A las cinco en punto, cuando todos estaban recogiendo sus cosas, la señorita Cobb, la secretaria del director, hizo una extraña aparición en la sala del personal.
—Ah, señor Bryant —dijo—, como la señorita Carter no está, me preguntaba si le importaría acompañar al señor Keeping.
—Pues no sé… —dijo Paul, echándoles una mirada a los demás. Mentalmente ya estaba a medio camino de su casa, en pleno atardecer de verano.
—Ya lo acompaño yo —dijo Heather Jones.
—El señor Keeping me ha pedido que fuera el señor Bryant —dijo la señorita Cobb—. Le gusta conocer a los nuevos empleados.
—En ese caso lo acompañaré, claro —dijo Paul, ruborizándose, sin darse cuenta realmente de lo que le estaban pidiendo.
—Voy a avisar al señor Keeping. ¿Dentro de cinco minutos en el Espacio Público? Se lo agradezco mucho… —Y la señorita Cobb se retiró con su triste esbozo de sonrisa.
En una semana se había aprendido todos los nombres, que seguían siendo de colores y casi materiales para él, destacando por su novedad y la necesidad de distinguirlos. Heather Jones y Hannah Gearing; Jack Reeves, el cajero jefe; Geoff Viner, el segundo cajero, un joven guapísimo; Susie Carter, una cotorra de buen corazón, que había librado ese día para asistir a un funeral en Newbury. Su silla vacía y su máquina de escribir tapada con una funda habían conseguido que reinara la tranquilidad en la oficina detrás de él. Metió el termo en la cartera y le dijo en voz baja a Heather:
—¿Qué es lo que hace Susie con el señor Keeping exactamente?
Dio la sensación de que Heather se lo pensaba un momento:
—Ah, nada, sólo lo acompaña a casa.
Hannah, con un tono más maternal, dijo:
—Al señor Keeping le gusta que lo acompañen. Normalmente va Susie con él, porque vive un poco más allá de la iglesia. Es un paseíto agradable, la verdad; sólo son cinco minutos.
—Pero no le diga: «¿Cómo está, Keeping[11]?» —dijo June Underwood.
—No se preocupe —dijo Paul, a quien todo aquel asunto le parecía extraño y eufemístico. Por lo que había visto, el señor Keeping era un hombre agradable y educado, con una vena sarcástica, pero se había dado cuenta de que el personal tenía una actitud curiosamente protectora hacia él. Si alguna vez les había parecido raro que un hombre de mediana edad necesitase que lo acompañaran a casa, ahora lo consideraban algo totalmente normal.
—¿No se supone que el director debería vivir encima del banco? —dijo.
Había estado arriba, donde las paredes del cuarto de estar del edificio del banco estaban cubiertas de archivadores y los dormitorios, atiborrados de trastos y escritorios viejos.
—Pues este no —dijo Jack Reeves, que acababa de encender su pipa: el humo áspero y seco era como una señal de autoridad.
Geoff Viner, domando su pelo con un peine y la palma de la mano, dijo:
—Supongo que no conoce a la señora Keeping.
—Pero tú sí, ¿no, Geoffrey? —dijo June, y se oyeron risitas en toda la sala.
—Le puedo asegurar —dijo Jack Reeves— que la señora Keeping no tiene ningún interés en vivir encima de la tienda.
—No creo que al Midland Bank se le pueda llamar tienda —dijo Heather.
—Es como lo llama ella, no yo —dijo Jack.
—Bueno, también tiene que pensar en los niños —dijo Hannah—. Necesitan un jardín como es debido donde corretear.
—¿Tienen hijos entonces? —preguntó Paul.
—Bueno, he dicho niños…, pero John está en la universidad, ¿no?
—John, el mayor, está en la Universidad de Durham —explicó Jack Reeves frunciendo el ceño por encima de su pipa, gracias al mayor grado de intimidad que tenía con el director—. Julian está en sexto curso en la Oundle School, y le va muy bien, creo. —Aspiró su pipa, asintió con la cabeza y echó una mirada por encima de sus cabezas—. Piensan mandarlo a Oxford. —Y se fue, dejándolo con la habitación medio llena de humo.
En los servicios, Paul se lavó las manos para quitarse el olor a dinero: cobre y níquel y papel mugriento. El calentador retumbó. La espuma casi negra salpicó el lavabo. Le fastidiaba aquel paseo inminente, pero era una oportunidad, como diría su madre, y le parecía un poco más llevadero si los Keeping tenían hijos, y uno de su misma edad, más o menos. John y Julian; se los imaginó: imágenes seductoras sacadas de la nada; ya le estaban enseñando su inmenso jardín. Se sonrió discretamente a sí mismo en el espejo, volviéndose un poco hacia ambos lados; tenía una nariz larga, «la nariz de los Bryant», decía su madre, repudiándola; llevaba el pelo tremendamente corto para aquel nuevo trabajo, y la luz fluorescente, que no disimulaba nada, resaltaba su extraño brillo cobrizo y el punteado de pecas en la frente. Luego sonrió abiertamente, a ver qué aspecto tenía, pero en ese momento apareció Geoff detrás de él y se dirigió al urinario; era un urinario doble con un escalón, y Paul se quedó mirando furtivamente la espalda de Geoff en el espejo.
—Pues el problema del jefe, joven —dijo Geoff, echando un rápido vistazo por encima del hombro—, es que lo pasó muy mal en la guerra.
—¿Ah, sí? —dijo Paul, entreteniéndose con los grifos y luego con el lienzo húmedo de la toalla sin fin.
—Fue prisionero de guerra —dijo Geoff—. Nunca habla de eso, así que ni se le ocurra sacar el tema.
—Pues claro que no —dijo Paul—, no se preocupe.
Geoff terminó, se sacudió, se subió aquella cremallera increíblemente ajustada, y se acercó a los lavabos, donde se miró al espejo sin dar muestras del disgusto que había sentido Paul. Sacó un poco la barbilla, y volvió la cabeza a ambos lados acariciándose con la mano. Un par de bonitas patillas afeitadas en punta hacia delante estilizaban su cara redonda de labios carnosos.
—Siento decir —dijo— que tiene los nervios destrozados. Una auténtica pena. Debería dirigir una sucursal mucho mayor que esta. Dicen que tiene un cerebro brillante, pero que no soporta el estrés. Por lo visto no puede ir a ninguna parte solo. ¿Cómo se llama esa enfer…?
—¿Agorafobia?
—Eso. Así que las chicas lo acompañan a casa. —Abrió el grifo del agua caliente y el calentador se encendió de nuevo—. Por lo menos él dice que es por esa razón…
Paul se dio cuenta de que lo estaba mirando por el espejo con una ceja levantada, y soltó una risita, se puso colorado y bajó la vista. No estaba nada preparado para hacer bromas sobre el resto del personal. Sabía que había percibido cierto ambiente entre ellos, pensaba que había entrevisto pequeñas historias; pero parecía que cualquier broma de tipo sexual amenazaba con dejarlo a él también en entredicho. Sabía que no podía hacerlas. Geoff se acercó a él para usar la toalla; tenía el típico olor de las cinco de la tarde: humo, nailon y loción para después del afeitado ya evaporada.
—Bueno, no puedo hacer esperar a My Fair Lady —dijo. Estaba saliendo con una chica del National Provincial, el banco de la competencia al otro lado de la plaza, cosa que a las chicas del Midland les parecía un poco mal.
Cuando Paul regresó al Espacio Público, el señor Keeping salía justo en ese momento del despacho del director. Llevaba una gabardina ligera doblada sobre el brazo, y un sombrero de fieltro blando marrón oscuro. Paul lo examinó, nervioso, buscando señales de su debilidad, de su trauma de guerra. Lo que más llamaba la atención, evidentemente, era su calvicie, el gran espacio de piel vacío que era la morada y el símbolo de aquel cerebro tan brillante. Bajo él, sus facciones parecían más bien pequeñas y provisionales. Tenía unos labios secos, extrañamente desdibujados, y su sonrisa tiraba de las comisuras de la boca hacia abajo en una desconcertante mueca de desagrado. Cuando ya estaban fuera, se quedó sobre el escalón para oír los sucesivos golpes amortiguados de la puerta mientras echaban los cerrojos y la atrancaban. Luego se puso el sombrero inclinado hacia delante, sobre las cejas, lo que le dio un aire encantador, incluso pícaro. Sus esquivos ojos grises, a la sombra del ala del sombrero, parecían ahora casi de niño travieso. Y con una pequeña inclinación de cabeza, una pequeña vacilación inquisitiva (era casi como si esperara que Paul lo cogiese del brazo), comenzaron a subir la amplia cuesta de la plaza del mercado; Paul agarrando celosamente su maletín, mientras que el señor Keeping, con aquella gabardina sobre el hombro, tenía el aire de una persona que visitaba la ciudad por primera vez con cierta curiosidad.
Paul habría preferido que Geoff no le hubiese hablado de los problemas mentales del señor Keeping; le angustiaba no tener claro si el propio señor Keeping contaría con que estuviera al tanto de ese tema. Esbozando una sonrisa, no se enteraba de las tiendas ni de las personas que en apariencia iba contemplando con tanta atención. Su temor de que lo hubieran elegido para algo así como llamarlo al orden o soltarle unas desconcertantes palabras de aliento socavaba la sensación de que aquel paseo era una oportunidad de caerle en gracia a su jefe. Vio a Hannah Gearing subirse en el autobús de Shrivenham al otro lado de la plaza, como abandonándolo a su destino.
—¿Y cómo está su madre? —le preguntó el señor Keeping.
—Muy bien, gracias, señor —respondió Paul—. Se las apaña bastante bien.
—Espero que pueda arreglárselas sin usted durante la semana.
—Bueno, mi tía vive muy cerca. Así que tampoco hay problema. —Se sintió aliviado, pero también un poco desconcertado, por aquella clase de preguntas—. Estamos bastante acostumbrados.
—Es terrible —dijo el señor Keeping, haciendo un gesto de saludo con el sombrero, y mascullando algo con su inquietante sonrisa, a una señora que pasaba, como para darle a entender que se acordaba exactamente del volumen de su descubierto.
Fueron subiendo hacia la zona más tranquila de Church Walk, con sus montantes, sus barandillas en las fachadas y sus cortinas de encaje. Hacía una semana, Paul no conocía prácticamente a nadie en aquella ciudad, y ahora había establecido una extraña y triste relación privilegiada con cientos de sus habitantes en el mostrador, a través de la puertecita de caoba de su ventanilla. Era su sirviente pero también su juez, un joven desconocido a quien, como mínimo, le habían otorgado el conocimiento íntimo de un aspecto de sus vidas: cuánto dinero tenían o dejaban de tener, o cuánto necesitaban. Hablaba con ellos educadamente, entre sobrentendidos y azaramientos mudos: el préstamo, el «acuerdo». Le echó un vistazo a Church Walk, los velos grises de las cortinas, vislumbres de mesas enceradas, porcelana, relojes, con la sensación de que aquel tipo de decoración abarcaba habitaciones enteras, años enteros, hasta internarse en la sombra. El señor Keeping no dijo nada más, y parecía a gusto en silencio.
Frente a la iglesia doblaron por una calle sin terminar, Glebe Lane, con casas grandes de un lado y una vista del campo por encima de un seto del otro. Haces de largas zarzas de rosales silvestres se balanceaban con la brisa a lo largo de la parte superior del seto. La calle tenía un aire muy particular, selecto y un poco abandonado. Se hacía extraño encontrarse en un lugar así, a un par de minutos del centro. Al borde del camino crecían manchones de hierba y de margaritas. Paul iba contemplando a través de los portones mansiones cuadradas al fondo de paseos de gravilla que atravesaban amplios jardines; entre algunas de ellas habían encajado torpemente casas modernas más modestas: El Huerto, La Casita.
—Esta calle es privada, ¿comprende, Paul? —dijo el señor Keeping, recuperando su tono irónico—, de ahí tantos baches y tanta vegetación descuidada. Le recomiendo que nunca venga en coche por aquí. —Paul pensó que eso prácticamente se lo podía asegurar—. Ya hemos llegado… —Y torcieron por el paseo de la penúltima casa, donde la calle ya empezaba a descender y a estrecharse, como para perderse en los campos vecinos.
La casa era otra gran mansión gris, con habitaciones con miradores a cada lado de la puerta principal, y su nombre victoriano, Carraveen, en estuco sobre ella. La puerta estaba abierta de par en par, como si la casa se hubiera rendido a aquel día de sol. Había un Morris Oxford azul celeste con la ventanilla bajada en la entrada, y a su sombra un pequeño Jack Russell gordo descansaba sobre la gravilla, jadeando y meditando alternativamente. Paul se agachó para hablarle al perro, que le dejó rascarle detrás de las orejas pero sin mayor interés. El señor Keeping se había metido en la casa, y parecía tan poco probable que simplemente se hubiese olvidado de él que Paul se quedó allí esperando con una expresión conscientemente humilde. Vio que el paseo de entrada tenía dos sentidos, que no estaban marcados, pero para él aquello encajaba perfectamente con alguna soterrada idea infantil de grandeza.
Había un espeso arriate de flores, lleno de colores pero también de malas hierbas demasiado crecidas, por todo el borde del paseo, y Paul se quedó mirando por encima de él al jardín lateral de la casa, que se extendía por entre las sombras misteriosas de dos o tres árboles grandes hasta un césped luminoso y cuidado que debía de prolongarse por la parte trasera. El lugar en conjunto, a aquella hora indefinida del día (un atardecer de finales de junio, después del trabajo pero con varias horas de luz por delante), le hizo una impresión extraña. El tiempo, como la luz, parecía en cierta forma viscoso. Analizó el nombre, Carraveen, sonaba un poco a caravana y a carageen, lo que su madre usaba para espesar el manjar blanco; pero también claramente romántico, escocés tal vez, algún hogar o alguna casa de vacaciones completamente olvidados que alguien había amado hacía mucho. Se sintió seducido, y discretamente agobiado, por algo que aún no podía explicar. Por la ventana salediza a mano izquierda vio un piano enorme en lo que parecía un salón comedor, aunque la mesa del centro estaba cubierta de libros. El reloj de la iglesia dio el primer cuarto, y el silencio que siguió pareció aún más acusado. En realidad, lo único que se oía eran los pájaros.
Escuchó una voz y volvió a mirar entre las sombras hacia el luminoso césped trasero, donde vio a una mujer con un amplio sombrero de paja con una flor roja en el ala, hablando con alguien a quien no conseguía ver, mientras se dirigía despacio hacia la casa. Era una figura más bien voluminosa, con un vestido azul sin forma, que llevaba un bolso grande de lona. ¿Sería la altiva señora Keeping, la madre de Julian y John? Demasiado mayor para eso. Tal vez fuera la madre de la señora Keeping, o una amiga o pariente que estaba de visita. Ella se detuvo un momento, como estupefacta por lo que acababan de decirle, y se quedó mirando al suelo, y luego, sin ver, desvió la mirada hacia el costado de la casa, donde acabó fijándose en Paul. Le dijo algo a la otra persona (entonces Paul oyó la voz de otra mujer), y cuando lo volvió a mirar, él levantó una mano sonriendo ligeramente y luego saludó sin mucha convicción, como si dudara entre dejar clara su presencia o todo lo contrario. Hubo otro intercambio de palabras, ella hizo un vago gesto de asentimiento con la cabeza (aunque no para Paul en concreto) y luego siguió andando y desapareció detrás de la casa.
Paul fue hasta la puerta principal a despedirse. Sintió que lo habían tratado como a un intruso de poca categoría, un mirón que se dedicaba a espiar por las ventanas ajenas. Una mujer madura, de cara ancha y pálida, y con el pelo negro recogido en lo alto de la cabeza en un gran moño tieso se acercó hasta él.
—Ah, hola —dijo—. Soy Paul Bryant, del banco…
Ella le echó una mirada práctica.
—¿Quería ver a mi marido?
—Bueno, en realidad he venido andando con él —dijo Paul.
—Ah… —dijo ella, con un aire de condescendencia pasajera. Tenía unas cejas negras muy marcadas que le daban un aspecto de persona difícil de contentar—. ¿Alguna cosa más?
—Pues no lo sé —dijo Paul; y sintiendo que no debía dejar que le echaran la culpa de nada añadió—: Me ha dejado aquí.
—¡Ah…! —dijo la señora Keeping, y volviéndose a medias gritó—: ¡Leslie! —El señor Keeping apareció al fondo del vestíbulo—. Este joven no sabe si ya le has mandado para casa o no. —Y se quedó mirando a Paul con aire divertido, como insinuando que ella era la única que estaba a salvo de aquella broma.
—Ah, sí —dijo el señor Keeping—. Este es Paul Bryant. Acaba de entrar a trabajar con nosotros, pero es de Wantage.
—¡Así que de Wantage…! —dijo la señora Keeping, como si aquello todavía le hiciera más gracia.
—Todos somos de alguna parte, ¿no? —dijo el señor Keeping.
Paul había crecido con la ligera convicción (no verificada) de que Wantage era un pueblo agradable.
—Al fin y al cabo, señor, Wantage fue la cuna del rey Alfredo —dijo.
La señora Keeping admitió a medias la queja y la broma.
—Mmm, se remonta usted un poco atrás… —dijo. Aunque ya se le había ocurrido otra cosa. Inclinó la cabeza hacia un lado y se quedó mirando sus hombros y su postura con el ceño fruncido—. ¿Tiene usted mucha fuerza? —preguntó.
—Bueno, bastante —respondió Paul, desconcertado por su escrutinio—. Sí, supongo que…
—Entonces creo que le voy a necesitar. Venga —dijo con un nuevo destello de adulación en la voz.
—Puede que Paul tenga otros planes, cariño —dijo el señor Keeping, pero rindiéndose fácilmente a su mujer.
—No lo entretendré mucho.
—Tengo un poco de tiempo, no se preocupe —dijo Paul.
Atravesaron el vestíbulo y entraron en la habitación del fondo.
—No quiero que mi marido se lastime la espalda —dijo la señora Keeping. La sala de estar estaba llena de muebles, con enormes sillones y sofás pegados unos a otros sobre una espesa alfombra dorada, juegos de mesitas, lámparas de pie y un par de sorprendentes retratos victorianos, demasiado grandes para aquella habitación, una mujer de rojo y un hombre de negro mirando por encima del estereograma y el armarito de teca del televisor que flanqueaban la chimenea. Sobre el televisor había varias fotos enmarcadas, en las que Paul distinguió a dos chicos con ropa náutica, seguramente Julian y John. Salieron por el ventanal a un patio amplio.
—Este es el señor Bryant —dijo la señora Keeping—. Puede dejar su cartera ahí.
—Ah…, ya… —dijo Paul, saludando con la cabeza a las dos mujeres que estaban sentadas en las tumbonas.
La señora Keeping las presentó:
—Mi madre, la señora Jacobs —la señora con el sombrero de paja a la que ya había visto— y Jenny Ralph… Mi sobrina, sí, ¡la hija de mi medio hermano! —como si acabara de enterarse del parentesco. Paul, por su parte, hizo como si le siguiera el juego, volvió a saludarlas con la cabeza y masculló un «hola» mientras pasaba a su lado. Jenny Ralph era una chica ceñuda de pelo oscuro, un poco más joven que él, con un libro y un bloc sobre la rodilla; Paul tuvo la sensación de estar esquivando el desafío de aquel mal humor que ella parecía irradiar.
El problema era una artesa de piedra al fondo del césped, que de alguna manera se había deslizado o había sido empujada hacia fuera de uno de los dos bloques cuadrados sobre los que se asentaba, dejando la tierra esparcida sobre la hierba y un montón de alhelíes torcidos, de un color negro anaranjado, sobresaliendo hacia fuera o hacia arriba.
—Me daría una alegría si pudiera volver a ponerla en su sitio —dijo la señora Keeping, retomando aquel tono tan poco alegre, casi como si la piedra la hubiera tirado el propio Paul—. No quiero que se le caiga encima a Roger.
Paul se agachó e hizo una primera intentona para ver cuánto pesaba. Lo único que consiguió fue balancearla un poco sobre el eje inclinado del otro bloque.
—Cuidado, no vaya a tirarlo todo —dijo la señora Keeping. Se había quedado a unos metros de distancia, tal vez para librarse de cualquier accidente.
—No… —dijo Paul. Y luego—: Es muy pesada, la verdad, ¿no?
—A lo mejor le resultará más fácil si se quita la chaqueta.
Paul obedeció, y viendo que la señora Keeping no tenía intención de sostenerle la chaqueta, la colgó de un banco de jardín lleno de líquenes. Sin la chaqueta aún se sentía más incapaz, y con su cuerpo enjuto más expuesto.
—¡Listo! —dijo, y se rio de una manera bastante tonta. Su anfitriona (o así pretendía él considerarla) le lanzó una especie de sonrisa provisional. Metió las manos bajo la esquina de la artesa que le quedaba más cerca, donde estaba apoyada en la hierba, pero después de un par de intentonas con el estilo temblón de un lanzador de troncos escocés sólo consiguió levantarla dos o tres centímetros y la dejó caer pesadamente otra vez. Meneó la cabeza y les echó un vistazo a las figuras congregadas en el patio, a treinta metros de él. El señor Keeping se había unido a su suegra y a su sobrina, y en términos generales estaban mirando en su dirección mientras charlaban, pero tal vez por educación no mostraban mayor interés. Se sintió importante y totalmente insignificante a la vez.
—Va a tener que vaciarla, me parece —dijo la señora Keeping, como si Paul se hubiese empeñado en negarse a ello.
Se dio cuenta de que iba a necesitar cierto humor estoico: renunciar a su tiempo y a sus planes con una sonrisa.
—¿Tiene una pala, por favor? —dijo.
—Necesitará algo donde poner la tierra, claro. Y tenga mucho cuidado con mis alhelíes, si hace el favor —dijo ella con cierta cortesía, ahora que se andaban con tantos miramientos—. ¿Sabe qué? Le diré a esa chica que le ayude.
—Creo que puedo apañármelas solo… —dijo Paul.
—Tampoco le vendrá mal —dijo la señora Keeping—. Se va a Oxford el curso que viene y no hace más que leer. Sus padres están en Malasia, por eso se ha tenido que quedar con nosotros… —añadió, insinuando claramente que eran ellos los que se habían visto obligados a acogerla. Se alejó por la hierba, con la barbilla levantada, llamándola.
Jenny Ralph llevó a Paul hasta el fondo del jardín y, atravesando un arco rústico, al rincón sombrío que albergaba el montón de abono y un cobertizo con telarañas en las ventanas. Al principio lo trató con la altanería nerviosa con que una niña trataría a un criado desconocido.
—Ahí dentro debería encontrar todo lo necesario —dijo, mientras observaba cómo él se abría paso en el desorden del cobertizo. La segadora le cortaba el paso, con el borde del depósito ribeteado de masas de hierba apelmazada que parecían estiércol. Alargó el brazo por encima para coger una pala, y sin querer le dio una patada a un haz de cañas que estaba mal apoyado en la pared; las cañas se desparramaron haciendo mucho ruido en todas direcciones, fuera de su alcance. Había un olor asfixiante a creosota y a combustible para motor de dos tiempos—. Ahí dentro no hay quien aguante —dijo Jenny desde fuera. Tenía una voz muy de clase alta, pero informal, no cortante, como la de su tía. Aquel tono era más chocante, más revelador, en una persona joven. Parecía ligeramente harta de él, pero no se le veía ninguna intención de dejarlo.
—No está tan mal —le gritó Paul. Disimuló la incomodidad que sentía en presencia de una chica con un rápido derroche de energía, pasándole la pala y unas sacas viejas de plástico; debía de sacarle cinco o seis años, pero eso tampoco le daba mucha ventaja. Su mal cutis y el brillo grasiento de su pelo rizado negro eran señales de los problemas que él apenas acababa de superar. El hecho de que no fuera especialmente guapa, aunque en parte supusiese un alivio, también parecía exigirle sutilmente cierta galantería. Salió de allí, con un desplantador en la mano, en actitud un poco satírica.
—Supongo que no le apetecerá nada hacer esto —dijo Jenny, con una sonrisa pícara de conmiseración—. Desgraciadamente, siempre andan metiendo a la gente en jaleos de estos.
—Tampoco me importa —dijo Paul.
—Que sepa que es como un examen. La tía Corinna se pasa la vida examinando a la gente, no lo puede evitar. Se lo he visto hacer montones de veces. Y no me refiero sólo al piano.
—¿Ah, sí? —dijo Paul, a quien le hizo gracia su franqueza, que parecía auténtica y también un rasgo de clase alta. Se quedó mirando, nervioso, cuando los vio acercarse al césped. La tía Corinna estaba en el otro extremo, inspeccionando una espaldera combada y, muy posiblemente, haciendo mentalmente una lista de más tareas (o exámenes) para él. Junto a ella se extendía una enorme haya llorona, desmañada pero romántica, acogiendo una mesa bajo sus faldas.
—Debería haber sido pianista de conciertos, ¿sabe? O eso dice todo el mundo, por lo menos. En realidad no sé si es verdad. Quiero decir que cualquiera puede decir que debería haber sido cualquier cosa. El caso es que ahora da clases de piano. Y consigue unos resultados fantásticos, claro, aunque es evidente que los niños le tienen mucho miedo. Julian dice que es una sádica —dijo con un poco de vergüenza.
—¡Vaya…! —dijo Paul frunciendo el ceño y soltando una carcajada despectiva, y luego, por el hecho de que se hubiera mencionado algo tabú, con un incontestable rubor inquisitivo. A veces aquel rubor desaparecía sin que nadie lo notara, otras le sobrevenía una y otra vez, exacerbándose. Se encorvó y se escondió a medias esparciendo las sacas de plástico por el suelo—. Así que Julian es su hijo pequeño —dijo, aún de espaldas a ella.
—Es que John no diría algo así, es demasiado cuadrado.
—¿Julian no es cuadrado entonces?
—¿Cómo le diría…? Julian es como… elíptico. —Los dos se rieron—. ¿Le he molestado? —preguntó Jenny.
—En absoluto —dijo Paul, recuperando la compostura—. No conozco a nadie de su familia, ¿sabe? Soy de Wantage.
—Ah, ya —dijo Jenny, como si eso fuese más bien un inconveniente—. La verdad es que cuesta trabajo identificarlos a todos…, la señora de allí es mi abuela.
—¿Se refiere a la señora Jacobs?
—Sí, se volvió a casar cuando mi padre era muy pequeño. Se ha casado tres veces.
—Cielo santo.
—Ya… Está a punto de cumplir los setenta, y vamos a hacer una fiesta por todo lo alto. —Paul empezó a desenterrar cuidadosamente las plantas de la artesa, que temblaron ante aquel atentado contra su dignidad. Las colocó de pie, con su maraña colgante de tierra y raíces, en la vieja saca de Fisons. Grumos blandos de algún tipo de abono, flojos pero pinchados en la tierra con la ayuda de una horquilla, seguían estando un poco viscosos—. Espero estar haciéndolo bien —dijo.
—Yo diría que sí —dijo Jenny, quien, como los demás, le observaba aunque no le prestaba especial atención.
—Su tía ha dicho que se iba usted a Oxford. —Intentó disimular su envidia, si se trataba de eso, con un tono afable y paternal.
—¿Eso le ha dicho? Pues sí.
—¿Y qué va a estudiar?
—Francés en St. Anne’s. —Hizo que sonara como algo maravillosamente selecto: la exquisita sencillez de los nombres propios. Él había llevado a su madre a hacer una visita muy completa a Oxford (se habían quedado boquiabiertos ante los distintos colleges), como una especie de regalo masoquista para los dos, antes de irse a Loughborough a hacer un curso para trabajar en el banco; pero no se habían parado en los colleges femeninos—. Julian solicitará una plaza en la universidad este año.
—Mmm, entonces ¿van a estar juntos?
—Sí, sería genial —dijo Jenny.
Cuando acabó de sacar toda la tierra, balanceó la artesa con las dos manos y pudo moverla con más facilidad. Aun así, se rio ante el segundo fracaso inminente.
—Vamos allá —dijo, y volvió a agacharse. Vio a la señora Keeping acercándose rápidamente por el césped, con su increíble don de la oportunidad. Con un esfuerzo violento que en el momento casi le pareció cómico, levantó en peso el enorme objeto de piedra, y con un grito ahogado lo puso sobre el otro bloque, más bien en el borde, pero lo había conseguido.
—Ajá —dijo la señora Keeping—, por fin lo estamos logrando. —Y mientras lo colocaba mejor y le sonreía casi con devoción, vio que se le inclinaba sobre la mano; si no hubiera dado un salto atrás en el mismo instante en que resbaló y cayó al suelo, le habría aplastado el pie; el bloque de abajo se había tambaleado hacia delante, y ahora la propia artesa, maciza e inamovible, estaba volcada de lado en la hierba.
—Dios mío, ¿está usted bien? —dijo Jenny, agarrándole el brazo con un toque de histeria que él le agradeció.
La señora Keeping, por su parte, soltó una especie de jadeo.
—Ahora sí que estamos apañados —dijo.
—Pero mire —dijo Jenny—, le está sangrando la mano. —Él no sabía muy bien qué le había pasado, y empezó a dolerle sólo cuando ella se lo señaló, un dolor sordo y profundo en la base carnosa del pulgar y la sensación de que le estaban clavando agujas en la piel magullada. Supuso que había reprimido el dolor al darse cuenta (de momento él solo) de que la artesa se había partido en dos.
Diez minutos más tarde se encontraba (no sabría decir muy bien si como un payaso, un héroe o una víctima) en una tumbona con una ginebra con tónica generosamente servida en su mano derecha. La izquierda tenía un vendaje impresionante; le costaba mover los dedos en aquella envoltura tan apretada. Se la había vendado la propia señora Keeping con una sonrisita de arrepentimiento; un arrepentimiento que se había ido haciendo más agresivo a medida que le iba apretando la venda con más fuerza. Ahora toda la familia contemplaba su mano con preocupación, arrepentimiento y un toque de autosatisfacción. Paul, cohibido, estiró el brazo para acariciar a Roger, el Jack Russell, que se había acercado hasta la parte trasera de la casa y estaba sentado jadeando en uno de los amplios cojines morados de aubrieta que cubrían parte de las losas. El señor Keeping se encontraba en el salón, preparando bebidas para los demás.
—¿Lo de siempre, cariño? —gritó por el ventanal.
—Por supuesto —dijo la señora Keeping, con una risita hermética y un meneo de cabeza, como diciendo que se lo había ganado. Se encaramó en el banco de madera, y rasgó el celofán de un paquete de Kensitas.
—¿Y Daphne qué?
—¡Ginebra con lo que tú ya sabes! —gritó la señora Jacobs, como participando en un juego.
—¿Grande?
—¡Enorme!
Paul y Jenny se rieron con aquello, pero la señora Keeping soltó un gruñido sin mucha alegría. La señora Jacobs estaba sentada frente a Paul, y entre ellos había una mesa de metal con un mosaico en la parte de arriba. Por encima del borde de la mesa, si quería, tenía una visión perfecta de los misterios de color beige de su ropa interior. Con aquel vestido veraniego sin forma y aquel sombrero blandengue de ala ancha tenía un aire de ruina, pero su expresión era amigable y vivaz, aunque estuviese dispuesta a pasar, por culpa de la edad y quizá de cierta sordera, algún que otro comentario. Llevaba unas gafas grandes con la parte inferior de la montura transparente, y la parte superior como dos cejas morenas. Cuando le pusieron su bebida delante sobre la mesa de mosaico, esbozó una sonrisa intensa pero sin muchas ilusiones, como diciendo que sabía cuál sería el resultado. Su sonrisa dejaba entrever unos dientes sorprendentemente marrones: una sonrisa de fumadora que hacía juego con el dejo ahumado de su voz.
—¡Bueno, salud!
—Pues salud… —El señor Keeping se sentó, aún vestido con su traje de director de banco, lo que le daba un toque surrealista a su gran vaso de ginebra con tónica.
—Salud —dijo Jenny.
—¿Qué estás bebiendo, querida? —preguntó la señora Jacobs.
—Sidra, abuela…
—No sabía que te gustaba la sidra.
—Bueno, no especialmente, pero todavía no me dejan beber alcohol, y habrá que emborracharse con algo, ¿no?
—Supongo que sí… —dijo la señora Jacobs, como sopesando una teoría completamente nueva.
—Paul ha empezado a trabajar en el banco esta semana, Daphne —dijo el señor Keeping—. Ha venido de Wantage.
—Ah, me encanta Wantage —dijo la señora Jacobs, y tras una pausa añadió—: De hecho, una vez me escapé a Wantage.
—¿En serio, mamá? —dijo la señora Keeping.
—Sólo un par de noches, cuando tu padre estaba especialmente bruto. —Paul nunca había oído a nadie hablar así, y al principio no tenía claro si era en serio o en plan teatral, realmente sofisticado o simplemente bochornoso. Le echó un vistazo a la señora Keeping, que tenía una sonrisa tensa y pestañeaba con impaciencia contenida—. Os cogí a ti y a Wilfie y salí pitando en coche para Wantage. Nos quedamos en casa de Mark un par de días. De Mark Gibbons, ya sabe —le dijo a Paul—, ese pintor tan maravilloso. Nos quedamos allí hasta que se calmaron los ánimos.
—Ya… —murmuró la señora Keeping, dándole una calada a su cigarrillo.
—Pues sí, querida. Seguramente eras demasiado pequeña para acordarte. —Parecía ligeramente ofendida, pero acostumbrada a ello.
—Pero si no sabías conducir, mamá —continuó la señora Keeping alegremente, pero incapaz de contenerse.
—Pues claro que sabía…
La señora Keeping expulsó el humo con una expresión dura y guasona.
—No hace falta que aburramos al señor Bryant con nuestras historietas familiares —dijo.
Paul, víctima del primer mareo agradable de una ginebra con tónica muy fuerte, sonrió, agachó la cabeza y dio a entender que no le importaba el ligero desconcierto que le provocaban nombres y situaciones que nadie le había explicado. Como solía pasarle con la gente mayor, por un lado le producían aburrimiento y por otro un inexplicable interés.
—No, no —dijo, y sonrió al señor Keeping, que observaba la escena con una tranquilidad socarrona. La noche había tomado unos derroteros imposibles de imaginar una hora antes.
—Pues yo creo que nuestra familia es la mar de interesante —dijo la señora Jacobs—. Me parece que subestimas su interés. Deberías estar más orgullosa de ella. —Alargó la mano junto a su silla y cogió el bolso, el bolso de tapicería con los bordes superiores de madera más grande que Paul había visto en su vida. Se puso a rebuscar en él.
La señora Keeping suspiró y se volvió más conciliadora.
—Bueno, estoy orgullosa de un par de personas, mamá, eso lo sabes de sobra. Cecil no es precisamente santo de mi devoción, pero mi padre, con todas sus… rarezas, tiene cosas geniales.
—Desde luego es muy listo —dijo la señora Jacobs, frunciendo un poco las cejas mientras buscaba en el bolso. A Paul le dio la impresión de un revoltijo de papeles, polvos de maquillaje, estuches de gafas, pastillas. La señora Jacobs se interrumpió un momento y se quedó mirándolo con la mano en el bolso marcando un sitio—. El abuelo de Jenny también era un pintor maravilloso. Puede que haya oído hablar de él. Revel Ralph. ¿No…? Pues era… yo diría que muy distinto a Mark Gibbons. Supongo que más decorativo.
—Yo creo que Mark está un poco pasado de moda, abuela —dijo Jenny.
—Seguramente, querida, porque tiene casi mi edad. —Paul sabía a qué edad se refería, claro, pero no sabía si era un secreto—. Me imagino que Revel también te parecerá una auténtica antigualla.
Jenny hizo un mohín de desprecio y alzó las cejas, como diciendo que podía llegar a sus propias conclusiones negativas.
—No, me gustan las cosas del abuelo. Las encuentro bastante picantes, de hecho. Sobre todo, las últimas.
A Paul volvió a divertirle e impresionarle la seguridad de sus opiniones. Hablaba frunciendo un poco el ceño, como si ya estuviera en Oxford.
—¿Él ya… no vive? —preguntó Paul.
—Lo mataron en la guerra —respondió la señora Keeping, con un rápido meneo de cabeza, aplastando su cigarrillo.
—La verdad es que fue extraordinariamente valiente —dijo la señora Jacobs—. Volaron dos tanques que estaban a su cargo, y él salió corriendo detrás del tercero cuando le alcanzó un obús. —Tenía un cigarrillo en una mano y el encendedor en la otra, pero continuó hablando antes de que nadie pudiera añadir algo—. Fue todo un héroe. Le dieron una medalla póstuma, ¿sabe?
—¿Y qué fue de ella, abuela? —dijo Jenny en un tono más dócil.
—Pues la tengo yo —dijo la señora Jacobs, exhalando el humo rápidamente—. Faltaría más. —Paul no sabía muy bien hacia quién se dirigía su indignación. Ella le echó una mirada como si se hubiesen unido contra los demás—. A la gente le parecía caprichoso y frívolo y esas cosas, ¿sabe?, pero en realidad podía ser muy valiente.
—Seguro que sí —dijo Paul, ligeramente cautivado por ella y convertido ya en un admirador de aquel hombre del que, poco antes, no sabía nada.
En la verja, Paul se volvió y se despidió con la mano vendada, pero Jenny, a quien le habían dicho que lo acompañara, ya había desaparecido del escalón de la entrada. Aun así, las pequeñas contracciones musculares fruto del placer y de la educación permanecieron casi inconscientemente en su rostro mientras se volvía y avanzaba por la calle arrastrando los pies. Sonrió al panorama que veía por encima del seto, a los otros jardines delanteros, al Rover que se acercaba y luego a su conductor, que venía a su vez con los ojos entornados y el rostro contraído por culpa del sol del atardecer, y que provocó que Paul se sintiera como un intruso, o quizá a esas alturas como un fugitivo. Aquel sol todavía le pegaba en la espalda. Entre los árboles, el reloj de la iglesia dio el primer cuarto una vez más; miró su reloj: las siete y cuarto, claro; tenía la sensación de que la hora que acababa de pasar había durado unos veinte minutos, así que cierto efecto de compensación le llevó a preguntarse si no serían en realidad las ocho y cuarto. Allí estaba, en Church Walk. Allí estaba la plaza del mercado. Nunca había probado realmente el alcohol, y la segunda ginebra con tónica, tan insensatamente apetecible como la primera, le había hecho alcanzar un estado de euforia sonriente, apenas salpicado de preocupación y confusión. Había hablado mucho (sin parar de decirse que no debía hacerlo) de cosas que normalmente procuraba no contar: de que habían derribado el avión de su padre, de la enfermedad de su madre y hasta de sus proezas en el colegio; cosas que debían de haber dado una impresión infantil y simplona de él. Pero por lo visto a todo el mundo le había dado igual. Ahora se preguntaba si el señor Keeping, que no había hablado casi nada, no habría pensado que era un imbécil; la verdad, había sido bastante asqueroso por su parte emborrachar a Paul y quedarse allí sentado observando, con aquella sonrisa inquietante. Se imaginó algunos comentarios sarcásticos sobre el tema en la oficina al día siguiente. Por otro lado, le daba la sensación de que había triunfado con la vieja señora Jacobs, que parecía agradecida por tener un nuevo oyente; y él se había reído y conmovido con sus historias sin necesidad de prestar mucha atención. Solía pasarle, cuando se esforzaba en concentrarse en lo que alguien estaba diciendo, que no se enteraba mucho. Su embriaguez se había debido en parte a encontrarse en la casa de una gente que conocía a escritores, en aquel caso bastante famosos. Prácticamente no sabía nada de Dudley Valance, pero le había recitado estrofas enteras de Cecil Valance a la anciana, que había sonreído con indulgencia y luego había empezado a mostrarse un poco impaciente. Ella poseía, de algún modo, un aura misteriosa por haber sido su amante; al parecer, «Dos Acres» había sido escrito expresamente para ella. Se lo había contado a Paul con total sinceridad mientras se tomaba su segunda «ginebra con lo que tú ya sabes» (fuese lo que fuese «lo que tú ya sabes»), y Jenny había dicho: «A mí los poemas del tío Cecil me parecen tremendamente imperialistas, abuela», aunque ella había hecho como si no la oyera. En Vale Street miró los escaparates de International Stores, que estaban cerrados y sombríos. Le embargó una impresionante sensación de tristeza; era libre, le iba bien, estaba muy borracho y tenía veintitrés años, pero se encontraba totalmente solo; le quedaban varias horas por delante antes de que se pusiera el sol y no tenía con quien compartirlas.
El camino hacia la casa donde se alojaba lo llevó fuera de la ciudad, más allá de los patios cerrados y tupidos de vegetación de la antigua estación de mercancías, más allá de la nueva y moderna escuela secundaria, dura y transparente al sol del atardecer. Luego cruzó hacia los Marlborough Gardens, que formaban un lazo o un nudo, con una salida a la calle principal. Desde la acera vio a la gente cenando en la cocina u ocupada en el jardín después de haber cenado, segando y regando la hierba. Las casas tenían una extraña disposición para la que no existía un término concreto; estaban construidas de tres en tres, dos semiadosadas con una central en común, como fragmentos de una fila de casas adosadas. La casa de la señora Marsh, por lo menos, quedaba en una punta, con una vista trasera a un campo de cebada. Su marido era conductor de autocares y tenía unos horarios raros, para llevar grupos a Londres o a veces a Bournemouth o a la Isla de Wight, lo que le obligaba a pasar la noche fuera. Ella se encontraba ahora en el cuarto de delante, con las cortinas echadas para defenderse del sol y el televisor a todo volumen; estaba empezando la serie Z-Cars. Tenía una forma agradable de no molestar a su huésped, volvía un momento la cabeza y hacía un gesto de saludo; en la cocina había una ensalada de fiambre para él tapada con un paño, y una carta reenviada con una nota que decía: «Le han traído esta carta», firmada por la señora Marsh. Paul subió las escaleras de dos en dos, fue al cuarto de baño, que era donde tenía más sensación de forastero, entre el jabón de afeitado y las toallas de la pareja, y el resto de las cosas de la señora Marsh en el armarito. El cuarto de baño tenía un panel de cristal esmerilado en la puerta, que servía para saber si estaba ocupado de noche, y que hacía que ir al baño pareciera algo especialmente audible, casi visible, e incluso ligeramente culpable. Las noches elegidas para que Paul pudiera darse un baño eran las de los martes y los jueves, ¡así que le tocaba! El sábado el banco abría hasta la una, y luego él cogería un autobús hasta Wantage, y su primera semana de trabajo en la ciudad habría terminado.
Después de cenar, volvió a subir y cogió su diario de lo alto del armario. Apenas había hecho suya la habitación: sus zapatillas y su bata, y unos cuantos libros que había metido en la bolsa de viaje. Había sacado el nuevo de Angus Wilson de la biblioteca, y lo estaba leyendo a su manera, a todo correr en busca de las apariciones de Marcus, el hijo homosexual, cuyas andanzas él analizaba como buscando presagios o consejos. No quería leerlo en casa y arriesgarse a que su madre le preguntara algo. También había sacado el último volumen de los Poetas Modernos de Penguin, The Mersey Sound, que él no consideraba poesía en modo alguno; y Poems of Today, publicado en realidad hacía cincuenta años, y lleno de cosas que le encantaban y se sabía de memoria, como las «Manzanas a la luz de la luna» de Drinkwater y «El sueño de los soldados» de Valance. El cuarto tenía un sillón duro y cuadrado, tapizado con una felpa gruesa y áspera; y junto a la ventana, un tocador de señora con tres espejos y un taburete, que era donde Paul se sentaba todas las noches a escribir sus cosas. Siempre que levantaba la vista se veía a sí mismo, la nariz de los Bryant en triunfante triplicado, sus dos perfiles jugando al escondite el uno con el otro. Llevaba un diario desde que había dejado los estudios, un registro confidencial, y los volúmenes mismos, unos cuadernos negros tamaño holandesa, iban siendo cada vez más difíciles de esconder a medida que se iban acumulando. En casa tenía una caja debajo de la cama, en la que viejos proyectos escolares y recortes de periódico amarillentos ocultaban una capa más baja de cosas privadas, frágiles recuerdos de chicos del colegio, tres ejemplares de Magnifique!, con hombres musculosos en tanga, a veces claramente retocados, y luego los propios diarios, donde Paul se soltaba la melena de una manera que a aquellas publicaciones no les estaba permitida.
Se inclinó hacia delante, como un colegial escondiendo su trabajo, y escribió: «29 de junio de 1967, un día entero de sol y calor». Mientras escribía apretaba mucho la hoja con el bolígrafo, de modo que el papel parecía estirarse y rizarse en los márgenes. Cuando lo cerraba, el cuaderno dejaba ver exactamente hasta dónde se había usado. Las hojas escritas, con los bordes arrugados y oscurecidos, eran una agradable demostración de sus esfuerzos; el resto del cuaderno, limpio, liso y denso, un agradable desafío. Esa semana le había proporcionado mucho material, y había descrito por encima a las chicas de la oficina y hecho un valoración más sincera de Geoff Viner de lo que era posible en el propio banco. Ahora tenía que redactar su charla con Geoff en los aseos y toda aquella aventura inesperada en Carraveen. «Resulta que la señora J estuvo casada con Dudley Valance, el hermano de C. Pero también tuvo un gran romance con Cecil V antes de la Primera Guerra Mundial, dijo que fue su primer amor, que era terriblemente atractivo pero que trataba mal a las mujeres. Le pregunté qué quería decir. Y me contestó: “No acababa de entender a las mujeres, ¿sabe?, pero ellas lo encontraban totalmente irresistible. Pero, claro, tenía sólo veinticinco años cuando lo mataron”». Al pie de la página, donde había descansado el borde de la mano con la que había escrito, el papel grasiento no empapaba la tinta y tuvo que repasar un par de veces varias palabras: «totalmente irresistible», volvió a escribir, «sólo veinticinco», con un resultado recargado y burdo, como la escritura de alguien que aún siguiese borracho o estuviese un poco loco.