2

Peter Rowe salió de su habitación del piso de arriba, cruzó el descansillo y se asomó a la barandilla para mirar el gran hueco cuadrado de las escaleras. Bajo él pudo oír, y luego ver tan sólo un momento, a un niño pequeño bajándolas a toda prisa; vio un brazo levantado intentando meterse en la manga de una chaqueta.

—No corras —le gritó Peter de un modo tan brusco y sobrenatural que el niño miró hacia arriba horrorizado, perdió pie y fue rebotando, pum, pum, pum, en los duros peldaños de roble hasta el vestíbulo—. Ahora ya sabes por qué —dijo Peter más bajo, y volvió a su habitación.

Tenía la primera hora libre, y luego clase de canto con quinto curso. Llenó su hervidor en el lavabo y enjuagó un poco un vaso para prepararse un Nescafé; los gránulos empezaron a deshacerse y a burbujear en el fondo húmedo. Luego encendió un pitillo, el primero del día, y guiñando los ojos por el humo enderezó con unos cuantos tirones las sábanas de su cama y tapó sus irregularidades con la colcha. Sabía que, en el pasillo, la gobernanta estaría yendo de dormitorio en dormitorio con la cabeza gacha, respirando por la boca. Dondequiera que encontrara una cama mal hecha, con las puntas de las sábanas sueltas, la de arriba mal estirada, se encorvaba y la deshacía toda, como un toro, la dejaba hecha un asco y anotaba el nombre del culpable en una tarjeta. La tarjeta la pinchaba luego en un tablón junto a la sala de profesores, y en el recreo los infractores tenían que subir jadeando las escaleras y ponerse a hacer la cama partiendo de cero, para dejarla cuadrada, lisa y tirante como una camisa de fuerza. Peter sintió una pizca de alivio culpable por verse libre de aquel sistema.

Se puso a escribir su carta semanal a sus padres, una práctica que observaba tan a rajatabla como los chicos. «Queridos mamá y papá», escribió, «ha sido una semana estupenda. Estoy contento porque el domingo es la semifinal del concurso de jardinería. El juez va a ser el director del colegio, y como no tiene ni idea de jardines es difícil saber qué va a valorar más, si el color o el “concepto”. Dupont, el chico del que ya os he hablado, ha hecho un jardín de rocas con una cascada, pero el director, que tiene unos gustos muy simples, puede que lo encuentre demasiado “rebuscado”. Además, los preparativos para la jornada de puertas abiertas van muy bien. El coronel Sprague se ha involucrado mucho en organizarlo todo. Hace honor a su fama y es un verdadero monstruo. Yo le llamo Coronel Inferno». Peter se quedó fumando un rato y se tomó el café. Pensó que seguramente a sus padres no les divertiría la última obsesión del director: la difusión de libros supuestamente eróticos en los cursos de los mayores. Estaba previsto tratar el tema en la reunión de profesores de la semana siguiente. En lo que iba de curso ya había confiscado Peyton Place y Los insaciables, más por los rumores que le habían llegado que porque conociera realmente su contenido, que era sin duda por lo que los chicos se esforzaban en leerlos de cabo a rabo. El Dr. No, encontrado en la caja de provisiones de Walter, se lo habían pasado a Peter, que probablemente era «de miras más abiertas», para que diese su opinión. Lo había leído de un tirón la noche anterior, y había tres frases que le habían parecido sorprendentemente excitantes; había visto la película, por supuesto, que era mucho más provocativa; sobre el papel el argumento parecía poco consistente y traído por los pelos, con toda la historia contada por el propio villano en un inmenso monólogo. Percibió una especie de sadismo tácito en las descripciones del cuerpo de James Bond y en las heridas que le infligían, pero, como en las películas, las heridas se curaban solas de una escena a otra. Los chicos, claro, en los primeros trastornos de la pubertad, podían «excitarse» con cualquier cosa. Peter era consciente de que él mismo había pasado por eso, así que aquella purga le parecía intrínsecamente inútil. Aplastó su cigarrillo, y se puso a contarles a sus padres el primer partido de críquet contra Beasleys.

A las diez menos veinticinco, con el recurrente pavor momentáneo y la determinación resultantes de vivir según un horario fijo, Peter volvió a abrir su puerta y salió al descansillo. En la ojeada que le echó desde fuera a su habitación la vio como la vería un desconocido, como un desorden espantoso. Descendió una vuelta entera de la escalera principal, y se adentró en el amplio pasillo del primer piso. Las clases ocupaban seis habitaciones de la planta baja de Corley Court, pero el aula con el piano estaba aislada, junto con la enfermería, en los confines del piso de arriba. Los chicos con fiebre o enfermedades infecciosas tenían que sufrir, al otro lado de la pared, las ráfagas ocasionales de músicas populares o la tortura de los alumnos practicando escalas. Pasó por la sala de estar del director, que en tiempos debía de haber sido uno de los dormitorios principales de la casa; su alto mirador gótico daba al eje de los jardines franceses, que ahora sólo sobrevivían en fotografías, pero en su día habían sido un deslumbrante laberinto de flores. Lo único que quedaba de ellos era un melancólico estanque de peces en el centro del césped.

Peter había obtenido el empleo en Corley a mediados de año, después de la oscura partida de un hombre llamado Holdsworth, y se dejó seducir por la casa desde el principio, en parte por una simpatía natural hacia algo tan denostado por todo el mundo. «Una monstruosidad victoriana» era la presuntuosa frase habitual. Había oído a un chico de primer curso opinar que Corley Court era «una monstruosidad victoriana, y además de las peores», con la misma risa antipática que debía de haber usado el padre del chico al describir el lugar. En realidad, la casa era perfecta para un internado: retirada, laberíntica, vagamente amenazadora, con su propio parque rodeado de árboles, ahora segado y dividido en campos de juego. Se daba por hecho que nadie querría vivir en un sitio así, pero como institución de enseñanza era prácticamente ideal. Peter había comenzado a investigar su historia. El año anterior había firmado una petición para salvar la estación de St. Pancras, y de Corley también le encantaban el ladrillo policromado y la profusión de detalles góticos que desafiaban de una forma tan divertida las nociones más refinadas de la casa de campo inglesa, a pesar de que el interior, que había sido reformado en el periodo de entreguerras, era decepcionantemente luminoso e inofensivo. Tan sólo la capilla, la biblioteca y la gran escalera de roble con sus dragones alados portadores de escudos rematando los postes, habían escapado totalmente a la higiénica limpieza de 1920. La biblioteca resultaba práctica tal como estaba, y la capilla, una auténtica joya del victoriano tardío, era también el emplazamiento de uno de los rasgos distintivos más extraños del colegio, el sepulcro de mármol blanco del poeta Cecil Valance.

Peter entró en el aula de música, bañada por el sol, y abrió de par en par la ventana; sintió una agradable embestida de aire fresco matinal sobre el alféizar. Con unas cuantas pataditas y unos cuantos tirones de su brazo extendido enderezó las dos filas de sillas de madera sobre el linóleo marrón. El único adorno de la estancia, sobre la chimenea tapada, era una oleografía de Brahms. «Obsequio de su familia en memoria de N. E. Harding 1938-1953»; a veces Peter intentaba imaginarse a la familia que se había decidido por aquel regalo en concreto.

Colocó el Libro de Canto Acorn sobre el anaquel del piano vertical y repasó rápidamente las canciones de aquel día. La mayoría de los chicos no sabían leer partituras, así que había que tamborilear la melodía y metérsela en la cabeza a base de repetirla implacablemente. Le prestaban tan poca atención a las palabras como a los himnos. Las palabras (cursis, anticuadas) eran algo ya sabido que aceptaban con una mezcla infantil de respeto y absoluta indiferencia. Entonces sonó la campana, el colegio entero contuvo la respiración y luego se dejó ir, en una mezcla de parloteo y bullicio que le llegó atenuada desde la planta baja. Una vez más, tuvo aquella sensación momentánea de miedo que dominó inmediatamente. Se puso a tocar «Para Elisa», a la espera de que el ruido de abajo se concretara en el chancleteo de las sandalias y las llamadas a la puerta. Siempre dejaba que le pillaran en mitad de una interpretación, y cuando gritaba: «¡Pasen!», seguía tocando, imponiéndole a la clase una bonita duda sobre si podían hablar o no.

El piano estaba en perpendicular a las filas de alumnos, así que los miraba por encima del hombro izquierdo mientras tocaba. Tenía intención de impresionarlos algún día con la sonata de Liszt, pero de momento se limitaba prudentemente a aquella pieza sencilla, que algunos de los chicos tocaban con la señora Keeping; estaba más cerca de su nivel de lo que le gustaría admitir.

—Buenos días —murmuró, concentrándose aún más en la segunda parte; respondieron un par de ellos. En los distintos cursos se respiraba un ambiente totalmente diferente. Le gustaba el quinto curso, por su humor y su ingenio, y porque estaba claro que él también les gustaba a ellos; a veces había que mantener el humor a raya. Se levantó y se quedó mirándolos con el ceño fruncido mientras repasaba las filas, provocando un extraño brillo en sus miradas e incertidumbre en sus caras atentas. Reprimía con fuerza cualquier atisbo de favoritismo, aunque vio encenderse aquella llama expectante en Dupont y Milsom 1.

—Bueno, mis pajarillos cantores —dijo Peter—, espero que estén todos con ganas de jarana.

—Sí, señor —respondió un coro obediente.

—Les he hecho una pregunta —dijo Peter.

—¡Sí, señor! —gritaron más fuerte, soltando unas risitas. Peter se quedó mirando la estancia totalmente abstraído, fijándose al final en los niños y alzando las cejas ligeramente ansioso.

—Perdón… ¿han dicho algo?

—¡SÍ, SEÑOR! —gritaron, conteniendo la risa (ante aquella gracia tan mala y tan gastada) con una innegable excitación. La sensación de tener libertad para ofrecer una interpretación increíblemente trillada era uno de los placeres de enseñar en una escuela preparatoria. Había una gran inocencia por explotar, incluso en los chicos más cazurros y granujientos, aquellos estudiantes nocturnos de Peyton Place. Peter miró más allá de ellos, por la ventana abierta, al amplio panorama nebuloso de campos y bosques. Sería una vergüenza terrible que Chris o Charlie o cualquiera de sus amigos de Londres lo vieran desempeñando aquel papel, pero el caso era que los chicos lo adoraban.

—Pero vamos a hacerlo en escalas —dijo, acercándose y tocando el la debajo del do central, y añadió en un crescendo con su amplia y desinhibida voz de barítono—: ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Señor!

Y los chicos se pusieron a cantar, escalando inexorablemente por las notas, en rápidos y reiterados clímax de asentimiento que pronto se convirtieron en meras sílabas casi ladradas.

Peter comenzó la clase con «The Saucy Arethusa».

—Página treinta y siete, como ya deben de saber a estas alturas… —Y mientras ellos buscaban la página, se lanzó a por la primera con enorme placer—: Vengan todos, alegres y osados marineros, cuyos corazones fueron fundidos en el molde del honor, mientras yo despliego la gloria inglesa —entonó sacudiendo con la cabeza con alegría y osadía, la barbilla metida para el grave descenso en «gloria inglesa», sin inmutarse ante el riesgo de comedia—: ¡Viva el Arethusa! —Tenía la sensación de que se podía pasar el día cantándoles. Alguien había levantado la mano; Peebles el Flebe, como le llamaba el coronel Sprague, no tenía libro—. Pues compártalo con Ackerley; a ver si tenemos sentido práctico… —Y allá fueron los dos. Peter estaba esperando que sucediera algo en concreto, pero decidió quedarse escuchando, a ver qué pasaba. De momento no corrigió nada, todo consistía en ponerlos en movimiento—. Ni un amarre, ni una amura, ni un cabo se aflojó… —Habían cantado aquella canción todas las semanas del curso, y eran capaces de cantarla a pleno pulmón con su extraña y despreocupada alegría; era él más bien, concentrado en el piano, el que a veces se olvidaba de dónde estaba y se unía a ellos con las palabras equivocadas—. Y ahora hemos forzado al enemigo a volver a tierra. Ya no lucharemos jamás con los bretones. —Una imprudente baladronada, amortiguada enseguida por un inmenso rugido en el aire por encima de tejado de la casa, muy lejos pero justo sobre ellos, de modo que la estancia tembló y hasta el piano soltó un débil tecleo discordante. Se levantaron de sus pupitres desordenadamente y luego corrieron hacia la ventana, pero el avión estaba ya tan lejos e iba tan rápido que no vieron nada. La gran conquista científica aún resultó más elocuente y ejemplar por eso mismo. En el camino de acceso trasero allí abajo, también estaba parado el director, mirando al cielo por encima de los árboles, con el labio superior levantado como un roedor mientras escrutaba el azul—. Venga, vuelvan a sus sitios —dijo Peter a grito pelado, antes de que lo hiciese el director; aunque en realidad en presencia, o más bien en la inmediata ausencia, de aquel fenómeno sublime, parecía que estaba permitido un momento de asombro general.

—¿Lo ha visto, señor? —le gritó Brookings al director. Pero el director negó con la cabeza con una sonrisa furtiva, casi como si hubiera fallado el tiro con su escopeta. Peter se asomó por encima de los tres niños que se apretujaban en el marco de la ventana abierta. Aunque pensaba que el director era un imbécil, no quería que lo cogiese en falta; y al director le parecían faltas las cosas más inexplicables. Recogía colillas del suelo, les daba todas las vueltas posibles a cosas que había oído mal. Peter era un profesor joven, les llevaba menos años a los alumnos que el director a él. En el tono de aquel hombre había a veces una insinuación de que había que mantener a raya al propio Peter.

—Me habían avisado de que esto podía pasar —dijo entonces, aunque fuera ligeramente absurdo que casi se lo gritara a la ventana del primer piso.

—¿Ah, sí, señor?

—Pues sí. Estoy en contacto con el comandante de la base. Me mantiene informado.

—¿Y qué era eso, señor? —preguntó Brookings.

El director volvió a escrutar el cielo, con un alegre aire de propiedad.

—¡Venga, vuelvan a clase, vamos! —Y haciéndole un vago gesto de asentimiento a Peter siguió andando con dificultad por el camino, en dirección a los garajes.

—¿Alguien sabe lo que era? —dijo Peter mientras volvían a ocupar sus sitios; con sus maquetas de aviones, sus libros de aventuras protagonizados por un piloto y sus tebeos bélicos vivían una constante batalla aérea.

—¿Sería un Hustler, señor? —dijo Sloane.

—¿Y cómo iba a hacer un Hustler tanto ruido? —dijo Peter, convencido de que el chico lo sabía, pero adoptando un tono profesoral.

—¡Explosión sónica, señor! —dijeron varios chicos a la vez.

—Entonces, cuando hablamos de un Hustler, ¿a qué nos referimos? —preguntó Peter.

—Es un bombardero B-58, señor —respondió Sloane, y alguien hizo un ruido estúpido imitando el del avión—. Llegan a alcanzar Mach 2, y por supuesto llevan un arma nuclear, señor.

—Espero que no nos bombardeen a nosotros —dijo Peebles, con aquella blandenguería suya que sólo servía para provocar a los demás.

—No creo que nos enteráramos si lo hicieran —dijo Peter.

—Los americanos no van por ahí bombardeando a la gente, idiota —le dijo Milsom 1 a Peebles, no a Peter, aunque dio cierta sensación de que las cosas se estaban saliendo de madre.

—Bueno, ¿por dónde íbamos? —dijo Peter, y con un repentino y profundo tedio, que parecía la contrapartida natural de su deseo de ser meticuloso e interesante, añadió—: A ver, vamos a dejar el maldito Arethusa y seguir con otra cosa. ¿«Cherry Ripe» quizá?

—¡No, por favor, señor! —Hubo reacciones de asco.

—Está bien… Está bien, ¿y qué tal «Hearts of Oak»?

—Mmm, eso sí, señor —dijo Sloane, que seguía exultante por la mágica explosión del estampido sónico, y parecía que se había erigido a sí mismo en líder o negociador de la clase.

—«Hearts of Oak» es una bonita canción antigua —dijo Peter—. Vamos, anímense, muchachos, ¡pongamos rumbo a la gloria! —Y poco después los tenía a todos cantando:

Corazones de roble son nuestros barcos, alegres marineros

nuestros hombres. Siempre estamos listos, ¡mantened el rumbo, muchachos!

Y se unió a ellos para darles más brío:

—¡A bregar y a vencer sin parar!

Desde luego, había algo que estaba mal, pero les hizo pasar a la siguiente estrofa, y gritando: «Continúen», dejó el piano y se puso delante de la primera fila y luego detrás de la última, deteniéndose aquí y allá, e inclinándose hacia delante, como para hacerle una confidencia a cada chico. La canción tenía un fragmento que siempre provocaba risitas, tan indefectiblemente como el chiste de algún viejo music-hall, y Peter se puso serio para encararlo:

Pero si sus barcos de poco calado[12] llegan en la oscuridad,

seguirá habiendo británicos que los acojan en la orilla.

—Sí, muchas gracias, Prowse 2 —dijo Peter—. ¡Pero sigan cantando! —Como profesor, se podía hacer reír a los chicos, pero no se podía dejar que ellos te hicieran reír a ti; en clase suponía una considerable pérdida de autoridad; y fuera de ella, curiosamente era algo demasiado íntimo. De todos modos, la absoluta estupidez de sus gracias era difícil de resistir—. ¡Ajá! Bueno, ya me lo esperaba. —Por su voz parecía mucho más enfadado de lo que pretendía.

El pobre Dupont se ruborizó y dejó de reírse, pero Peter ya tenía la prueba que necesitaba. El canto se fue desvaneciendo con la promesa de un incidente, menos emocionante que la explosión sónica pero con un interés humano que hizo que todos se pusieran a mirar alrededor, aliviados y contentos porque fuese otro el que se hubiese buscado un problema. Ya había sucedido antes, en la primera semana de curso ya habían echado de clase al pelirrojo Macpherson, que había salido con una sonrisita de suficiencia, encogiéndose de hombros ante su nueva libertad.

—Cánteme sólo el primer verso —dijo Peter.

Dupont se quedó mirándolo con una mezcla de angustia e indignación que no le había visto antes; carraspeó y luego se puso a cantar muy bajo con una voz que no le obedecía:

—Venga, anímense, muchachos… —Se oyeron risitas en la fila, y Peter lo respaldó, asintiendo muy convencido y mirándolo fijamente—. Pongamos rumbo a la gloria, para añadir algo más a este año maravilloso… —Dupont se puso coloradísimo y desvió la mirada al perder la melodía que escapaba a su control.

—Ah, vaya…, qué pena —dijo Peter, y frunció los labios con una amistosa expresión de pena. En la primera fila, Morgan Williams soltó un gorjeo ronco. Peter hizo caso omiso de las risas que lo siguieron—. También le va a pasar a usted —dijo—, y entonces todos nos daremos el gusto de reírnos. —Se acercó de nuevo al piano. Pero percibió algo nuevo en el ambiente. Cuando se sentó y se volvió para mirarlos, Dupont seguía de pie, temblando, en la fila del fondo. Peter le sonrió, como para despedirse de él, permitiéndose una pizca de favoritismo después de todo; en cierto modo era un motivo de alegría para el chico, como ser confirmado. Pronto maduraría un poco, en sexto curso al año siguiente: pantalones largos, voz de adolescente… Era como si ya lo estuviera oyendo. Milsom 1 se quedó mirando a su amigo frunciendo el ceño de puro interés.

—Tienes que salir, Dupe —dijo Sloane.

La mortificación de Dupont hizo que el propio Peter se sintiera incómodo. Aquel chico listo y fuera de lo común se sentía por primera vez objeto de burla, quizá, o de superstición, expulsado torpemente, rumbo al futuro, en nombre de los otros chicos.

—Puede ir a leer a la biblioteca, si le apetece —dijo Peter, que en realidad era un privilegio de sexto curso. Aun así, hubo una burla contenida general mientras Dupont, ruborizado, se dirigía sonriendo hacia la puerta.