Luego, durante veinte minutos, los pájaros se adueñaron del mundo. En todo el bosque y fuera en el Terreno Alto, por todos los jardines, en bancos y arbustos, y allí mismo, en lo alto, entre los tejados y las chimeneas, pinzones y zorzales, estorninos y mirlos cantaban sus canciones al amanecer todos juntos. Wilfrid abrió los ojos, y en la luz grisácea vio a su hermana, incorporada en la cama, leyendo su libro con los ojos entornados. Girando la cabeza con cuidado y bastante concentración calculó que serían las seis y media. Había algo raro en la mesilla que llamó su atención unos segundos, con su brillo sombrío, pero no quería pensar en ello. No tenía sentido, como una ventana donde no pudiera estar nunca una ventana. Dejó que se le cerraran los ojos. Los trinos de los pájaros eran tan fuertes que, después de despertarte, hacían que te volvieras a dormir. Luego, cuando te despertabas otra vez, ya era realmente de día y los pájaros estaban más lejos y perdían importancia. Te olvidabas completamente de ellos. Vio que la puerta estaba entreabierta; Corinna ya había ido a lavarse y él necesitaba preguntarle un par de cosas sobre esa noche, sobre los ruidos y la música y las idas y venidas enmarañados en ella como sueños. Se dio la vuelta y allí sobre la chimenea, apoyado en la jarra de cerámica, estaba el flamenco del tío Revel, sosteniéndose sobre una pata y echándole una sonrisa pícara. Parte del sueño se había quedado en el mundo material, como una prueba o una promesa, y él salió de la cama y lo cogió. El tío Revel había estado allí con su madre, riéndose y gastando bromas, y había hecho un dibujo, muy rápido, como un truco de magia. Wilfrid se llevó el dibujo a la cama; evidentemente la cosa extraña que había sobre la mesilla, desorientándolo con su brillo mágico, era la copa de su madre, con un resto de vino tinto todavía en el fondo, y trazas de óxido negro en el vino. Miró dentro del vaso y, para mayor desconcierto, aquel olor amargo era el olor de los últimos besos de su madre. Oyó a la niñera en el dormitorio de al lado, el inquietante crujido de las tablas del suelo, y el ruido metálico de las anillas de la cortina. Estaba hablando con alguien, le pareció que era Sarah, la doncella. Salieron al pasillo.
—Otra de sus noches locas —estaba diciendo la niñera—. Dios sabe en qué estado aparecerán esta mañana.
Sarah soltó un gemido y se echó a reír.
—Duffel estuvo aquí hasta las tantas con ese joven artista amigo suyo para ver cómo dormían los niños, dijo. Evidentemente, cómo iban a dormirse con tanto jaleo, ¡se alteran mucho! No va a haber quien los aguante después de una noche así.
—¡Aah…! —dijo Sarah, que hoy parecía más simpática. A Wilfrid le repugnó lo que dijo la niñera de su madre.
—Pero, bueno, es mi día libre, querida, ¡así que no tengo que vérmelas con ellos!
—Robbie dijo que estuvieron jugando al escondite —dijo Sarah.
—¿Al escondite? A hacer el imbécil, más bien… —dijo la niñera, y las dos mujeres se rieron a carcajada limpia y, por lo visto, desaparecieron por el pasillo.
—Supongo que oirías la música… —iba diciendo la niñera cuando la puerta de lo alto de las escaleras se cerró de golpe. Bueno, todos habían oído la música, pensó Wilfrid. Su madre había estado bailando con el tío Revel en el vestíbulo, y aún tenía frescas esas imágenes en la cabeza. Ahora quería dormir, aunque en su corazón y en su mente había un confuso movimiento de protesta por los insultos y la falta de respeto hacia su madre, pero también por la noche agitada que ella le había hecho pasar, interrumpiendo su sueño. Estaba agotado de tanto soñar.
Casi enseguida, ocurrieron varias cosas, totalmente normales pero, aun así, extrañamente desquiciantes por el hecho de no dejar de suceder. Muy temprano, mandaron recado de que el señor Stokes se iba y que la señora quería que los niños bajaran. Corinna ya estaba ensayando con el piano, y la doncella llevó únicamente a Wilfrid abajo. Se sentía solo y sin ganas, y frunció mucho el ceño para disimular. La pianola seguía en el vestíbulo, con la tapa cerrada, en diagonal con la pared. Le encantaba la pianola, y un par de veces su padre le había dado a los pedales para él, y le había dejado pasar las manos de un extremo a otro de aquellas teclas bailarinas, mientras Corinna lo miraba despectivamente. Pero ese día parecía un recuerdo discordante de la noche anterior, un juguete con el cual los demás habían jugado sin contar con él. Deseó con todas sus fuerzas que se lo llevaran. Fue a inspeccionar el Daimler. Hasta el guiño que le hizo Robbie, mientras sacaba el equipaje del tío Sebby, le resultó desagradable e irrespetuoso. ¿Por qué siempre tenía que guiñarle un ojo?
—¿Cómo está usted, señor? —preguntó Robbie.
—Pues totalmente agotado —respondió Wilfrid.
Robbie se quedó pensándolo un momento, con una sonrisita.
—¿Agotado, ha dicho? ¿Y eso por qué? —Le pasó las maletas al chófer de Sebby, y Wilfrid dio la vuelta para ver cómo las metía en el maletero. El gran interés que despertaba el maletero, con su extraña portezuela y su interior negro como una trinchera, pugnó débilmente con su descontento.
—Bueno, he tenido una mala noche, por si le interesa —dijo Wilfrid.
—Ah —dijo Robbie, y asintió con lástima, pero aun así con un inquietante aire de diversión—. No le dejaron dormir con tanto baile, ¿no?
Así que Wilfrid sólo pudo levantar la vista y asentir también él.
La abuelita V bajó a despedir a Sebby, y estuvieron hablando dos o tres minutos interminables mientras Wilfrid le daba vueltas al Daimler, contemplando los faros y su propio reflejo abultándose y plegándose en la carrocería gris marengo. Luego Sebby se acercó y le estrechó la mano y, de buenas a primeras, le dio una moneda muy grande antes de subirse al coche, que salió pitando por el camino de entrada en una repentina nube de humo azul de combustible. Wilfrid sonrió al coche que se marchaba y a su abuela, que estaba observándole atentamente a ver si reaccionaba como era debido, aunque en realidad él se sentía molesto y un poco contrariado.
—¡Dios mío! —dijo la abuelita V, en un tono de regocijo pero también de crítica—. ¡Una corona!
Él la guardó en el bolsillo del pantalón, pero pensó que era a Wilkes a quien tenía que habérsela dado.
Luego, casi inmediatamente, trajeron la calesa para llevar a Corinna y a sus abuelas a la iglesia de Littlemore. La propia Lady Valance conduciría el carruaje a la ida y a la vuelta, cinco kilómetros en total, y Corinna no dejaba de balar una promesa que había conseguido arrancarle antes de que le permitiría llevar las riendas un rato. A través del portón abierto, se oyó al pony dando tirones al arnés y al mozo de cuadras hablando con él. Se armó un revuelo en el vestíbulo, mientras buscaban los guantes y los sombreros. La abuelita V siempre llevaba el mismo tipo de ropa, que era negra y fácil de poner, pero Corinna tenía un vestido y un sombrero nuevo, que la abuelita Sawle le ayudó a atarse bien.
—Es una pena que no usemos la capilla de casa —dijo la abuelita S, mientras aparecían el tío George y la tía Madeleine.
—Hoy en día —dijo la abuelita V con un énfasis extraño— el uso de la capilla está reservado a las grandes festividades. —Y salió al paseo.
—Por lo visto, «hoy en día» —dijo George— se ha convertido en el término humillante favorito de Louisa. —Se quedó mirando, divertido, a su madre—. No está obligada a ir, querida —dijo—. Nosotros nunca vamos, ya sabe.
Ella le retocó el lazo a Corinna debajo de la barbilla.
—Parece que Louisa cuenta con que vaya.
—Mmm, pero no hace falta que la mangoneen —dijo George.
—Por favor…, ven, abuelita —dijo Corinna.
—Claro que voy, pequeña, no te preocupes —dijo la abuela, sujetándola por el hombro con el brazo extendido y contemplándola con un aire bastante serio. Wilfrid, desganado, volvió a salir con sus tíos para ver marchar al grupo. Cuando la abuelita V se acomodó en el asiento el pony soltó rápidamente un buen montón de estiércol en la gravilla. Wilfrid soltó una risita, y Corinna levantó la nariz en señal de desagrado. La calesa dio una sacudida y se alejó velozmente, como si nada hubiera sucedido, y el mozo tuvo que ir a buscar una pala. En lo alto del paseo la abuelita Sawle se volvió y dijo adiós con la mano. Wilfrid se quedó al lado de sus tíos y también le dijo adiós sin mucho entusiasmo, con el sol en los ojos.
—Pues aquí estamos, Wilfrid —dijo la tía Madeleine, y a él le pareció que eso lo resumía todo. Ella seguía muy tiesa a su lado, tapándole la visión de una mañana mucho más alegre, en la que él estaría sentado a una mesa con el tío Revel, haciendo dibujos de pájaros y mamíferos. Cuando volvieron a entrar en la casa, vieron salir a su madre de la sala matinal con una extraña sonrisa fija.
—Espero que por lo menos hayáis podido dormir un par de minutos… —dijo.
—Mucho más… —dijo George—. Diez minutos como mínimo.
—Yo hasta he dormido media hora —dijo la tía Madeleine, y al parecer lo decía en serio.
—Vaya nochecita —dijo George—. Yo creo que hasta tengo la cara verde. No sé cómo aguantas este ritmo, Daph.
—Hace falta un poco de práctica —dijo ella—. Hay que domar el cuerpo.
Wilfrid se quedó mirando a su tío a ver si tenía aquel color tan raro. La verdad era que tanto su madre como George estaban muy pálidos.
—¿Y cómo está mi mamá? —preguntó.
—Buenos días, pequeño —dijo su madre.
—¿Hacéis lo mismo todos los fines de semana? —dijo Madeleine.
—No, a veces somos buenos y nos estamos muy calladitos, ¿verdad, cielo? —respondió su madre, mientras el niño corría hacia ella y ella se encorvaba y lo atraía a sus brazos. Wilfrid sintió que a su madre la recorría un escalofrío y la abrazó más fuerte. Luego, pasado un momento, ella se irguió y él prácticamente tuvo que soltarla. Ella volvió a alargar vagamente la mano hacia él, pero de alguna manera ya no estaba allí. Levantó la vista para verle la cara, y aquella redondez y aquella belleza tan familiares, el aleteo de sus pestañas, las arruguitas que se le formaban en las comisuras de la boca cuando sonreía, todos aquellos rasgos hermosos que conocía de siempre y que nunca había necesitado describir, le parecieron durante unos breves momentos de extrañeza los rasgos de otra persona—. Bueno, tengo que irme —dijo.
—No, mamá… —dijo Wilfrid.
—No es que sea el mejor momento —le explicó a Madeleine—, pero Revel se ha ofrecido a pintar mi retrato, y me parece una oferta demasiado buena para dejarla pasar, a pesar de la resaca.
—Te entiendo muy bien —dijo George, y le sonrió con insistencia—. Tiene que ser toda una experiencia.
—Ah, mamá, ¿y puedo ir yo también? ¿Puedo ir a mirar? —gritó Wilfrid.
Y su madre volvió a echarle una extraña mirada lánguida, tras la que parecía acechar cierta burla hiriente.
—No, Wilfie, no es buena idea. Un artista tiene que concentrarse, ¿sabes? Ya lo verás cuando esté acabado.
Era demasiado para él, y se le saltaron las lágrimas en un llanto asfixiante. Deseaba estar con su madre pero la apartó de un empujón, gritando y tragándose su propio llanto, sin dejar que nadie se le acercase, mientras las lágrimas le caían sobre el jersey.
Así que después de aquella escena lo dejaron, por un periodo indefinido de tiempo, con el tío George y la tía Madeleine. Entraron en la biblioteca, donde George se apoyó en la chimenea vacía y habló con él para animarlo. Wilfrid se quedó allí de pie, indiferente, girando el enorme globo terráqueo de colores, con sus famosas manchas de rosa británico, primero en un sentido y luego en otro. Sus manos pegaron ligeramente contra el brillante papel barnizado, y el mundo resonó débilmente por dentro. Como solía pasarle tras un estallido de lágrimas, se sentía débil y ausente, y le llevó un rato volver a entender las cosas.
—Supongo que no has visto a tu padre esta mañana —dijo George.
Wilfrid meditó cómo debía responder a eso.
—No vemos a papá por las mañanas —dijo.
—¿De veras?
—Bueno, no siempre. Pero está escribiendo un libro.
—Ah, es cierto —dijo George—. Y eso es lo más importante, ¿verdad?
Wilfrid no estaba totalmente de acuerdo.
—Está escribiendo un libro sobre la guerra —dijo.
—Entonces no es como su otro libro —dijo Madeleine, que con la cabeza echada hacia atrás y las gafas en la punta de la nariz observaba, boquiabierta, las estanterías de arriba.
—No tiene nada que ver —dijo Wilfrid—. Es sobre el sargento Bronson.
—Ah, ya —dijo George distraídamente—. Así que te habla de él. Qué emocionante…
Le parecía que las limitaciones de la pura verdad tenían una presencia más amenazadora en aquella habitación llena de sabiduría antigua. Se acercó sonriendo hasta la mesa central, reservándose su respuesta.
—Tío George —dijo—, ¿le gustan los cuadros del tío Revel?
—Muchísimo, querido. Tampoco es que haya visto muchos. Todavía es muy joven, ¿comprendes? —dijo George, que ahora parecía menos verde que colorado—. Pero ya sabes que no es realmente tu tío, ¿no?
—Sí —dijo Wilfrid—. Es un tío honorable.
—¡Sí, señor, ja, ja, ja…! En eso tienes razón.
—Querrás decir honorario —dijo Madeleine.
—Pues eso… —dijo Wilfrid.
—Supongo que querrás decir las dos cosas, ¿no, Wilfie? —dijo George, y le sonrió con comprensión. Wilfrid sabía que su padre no soportaba a la tía Madeleine, y sentía que eso le autorizaba a detestarla igualmente. No le había traído un regalo, pero en realidad no se trataba de eso. Nunca decía nada agradable, y cuando lo intentaba le salían cosas horribles. En ese momento metió la barbilla hacia dentro y esbozó su típica sonrisa falsa, mirándolo por encima de las gafas. Él se apoyó en la mesa, y abrió y cerró varias veces el tintero de plata con bisagras, haciendo aquel bonito ruido como de cascos de caballos. La tía Madeleine se estremeció.
—Imagino que aquí es donde la abuelita hace sus sesiones de bibliomancia —dijo, arrugando la nariz y endureciendo su sonrisa.
—Seguro que el niño no sabe nada de eso —dijo el tío George en voz baja.
—La verdad es que estoy aprendiendo a leer con la niñera —dijo Wilfrid, dejando la mesa y retirándose a un rincón de la estancia, donde había un aparador con algunas antigüedades interesantes.
—Qué bien —dijo George—. ¿Y qué estáis leyendo? ¿Por qué no leemos algo juntos?
Wilfrid percibió el alivio agradecido de su tío ante la idea de leer un libro; ya se estaba sentando en una de las resbaladizas butacas de cuero.
—Corinna está leyendo La bandeja de plata —dijo.
—¿No es un poco difícil para ti? —dijo Madeleine.
—A Daphne le encantaba ese libro —dijo George—. Es un libro infantil.
—Yo no lo estoy leyendo —dijo Wilfrid—. No me apetece leer ahora, tío George. ¿Ha visto esta máquina de tarjetas? —Abrió el aparador y sacó la máquina con mucho cuidado, pero aun así la golpeó contra la puerta. Cargó con ella y se la pasó a su tío, que había puesto una sonrisa un tanto ausente.
—Ah, sí…, estupenda… —El tío George no la entendía muy bien, la había puesto al revés—. La verdad es que es un objeto histórico —dijo, dispuesto a devolvérsela.
—¿Qué es eso? —preguntó Madeleine, acercándose—. Ah, ya veo… Histórico ciertamente. ¡Pero bastante inútil hoy en día, me temo!
—A mí me gusta —dijo Wilfrid, y cayó en la cuenta de otra cosa junto a la rodilla de su tío, con su tía inclinándose sobre él y aquel olor suyo como a libro antiguo—. Tío George —dijo—, ¿por qué no tienen ustedes hijos?
—Pues porque todavía no nos ha dado tiempo, cariño —respondió el tío George. Examinó la máquina con un nuevo interés, pero luego continuó—: La tía y yo estamos muy ocupados en la universidad, ¿sabes? Y si he de serte totalmente sincero, tampoco tenemos mucho dinero.
—Hay mucha gente pobre que tiene niños —dijo Wilfrid sin miramientos, ya que sabía que su tío estaba diciendo una tontería.
—Sí, pero nosotros queremos criar a nuestros hijos con holgura, con algunas de las cosas bonitas de la vida que tú y tu hermana tenéis, por ejemplo.
—George —dijo Madeleine—, acuérdate de que tienes que terminar esos informes para el rector.
—Ya lo sé, mi amor —dijo George—, pero me encanta hablar con nuestro sobrino.
Sin embargo, al poco rato George dijo:
—Supongo que tienes razón, Mad. —A Wilfrid le entró auténtica angustia ante la idea de que lo dejara solo con la tía Madeleine—. Te quedas aquí con la tía, ¿no?
—Por favor, tío George… —Wilfrid sintió que la angustia se apoderaba de él; una angustia inmediatamente contrarrestada por un lúgubre sentimiento que no podía explicar: que iba a tener que pasar por aquello, fuera lo que fuera, y que en realidad daba igual.
—Luego hacemos algo bonito —dijo George, alborotándole un momento el pelo a su sobrino, y luego volviéndoselo a alisar. Se volvió al llegar a la puerta—. Nos puedes hacer tu famoso baile.
Cuando ya se había ido, Madeleine se agarró a eso.
—Es que no lo puedo hacer solo —dijo Wilfrid, con las manos en las caderas.
—Ah, supongo que te hace falta música.
—¿Pero usted sabe tocar? —preguntó Wilfrid, meneando la cabeza.
—¡No es que se me dé muy bien! —dijo Madeleine, en un tono bastante simpático. Salieron al vestíbulo—. Siempre nos quedará la pianola…
Pero afortunadamente los hombres ya se la habían llevado rodando por el corredor largo. Wilfrid no quería tocar la pianola con ella. Sin mayor intención de ponerse a jugar, se metió debajo de la mesa del vestíbulo.
—¿Y ahora qué haces, cariño? —preguntó la tía Madeleine.
—Estoy en mi casa —respondió Wilfrid. De hecho, era un juego al que a veces jugaba con su madre, y sintió que la estaba traicionando, pero también una especie de seguridad mientras permanecía allí agachado, con los enormes tablones de roble casi tocándole la cabeza—. Puede venir a visitarme —le dijo.
—¡Ah…! Bueno, no lo tengo muy claro —dijo Madeleine, inclinándose y echando un vistazo.
—Siéntese en la mesa —dijo Wilfrid—. Tiene que llamar con los nudillos.
—Claro —dijo Madeleine, con otra de aquellas miradas de buena persona que lo hacían todo más complicado. Se sentó obedientemente, y Wilfrid miró más allá de los zapatos verdes y del dobladillo transparente de la falda y la combinación. Ella dio unos golpecitos en la mesa y dijo en voz alta—: ¿Está el señor Wilfrid Valance en casa?
—Mmm… Pues no estoy seguro, señora, voy a ver —dijo Wilfrid, y farfulló una especie de murmullo rítmico que imitaba muy bien el sonido que haría una persona buscando a otra.
Casi de inmediato, la tía Madeleine dijo:
—¿No vas a preguntar quién es?
—¡Dios mío, señora! ¿Quién pregunta por él? —dijo Wilfrid.
—No debes decir Dios —dijo su tía, aunque no pareció que le importara demasiado.
—Lo siento, tía Madeleine. ¿Quién pregunta por él, por favor?
La respuesta adecuada a eso, cuando jugaba con su madre, era: «La señorita Edith Sitwell», y luego intentaban no reírse. Su padre solía reírse de la señorita Sitwell, de quien decía que tenía voz de hombre y aspecto de ratón. El propio Wilfrid se reía de ella siempre que podía, aunque en realidad le tenía bastante miedo.
Pero Madeleine dijo:
—¿Le puede decir al señor Wilfrid Valance que se trata de Madeleine Sawle?
—Cómo no, señora —dijo Wilfrid, en una especie de imitación respetuosa de Wilkes. «Se marchó» otra vez, y se tomó su tiempo. Se imaginaba la cara de su tía, sonriendo impaciente mientras esperaba sentada en aquella mesa tan dura. Se le vino a la cabeza la extravagante idea de limitarse a decir que no estaba en casa. Pero luego fue como si una sombra se abatiese sobre ella, y le pareció cómoda y cruel. Pero el juego, que su tía no acababa de comprender, dependía en realidad de la persona que fingía ser otra distinta. De lo contrario se terminaba, y una sensación de aburrimiento y desilusión se instalaba casi de inmediato. Entonces la profunda y subyacente añoranza de su madre se alzó como una ola, y el dolor de pensar en ella y en el tío Revel dibujándola, le tensó la cara. Era un acontecimiento tremendamente importante del que lo habían excluido sin ninguna necesidad. De repente, Madeleine dijo:
—Wilfrid, ¿te importa quedarte ahí un momento? Tengo que hacer una cosa.
—No, no. No pasa nada —dijo Wilfrid, y la vio deslizarse y luego saltar los quince centímetros que la separaban del suelo, y a sus macizos zapatos verdes alejarse bastante rápido hacia las escaleras.
Wilfrid se quedó diez minutos debajo de la mesa, con aquel olor a barniz, experimentando cierto alivio al principio, luego una deprimente punzada de abandono, y después una conciencia creciente y angustiosamente práctica de las cosas que podría hacer ahora. Las tablas del suelo estaban un poco pegajosas de cera bajo las suelas de caucho de sus sandalias. Aquellas libertades inesperadas en su vida de pocas miras eran emocionantes, pero las ensombrecía la preocupación de que el sistema diseñado para protegerle pudiese venirse abajo tan fácilmente.
Salió gateando, pasando por encima del grueso travesaño de roble de la mesa, se levantó, y fue despacio y sin seguir una línea recta hacia el pie de las escaleras. Sin su tía presente, para que le diese el visto bueno a su escapada, se encontraba bajo la jurisdicción aleatoria e irracional de su padre.
—Papá, no estaba… —dijo mientras subía las escaleras—, no estaba jugando en el rellano. —Y a medida que iba dejando atrás, por innecesarias, cada una de aquellas mentirijillas negativas, la sensación creciente de libertad fue presa de una sensación más negra de culpa. Parecía que la libertad se expandía de una manera incómoda, como un aliento retenido. Deambuló por el amplio rellano, hablando aún consigo mismo sin que nadie pudiera oírle, meneando la cabeza de lado a lado, en una pantomima culpable de su soledad. Al doblar la esquina estaba colgado el cuadro de la Dama azul, con sus aterradores ojos, y un cuadro escocés, conocido también como El trasero de la cabra. Una doncella salió de una habitación y cruzó hacia las escaleras de servicio, pero, milagrosamente, no lo vio, y él aprovechó para entrar en el cuarto de la ropa blanca. El tirador de porcelana negra era demasiado grande para su mano y estaba un poco flojo, así que pegó una sacudida traicionera cuando lo giró y la puerta se abrió rápidamente con un crujido; se abría hacía fuera y se columpiaba con fuerza si no la sujetabas, para acabar pegando contra la silla que había al lado.
Cuando volvió a abrir la puerta hizo como si no hubiera pasado mucho tiempo. El reloj del vestíbulo estaba sonando a lo lejos en el piso de abajo: el cuarto, la media, los tres cuartos, pero la hora en sí se quedó suspendida, sin ser revelada, a la luz gris de la ventana del rellano. Miró a ambos lados con una sensación de miedo que se había desvanecido como por arte de magia en el propio cuarto de la ropa blanca, y una tensa emoción estratégica ante la perspectiva del largo pasillo y las escaleras que lo aguardaban. Su miedo seguía siendo en parte culpa, y en parte una clase diferente de sensación incómoda: que tal vez nadie lo hubiera echado de menos. Le pareció mejor bajar por la otra escalera de servicio, al otro extremo del rellano principal, dar un rodeo hasta el cuarto de los niños y limitarse a insistir en que se había pasado allí todo el tiempo. Cerró la puerta del cuarto de la ropa blanca, controlando con cuidado el tirador de la puerta, fue andando pegado a la pared y echó un vistazo en la esquina.
La señora Cow estaba tendida boca abajo, su mano derecha sujetando sin fuerza el bastón, que había empujado la alfombra persa del pasillo hasta formar una onda contra las patas de una mesita, tirando el pequeño cazador de bronce, que también yacía de bruces en el suelo, con su lanza en punta. Su otro bastón se encontraba a cierta distancia, como si lo hubiera tirado en un espasmo repentino o en un intento de alejar algo; y el brazo izquierdo lo tenía atrapado bajo ella en un ángulo que habría resultado doloroso para una persona consciente. Wilfrid se quedó mirándola, apartó la vista y se aproximó con mucha precaución, pegando la puntera de una sandalia al tacón de la otra, porque no quería que nadie le oyera, y menos la propia anciana.
—¿Eh, señora Cow…? —dijo luego, casi distraídamente, como si estuviese empezando a hacer una pregunta que acabaría por venirle a la cabeza si continuaba hablando; la cosa consistía en llamar la atención del adulto y mantenerla. Una parte de él sabía, claro, que no iba a responder, que jamás iba a responder una pregunta, con su voluntariosa voz alemana. Pero algo le aconsejaba fingir cortésmente un ratito más que ella aún estaba en condiciones de conversar. Se acercó a su cabeza, que estaba de lado con la mejilla izquierda contra la alfombra, y vio que tenía el ojo derecho entornado, con el párpado medio caído. Por lo tanto no le miraba, pero parecía que formaba parte de su búsqueda muda de algo que le quedaba fuera de alcance, algo que podría haberla ayudado. Temblando un poco pero descontroladamente, se agachó y puso la cabeza de lado para encontrar su mirada, lo que en una persona normal hubiera provocado un parpadeo de reconocimiento. Vio que su boca, también semiabierta, había dejado salir un rastro de saliva, cuyo brillo iba palideciendo al oscurecer el rojo de la alfombra.
La anciana señora tenía el brazo izquierdo preso bajo ella, pero le sobresalía la mano; reposaba allí en la alfombra, pequeña y gruesa, arqueada y abollonada. Wilfrid se quedó mirándola en cuclillas y luego se irguió y volvió a rodear el cuerpo. Le daba miedo que la mano se moviese, y al mismo tiempo, curiosamente y casi de una manera morbosa, se sentía tentado por ella. Mirando a los dos lados y reteniendo el aliento, se inclinó y alargó los dedos hacia la mano; luego la cogió. La soltó al instante y juntó con fuerza sus propias manos calientes, luego las metió debajo de las axilas en un gesto característico suyo. Se quedó mirando la mano tirada en el suelo de la señora Kalbeck, y entonces, en el preciso momento en que él empezaba a alejarse, la mano se agitó y se retrajo un poco y volvió a reposar donde estaba antes.
Al bajar las escaleras se echó a llorar tanto que apenas veía por dónde iba; no era una simple llantina, sino una auténtica catarata de lágrimas acompañada de unos sollozos que se convertían en extraños gemidos cuando impactaba en cada peldaño a todo correr. Desvalido, se dirigió resueltamente hacia el despacho de su padre. Era la habitación más inaccesible de la casa, una estancia de un tamaño imposible de recordar y todo tipo de cosas dentro (reloj, guardafuegos, papelera crujiente), cargada de prohibiciones. La rabia de su padre, desatada la noche anterior en el piano, se había recogido en ella, como un dragón en su cueva. Wilfrid se quedó un momento delante de la puerta y se secó bien la nariz con la manga. Aunque desvalido, estaba extrañamente lúcido. Sabía que llamar a la puerta aún le añadiría más suspense a la situación de lo que cualquiera podría soportar y aumentaría la probabilidad de que una ira aún mayor se cerniese de antemano sobre su cabeza; así que, con mucho cuidado, giró el pomo.
La habitación estaba inesperadamente oscura, las pesadas cortinas casi cerradas, y él se adentró en ella sin escuchar realmente el reloj pero con la sensación de que las pausas entre su intenso tictac se iban alargando, como si fuese a detenerse. La franja de luz que atravesaba la alfombra roja hizo las sombras aún más oscuras en un primer momento. Wilfrid sabía que su padre tenía dolor de cabeza por las mañanas y evitaba la luz, y eso provocó que le inundara otra oleada de disculpas desesperadas. Al mismo tiempo, la única raya de luz ponía al descubierto las arrugas y los bultos de la alfombra, que ya en sí misma tenía esa apariencia un tanto extraña de algo soñado; en una casa donde él tomaba todas las alfombras por territorios, castillos, cuadrados donde saltar, había aquella otra habitación en cuya alfombra nunca había puesto el pie. Durante un buen rato, pareció que no lo veían, y mientras avanzaba fue como si aún tuviera una oportunidad de volverse atrás; lo primero que notarían de su presencia sería el chasquido de la puerta al cerrarse. La niñera estaba de espaldas a él, echada en el sofá con las piernas en alto, observando a su padre, al otro lado de la franja de luz, junto a la chimenea. Su padre seguía en bata, y con aquella espada en la mano parecía un caballero. El guardafuegos tenía forma de castillo con almenas de latón, y en el negro hogar que había detrás había un montón desordenado de platos rotos; otros fragmentos curvos de porcelana estaban esparcidos también por la alfombra. Wilfrid se fijó en el dibujo, eran los gruesos platos franceses con un gallito, un regalo de bodas que todos consideraban horrible y siniestro. La niñera lo oyó, y echó un vistazo en su dirección; se incorporó a medias y se abrazó a un cojín.
—Capitán —dijo.
—¿Qué pasa? —dijo su padre, volviéndose para mirarle con el ceño fruncido, no enfadado exactamente, sino como tratando de distinguir algo. Dejó la espada sobre la repisa de la chimenea.
Y Wilfrid se dio cuenta de que no podía hablar. Avanzó hacia la luz. Esperaba que sus mejillas llenas de churretes y los esfuerzos que hacía con la nariz por sorberse los mocos fuesen una prueba de que algo grave había pasado, pero no podía decir el qué.
—Papá… —dijo—, acabo de ver a… la señora Cow.
—¿Ah, sí? —dijo el padre, visiblemente decepcionado.
—Creo que se ha caído.
Su padre chasqueó la lengua y se acercó al escritorio, encendió la luz y se puso a examinar unos papeles como si estuviese tratando algún asunto importante. Tenía el pelo, normalmente negro y brillante, levantado de un lado, como un ala. A la niñera parecía que le daba todo igual. Se había levantado y alisado la falda, y había movido los cojines del sofá para encontrar su bolso. Sin mirarlo, Dudley le preguntó:
—¿Y le has dicho que se levantara?
—No, papá —respondió Wilfrid, sintiendo que un gemido le inundaba el pecho ante la crueldad de su padre—. Es que en realidad no se puede levantar —dijo.
—No me digas que se ha roto las dos piernas.
Wilfrid negó con la cabeza, pero no pudo seguir hablando por miedo a echarse a llorar, cosa que su padre no podía soportar.
—¿Cree que debería ir a mirar, señor Dudley? —preguntó la niñera con una desgana extraña, atusándose el pelo. Era su día libre, de todas formas; seguramente no quería verse involucrada. Despacio, con el suspense juguetón que empleaba para contar historias, Dudley volvió la cabeza y se quedó mirando fijamente a Wilfrid.
—Me pregunto si lo que estás intentando decirme, Wilfrid —dijo—, es que Frau Kalbeck está muerta.
—¡Sí, papá, está muerta! —dijo Wilfrid y, al desahogarse por fin, casi sonrió en el preciso momento en que las lágrimas reprimidas brotaron de nuevo.
—Evidentemente nunca tenía que haber venido —dijo su padre con la misma frialdad espantosa, pero por lo visto sin culpar ya al propio Wilfrid. Le lanzó una dura mirada a la niñera—. Mira que alterar así a mi hijo… —Y luego soltó una carcajada sorprendente—. Bueno, pues ya ha aprendido la lección. No volverá por aquí.
La niñera se puso detrás de Wilfrid y, vacilando un momento, posó las manos sobre sus hombros.
—Anda, no llores, sé un niño bueno —dijo. Él se esforzó por obedecerla, tal como a él también le habría gustado, pero cuando volvió a pensar en la cara de la mujer muerta y en su mano moviéndose sola, fue superior a sus fuerzas y el llanto lo desbordó como una ola.
—Vaya corriendo a la habitación de Wilkes y llame por teléfono al doctor Wyatt, ¿me hace el favor, Nanny? —dijo su padre.
—Ahora mismo, Sir Dudley —dijo la niñera. Wilfrid, por supuesto, habría ido con ella, pero la niñera se volvió, dudando, en la puerta, y su padre asintió con la cabeza y dijo.
—Tú te quedas aquí, jovencito.
Así que Wilfrid se acercó a su padre y durante un par de segundo fue atraído, a modo de experimento, contra los pesados faldones de brocado de su bata, extrañamente olorosos. Era una especie de privilegio, una muestra de las lujosas concesiones que se le hacían cuando algo terrible había sucedido; y, por la interesante sorpresa que supuso para él, dejó de llorar inmediatamente. Luego, pisando afilados fragmentos sueltos de porcelana, fueron juntos hasta la ventana, y cada uno de ellos descorrió una cortina. No dijeron nada sobre la vajilla; y su padre ya tenía el pícaro aspecto de preocupación que a veces anunciaba un obsequio, una idea que se le acababa de ocurrir y exigía ser compartida. Era como el brillo de loco, pero normalmente más agradable. Contemplando el jardín, clavando los ojos con tanta fuerza en algo que Wilfrid pensó por un momento que debía de ser el origen de su diversión, empezó a hablar, al principio tan bajo y tan deprisa que le costó seguirle.
—Encontraron el cuerpo / acostado en el suelo / callado como un muerto.
—Ah, Skeltonics, papá —dijo, y su padre sonrió con condescendencia.
—Era la gorda vieja señora Cow / con hocico de puerca, / ¡ya no se hablará de ella! —Se volvió y se puso a pasear muy nervioso por la habitación; Wilfrid tuvo la vaga sensación de que en realidad nunca se fijaba en la cojera de su padre—. Con su Liszt y su Wagner / y el pelo recogido, / ebria mañana y tarde / como el huno temido / que venía a matarte. ¿Qué más?
—Sí, papá.
—La valquiria viejita / con su talco de rosas / que vino de visita / y decía «estoy pocha» / estiró la patita. —Una gota de saliva de la boca de su padre bailoteó en la luz mientras se daba la vuelta. Wilfrid no conseguía seguir ni entender la mayoría de las palabras, pero el entusiasmo de la improvisación lo atrapó tanto como la sensación de horror que los poemas de su padre le provocaban a cualquiera, como desafiándole a no tenerla. Se había acercado a la puerta y la había abierto de golpe—. Y eso, jovencito —dijo—, es más de lo que he escrito de mi libro en los últimos seis meses.
—¿En serio, papá? —dijo Wilfrid, incapaz de decidir, a juzgar por el tono de su padre, si aquello era motivo de regocijo o de desesperación.