Paul se inclinó hacia delante, levantó el pestillo de latón y abrió las puertecitas de su puesto de trabajo. El propio banco abriría en menos de un minuto; a través del cristal esmerilado de la mitad inferior de las ventanas se veían las figuras grises, borrosas y superpuestas, de tres o cuatro clientes que esperaban allí fuera. Pero de momento el Espacio Público estaba desierto, con su oscuro linóleo sin rayar, los ceniceros relucientes, los tinteros llenos, y el Times y el Financial Times intactos sobre la mesa. Había cierta belleza en la pura insulsez anticuada del lugar. En el tablón de anuncios de encima de la mesa había anuncios de Bonos de la Defensa al 5% y de Bonos de Ahorro del Estado, y bajo un encabezamiento en negrita y sin adornos, una notificación sobre «ATRACOS A BANCOS» que le daba al Espacio Público su propio toque de posible emoción.
Él y Geoff ya habían vaciado la Caja de Depósitos Nocturnos y pasado diez minutos bastante agradables examinando el contenido de las carteras de cuero cerradas con llave. Como el banco cerraba a las tres, muchos comerciantes depositaban sus ingresos luego, en el buzón giratorio de la caja. Contar y registrar la entrada de los cheques y el dinero en efectivo era la primera tarea del día. Geoff contaba el dinero a una velocidad de vértigo, con el dedal de goma del pulgar derecho pasando rápidamente los billetes. A Paul le distraía un poco la sensación de competición, así como la presencia adormilada pero decidida de Geoff por las mañanas, con el pelo todavía mojado y la loción para después del afeitado fresca e intensa. Suspiró y empezó a contar un fajo de nuevo. La señora Marsh había reducido su vendaje militar a una diminuta almohadilla en la base del pulgar, pero aún se sentía torpe e iba con cuidado. Los billetes de diez chelines eran los más sucios y los que estaban más rotos, así que a veces había que separarlos. Los de diez libras los contaba más despacio, porque le imponían más respeto. Susie le había preguntado por su vendaje, y la historia de la noche anterior había salido a relucir y le había hecho disfrutar por primera vez de la sensación de ser un personaje de aventuras cómicas. La oyó decir:
—¿Os habéis enterado de lo que le pasó al joven Paul?
Había tres puestos en el mostrador: Jack más cerca de la puerta de la calle, Geoff en el centro y Paul al fondo, esperando que lo descubrieran, más cerca del despacho del director. Geoff, como quien no quiere la cosa, vigilaba a Paul; y Paul, de un modo aún más informal, de hecho casi furtivamente, vigilaba a Geoff. Era absurdo estar interesado en Geoff, pero lo tenía el día entero a la vista, con su traje ajustado y sus botines de cremallera con los tacones encajados en el travesaño del taburete. El señor Keeping hacía alusiones sarcásticas a los botines de Geoff, pero en definitiva no le prohibía ponérselos. Entre las chicas, sentadas en sus escritorios con sus máquinas de escribir detrás de él, la manera de vestir de Geoff también daba pie a comentarios jocosos, ese tipo de comentarios que, por supuesto, les permitían hablar de ella. Paul no se sentía con la misma libertad. Cuando se metían con Geoff por culpa de Sandra, la chica del National Provincial con la que estaba saliendo, era Paul el que se ruborizaba y sentía que se le aceleraba el pulso ante la curiosidad reinante. Se imaginaba que Geoff lo besaba, repentina pero inevitablemente, en los servicios del personal, y luego Geoff…
—¡Abrimos! —dijo Hannah, mientras se desatrancaba la puerta principal, y Paul, hecho un manojo de nervios, se sentó en su taburete y posó las manos en el mostrador que tenía ante él.
Su primer cliente fue un agricultor que venía a depositar unos cheques y a retirar una gran suma de dinero en efectivo para pagar los salarios de sus trabajadores; los viernes se dedicaban prácticamente a la paga de salarios y el depósito de los ingresos semanales, y se formaban colas alarmantes mientras él contaba cincuenta o sesenta cheques. Podían pasar cientos de libras por su ventanilla de una sola vez. Se dio cuenta de que George Hethersedge, el agricultor, lo trataba un poco como a un tonto por el mero hecho de no haberlo visto nunca. Parecía insinuar que volvería la vista atrás sobre aquel momento de ignorancia con auténtico pesar. Paul tenía una vaga noción, mientras contaba los billetes y sumaba los cheques en su calculadora, de que el apellido Hethersedge tenía implicaciones, peso y lugar en las luces y sombras de la opinión local. Como la mayoría de aquellos apellidos con arraigo en el pueblo, también tenía un tremendo saldo negativo ligado a él. Vio lo extraño que era, en términos sociales normales, que él lo supiera. Aquella ligera incomodidad social parecía el sustrato de sus relaciones profesionales.
Detrás del señor Hethersedge, que casi la tapaba, había una anciana menuda, la señora M. A. Lane, a quien le temblaba la mano y que parecía angustiada por el hecho de querer cobrar un cheque de dos libras. Le echó una mirada a Paul a través del retazo de velo burdo de la parte delantera de su sombrero. A él le gustaba la gente mayor, y le hacía gracia que lo trataran con cierto respeto ansioso e incluso con un poco de temor, como si lo consideraran un funcionario avispado. Luego fue el turno de Tommy Hobday, el farmacéutico de al lado, que no paraba de entrar y salir del banco y se sabía su nombre; y entonces aquella pequeña conmoción ante el contacto y la novedad comenzó a desvanecerse, y su propio miedo a cometer errores o quedar en evidencia fue dando paso lentamente a la rutina de un día muy ajetreado. En la parte interior de la puerta principal había una pequeña antecámara con otra puerta acristalada que tenía un dispositivo que la cerraba automáticamente; el chasquido del dispositivo anunciaba el incesante vaivén irregular de los clientes.
Poco antes de comer, Paul oyó una voz en el Espacio Público y percibió que provocaba un pequeño alboroto; enseguida apareció la señorita Cobb, que se puso a hablar en un tono extrañamente alegre, como alguien en una fiesta; luego la voz otra vez, exageradamente amable: la señora Keeping, claro.
—No, no, no, de ningún modo —dijo fingiendo no reclamar atención, mientras la gente se volvía para mirarla.
El cliente de Paul se marchó, permitiéndole verla claramente, con su vestido azul celeste, su bolso blanco, y el aspecto de encontrarse también ella en una fiesta. Había cogido el Financial Times y estaba echando un vistazo a los titulares con sus marcadas cejas negras levantadas. Paul la observó, nervioso, desde su ambigua posición, invisible y expuesta a la vez. Ella levantó la vista de la página y paseó la mirada distraídamente por la estancia, pero no dio ninguna señal de haberlo visto. Él dejó que se le desdibujase la sonrisa de la cara, como preocupado por otra cosa, con el corazón acelerado durante un rato, en una mezcla de protesta y vergüenza. Cuando se abrió la puerta de la antecámara, ella se volvió ligeramente y saludó con la cabeza. Paul vio aparecer enseguida a la señora Jacobs con su paso pesado y su divertida mirada inquisitiva, que lo buscó con los ojos y luego se acercó hasta él.
—Vamos allá… —dijo, dejando su bolso de tapicería en el mostrador entre los dos.
—Buenos días, señora —dijo Paul casi jocosamente, sin saber muy bien si debía añadir su apellido.
—Buenos días —le contestó la señora Jacobs cordialmente, rebuscando en su bolso, tal vez sin reconocerlo. Sobre el mostrador fueron apareciendo el estuche de las gafas, una pañoleta, veinte cigarrillos Peter Stuyvesant, una bolsa de papel de la farmacia de Hobday que por el ruido contenía pastillas, un libro de bolsillo naranja boca abajo, una novela…, Paul no lo veía muy bien…, y por fin un talonario de cheques. Después, el cambio de gafas, la desconcertante búsqueda de la pluma. Escribió su cheque de una manera bastante descuidada y espontánea, conservando un vago aire absurdo, como si el dinero fuese un divertido misterio para ella. Paul le devolvió la sonrisa pacientemente, examinó y selló el cheque, que era de veinticinco libras, y le preguntó cómo lo quería. Sólo entonces, cuando lo miró fijamente un momento, se dio cuenta de quién era.
—¡Pero si es usted! —dijo en un tono alegre, pero identificándolo, no obstante, con el gracioso hombrecillo de la noche anterior, de cuyo nombre seguramente ya se había olvidado. Paul sonrió mientras se inclinaba sobre el cajón del dinero que tenía junto a la rodilla izquierda, y liberó un fajo de impecables billetes de una libra de su envoltorio de papel. Le pareció bastante bonita la hermosa y predecible similitud del rostro de la reina al contarlos con los dedos. Volvió a contarlos para ella, a un ritmo que pudiera seguir.
—Aquí tiene, señora Jacobs.
—¿Y esa mano? —dijo ella, confirmando que se trataba de él.
Paul la levantó para enseñarle el vendaje y meneó los dedos para demostrarle que todo iba bien.
—Me alegro por usted —dijo la señora Jacobs buscando su cartera y metiendo los billetes dentro, de nuevo como si el dinero le pareciera un tanto difícil de manejar—. Es nuestro joven de ayer —le susurró a su hija cuando se volvió a reunir con ella; pero ella a su vez estaba susurrándole algo al señor Keeping, que había salido de su despacho, con su sombrero flexible en la mano y la gabardina sobre el brazo, a pesar del esplendor sin nubes del cielo que se veía a través de las transparentes mitades superiores de las ventanas del banco. Paul se imaginó que iban a acompañarlo a casa.
Ese día, hizo la pausa para comer bastante tarde, cosa que prefería; tenía la sala del personal para él solo y leyó su Angus Wilson mientras se comía un sándwich sin que nadie le preguntara nada; y cuando volvió al trabajo, ya sólo quedaba una hora para el cierre. Por las tardes se sentía más limitado sobre su taburete, girando en parte entre el hondo cajón del dinero junto a su rodilla izquierda y los cuencos de madera con chinchetas, clips y gomas elásticas del mostrador a su derecha. Donde se había sentido útil y eficiente por la mañana ahora se sentía entumecido y desencantado. La gaveta del dinero lo encajonaba. Tenía las rodillas levantadas, las plantas de los pies tensas contra el travesaño metálico, los muslos abiertos cuando se inclinaba hacia delante; zarandeó las rodillas para aliviar el entumecimiento de la parte superior de los muslos y de las nalgas. El respaldo bajo y curvado del taburete se venía hacia delante si no se apoyaba en él; aunque se ponía perfectamente derecho cuando lo apretaba con la espalda arqueada. Sentía un ligero hormigueo, una extraña mezcla de adormecimiento y excitación en la entrepierna. Delante de él se iban formando filas, con su alternancia de rostros concretos (inexpresivos, amables, acusadores, resignados) que él apenas vislumbraba, y la mitad del tiempo casi tenía una erección (que nadie veía, que no provocaba nadie) bajo el mostrador.
Poco antes de cerrar, volvió a su sitio después de haber ido al despacho del subdirector, y descubrió que no tenía clientes; miró hacia fuera, vio a Heather cruzar el Espacio Público para quedarse junto a la puerta, y percibió inmediatamente el pequeño cambio de perspectiva que tendría lugar cuando ella echase el cerrojo, y el personal se quedase otra vez a solas. Tal vez sólo se tratase de la típica inhibición del recién llegado, pero sentía que se establecía una especie de solidaridad entre los empleados cuando se habían ido los clientes. Apenas daban muestra de ella, naturalmente.
—¡No, llega justo a tiempo! —dijo Heather con una risa rencorosa, y Paul vio que un joven corpulento entraba a toda prisa sonriendo con entusiasmo, aunque en realidad eran las tres y veintiocho y estaba en su derecho, y la sonrisa era más de seguridad en sí mismo que de disculpa. Venía palpándose el bolsillo del pecho, y su sonrisa se volvió ligeramente maliciosa cuando se encaminó al puesto de Geoff, donde ya esperaba otro cliente. A Paul le pareció una persona de una vitalidad y un desaliño extraños, de una clase que no se veía mucho en una ciudad como aquella, la del artista un tanto ensimismado, más bien procedente de Londres o, a lo mejor, de Oxford, que sólo quedaba a veinticuatro kilómetros de allí. Sí, muy bien podía ser alguien de Oxford, con su clara chaqueta de lino rizándose en las solapas y su corbata de punto azul. Una pluma le había hecho una mancha de tinta roja, cerca del corazón. El oscuro pelo rizado le tapaba a medias las orejas; tenía cara de listo y era atractivo, aunque no exactamente guapo. Paul se inclinó hacia delante y, durante unos segundos que dieron mucho de sí, como en un trance, observó cómo miraba a Geoff por encima del hombro del cliente que estaba delante. Tenía la cabeza inclinada hacia un lado, con ese ceño fruncido vagamente calculador típico de la impaciencia, y la punta de la lengua sobre el labio inferior; y entonces, sólo por un momento, su cara se tensó, los ojos se le abrieron de par en par como para llenarse de Geoff, y luego se le fueron entornando en un guiño lento de divertida indulgencia; y, por supuesto, Paul se dio cuenta de lo que pasaba, y el corazón le latió con varios sentimientos que no fue capaz de desenredar: curiosidad, envidia y alarma.
—¿Le puedo ayudar en algo? —dijo, y su propia voz le sonó muy alta y casi burlona.
El hombre lo miró sin mover la cabeza y luego con una sonrisa más amplia, como si supiera que lo habían pillado en falta. Se acercó.
—Hola —dijo—. ¡Usted es nuevo!
—Sí, soy el chico nuevo —dijo Paul amablemente y sintiéndose un poco estúpido.
El hombre lo miró, agradecido, mientras se palpaba el bolsillo del pecho.
—Bueno, yo también —dijo rápidamente en un tono grave con un toque de humor.
—¿Ah, sí? —dijo Paul, procurando no sonar demasiado familiar, pero riéndose un poco.
—Bueno, el nuevo profesor, pero es muy parecido. Tengo que depositar esto en nombre del coronel. —Traía un talonario de depósito, con el recibo ya hecho, y un cheque por valor de noventa y cuatro libras: Corley Court School, Cuenta General. Paul se fijó, en el momento en que lo selló, en la imagen del colegio, recargado y compacto, rico y famoso, eso seguro, aunque nunca había oído hablar de él.
—¿Dónde está exactamente? —pregunto.
—¿El qué? ¿Corley? —El hombre pronunció la palabra como uno diría Londres, quizá, o Dijon, con la certeza y la sorpresa de una persona culta y educada—. Está en la carretera de Oxford, a unos cinco kilómetros. Es una escuela pre-pa-ra-to-ria —dijo con una voz a lo Noël Coward.
—El banco está a punto de cerrar, damas y caballeros —anunció Heather.
—Bueno, será mejor que saque algo de dinero —dijo el hombre—. ¿Aquí no dan un margen de tiempo a los clientes antes de echarlos a la calle?
—Me temo que no —dijo Paul con una inclinación de cabeza y una sonrisa, como se hacía siempre, admitiendo que el cliente podía tener razón, pero con más énfasis todavía debido a su atractivo. El hombre lo miró intensamente un momento antes de sacar su bolígrafo; tenía uno de esos gordos con cuatro colores diferentes: rojo, verde, negro y azul. Rellenó un cheque por valor de cinco libras, con una letra clara pero imaginativa, después de haber elegido el color verde. Se llamaba P. D. Rowe. Peter Rowe era su firma.
—Finales de mes —dijo—, nos pagan hoy.
—¿Cómo lo quiere?
—Ah, pues… cuatro billetes de una libra y una libra en metálico. Sí, sí —dijo Peter Rowe, mientras lo observaba, asintiendo con la cabeza—, hay que soltarse la melena este fin de semana.
Paul se rio disimuladamente sin mirarlo directamente, y luego dijo muy bajito, porque no quería que Susie lo oyera:
—¿Pero por aquí hay algún sitio donde uno pueda soltarse la melena?
—Mmm, ya le entiendo —dijo Peter Rowe. A Paul le extrañó darse cuenta de que por fin estaba teniendo una conversación personal, como hacían los otros cajeros con los clientes conocidos; y a pesar de que no conocía a Peter Rowe de nada, le interesaba mucho su respuesta—: Siempre he pensado que debe de haber algún sitio, ¿no le parece? —Cogió el dinero y deslizó las monedas en un monedero de cuero en forma de D—. Aunque en un sitio pequeño como este, habrá que buscarlo con lupa. —Sonrió moviendo las cejas.
Paul se oyó a sí mismo decir:
—¡Pues ya me contará! —Fuera lo que fuera aquel «soltarse la melena», no dejaba de tener una noción muy vaga, y su excitación se mezclaba con un sentimiento de estar pisando terreno desconocido.
—De acuerdo —dijo Peter Rowe. Mientras cruzaba el Espacio Público volvió a echarle un vistazo a Geoff con una expresión fugaz de cómica conjetura, que Paul interpretó, en un espantoso momento de lucidez, como una señal dirigida también a él, y luego volvió la vista atrás con un sonrisita mientras salía por la puerta.
Camino de casa Paul fue pensando en Peter Rowe y se preguntó si volvería a verlo enseguida en la ciudad. Pero la mayoría de las tiendas estaban cerradas y los pubs aún no habían abierto, y un prematuro ambiente de desolación se había instalado a lo largo de Vale Street, barrida por el sol. Se sentía cansado pero inquieto, excluido del desarrollo normal de una noche de viernes. Por toda la calle, las puertas de las casas estaban protegidas con toldos de rayas, o estaban abiertas tras cortinas de abalorios para dejar pasar el aire. Oyó conversaciones en la radio, música, un hombre que alzaba la voz al entrar en otra habitación. Los pañeros y los vendedores de ropa habían cubierto los escaparates con celofán para evitar que las telas se decoloraran con el sol. Era el dorado acaramelado del celofán de una botella de Lucozade, y cambiaba el color de toda la ropa del interior a un verde y un gris desagradables. En el diminuto teatrillo del escaparate de Mews’ una mujer daba un paso al frente entre la luz ambarina, con un vestido de algodón, una cara inexpresiva y los dedos puntiagudos levantados con viveza airosa, mientras un hombre permanecía de pie junto a ella muy formal, con pantalones de franela y corbata, y una sonrisa infinitamente paciente. Llevaban así semanas enteras, mientras las moscas zumbaban y morían a sus pies, y así seguirían hasta que cambiase la estación, cuando un día quitasen la tabla perforada de atrás y apareciera un brazo vivo tanteando el escaparate. Paul siguió andando, mirando con tristeza su reflejo ambulante. En el escaparate de la farmacia había esos enormes frascos en forma de lágrima con líquidos turbios, azules, verdes y amarillos, que debían de cumplir alguna antigua función simbólica. Unos posos oscuros se acumulaban en el fondo. Se preguntó qué pasaría un fin de semana en que uno se soltaba la melena; se imaginó a Peter bailando «Twist and Shout» en una habitación llena de amigos de Oxford. A lo mejor iba a una fiesta en Oxford; una escuela preparatoria no era el lugar más indicado para una fiesta por todo lo alto. No le atraía Peter, más bien se sentía ligeramente intimidado por él, y veía que su amistad despertaría sospechas en el banco. Por lo visto, ya se estaba adelantando un par de semanas a los acontecimientos.
Después de cenar subió a escribir su diario, pero se sentía extrañamente reacio a describir su propio estado de ánimo. Se echó en la cama, mirando al infinito. Escribió: «La señora Keeping vino al banco antes de comer, pero me ha ignorado totalmente, fue bastante incómodo. El señor Keeping también muy frío, y sólo ha dicho que esperaba que ya tuviese la mano bien. Incluso la señora Jacobs ha tardado un buen rato en reconocerme, aunque ha estado bastante simpática. Ha sacado veinticinco libras. No creo que recuerde cómo me llamo, se refirió a mí como “nuestro joven”». Algo en el hecho de que las cortinas y la alfombra, ambas bastante bonitas, no pegaran nada hizo que Paul se sintiera tremendamente solo, con los tres espejos de la cómoda tapándole la luz del atardecer. La bombilla del techo alumbraba poco, en clara desventaja. Los muebles (la cómoda, el armario, la cama con su cabecero acolchado) eran todos a juego, pero luego no pegaba nada con nada. Tenían ese aire de las cosas que no se quieren en el resto de la casa, el sillón áspero, la lámpara de hierro forjado, los ceniceros de recuerdo, el tapiz de lana marrón tejido por el propio señor Marsh, probablemente en un momento de depresión. Paul empezó una frase sobre la llegada de Peter Rowe al banco, pero un impulso supersticioso le llevó a tacharla después de tres o cuatro palabras. Tachó las palabras con su bolígrafo hasta que el papel brilló.
Guardó el diario y palpó la parte superior del armario, buscando su ejemplar de Films and Filming que había escondido allí. Traía en la portada un fotograma sacado de una película nueva, Privilegio, protagonizada por Jean Shrimpton y Paul Jones. Parecía que estaban juntos en la cama. El pálido perfil de Jean Shrimpton se cernía sobre Paul Jones, que tenía los ojos cerrados, y los labios y los dientes un poco entreabiertos. Al principio Paul había pensado que ella debía de estar contemplándolo mientras dormía, demasiado extasiada con su hermoso rostro como para querer despertarlo. Luego se dio cuenta, con una extraña sensación de hormigueo, de que debían de estar haciendo el amor, y que la boca abierta de la estrella del pop no estaba roncando sino jadeando y rindiéndose al placer. Aunque, en realidad, no se podía saber seguro. Su hombro y su pecho desnudos parecían insinuar lo que podrías ver si ibas al cine. Pero la película no llegaría al pueblo, claro, tendría que ir a Swindon o a Oxford en autobús. En el ángulo que formaban las dos caras había una extremidad desconcertante, tal vez el brazo derecho de Jean doblado hacia atrás, como la pata de un insecto, mientras se agachaba sobre él, o quizá el propio codo izquierdo de Paul Jones, extrañamente torcido. Pensó por primera vez que podía ser su muñeca izquierda, vista de cerca, con la mano oculta en el pelo de Jean. En aquella ampliación blanca y gris el cuello de cachorro de Paul Jones parecía carnoso y con marcas de acné. Sus orejas tampoco tenían lóbulos, un detalle curioso que ya no podías pasar por alto una vez te habías fijado en él. Paul Bryant tenían sus dudas con respecto a Paul Jones. En tiempos su madre había dicho abiertamente que le gustaba mucho, cuando él estaba en Top of the tops, y resultaba bastante difícil compartir una fantasía erótica con tu propia madre. Su propio deseo, a su manera muy modesto, consistía simplemente en besar a Paul Jones.
Se sentó apoyado en las almohadas, para mirar los anuncios breves por tercera o cuarta vez. Era como una ligera alucinación, o uno de esos dibujos del periódico que traen diez objetos ocultos; le hacían estremecerse las invitaciones ocultas. Repasaba sistemáticamente la sección Servicios, «jóvenes refinados» que buscaban realizar trabajos caseros en «pisos y casas particulares», o manitas «masculinos» que hacían «trabajos de todo tipo». Él no buscaba ese tipo de Servicios, pero le interesaba mucho que se ofrecieran. Había varios masajistas. Un tal señor Young, un «terapeuta especializado en masajes manuales», te podía visitar de once menos cuarto a tres, pero solamente al noroeste de Londres. Paul tuvo la sensación de que el señor Young le intimidaría bastante, aun cuando se encontrase en aquella zona a la hora indicada. Sus ojos se esforzaron por leer la letra pequeña de «Se Vende o Se Busca», donde todos los anuncios eran parecidos, de modo que podías olvidarte dónde estaba uno y encontrártelo de nuevo, con una sensación un poco mágica de que aquello tenía un significado especial. Sobre todo se trataba de revistas y películas. Había peticiones histéricas: «Fotogramas, Fotos, Artículos, Revistas, CUALQUIER COSA relacionada con Cliff Richard». Un «estudio» anónimo ofrecía «películas sobre físico y atractivo» para «artistas, estudiantes y especialistas», alguien vendía «películas de acción de 15 metros», no se sabía con qué duración. Paul se imaginaba la bobina girando en un proyector… No le parecía que se pudiese meter mucha acción en 15 metros, seguro que se acababan enseguida. De todos modos, él no tenía proyector, y no se veía comprando uno con su salario de ese momento. Tampoco es que tuviera mucho espacio en su habitación… Y además también le haría falta una pantalla… Había bastante gente aficionada a una cosa llamada «cintaspondencia», en la que parecía que grababas un mensaje y lo mandabas por correo, cosa que podía ser muy romántica, pero tampoco tenía un magnetófono, y aunque lo hubiera tenido la señora Marsh pensaría que se había vuelto loco si se dedicaba a hablar solo horas y horas en su cuarto. No era muy charlatán, y no acababa de verse llenando una cinta entera.
Los anuncios de Contactos eran el punto culminante de su ritual solitario, donde las propias palabras se cargaban de un significado escandaloso: «Soltero rebelde (32) desearía conocer persona de espíritu independiente con aspecto moderno». «Motero, exmarino, busca otro para montar los fines de semana». Costaba seis peniques por palabra, pero algunas personas se enrollaban de modo parlanchín como cualquier «cintaspondente»: «Motero, 30, pero sin experiencia, querría aprender más y contactar especialmente con un entrenador experto en deportes acuáticos. Zona norte de Londres o Hertfordshire preferentemente». Paul se lo leyó todo con el pulso acelerado y una media sonrisa, en un estado permanente de shock y fascinación. Sólo un hombre parecía no haber entendido nada y pretendía conocer a una chica a la que le interesara la jardinería. Por lo demás, era un mundo de «solteros», la mayoría con «piso», y esos pisos solían encontrarse en Londres. «Piso céntrico en Londres, amplio y confortable. Joven soltero necesita compartirlo con otro. Sin restricciones». Paul levantó la vista hacia las cortinas de flores estampadas y el cielo nocturno de encima del espejo. «Soltero dinámico (26), piso propio, busca otros con intereses similares». No aclaraba qué intereses eran esos, había que interpretarlos tal cual. «Intereses, cine, teatro, etc.», decían algunos, o «intereses varios». «Intereses de todo tipo» decía «soltero, cuarenta y muchos», sin dejar nada (o era todo) al azar.
Paul cerró los ojos en un ensueño apesadumbrado de pisos de soltero, mientras su mirada interior empezaba a distinguir lentamente, entre los charcos de luz de la lámpara, el sofá compartido, las zapatillas desordenadas, los cuadros vanguardistas, hasta que abría la puerta del cuarto de baño, donde él mismo se estaba afeitando mientras Peter Rowe, que ahora se parecía curiosamente a Geoff Viner, se relajaba en el baño, leyendo, fumando y lavándose la cabeza (todo al mismo tiempo); y luego también llegaba a abrir, atravesando una especie de vapor morado, la puerta del dormitorio, donde en la penumbra se desarrollaba una escena más excitante y escandalosa que cualquiera reproducida en Films and Filming; de hecho, una escena que, por lo que él sabía, no se había reproducido nunca.