de todo eso, más o menos cuando se publicaron los poemas. En esa época ya no vivía en Corley Court, se había mudado a una casa en Stanford-in-the-Vale. Fui a pasar el fin de semana. «Vamos a sacar todas las cartas y decidir cuáles deberían ir en el libro», dijo. Evidentemente, ningún editor podía trabajar en esas condiciones. Me di cuenta de que tendría que esperar a que se muriese.

—Espera lo que te dé la gana, querido —dijo la señora Sawle—. Te exiges demasiado. Y no creo que nadie se muera de ganas de leer esas cartas.

—Pues algunas son maravillosas…, las cartas de la guerra, cariño. Pero Louisa no tenía ni idea, claro, de la clase de cartas que Cecil les escribía a sus amigos masculinos.

—¿Hay cosas subidas de tono?

Sawle le echó una cariñosa mirada de disculpa a su mujer, pero no respondió propiamente a la pregunta.

—Supongo que acabarán saliendo todo tipo de cosas, ¿no le parece? Precisamente hace un rato estaba hablando con alguien sobre Strachey.

—Imagino que también lo conocería —dijo Peter.

—Bueno, un poco sólo.

—Tampoco es que te interesara mucho Strachey, ¿verdad, George? —dijo Madeleine Sawle, mirando una vez más con aire inquisitivo la comida de su marido.

—Hay un chico joven…, Hopkirk. —Sawle la miró.

—Holroyd —dijo ella.

—Que está a punto de contarlo todo sobre el viejo Lytton.

—Ah, qué bien —dijo Peter.

—Mark Holroyd —dijo Madeleine con firmeza.

—Vino a verme. Muy joven, encantador, inteligente y tremendamente perseverante. —Sawle se rio como reconociendo que Holroyd había podido con él—. No creo que le sirviera de mucha ayuda, pero por lo visto ha conseguido reunir una serie de testimonios absolutamente asombrosos.

—¡Toda una historia, desde luego! —dijo Madeleine con un triste simulacro de entusiasmo.

—Creo que si la gente llega a saber alguna vez con pelos y señales lo que pasaba realmente en el grupo de Bloomsbury —dijo Sawle—, se quedaría bastante pasmada.

—Apenas tuvimos contacto con ese mundillo —dijo Madeleine.

—Es que vivíamos en Birmingham, querida —dijo Sawle.

—¡Y seguimos viviendo! —dijo ella.

—Mmm, estaba pensando —dijo Peter— que si la propuesta de ley fuera aprobada la semana que viene podría facilitar una apertura mucho mayor.

Paul, que no había podido discutir la propuesta de ley con nadie, volvió a sentirse muy azorado, pero de una manera menos preocupante que en el camino de acceso con Jenny.

—Sí…, es verdad —dijo con bastante tranquilidad, y levantando la vista a la luz de las velas sintió (aunque, naturalmente, tampoco era algo que se pudiera medir) que se estaba ruborizando mucho menos que la vez anterior.

—Ah, se refiere usted a la propuesta de ley de Leo Abse —dijo Sawle un tanto ausente, tal vez para evitar la desagradable expresión «Delitos Sexuales». Parecía concentrado en un cálculo lejano y sutil—. Desde luego, podría cambiar el panorama, ¿no? —añadió con una leve insinuación de que, por pública y notoria que fuera, era mejor no sacarla a relucir delante de su esposa. Con una pequeña exclamación de disculpa, retomó el tema que habían tratado hacía un momento—. Pero, volviendo a Cecil, me quedé con la sensación de que aquel comportamiento suyo tan premeditado era en realidad un intento de conseguir una de estas dos cosas: o acallar a su madre o apartarse lo más posible de ella. Ir a la guerra era la combinación ideal.

—Ah, ya… —Paul le echó una mirada casi supersticiosa a George Sawle. No era sólo que hubiera conocido a Lytton Strachey y a Cecil Valance, sino que hablara con tan poco entusiasmo de ellos. Para él, Cecil figuraba en un segundo plano, menos como poeta que como una especie de trasto incómodo en el desván de la familia.

—Dudley tenía una personalidad muy diferente —continuó Sawle—, pero también muy condicionada por su madre. Ella les aterrorizaba y les fascinaba a la vez. Él la describe muy bien en su autobiografía. No sé si la habrá leído.

Paul se quedó mirando, sin molestarse apenas en negar con la cabeza, y Peter por supuesto dijo:

—Pues claro que sí.

—Es realmente buena, ¿a que sí?

—De hecho pensaba si vendría esta noche —dijo Paul con cierta esperanza.

Pero Sawle casi le interrumpió:

—Me quedaría pasmado si viniera.

Y ya que había dicho algo, Paul pensó que sería mejor que dijera otra frase que había ensayado y a la que le había estado dando vueltas, mirando a marido y mujer como si fueran oráculos:

—Me gustaría saber qué piensan ustedes de la poesía de Valance. —Creía que debía estar preparado para una respuesta tajante, pero la verdad era que no parecían muy interesados en el tema.

—Sinceramente, a mí no me gusta mucho la poesía —dijo Madeleine.

Pareció que el profesor se lo pensaba un poco más, y dijo con pesar:

—Es difícil decirlo cuando te acuerdas de cómo los escribió. Seguramente no son para tanto, ¿no?

Peter miró con bastante ternura a Paul, ante aquella pregunta tan delicada, pero por lo visto no tenía intención de llevarles la contraria a los Sawle; así que Paul no dijo nada sobre lo mucho que siempre habían significado para él.

—Por cierto, no pretendo insinuar —dijo Sawle, con aquella manía suya de no dejar que otros lo desviasen de su rumbo— que Louisa no se quedara destrozada con la muerte de Cecil. Estoy seguro de que sí. Pero le sacó mucho partido…, ya me entienden. Era lo que hacían esas mujeres. Los libros en su memoria, los vitrales… Hasta se le encargó un sepulcro de mármol a un escultor italiano.

—Sí, eso lo sé… —dijo Peter.

—Claro, tenía que saberlo.

—¿Qué es eso del sepulcro de mármol? —preguntó Paul.

—El que está en el colegio —respondió Peter—. Cecil Valance está enterrado en la capilla.

—¿En serio? —dijo Paul, boquiabierto, como si todo aquel asunto fuera un sueño que tomara cuerpo bajo la copa invertida del haya iluminada por las velas.

—Tiene que venir a verlo —dijo Peter— si le gustan sus poemas; es magnífico.

—Gracias. Me encantaría —dijo Paul con los ojos muy abiertos de ardiente gratitud, disimulando su sorpresa al notar que la mano de Peter, acariciando la servilleta que tenía en el regazo, se perdía como sin querer en su muslo y se quedaba allí posada unos segundos.

Cuando volvieron a entrar en la casa después de cenar, Paul se quedó un momento con los Sawle, pero ellos se unieron a los demás con un entusiasmo y un alivio repentinos, así que se escaqueó. Habían sido educados, incluso amables con él, pero sabía que la persona que de verdad les interesaba era Peter. En las sombras cada vez más oscuras entre los claros de luz de vela, los invitados, que estaban recogiendo sus bolsos y sus gafas mientras las conversaciones se dilataban y se interrumpían, y que se iban agolpando en los ventanales dándose empujones amistosos para poder entrar, le parecieron a Paul un friso trémulo, rostros desconocidos sometiéndose de buena gana a algo que tal vez ninguno de ellos individualmente hubiera querido hacer. Estaba borracho, y también se unió a aquel pelotón, aprovechando que la bebida lo hacía menos visible. Todo el mundo estaba más amable y hablaba más alto. El salón parecía atiborrado de filas de sillas. Habían abierto de par en par las puertas que daban al comedor, y girado el piano. El señor Keeping se hizo a un lado con su sonrisa burlona para pedirle a la gente que fuese ocupando las primeras sillas hasta llenar las filas. Paul se abrochó la chaqueta y le sonrió cortésmente cuando pasó, apretujándose, por delante de él. Los efectos del alcohol, libres y fáciles de llevar en el exterior, resultaban un poco más peligrosos a la luz de la sala abarrotada. ¿La gente se daría cuenta de lo borracho que estaba? Antes de nada, necesitaba ir al baño, donde evidentemente había cola; algunas señoras mayores tardaban un par de minutos o casi tres. Le sonrió a la mujer que tenía delante y ella le devolvió una sonrisa tensa y apartó la vista, como si los dos estuvieran interesados en la misma ganga. Luego se quedó solo en el vestíbulo con aquel vistoso desorden de regalos y tarjetas, la mayoría sin abrir, amontonados sobre la mesa y debajo de ella. Libros, claro, y plantas holgadamente envueltas, y cosas blandas que eran difíciles de envolver bien. Su inquieta desesperación se volvió más dolorosa al darse cuenta de que él no le había traído un regalo a la señora Jacobs, ni tan siquiera una tarjeta de felicitación. Cuando la mujer por fin salió del cuarto de baño y entró rápidamente en el salón, Paul oyó unos golpes secos, un murmullo, unos aplausos desperdigados, y a la señora Keeping, que empezaba a hablar. Pues él tenía que ir al baño. Casi sería mejor perderse el concierto entero. Lo único que quería de verdad era ver tocar a Peter, observarlo, con la nueva, hermosa y alarmante certeza de que estaba a punto de… Se miró al espejo sin saber apenas, ahora que caía en la cuenta, qué era exactamente lo que iban a hacer.

Terminó lo más rápido que pudo, y se quedó escuchando… Sería horrible tirar de aquella cisterna tan ruidosa mientras la señora Keeping tocaba sus primeros compases. Pero no, aún se estaban riendo. A esas alturas debían de estar todos tan borrachos como él. Se entretuvo en la penumbra de la puerta que daba al vestíbulo, había dos sitios vacíos, pero en el medio de las filas; hubo un estallido de risa que, por un momento de locura, relacionó consigo mismo; entró furtivamente con la cara colorada, para situarse a un lado, pegado a la pared, detrás de una fila de sillas. Desde allí podía verlo todo, pero también todo el mundo podía verlo a él. Había dos o tres personas más de pie, y al fondo de la sala los ventanales seguían abiertos, con más invitados fuera en lo que ya parecía la oscuridad de la noche. La señora Keeping estaba muy derecha delante del piano, con las manos entrelazadas, en la postura de un niño que recita. Él no se enteraba de lo que estaba diciendo. Peter estaba en un extremo de la primera fila, sonriendo en dirección a sus manos, o al suelo; y la señora Jacobs, en el medio de la fila, el lugar de honor, dándole sorbitos a su copa y pestañeando ante lo que decía su hija con un aire de placentero reproche a medida que se iba desvelando la sorpresa. Paul sonrió ansiosamente para sí, y cuando todo el mundo se echó a reír, él hizo lo mismo.

—Como a mi madre le encanta la música —dijo la señora Keeping—, hemos pensado que sería mejor seguirle la corriente tocando un poco.

Risas de nuevo; miró a la señora Jacobs, que estaba disfrutando de aquel sentimiento colectivo de cariño y tomadura de pelo. Una mujer que estaba detrás de ella, exclamó:

—Daphne querida…

Y la gente también se rio con aquello. La señora Keeping se envolvió los brazos en su chal negro y echó los hombros hacia atrás.

—Así que vamos a empezar con su compositor favorito.

—¡Ajá…! —dijo la señora Jacobs, con una sonrisa de aceptación, aunque tal vez con cierta inseguridad respecto a quién podría ser.

—¿Chopin? —le preguntó un señor mayor a la mujer que tenía al lado.

—¡Enseguida lo sabrán! —dijo la señora Keeping. Se sentó en la banqueta del piano y luego miró alrededor—. Desgraciadamente, no podemos tocar el original, así que esto es una paráfrasis que hizo Liszt. —Se oyó un murmullo de recelo guasón—. Es muy difícil. —Colocó la partitura en el atril con una mirada contrariada, y luego atacó las primeras notas.

Tocaba la mar de bien, la verdad. Esa fue la primera impresión de Paul. Miró rápidamente a los demás, con una sonrisa tímida en la cara. ¿Era Chopin? Vio cómo intentaban decidirlo, mirándose los unos a los otros, frunciendo el ceño o asintiendo con la cabeza, algunos inclinándose para susurrar algo. Siguió un suspiro silencioso, una oleada de reconocimiento y alivio colectivos que casi hizo que la música dejara de tener importancia: lo habían adivinado. No quería que se dieran cuenta de que él no. Nunca había visto a nadie tocar el piano en serio y tan cerca, y eso lo dejó atrapado en un estado de perplejidad y fascinación, agravado por su deseo de ocultarlo. Por un lado era el propio sonido en sí, que él consideró vagamente el sonido de la música clásica, repetitivo y retórico, repleto de sentimientos que seguramente la gente no tenía nunca; y por el otro, el ver a la señora Keeping en acción, las zambullidas y las estocadas de sus brazos desnudos de un extremo a otro del teclado. No era una mujer corpulenta, pero su presencia resultaba apabullante. Sus manos pequeñas parecían audaces y cómicas mientras se estiraban y retumbaban y tintineaban. Se balanceaba y se apoyaba primero en una nalga y luego en la otra, con su tieso vestido rojo, y el chal negro resbalando: se estremecía y se deslizaba por su espalda mientras ella se movía con una preocupante vida propia. Lo más apasionante, aunque casi insoportable de ver, era su perfil, empolvado y adusto, sacudido por tirones y cabeceos, como tics que apenas conseguía controlar. Paul la miraba fijamente, con una sonrisa apretada, y tapándose la boca y la barbilla con la mano, en un gesto pensativo.

La señora Jacobs también parecía cohibida, pero de una manera alegre, con la cabeza inclinada hacia un lado. Sus propias reacciones prácticamente formaban parte de la representación. La primera parte hiperactiva de la música había terminado, y entonces comenzó una melodía lenta, con el aire definitivo, incluso en una primera audición, de ser lo que todos estaban esperando. La señora Jacobs se irguió y luego dejó caer la mano derecha como saludándola, y meneó la cabeza despacio mientras proseguía. Paul pensó que seguramente estaba muy borracha; percibía el resplandor de su complicidad con ella desde aquella primera noche; aunque de alguna manera veía que para ella estar borracha constituía toda una larga historia sentimental, mientras que para él era una extravagante novedad. En algún lugar del fondo se oyó un tímido tarareo y una risita cuando alguien mandó callar a su autor. Después sonó de nuevo la canción, y mientras deslizaba la vista por encima de las cabezas del público buscando a Peter, vio que Peter se había vuelto de lado y le devolvía la mirada, y la repentina presión que sintió en su corazón y la cara radiante de él se ajustaron a la música, como el tema principal de una historia; los dos sonrieron exactamente en el momento en que apartaron la vista.

Tras ello, Paul miró distraídamente alrededor para comprobar si alguien los había visto; se quedó mirando a Julian, también de pie al otro lado, colorado por el alcohol y por el cómico esfuerzo de parecer sobrio. Jenny estaba sentada junto a él, con el ceño fruncido en un gesto similar de concentración crítica, encajonada por un viejo corpulento con cara de granjero y una buena mata de pelo canoso, e ignorando cortésmente el fuerte ruido de desaliento que el viejo hacía al respirar. Paul se volvió con una sonrisa distante, como transportado por la música, y vio que el señor Keeping, de pie al fondo, estaba apretujado contra las cortinas de terciopelo rojo, contemplando atentamente a su mujer, también con un esbozo de sonrisa, aquella máscara inescrutable suya. Ella estaba expuesta a todo el mundo, carnal y apasionada, y Paul se dio cuenta de que nunca volvería a ver al señor Keeping con los mismos ojos. Luego su mirada se posó en la mujer sentada delante de él: el broche de su collar, la etiqueta del cuello de su vestido vuelta hacia fuera… Anne-Marie Paris London, decían las letras invertidas. Cuando movió bruscamente la cabeza ante un imprevisto acorde muy alto, las puntas de su pelo le hicieron cosquillas en los dedos. Ella miró para atrás, en un gesto de disculpa teñido de acusación. Al poco rato le susurró algo a su marido, que se dio por enterado con un rápido gesto de asentimiento y un chasquido de su lengua en señal de aprobación. Durante tres o cuatro segundos que podrían haber sido un largo minuto en trance, Paul tuvo un extraño e intenso vislumbre de la vida de aquella mujer desconocida que nunca volvería a cruzarse con la suya y del hipnótico detalle de su etiqueta a la vista, del que ella no era consciente.

La puerta que tenía al lado y que daba al vestíbulo estaba abierta, y de vez en cuando oía un ruido de platos o la voz de alguien que se olvidaba de hablar bajo en la cocina, donde las mujeres del Bell estaban lavando la vajilla. La puerta principal también estaba abierta, y por momentos se colaba dentro una corriente de aire fresco con un lejano olor a abetos que luego volvía a salir. Sonó la parte tranquila, y luego otra vez el tema principal (no se atrevió a mirar a Peter), y oyó el tintineo de algo en el collar de Roger, despreocupadamente desafinado y desacompasado, mientras iba olfateando aquí y allá por el borde del paseo. Luego sonaron pasos sobre la gravilla que se detuvieron, indecisos, pero a los que siguieron unas espontáneas palabras de saludo al perro, que ladró, indeciso él también, un par de veces. Por alguna extraña razón, Paul pensó en un policía, y luego en Sir Dudley Valance y su herida de guerra, con la que ahora parecía estar ligeramente obsesionado. Se oyó un carraspeo y el suave golpeteo de unos nudillos en la puerta; algunas personas giraron la cabeza con el vivo interés de cualquier público ante una interrupción… Paul puso una expresión servil y se escabulló hacia el vestíbulo.

—Ah, hola ¡Buenas noches…! —Había un hombre echando una ojeada al interior de la casa, demasiado concentrado en ese momento para bajar la voz, que transmitía de inmediato una sensación de incomodidad con su ceñido traje marrón—. Llego horriblemente tarde, pero no quería perdérmelo. —Tenía una voz cantarina de clase alta, y no era que tartamudease, pero hacía pausas entre las frases. Paul se acercó hasta el umbral y le estrechó con fuerza la mano, pero sin animarlo demasiado, o eso le pareció. Estaba claro que aquel hombre no era Sir Dudley. Se saludaron con la cabeza mutuamente, como si ambos estuvieran en una situación comprometida.

—Estamos… oyendo música —dijo Paul diplomáticamente, sin saber muy bien qué hacer.

—¡Ah!

No, aquel hombre tendría unos cincuenta años, aunque su cara ancha y huesuda tenía algo infantil cuando giró la cabeza y se quedó escuchando. Paul se fijó en los mechones de pelo mal cortado, espesos y canosos alrededor de una calva inflamada por el sol.

—Ya veo —dijo—, y la «Balada de Senta» además, su pieza favorita de toda la vida.

Notaron cómo la música empezaba a sonar muy fuerte, llena de énfasis; Paul se imaginó a la señora Keeping desintegrándose de la emoción, y luego de repente se oyeron unos aplausos. Supuso que alguien saldría a echarle una mano con aquella situación.

—Por favor… —señaló hacia el interior del vestíbulo.

—Gracias.

Ahora ya podían hablar normalmente.

—¡Hola, Barbara! —dijo el hombre. Una de las mujeres había salido de la cocina.

—Hola, Wilfrid —dijo ella—. Se ha perdido usted la cena.

—Bueno…, da igual —dijo el hombre, de nuevo con su aire de sencillez monacal y de cierta indecisión.

—No estábamos seguros de si iba a venir —dijo Barbara, con la misma extraña falta de respeto—. La señora K está dando un concierto, así que tendrá que estarse callado.

—Ya sé…, ya sé —dijo Wilfrid, frunciendo un poco el ceño ante el tono de Barbara.

—¿Le apetece pasar? —preguntó Paul. Vio cómo el hombre observaba a la gente que estaba dentro, un par de caras se volvieron, mientras la señora Keeping anunciaba la siguiente pieza. Su traje marrón debía de haber pertenecido en su día a otra persona, con sus tres botones apretados y las mangas cortas, igual que los pantalones; y daba la sensación de llevar grandes objetos cuadrados metidos a la fuerza en bolsillos pequeños. Paul se preguntó si los demás invitados lo conocerían y si estaría a punto de montarse un escándalo del que le echarían la culpa.

—¿Va a tardar mucho? —preguntó Wilfrid en un tono afable pero como si no quisiera que nadie lo oyese. Hubo otro par de miradas de curiosidad.

—Pues, la verdad, no lo sé… —respondió Paul, desligándose de la situación.

—¿Ha comido algo? —dijo Barbara, suavizando un poco el tono—. ¿O prefiere venir a la cocina?

—Pues casi sí… —Wilfrid se quedó mirándola y se echó para atrás—. ¿O le doy mucho la lata?

—No, no pasa nada.

—He hecho autostop hasta Stanford, y luego he cogido el autobús y el resto del camino lo he hecho a pie.

—Pues entonces debe de tener hambre —dijo Paul, adoptando un tono condescendiente. Oyó que Peter decía algo, con su acento de Oxford, que les hizo reír, y se dio cuenta de que había ocurrido algo y de que aquella voz le provocaba ahora sacudidas de excitación y ansiedad que lo recorrían de arriba abajo y le hacían ignorar en gran medida cualquier otra cosa que pudiera suceder. Comenzó la música. Wilfrid siguió a Barbara, pero se volvió en la puerta, retrocedió hasta la mesa del vestíbulo, sacó del bolsillo un pequeño paquete envuelto en papel de plata rojo y lo agregó a la base del montón. Cuando se marchó, Paul miró la tarjeta: «Feliz cumpleaños, mamá. Con cariño, Wilfrid».

Aquel pequeño enigma no lo entretuvo mucho tiempo. Se apoyó en la puerta para escuchar, o al menos para ver cómo tocaba Peter. Debía de ser algo de Mozart seguramente. Pensó que había algo de chaladura, pero a la vez impresionante y misterioso, en el hecho de que el gran e inteligente Peter estuviese encorvado sobre aquella bonita pero aburrida pieza de música, prestándole toda su atención. Aquellas manos tan grandes que acababan de acariciarle la rodilla por debajo de la mesa se dedicaban ahora a pegar botes, picoteando las notas graves del teclado, en una notable muestra de falsa solemnidad. La señora Keeping se divertía más en el otro extremo, haciendo que Peter pareciera un ayudante ansioso pero refinado; sus gestos de cabeza y sus muecas parecían ahora instrucciones un tanto impacientes destinadas a él, o una tácita constatación de si había hecho algo bien o, por el contrario, se había equivocado. Y pasar las páginas de la partitura resultaba un poco complicado, con los dos intérpretes tocando a la vez. Paul enseguida se fijó en que Peter le daba a los pedales siempre que hacía falta, y sus piernas pasaron a interesarle tanto como sus manos. Las piernas de la señora Keeping brincaban mientras tocaban, y que Peter apretara de vez en cuando un pedal con la punta del pie era como una versión cortés del coqueteo furtivo que acababa de tener con él por debajo de la mesa. Paul se sentía reconfortado por aquel secreto, y lleno de admiración por Peter, y celoso por no poder tocar con él. Al final aplaudió mucho, y se empeñó en dar el último aplauso, como solían hacer en el colegio.

Después de aquella pieza tocaron otra muy extraña, y Paul se imaginó, a juzgar por la horrible sonrisa de la cara de Peter, que debía de ser una especie de broma. Las horas que seguirían al concierto, y todas las cosas de capital importancia que estaban a punto de suceder, pesaban tanto en la mente de Paul que no podía concentrarse. Se daba cuenta de la habilidad natural de Peter para provocar a la gente, y esperaba no estar haciendo el tonto. Y de repente se acabó el concierto, y ellos se levantaron e hicieron una reverencia entre aplausos mezclados con risas, calurosos pero al mismo tiempo con un toque provisional, así que a lo mejor aún había que explicarle la broma también al público. Peter barrió la sala con la mirada y casi pareció que lamía a Paul con su sonrisa presuntuosa, asintiendo con la cabeza, riéndose entre dientes con la lengua en el labio.

Pero aún no habían terminado, claro, y Paul no supo muy bien si se alegró o se sintió aliviado cuando Corinna volvió a sentarse al piano, Peter se retiró a la primera fila y Sue Jacobs salió a la palestra, con una expresión bastante furibunda, para cantar «The Hammock» de Bliss. Le resultaba extraño saberse tan bien la letra, y trató de seguirla a pesar de lo que le pareció la interferencia especialmente inútil de la música. Las cosas raras que un cantante hacía con las palabras, las vocales que se convertían en otras con la presión de una nota aguda, lo hacía todo más difícil y estrafalario. Imaginarse el poema, como si estuviera escrito en el aire, era también una manera de evitar mirar a la propia Sue, enseñando los dientes con su guasona e intensa mirada saltando de una persona del público a otra. «Y toda flor durmiente del jardín, inmortal en esta hora mortal». Lo único que Paul sabía de Bliss era que se trataba del maestro de música de la reina, pero le costaba imaginarse a Su Majestad disfrutando de aquella oferta en concreto. Al final la señora Jacobs se levantó y las besó a las dos, y aplaudió con las manos levantadas para reavivar el aplauso general. Parecía conmovida, pero Paul pensó que daba esa sensación porque era lo que todo el mundo esperaba de ella, aunque le supusiera un esfuerzo.

Mientras la gente empezaba a hablar y a levantarse, Paul se fijó en la cómica mueca de Peter, y se la devolvió como para decirle lo maravilloso que había estado. No tenía ni idea de lo que iba a decirle realmente; se escabulló hacia la cocina para coger un vaso. Cuando volvió y se unió al grupo que se había formado en torno a la señora Jacobs, apenas se atrevió a mirar hacia él, distraído por los nervios y el deseo y una sensación de deber inquebrantable respecto a lo que suponía que iba a ocurrir después.

Al poco rato, estaban cruzando el jardín, empujándose un poco sin querer mientras se abrían paso por entre las mesas donde las velas seguían ardiendo en las jarras; algunas se habían derretido, había un velo de misterio, de identidad oculta, sobre los invitados que habían vuelto a salir y estaban bebiendo y charlando bajo las estrellas. Habían partido una tarta en porciones y las estaban repartiendo sobre servilletas de papel.

—Creía que te ibas a pasar la noche hablando con la vieja —dijo Peter.

—Perdona. —Paul alargó la mano, pero no llegó a tocarle el brazo.

—Vamos a ver. El jardín es muy grande, ¿no?

—Pues sí —dijo Paul—. Hay una parte en el fondo que creo que deberíamos explorar. —Tuvo la sensación de que nunca había sido tan ingenioso ni había estado tan aterrorizado.

—¡Nos ha encantado lo que ha tocado! —dijo una mujer que pasó a su lado, de vuelta a la casa.

—¡Ah, muchas gracias…! —El entramado de la fama hizo su pequeña escapada más flagrante y tal vez rara. Lejos de las luces, Peter parecía a la vez cercano y extraño, una figura más tangible que visible. Alguien había puesto un disco de Glenn Miller en el estereograma, y la música se filtraba entre los árboles aportando un vago clima de romance. Pasaron por delante del haya.

—Hmm, aquí no, creo —dijo Peter, con su aire confiado y fatídico de tener un plan bastante claro.

—Esta parte del jardín me parece la mar de bonita. —Paul le siguió el juego, internándose cautelosamente en las sombras bajo la pérgola de rosas, hacia el rincón descuidado donde estaban el cobertizo y el abono. Él también hablaba como si supiera lo que estaba haciendo o lo que iba a hacer. Seguramente ya era hora de agarrar a Peter, pero algo en las sombras los mantenía apartados con la misma naturalidad con la que prometía acercarlos.

Entrevió a Peter abriendo de golpe la puerta del cobertizo con una impaciencia disoluta y oyó el estrépito de las cañas, seguido de «¡Mierda!», y le dio la sensación de que el cobertizo era una ratonera.

—Mmm, eso es un auténtico infierno —dijo Paul, riéndose de su propia gracia sin saber muy bien por qué. Estaba borracho, era una de las calamidades hilarantes e irremediables de estarlo. Ahora Peter estaba encorvado, empujando y volviendo a meter a la fuerza, todo furioso, las cañas tiradas, sin acabar de conseguir cerrar la puerta. Cuando por fin la cerró, volvió a abrirse inmediatamente con un chirrido.

—Mejor dejarlo —dijo Paul.

Se había rozado con Peter, dubitativo, mientras se reía; pero ahora Peter le rodeaba el cuello con la mano, las caras muy juntas en la telaraña de luz que se colaba entre los arbustos, los ojos indescifrables, un tropel de sonrisas y suspiros; y entonces se besaron, humo y metal, una extraña degustación mutua, a la que Paul se entregó con un estremecimiento de incredulidad. Peter se apretó contra él, contorsionándose un poco para encajar con su cuerpo, el hecho instantáneo e inequívoco de su erección más chocante aún que el sabor de su boca. En aquel feroz primer plano y aquella penumbra, Paul sólo veía la curva de la cabeza de Peter, la silueta de su pelo y la corona irregular de los arbustos que quedaban más allá, negros contra el cielo nocturno. Se movía en consonancia con él, intentaba imitarlo, pero la repentina violencia asfixiante de los deseos de otro hombre, todos al mismo tiempo, instintivos y mecánicos, era excesiva para él. Torció la cabeza entre las manos de Peter, y trató de transformar aquel gesto en una especie de caricia, entre divertida y melancólica, contra su barbilla y su pecho.

—¡Qué fiesta más increíble! —se oyó decir a sí mismo—. Me alegro tanto de que la señora Keeping me pidiera que ayudara a los invitados a aparcar sus coches.

—¿Mmm?

—Por cierto, quería decirte que me gusta tu corbata…

Peter lo tenía agarrado con los brazos estirados con una mirada serena, casi cómica, casi presuntuoso, o eso sintió Paul, como si lo estuviera midiendo según una escala de besos y conquistas anteriores.

—Ay, querido —murmuró con una especie de risa ahogada que, a fin de cuentas, sugería cierta timidez. Se abrazaron, mejilla contra mejilla, la barba incipiente de Peter aumentando la horrible extrañeza de estar con un hombre. Paul no estaba seguro de si lo había estropeado todo irremediablemente, como cuando se había escabullido asustado tras los carrizos al llegar a la casa; o si aquello podía tomarse como una pausa amorosa natural en la que se disimularía o se perdonaría sin más complicaciones su propia confusión. Sabía que ya lo habían pillado en falta. Y muy pronto, pensó; bueno, ya era una especie de triunfo haber besado a otro hombre.

—Supongo que deberíamos volver —dijo.

Peter se limitó a suspirar al oír aquello, y estrechó con sus manos aún más fuerte la cintura de Paul.

—Pues yo había pensado que podíamos quedarnos aquí fuera un poco más. Nos los merecemos, ¿no te parece?

A Paul le dio por echarse a reír, cediendo a sus deseos, agarrándolo de repente muy fuerte para mantenerlo junto a él y, en cierto modo, inmovilizarlo al mismo tiempo.

El alcohol y los besos parecían obedecer a su propio ritmo. Cuando los dos regresaron a la casa, la gente ya se empezaba a dispersar, aunque algunas personas mayores se habían quedado por allí, disponiendo de otra forma las sillas abarrotadas de la sala de estar. Paul sentía que él y Peter debían traslucir el brillo de algo inconfesable proveniente de la noche que reinaba más allá de los ventanales, a pesar de que todo el mundo fingía amablemente no darse cuenta. Parecía que el alcohol los había cautivado a todos, reduciendo a algunos a sonrisas silenciosas, y a otros a un parloteo nervioso. John Keeping, muy borracho, le explicaba muy emocionado las virtudes del oporto que estaba bebiendo a un hombre que le triplicaba la edad. Incluso el señor Keeping, con el globo de una copa de coñac en la mano, parecía despreocupadamente feliz; luego, cuando vio a Paul, apartó torpemente la vista. Habían vuelto a cambiar de música, era un antiguo número de baile que a Paul le sonó a una escena de película de la época de la guerra, y en el cuadrado despejado del suelo junto al piano, moviéndose apenas pero con una mirada fascinada muy suya, la señora Jacobs estaba bailando con el granjero, que resultó ser el señor Mark Gibbons, el maravilloso pintor al que había mencionado, que había vivido en Wantage. Otra pareja que Paul no conocía daba vueltas al doble de velocidad que ellos. Paul les sonrió discreta y benévolamente, desde la enorme distancia oscura que acababa de recorrer, que hacía que todo lo demás pareciera encantador pero extrañamente irrelevante.

—Creo que debería irme —le dijo Peter a Julian, posando la mano en su hombro, y Paul casi se creyó dolorosamente aquella historia, a pesar de que sabía que iban a encontrarse de nuevo junto al coche.

Jenny lo abordó en la puerta del cuarto de baño.

—¿Quiere venir con nosotros al Corn Hall? —le preguntó.

Julian pareció sorprendido, y luego deliciosamente inquieto.

—Sí, ¿crees que podemos…? Sí, venga con nosotros, hasta estaría bien… ¿Quiere preguntarle a papá? —le dijo a Paul.

—Mmm… Casi mejor que no —respondió Paul, contento porque su tono de voz provocase una carcajada. Tenía que agradecerle al señor Keeping la noche que había pasado antes de marcharse, con una gratitud repentinamente intensa y culpable, atormentada por una nueva sospecha de que tal vez nadie había esperado que se quedara toda la fiesta, y de que había cometido una gran e indecible equivocación.

—Supongo que seguirán de madrugada, ¿qué hora es ahora?

Paul no les podía decir que había prometido irse con Peter para estar un rato…, ¿en dónde? Se imaginaba un aparcamiento sombrío donde había visto coches con parejas de enamorados. Se quedó traumatizado cuando, como si sus propios planes no importasen en absoluto, Peter dijo:

—¿Y por qué no? Pero sólo media hora… Me apetece bailar.

—Muy bien… —dijo Julian, y quedó flotando en el aire una ligera sensación inexpresable de que, aunque los necesitaba como tapadera, tampoco era que le entusiasmase la idea de bailar en el Corn Hall con ellos.

—¿Va a venir su hermano?

—Dios mío, ni se les ocurra decírselo —dijo Jenny.

—Me encanta bailar —dijo Peter.

—Mmm, a mí también —dijo Jenny, y para mayor confusión de Paul los dos empezaron a menear las caderas y a sacudir los hombros, uno frente a otro—. Qué le parece…

En el vestíbulo, la señora Keeping estaba de pie, hablando rápidamente entre dientes con otra mujer.

—Es que no puede —dijo, mientras Paul se quedaba rezagado, sintiéndose un poco culpable. Ya en el camino de acceso, al borde del claro de luz de la puerta principal, se encontraba el tío Wilfrid, con los brazos cruzados muy apretados pero la cara vuelta hacia arriba para contemplar el cielo, como si el resto de su cuerpo no estuviese contraído por la tensión y el rechazo—. Tengo a Jenny en el trastero, a mamá en el cuarto de invitados, los dos chicos en casa… Debería haber dicho que iba a venir.

—Seguro que podemos hacerle un hueco —dijo la otra mujer.

—¿Y por qué no se coge un taxi de vuelta?

—Es un poco tarde, cariño —dijo la mujer.

—¿Ah, sí?

—A lo mejor se ha traído el pijama…

Una especie de desesperación solidaria pareció apoderarse del rostro de Julian, aunque eso significara no ir al final al Corn Hall. Se escabulló hacia el camino.

—Hola, tío Wilfrid —le dijo, llevándolo un poco aparte.

—Se ve el Cangrejo, Julian —dijo Wilfrid.

Y al poco rato estaban todos dentro del Imp, inmersos en la comedieta mordaz de la cercanía repentina, todo el mundo haciendo comentarios ingeniosos, todo el mundo riéndose, apartando los libros y la porquería de debajo del culo mientras el coche iba dando tumbos a velocidad de vértigo por Glebe Lane. Hasta se oía la hierba del medio de la carretera rozando los bajos del coche. Wilfrid iba delante; Paul, Jenny y Julian penosa y alegremente apretados en la parte de atrás. El muslo caliente de Julian presionaba el de Paul, y Paul vio que el chico le agarraba la mano, supuso que por la desinhibición general y una efusividad carente de interés. No se atrevió a apretársela. Se adentraron, traqueteando por Church Lane y Market Place, en el sorprendente y superviviente mundo exterior, que incluía un coche de policía y dos policías de pie junto a él frente al Bell. A Peter no le impresionaron lo más mínimo, pasó rápidamente a su lado, se detuvo y apagó las luces y el motor justo enfrente de Midland Bank. Por un momento, a Paul le invadió una sensación de desbarajuste temerario. Pero al día siguiente era domingo…

Salieron dificultosamente del coche, para lo que tuvieron que realizar un pequeño reajuste.

—No he salido a bailar desde el final de la guerra —dijo Wilfrid.

—Le va a encantar —le dijo Jenny, muy segura de sí misma, con un gesto de asentimiento. En aquel grupo asimétrico, ella era de hecho su pareja.

—En aquellos tiempos todo el mundo bailaba con todo el mundo.

Peter cerró el coche con llave y le echó a Paul una mirada desvalida pero alegre, con un encogimiento de hombros y un gesto de cabeza bastante socarrón.

La gente estaba saliendo del Corn Hall, las mujeres escasamente vestidas en aquella noche veraniega, pero agarradas a los hombres. Paul disimuló la tensión reavivada ante la perspectiva de encontrarse con Geoff, y fue charlando aposta con Jenny al entrar en la recepción. Mientras atravesaba con los ojos entornados las puertas de cristal y aquella sala de fiestas de vigas altas, bajo el lento barrido de las luces de colores, lo invadió la esperanza de su presencia. Sonaba una canción muy animada, y Jenny se puso a bailotear enseguida.

—¿Podemos entrar?

—Sólo veinte minutos más, querida —dijo la mujer de la puerta.

—Entonces no nos va a cobrar, ¿verdad? —dijo Jenny, desafiándola a que le preguntara la edad.

La mujer se quedó mirándola, pero ya había recogido las entradas y el dinero, la gente se empujaba, esperando o tambaleándose, al pasar por el guardarropa o los servicios con sus puertas de vidrios de colores. Así que entraron.

Paul le dio gracias a Dios por el alcohol; atravesó muy decidido la sala, rodeó la pista y se internó sonriendo en las sombras, como si estuviera muy acostumbrado a aquel tipo de sitios; pero no, Geoff no estaba allí… Regresó junto a los demás con una pizca de tristeza y de alivio; entonces se acordó de su corbata y se la quitó de un tirón. Le daba casi tanta vergüenza bailar como besar, pero esa vez fue Jenny quien lo cogió de la mano, y los del grupito se pusieron a menear el esqueleto todos juntos: Paul sonriéndoles a todos con una mezcla de entusiasmo y ansiedad, Wilfrid estudiando a Jenny pero sin acabar de cogerle el ritmo mientras ella se meneaba con su vestido acampanado y movía las manos por delante de su cuerpo, esperando tal vez que alguien se las cogiera, y Julian encendía y fumaba vorazmente un pitillo. Detrás de él, examinando con picardía a Paul a través de la luz moteada, Peter bailaba a su aire, una especie de twist desmembrado. A su alrededor se abrían paso otras parejas, los miraban un poco desconcertados, y hacían comentarios, por supuesto… Seguro que la gente del pueblo conocía a Jenny; y ante la presencia de Julian no cabía duda de que fruncían el ceño y sonreían sorprendidos. Paul siguió a dos parejas que bailaban juntas muy arrebatadas (con sobria precisión a pesar del abandono que reflejaban sus caras) de acá para allá delante de la pista.

Una mujer corpulenta de cara colorada con un vestido holgado de lentejuelas sacó a bailar a Wilfrid… ¿Lo conocía? No, parecía que no, pero él no tuvo inconveniente, como un auténtico caballero, sobrio de verdad y con cierta determinación bastante seria de hacerlo bien. Paul los vio apartarse, con una sonrisa disimulando su ligera sensación de pasmo, y Jenny se inclinó hacia Paul y asintió.

—Un amigo suyo.

Paul posó un momento la mano en su hombro, en aquella tela áspera y aquella piel caliente, con la extrañeza de tocar a una chica.

—¿Mmm?

—¿Paul?

Se encorvó mientras se daba la vuelta y allí estaba Geoff, estirando el brazo hacia él pero retrocediendo de puro asombro; luego le acercó mucho la cara y él sintió su cálido aliento con olor a alcohol, como si también fuera a besarle, despreocupado y simpático.

—¡Pero qué haces aquí! —exclamó y le señaló a Sandra, que le dio la mano al ser presentada, aunque no se oyera nada, poniendo cara de que tampoco le hacía especial ilusión; pero Paul era un colega, a lo mejor ya le había hablado de él. Cruzó los brazos debajo del pecho y luego apartó la vista, hacia otras personas que se dirigían hacia la puerta.

—Dios mío, ¿también está aquí el viejo Keeping? —preguntó Geoff, riéndose de su propia gracia.

—Sólo el joven Keeping —respondió Paul, señalando con la barbilla a Julian, pero pareció que Geoff no se daba cuenta, se quedó parado asintiendo mientras las luces jugaban a ocultar y colorear los contornos de sus ceñidos pantalones claros y la gran V que formaba su camisa desabrochada, como un primer atisbo sobrecogedor de Geoff desnudo. Volvió a inclinarse, y su patilla áspera rozó la mejilla de Paul un instante.

—Bueno, nosotros nos vamos.

Sandra tiraba de él, sonriendo pero de mala gana, como para decirle a Paul que no lo animara a quedarse.

—Nos vemos el lunes. —Y luego rodeó con el brazo a Sandra por la cintura mientras la escoltaba de una manera galante y adulta hacia el cuadrado iluminado de la salida.

—¡Es un tío genial! —dijo Jenny

—¿Ah, sí? —dijo Paul y alzó una ceja, como para decir que las chicas estaban locas, volviéndose para mirarlo mientras salía a la luz y luego se adentraba en la oscuridad, como si fuera realmente una oportunidad perdida, y sonriéndole luego de buena gana a Peter, que se acercaba hasta ellos bailoteando y meneando el cuerpo, mordiéndose el labio inferior, y los abarcaba a los dos en un abrazo flojo de borracho.

—Avísame cuando quieras irte —le susurró a Paul al oído.

—Una movida y otra lenta —anunció el guitarrista de los Locomotives, sus palabras pesadas y resonantes en aquel techo tan alto de la sala—. Y luego buenas noches a todos.

—Vamos a quedarnos un poco más —dijo Paul—, ya que estamos aquí.

El último baile, con el reloj marcando las cinco y media, y los dos policías alegremente apostados junto a la puerta abierta, bajo la clara luz, charlando con la mujer del guardarropa. Miraron hacia dentro, hacia la pista, ahora apenas ocupada por los bailarines que sentían expandirse a su alrededor aquel espacio solitario, el aire nocturno que entraba suavemente; Jenny y Julian fundidos en un abrazo rígido y experimental, la barbilla de él apoyada pesadamente en el hombro de ella; Paul y Peter pegados a la pared, bamboleándose al mismo ritmo pero un poco distanciados, sus caras con una sonrisa fija de placer ambiguo; y en el medio, Wilfrid y su nueva amiga, que se había adaptado, echándole bastante imaginación, a los movimientos de su compañero y se estaba inventando una especie de paso militar con él al ritmo de «The Green, Green Grass of Home».