Peter estaba sentado en el museo, escribiendo las etiquetas con su bolígrafo de cuatro colores.
—¿De quién es esta espada?, dígamelo otra vez.
—¿La espada, señor? ¿De Brookson, señor? —dijo Milsom 1, acercándose y observando atentamente un momento.
—Dice que era de su abuelo, señor —dijo Dupont.
—«Espada de ceremonia del almirante» —escribió Peter en negro, y luego, dándole al rojo, «Prestada por Giles Brookson, cuarto curso». Le parecía que eran los chicos los que en realidad debían hacer las etiquetas, pero a ellos les gustaba su letra. Ya veía su e griega, su d en lazo, su B con volutas, filtrándose en el colegio, contaminando la letra de imprenta que habían tenido hasta el momento, basada en la del director. Era gracioso, y en cierta forma halagador, pero habitual, claro; diez años antes, él había copiado aquellas B de uno de sus profesores favoritos.
—Voilà!
—Merci, monsieur! —dijo Milsom, y llevó la tarjeta a la vitrina, donde se iban a colocar los objetos más valiosos y peligrosos. Había un bonito juego de figuras hindúes de barro, vestidas de diferentes rangos y profesiones (gaitero militar, aguador, oficial de aduanas), que había cedido muy generosamente la tía de Newman. El estante de arriba albergaba una granada de mano, se suponía que desactivada, una pistola de llave de chispa, la espada del abuelo de Brookson, y un cuchillo kukri de los gurkas, que Dupont había sacado de la vitrina y estaba limpiando ahora con un poco de Duraglit. Milsom y él hablaban de sus palabras favoritas.
—Yo creo que diría —dijo Milsom— que mi palabra favorita es glorioso.
—¿No era magnífico? —dijo Dupont.
—No, prefiero mil veces glorioso.
—Pues bueno… —dijo Dupont.
—¿Pero cuál es la tuya? Y no me vayas a decir, ya sabes…, cosas como cerdo, o y…, o, bueno, ya sabes.
Dupont se limitó a alzar una ceja al oír aquello.
—En este momento —dijo— mi palabra favorita tendría que ser churrigueresco.
Milsom se quedó boquiabierto y meneó la cabeza, y Dupont miró un momento a Peter para ver qué efecto había tenido su declaración.
—Pero, por otro lado —prosiguió alegremente—, puede que sea algo tan simple como ágil.
—¿Ágil?
—Sí, ágil —dijo Dupont, blandiendo sinuosamente el cuchillo kukri en el aire—. Son sólo un par de sílabas, pero verás que casi se tarda tanto en decirlo como glorioso, que tiene tres. Ágil…, ágil.
—Por el amor de Dios, tenga cuidado con ese cuchillo, ¿quiere? Está pensado para cortarle la cabeza a la gente.
—Ya tengo cuidado, señor —dijo Dupont, tan dolido que se ruborizó. Desde que lo habían echado de la clase de música, recelaba un poco de Peter, y parecía que no se fiaba de su propia voz, con sus extraños saltos de una octava en medio de una palabra. Peter se acercó enseguida y miró por encima de su hombro aquella hoja tan ancha; era el ángulo del medio lo que le provocaba un hormigueo en la parte de atrás de los muslos.
—Tiene una pinta horrible, Nigel…
—¡Cierto, señor! —dijo Dupont, con una mirada de agradecimiento. En rigor, sólo se trataba por el nombre propio a los delegados de clase. Le dio la vuelta al kukri, de un lado de acero reluciente, y del otro de un color azul marino un poco apagado todavía. Tenía los dedos negros del limpiametales—. Está perfectamente equilibrado, señor, ¿ve? —Lo empuñó, temblando, en vertical, con un dedo machando en la muesca de la base de la hoja. Se quedó oscilando, como un loro en su percha.
Había que colgar varias fotografías, y Peter les preguntó a los chicos dónde debía ponerlas. Era su museo, seguramente una idea de Dupont, pero con la fiel contribución de Milsom 1; Peebles y un par de ellos más también participaban en el proyecto, pero se habían esfumado en cuanto había comenzado el duro trabajo de vaciar y limpiar el establo y encalar las paredes. Era evidente que sólo querían jugar con los objetos de la exposición.
—Vamos a colgar a la madre del director —dijo Peter, y vio cómo los chicos soltaban una risita y se miraban mutuamente. Sostuvo en alto un lúgubre lienzo en un reluciente marco dorado—. Muy generoso por parte del director habérnoslo prestado, ¿no os parece? —Se quedaron todos mirándolo en aquel estado de cómica incertidumbre que a Peter le gustaba suscitar. Una mujer de cara redonda con un vestido gris los contemplaba con una expresión como de angustia reprimida por haber parido al director—. ¿Dónde vamos a poner a la difunta señora Watson? —Por lo visto, alguien había pensado que los caballos necesitaban poca luz: sólo la mitad de la puerta de entrada y una ventanita muy alta al fondo. La bombilla de arriba con su pantalla de hojalata dejaba la parte superior de las paredes en sombra—. ¿Arriba del todo, quizá?
—¿Quiere decir que ya se murió, señor? —preguntó Milsom.
—Pues sí —respondió Peter con cierta rotundidad. No debía animarles a burlarse de determinadas cosas; aunque seguro que su muerte había sido la razón por la que la habían descolgado por fin de la pared de la sala de estar del director.
—Necesitamos más luces, señor —dijo Dupont. Tenía pensado utilizar la lámpara de aceite victoriana que les había prestado Hethersedge, pero era un peligro que hasta Peter había decidido que no debían correr.
—Ya lo sé… Voy a hablar con el señor Sands sobre ese tema.
—Yo creo que deberíamos ponerla en un lugar destacado —dijo Milsom.
Peter le sonrió, especulando un momento sobre qué le esperaría en la vida a un chico tan respetuoso.
—Creo que tiene razón —dijo, y se estiró un momento para colocar a la buena señora en la pared, sobre la vitrina de las armas. Era un lugar central, aunque resultó que el borde de la lámpara dejaba en sombras todo lo que quedaba por encima de su barbilla—. Ya está —dijo Peter, casi imponiéndoles a los chicos su propia opinión de que daba igual. Fueron a retomar sus quehaceres, aunque de vez en cuando le echaban un vistazo, no muy convencidos.
Peter abrió una caja de tarjetas y cogió la fotografía enmarcada de Cecil Valance; sopló, escupió luego discretamente sobre el cristal y frotó enérgicamente con el pañuelo. Dentro, entre el cristal y el paspartú, tenía muchas manchitas negras de pulgones, que se habían metido allí y a lo mejor llevaban décadas muertos.
—¿Y dónde colgamos a nuestro apuesto poeta? —preguntó—. Nuestro propio bardo…
—Ah, señor… —dijo Milsom, y Dupont dejó el kukri y se acercó.
—¿Por qué no la ponemos aquí, señor, encima de la escribanía? —dijo.
—Pues sí, ¿por qué no?
La propia escribanía también pertenecía a la exposición, era parte de una serie de muebles y objetos domésticos victorianos, cestos de ropa, tendederos, cubos para el carbón, que habían sido amontonados en el establo de al lado, cerrado con llave, no se sabía cuándo. Era tremendamente pesada, y a lo largo de la parte superior tenía dos filas de casilleros góticos y también unas almenas de roble, de las que ahora faltaban algunas.
—¿Cree usted que Cecil Valance pudo escribir sus poemas en esta escribanía, señor? —dijo Milsom.
—Yo apostaría a que sí, señor —dijo Dupont.
—Hombre, supongo que cabe esa posibilidad… —dijo Peter—. A lo mejor los primeros; como ya saben, escribió los últimos en Francia.
—Claro, en las trincheras, señor.
—Exactamente. Aunque lo cómodo de los poemas es que puedes escribirlos en cualquier lado. —Peter había estado analizando parte de la obra de Valance con la clase de quinto curso; no sólo los famosos poemas de las antologías, sino también otros de los Poemas reunidos que había encontrado en la biblioteca, con la biografía de Stokes. A los chicos les había hecho gracia leer poemas sobre su propio colegio, y eran lo bastante jóvenes para no darse cuenta, si nadie se lo advertía, de lo malos que eran la mayoría.
Dupont estaba mirando atentamente la fotografía.
—¿Se sabe cuándo fue hecha, señor?
—Es difícil saberlo, ¿verdad? —La fotografía sólo tenía la estampación dorada de Elliott y Fry, Baker Street, en el paspartú gris azulado. La ropa no daba muchas pistas: un traje oscuro de rayas, cuello postizo y una corbata de seda blanda con un alfiler rematado en una piedra preciosa. No estaba propiamente de frente ni de perfil y miraba a la izquierda hacia abajo. Pelo oscuro ondulado, peinado hacia atrás con gomina, que se le levantaba en la frente formando un tupé temperamental. Ojos de un color indeterminado, grandes y un poco saltones. Peter lo había calificado de apuesto, sin saber muy bien lo que quería decir. Si uno lo comparaba con Rupert Brooke, por ejemplo, Valance parecía un halcón de ojos como abalorios; y si lo comparaba con Sean Connery o Elvis, parecía un hijo consanguíneo, anticuado, un espécimen brillante de una raza que prácticamente no se veía hoy en día—. Murió muy joven, así que tendría… —Peter no dijo «más o menos mi edad»— veintipocos años. —Se le hacía raro pensar que, si hubiera seguido vivo, ahora tendría la misma edad que su abuelo, que aún jugaba una partida de golf a la semana, y adoraba el jazz, por no decir «El Rock de la Cárcel».
—¿Se casó alguna vez, señor? —preguntó Milsom muy serio.
—Creo que no —respondió Peter—, no… —Y subiéndose a la escribanía, pidió a los chicos que le pasaran el martillo y clavó un clavo en la pared encalada.
En la reunión de personal en la sala de estar del director, esa semana la charla se redujo a la jornada de puertas abiertas.
—Así que tenemos un partido del equipo de casa contra los Templers, y empezará a la una y media. ¿Cuál es el pronóstico?
—Un paseo militar, director —dijo Neil McAll.
El director le sonrió con entusiasmo un momento, casi con envidia.
—Bien hecho.
—Bueno, los Templers son un rival bastante débil —dijo McAll secamente, pero sin rechazar el cumplido—. Y me gustaría hacer un par de entrenamientos extra esta semana, ¿después de las clases, por ejemplo? Sólo para que estén en forma.
El director parecía dispuesto a consentírselo todo. Peter le echó una mirada a McAll por encima de la mesa, con sentimientos encontrados. Moreno, de ojos azules, vestido de entrenador a horas poco apropiadas del día, gran parte de los chicos lo adoraban, pero otros lo evitaban instintivamente. Emanaba espíritu de competición. Se suponía que, en los dos años que llevaba en Corley Court, había conseguido sacar al colegio de su largo descanso en los últimos puestos de la Kennet League.
—Ropa blanca impecable, ¿no, gobernanta?
—Haré lo que pueda —respondió la gobernanta—, aunque en la décima semana…
—Bueno, vea lo que puede hacer, por favor.
—Voy a adelantar la noche de baño de los mayores al jueves —dijo la gobernanta, con un aire de gran estratega.
—¿Mmm? Ah, ya entiendo, está bien —dijo el director, frunciendo el ceño y ruborizándose un poco. Consultó su lista—. ¿Qué otras actividades…? Ah, veo que tenemos el museo.
—Pues sí —dijo Peter, sorprendido por lo nervioso que le ponían el director y todos aquellos miembros del personal, medio atentos, medio indiferentes. Miró a John Dawes, el más paternal de los profesores, que estaba encendiendo el mechero por tercera o cuarta vez sobre la cazoleta de su pipa; y a Mike Rawlins a su lado, concentrado en el garabateo sistemático con el que todas las semanas acababa borrando el plan de trabajo reproducido con multicopista. Llevaban veinte años asistiendo a aquellas reuniones—. Sí, creo que tendremos cosas que enseñar la jornada de puertas abiertas. Han reunido una serie de cosas bastante interesantes, y también otras bastante estúpidas. Ya se pueden imaginar que no va a ser el Ashmolean[13]… —Peter sonrió y bajó la vista.
—No, ya —dijo el director, a quien no le hacían gracia las alusiones de Peter a Oxford.
—Imagino que lo cierran con llave por la noche —dijo el coronel Sprague—. Tengo entendido que contiene varios objetos prestados por mis padres.
—Sí, claro —dijo Peter—. Dupont es el conservador oficial, y él me pide la llave.
—No queremos problemas de ese tipo —dijo el coronel.
—Tengo que intentar bajar a verlo —dijo Dorothy Dawes, como si requiriera planearlo de antemano. Daba clases a los «niños» de primer curso, y parecía aislada del resto del colegio en un nido de lana para tejer y papel encolado. Siempre iba equipada con dos tipos de golosinas, caramelos y bombones rellenos, que repartía generosamente a modo de recompensa o consuelo. Peter no tenía claro si los Dawes habían tenido hijos.
—Yo también les he prestado un par de cosas —dijo el director—. Un retrato y un juego de cornamentas. Sólo para ayudarlos un poco.
—Pues le estamos muy agradecidos —dijo Peter solemnemente—. Y también tenemos unos cuantos objetos interesantes de la época de los Valance.
—Es verdad… —dijo el director, mientras una expresión de recelo se apoderaba de él—. Lo cual me recuerda un tema un poco delicado, que me gustaría que no saliera de aquí.
Peter dio por hecho que se refería a la sexualidad de los alumnos, y de repente dudó si hacer o no los comentarios ingeniosos que había pensado hacer sobre el Dr. No y el pecho de Ursula Andress.
—Bueno, usted ya sabe de qué se trata, John… Tiene que ver con la señora Keeping.
Evidentemente, aquello tenía algo de excitante, puesto que la señora Keeping era un hueso duro de roer, además de una persona poco querida entre el resto del personal; pusieron todos una expresión de madura responsabilidad.
—Digamos que ya me habían llegado antes unos cuantos comentarios, pero ahora la señora Garfitt me ha escrito para quejarse. Afirma que la señora Keeping ha estado pegando al joven Garfitt con un libro, no sé muy bien dónde, y también… —el director consultó sus notas— «tirándole de las orejas como castigo por equivocarse con las notas».
—Cielo santo, ¿sólo eso? —murmuró John Dawes, y la gobernanta soltó una risita de decepción—. Tampoco es que vaya a servir de mucho.
—Le he dicho a la señora Garfitt que el castigo corporal, dentro de un orden, es una de las cosas que hacen que un colegio como Corley Court siga funcionando. Pero, de todos modos, no estoy nada contento con esta situación.
—El problema es que ella no se considera una profesora del colegio —dijo Mike Rawlins, sin dejar de garabatear.
—Bueno, es que no tiene estudios —dijo Dorothy con una mirada un poco suspicaz.
—Ah, ya… —dijo Mike, ahora con una cara larga. Que Peter supiera, sólo él y el director podían presumir de licenciaturas universitarias; los demás tenían distintos diplomas arcaicos y, en un caso concreto, una medalla. Neil McAll era el más exótico, con un Diploma de Educación Física de Kuala Lumpur, basándose en el cual enseñaba historia y francés.
—Bueno, es la hija del capitán Sir Dudley Valance, Bart —dijo el coronel Sprague, jocosamente pero también con cierto sentimiento. El propio Sprague, que era sólo el tesorero, demostraba tener una clara conciencia de rangos ya caducados, y a veces se arrogaba una superioridad totalmente imaginaria sobre el capitán Dawes y, por supuesto, sobre Mike y el director, que habían estado los dos en la RAF.
—Pues no debe de haber tenido una infancia fácil —dijo Mike.
—Corley Court fue la casa donde se crio.
—No sé… —dijo el director, en un tono ambiguo lamentablemente estratégico, mientras su vista recorría la mesa de un extremo a otro—, pero me pregunto si no sería usted la persona más indicada para hablar con ella sobre este tema…, Peter.
Peter se puso colorado, parpadeó y dijo enseguida:
—Con todos mis respetos, señor director, no creo que deba ponerme a educar a otros profesores, sobre todo si me doblan la edad.
—¡Pobre Peter! —dijo Dorothy, moviéndose un poco en la silla, intentando protegerlo—. Pero si acaba de llegar…
—No, no me refiero a educar…, evidentemente —dijo el director, ruborizándose también—. Pensaba más bien en una… charla con mucho tacto, dando muchos rodeos, que seguro que es más útil que una llamada de atención por mi parte. Tengo entendido que usted interpreta duetos con ella, ¿no?
—Bueno… —dijo Peter, casi asustado, y sintiéndose un poco culpable, porque el director lo supiese—. Tampoco es eso. Estamos ensayando un par de piezas a cuatro manos que vamos a tocar en el setenta cumpleaños de su madre la semana que viene. La verdad es que no la conozco nada bien.
—Así que Lady Valance cumple setenta años… —dijo el coronel Sprague—. A lo mejor el colegio debería felicitarla de alguna forma.
—No, no, ella ya no tiene ese título —dijo Peter en un tono bastante tajante.
—La actual Lady Valance tendrá unos veinticinco años, o eso aparenta —dijo Mike.
—Fue modelo, ¿no? —preguntó la gobernanta.
El caso era que a Peter le daba miedo Corinna Keeping, pero en realidad pensaba que tenía una especie de relación con ella. Su parte más esnob había reparado en él, y creía que podía impresionarlo, o incluso seducirlo. Él había estado en Oxford, le encantaba la música, había leído los libros de su padre. Desde luego, ella tocaba diez veces mejor, pero nunca había mostrado ningún deseo de darle en las narices. De hecho, le ofrecía cigarrillos y le hacía comentarios cáusticos sobre el funcionamiento del colegio. Seguramente estaba en una buena posición para hablar con ella, pero no quería abusar de su confianza haciéndolo. Creía que habría gente interesante en la fiesta, y ella le había mencionado a su inteligente hijo Julian, que había «descarrilado» en sexto curso en Oundle, con quien a su vez le parecía útil que Peter tuviera una charla.
—Seguramente usted es el que mejor se lleva con ella —dijo John Dawes, con su aire de imparcialidad somnolienta.
Así que Peter dijo:
—Bueno, tendré una charlita con ella entonces.
—Será lo mejor —dijo el director en un tono severo, ahora que ya lo había conseguido.
—Aunque si me ando con tanto tacto, quizá no funcione —dijo Peter.
Después de eso, la conversación derivó hacia determinados chicos que merecían algún que otro comentario, pero Peter prácticamente no se enteró de nada porque no dejaba de darle vueltas, arrepentido, a lo que había accedido a hacer. Empezó a hacer garabatos con tinta verde, poniéndole un frontispicio y unas columnas a la palabra museo. Al fin y al cabo, podía ser un Ashmolean. Se preguntó si Julian Keeping sería atractivo, y si su «descarrilamiento» tendría que ver con algo de tipo homosexual. En los colegios privados los homosexuales no solían necesitar rebelarse, encajaban perfectamente; sobre todo, claro, si eran guapos. Estaba dibujando estrellas rojas alrededor de las palabras «jornada de puertas abiertas» cuando oyó decir al director:
—Bueno, vamos con otros asuntos… Mmm, sí, Peter, con toda esa pornografía o lo que sea.
Un poco confundido, Peter siguió garabateando mientras sonreía y decía:
—No tengo mucho que contar, señor director. —Cuando levantó la vista vio unas extrañas miradas de preocupación en torno a la mesa, y una larga vaharada de humo de la pipa de John Dawes flotando y esfumándose lentamente entre ellas.
—Dorothy, ¿no sé si sería mejor que nos dejara solos?
—¡Por Dios, señor director! —Dorothy negó con la cabeza, y luego, como si se hubiera olvidado algo, rebuscó un caramelo en su bolso.
—He leído Dr. No como se me pidió —dijo Peter, sacando el libro confiscado de debajo de sus papeles. En la portada, el pecho de Ursula Andress obstaculizaba a medias su brazo derecho mientras ella cogía el puñal que colgaba de su cadera izquierda. El cinturón tenía un toque perverso, usado con aquel biquini. En la contraportada había una cita de Ian Fleming: «Escribo para heterosexuales de sangre caliente que leen en el tren, en el avión o en la cama».
Neil McAll estiró el brazo y giró el libro hacia él.
—¡«La mujer más bella del mundo»! —dijo—. Pues no sé yo. —Torció el libro para que lo viera John Dawes—. Tiene el pecho raro, como caído.
El viejo John, muy azarado, pareció examinarlo.
—Mmm, ¿ah, sí?
Peter intentó imaginarse el pecho de Gina McAll; suponía que uno juzgaba a una estrella de cine y a su propia esposa según baremos bastante distintos.
—La portada es con diferencia la cosa más… pícara de todo el libro —dijo Peter—, y como muchos de los chicos ya habrán visto la película, no creo que haya por qué preocuparse. En realidad no está mal escrito. —Miró alrededor con cara de sinceridad—. Hay una descripción muy buena de un motor diésel en la página noventa y uno.
—Mmm… —El director sonrió fríamente ante aquella falta de seriedad—. Está bien, muchas gracias.
Una vez más Peter tuvo la sospecha de que para el director él era un hombre con mucho mundo.
—Desde entonces, en un registro del armario de cuarto curso ha aparecido… esto. —Se palpó el bolsillo de la chaqueta, como buscando un manual muy apreciado, y sacó un libro de bolsillo con las esquinas de algunas hojas dobladas, que se fueron pasando de mano en mano con una curiosidad muy natural. Era la autobiografía de Diana Dors, Swingin’ Dors; en la portada, bajo su pecho igualmente prominente, se leía la siguiente frase publicitaria: He sido una chica muy traviesa.
Mike le echó un buen vistazo a la foto del interior de la actriz nacida en Swindon con un biquini de visón.
—Una auténtica porquería, evidentemente —les recordó el director—, aunque me temo que ahora ya no tiene ninguna relevancia. Lamento decir que la gobernanta ha encontrado unas revistas absolutamente asquerosas escondidas detrás de los radiadores de sexto curso.
—Pues sí —dijo la gobernanta con un gesto adusto.
Peter sabía que aquellos radiadores estaban encajados detrás de gruesas rejillas, pero era de suponer que la gobernanta los había arrancado con tanta facilidad como tiraba al aire los colchones de las camas mal hechas.
El director tenía las revistas en una carpeta a su espalda, que se puso en el regazo para hojearlas por debajo de la mesa, mencionando los títulos bruscamente en un murmullo. Eran todas el típico material pornográfico, aunque Health and Efficiency era un poco diferente, porque también traía hombres y chicos desnudos.
—Naturalmente, nadie ha admitido haberlas puesto ahí —dijo, con una mueca más de disgusto.
Peter estaba casi seguro de quién había sido, pero no pensaba decirlo. Le parecía todo muy normal.
—Creo que también ha dicho que había oído algunos comentarios especialmente repugnantes, ¿no, gobernanta?
—Pues sí —respondió la gobernanta, aunque estaba claro que no tenía intención de extenderse. Fuera lo que fuera, adquirió una presencia fantasmal en los rostros curiosos, pero desconcertados, congregados en torno a la mesa.
—Ya sé que lo he comentado antes —dijo Neil McAll—, pero ya es hora de que les demos alguna educación sexual, por lo menos en quinto y sexto curso.
—Como ya sabe, he hablado con el consejo escolar al respecto, y no les parece conveniente —dijo el director bastante nervioso.
—Los padres no quieren —dijo la gobernanta en un tono más implacable— y los chicos tampoco.
Los dos fruncieron el ceño juntos, como una pareja sumamente extraña, y Peter no pudo evitar preguntarse si alguno de los dos tendría totalmente claros los temas de la sexualidad y la reproducción. Los chicos mayores a veces los dibujaban entrelazados de un modo obsceno, pero él estaba prácticamente seguro de que ambos eran vírgenes. Su empecinamiento en aquel asunto era realmente peculiar, a tenor de la larga tradición de la charla confidencial. Así que los niños pasaban a la pubertad en un pintoresco embrollo de habladurías y experimentos, alimentado por las excitantes fotografías de las mujeres tribales del National Geographic, y por novelas levemente obscenas y revistas habilidosamente retocadas.
Daba la casualidad de que, tras la reunión, Peter tenía un rato libre, en el que había quedado en hablar con Corinna Keeping, tarea que ahora le suponía cierta carga. Dudaba mucho de que fuera capaz de decirle algo. Había una intimidad innegable en las sesiones a cuatro manos con Corinna. Al compartir la banqueta del piano, tenía una sensación muy clara de la absoluta firmeza de su persona: su costado encorsetado y su pecho duro, las caderas de ambos meciéndose al unísono cuando las manos se posaban, o incluso se cruzaban, en el teclado. Como segundo intérprete, él se encargaba de los pedales, pero a veces las piernas de ella chocaban con las suyas, como luchando contra el impulso de accionar los pedales ella misma. El contacto era técnico, claro, como el del deporte, y no se debía confundir con otro tipo de contactos. Sin embargo, él se daba cuenta de que ella lo disfrutaba: le gustaba el rigor profesional que hacía que no fuera sexual, pero también que en una mínima parte inconfesable sí lo fuera. Después de un ensayo, Peter notaba en su camisa un rastro mixto de humo y lirio de los valles, típico de ella. Para él, aquellos encuentros no tenían el más mínimo interés amoroso, pero era coqueto por naturaleza e, inconscientemente, veía que le proporcionaban un agradable control sobre una persona a la que en general se consideraba una auténtica bruja.
Estaba esperándolo en la sala de música, tras acabar de darle una hora de clase a Donaldson, que estaba en séptimo curso de piano.
—Ah, qué bien, ha conseguido escapar… —dijo, soltando un maliciosa bocanada de humo mientras aplastaba su cigarrillo en la parte interior de la papelera metálica—. Se ha deshecho de todos esos pelmas.
Peter sólo sonrió, se quitó la chaqueta y abrió una ventana como sin darse cuenta. Era demasiado pronto para sacar a relucir el tema de su abuso de poder, y aunque lo llevaba casi preparado vio claramente, ahora que la tenía delante, que a ella no le haría ninguna gracia que le comentara el debate sobre la pornografía.
—Bueno, hay mucho jaleo con lo de la jornada de puertas abiertas, como ya se puede imaginar.
—Ya me imagino —dijo, con un aleteo de sus duras pestañas negras—. Evidentemente, no me piden que asista a esas reuniones tan importantes… Siento mucho que usted tenga que perder el tiempo con ellas.
Era su astuta manera de llegar hasta él pasando por encima de las cabezas del resto del personal. Bajo ella, supuso, debía de esconderse el orgullo herido por regresar a dar clases de música a la casa en la que había vivido de niña. Una vez le había preguntado qué había sido la sala de música en sus tiempos; el dormitorio del ama de llaves, por lo visto; y la enfermería de al lado, el de la cocinera.
—¿Le ha echado un vistazo a lo de Gerald Berners?
—Sí, lo he estudiado con mucha atención.
—Un poco disparatado, ¿no? —dijo Corinna—. Mi madre se va a emocionar, adoraba a Gerald.
—Bueno, me alegro de que haya prescindido de los otros dos morceaux. —Sólo estaban ensayando el del medio, que era más sencillo, el titulado «Valse sentimentale».
Corinna colocó bien la partitura en el atril.
—¿Recuerda otros compositores que hayan sido pares del reino?
—¿Qué tal… Lord Kitchener? —dijo Peter.
—¿Lord Kitchener? No sea tonto… —dijo Corinna, y se ruborizó un poco, aunque también sonrió.
Antes que nada, tocaron la pieza toda seguida.
—Tengo que decir —dijo Peter al final— que supongo que se trata de que todos se den cuenta de que no sé tocar ni aunque me ahorquen…
—Exacto. Lo ha entendido perfectamente.
Con Corinna se corría en cierta forma el riesgo de regresar a los once años y de que te pegaran en la cabeza con un libro. Volvieron a tocarla entera, mucho más seguros, y luego ella se levantó para fumar otro cigarrillo.
—Es curioso. ¿No le suena la melodía principal? —le preguntó Peter.
—¿En serio? Nunca me habría imaginado que algo de Gerald le pudiese sonar a alguien…
—No… Quiero decir, creo que la plagió. De Ravel, ¿no? Desde luego, es francesa.
—¿Ah, sí?
Peter volvió a tocar la melodía sin ningún tipo de adornos.
—Dios mío, tiene razón —dijo Corinna—, es el Tombeau de Couperin. —Y, volviendo a sentarse, lo apartó de la banqueta y tocó la pieza de Ravel, o parte de ella, con el pitillo entre los dientes, como un pianista en un bar clandestino—. ¡Ahí lo tiene!
—Vaya con el pícaro de Gerald… —dijo Peter, tomándose una libertad que ella le permitía.
Aunque entonces Corinna dijo:
—También podría haber sido el pícaro de Maurice, claro. Habría que comprobar las fechas. De todos modos, será mejor que le echemos una ojeada a Mozart; diez minutos nada más, porque luego he de irme, tengo que llevar a mi marido al club de críquet.
—Ah, ¿al de Stanford Lane? —Era un agradable paseo de diez minutos desde el banco—. Tengo que decirle que mima demasiado a su marido.
Aunque no se enfadó, pareció que a Corinna no le gustó el comentario. Metió los Trois Morceaux en su estuche de música, y luego alisó la sonata de Mozart sobre el atril.
—Supongo que no sabe lo que le pasó —dijo.
—Pues no, lo siento… ¿Le ha ocurrido algo? —Peter se imaginó que lo habían atropellado en Market Square.
—Ya veo que no lo sabe. —Meneó la cabeza, como absolviendo a Peter, pero, aun así, un poco contrariada—. La gente dice que tiene agorafobia, pero no es eso.
—Ah…
Ella volvió a sentarse.
—Mi marido lo pasó muy mal en la guerra —dijo, con la voz temblándole un poco de pura crispación—. Y a la gente le cuesta mucho entenderlo.
—Desgraciadamente sólo estuve con él unos minutos cuando abrí mi cuenta —dijo Peter—. No podía haber estado más amable, ni siquiera con alguien que hubiera tenido más de cuarenta y cinco libras…
—Es un hombre muy inteligente —dijo Corinna, ignorando aquel cumplido—. Debería dirigir una sucursal mucho más importante, pero le cuesta hacer muchas cosas que a los demás no les cuesta nada.
—Lo siento.
—Me parece que la gente debe saberlo, aunque, evidentemente, detesta que se hagan excepciones especiales con él. Seguro que no le gustaría nada que se lo cuente. En esencia, no soporta estar solo.
—Ya entiendo. —Peter la miró a la cara, sin saber muy bien si aquella explicación suponía un nuevo grado de intimidad. Ella soltó una última bocanada de humo y aplastó el cigarrillo en la papelera.
—Escapaba de un campo de prisioneros de guerra alemán cuando el túnel se vino abajo. —Sonrió de placer ante la primera línea con que se abría el Allegro—. Sin luz, sin aire, ya se puede imaginar… Creyó que iba a morir, pero lo rescataron justo a tiempo.
—Santo Dios… —dijo Peter.
—Así que esa es la razón, mi querido amigo —dijo Corinna frunciendo mucho el ceño—, por la que tengo que llevarlo al club de críquet. —Y atacó los primeros compases con un chasquido de sus mandíbulas antes de que él estuviera apenas preparado para seguirla.