8

Esa noche, cuando Daphne se estaba vistiendo, Dudley se dejó caer por su habitación y dijo, casi bostezando, que esperaba que Revel no le cayese mal a Mark Gibbons.

—Ah —dijo Daphne, un poco desconcertada pero más preocupada por la cena y los horrores de la distribución de los invitados en la mesa, donde veía que se jugaba más como anfitriona—. Yo creo que Revel le cae bien a todo el mundo. —Se pasó su enagua color perla por la cabeza y la alisó hacia abajo con las palmas de las manos, encantada de escuchar aquel nombre en un momento así. Haría que lo sentaran cerca de ella, aunque no a su lado. Naturalmente, su madre debía sentarse a la derecha de Dudley, pero si encajaba a Clara en el medio, ¿sería mejor poner a Eva o a Madeleine a su izquierda? Daphne pensó que bien podía imponerle a Madeleine—. De todas formas —dijo—, tampoco corre prisa que se conozcan, ¿no? —Y entonces salió a relucir que Dudley había invitado a cenar a Mark, y a Flora, y también a los Strange-Paget, basándose en que «llevamos siglos sin verlos».

—¡Cielo santo, deberías habérmelo dicho! —dijo Daphne, sintiendo que se le encendía la cara—. ¿Y no se te ha ocurrido nadie mejor que los malditos S-P…? —Se entrevió un momento en el espejo, inerme en ropa interior, los pies ya enfundados en las medias, su pánico ligeramente cómico a ojos de Dudley, en la brillante libertad de su segundo plano. Lo primero que se le vino a la cabeza fueron los langostinos, que ya se habían quedado escasos con la llegada de Revel.

—Bueno, Duffel… —dijo Dudley, frunciendo un poco el ceño al contemplar los botones de azabache de la pechera de su camisa—. Mark es un pintor maravilloso.

—Por mí ya puede ser un genio —dijo Daphne, dándose prisa con su vestido—. De todas maneras, tiene que comer.

Dudley se volvió hacia ella con aquella mezcla inestable de indulgencia, educado desconcierto y desagrado burlón que ella había acabado por conocer tan bien, y temer y detestar con todas sus fuerzas.

—Bueno, Flora es vegetariana, Duffel, ¿recuerdas? —dijo—. Sólo tienes que tirarle unas nueces y una naranja, y ya es feliz como un cerdo revolcándose en la mierda. —Y le dedicó su sonrisa más amplia, con sus húmedos caninos afilados ejerciendo su antiguo y lamentable atractivo, pero tan horribles ahora como su lenguaje soez. Daphne pensó que era mejor que bajara sola a ver a la cocinera. Sería uno de aquellos temibles anuncios que eran claramente una súplica.

Mark Gibbons, que había pintado la enorme «cárcel» abstracta del salón, vivía en una granja cerca de Wantage con Flora, su novia medio danesa. A Daphne le caía muy bien, pero eso no quería decir que no le tuviese miedo. Él y Dudley se habían conocido en el ejército, una alianza extrañamente íntima de opuestos, le parecía a Daphne, ya que Mark era socialista e hijo de tendero. No mostraba ningún interés en casarse realmente con Flora, y muy poco en vestirse para cenar, que era la preocupación más inmediata, dado que Louisa se uniría a ellos, y el coronel Fountain, que había sido el superior de Cecil en el ejército, vendría en coche desde Aldershot. Bajando ruidosamente los peldaños de la escalera trasera de dos en dos, Daphne vio que la distribución de los invitados se iba al traste en un desbarajuste de incompatibilidades, con su marido y su suegra haciendo de imanes repelentes. Los Strange-Paget, por lo menos, no eran difíciles, una aburrida pareja bastante mayor con un montón de dinero y una mansión de su propiedad en el campo, al otro lado de Pusey. Dudley conocía a Stinker Strange-Paget desde la infancia, y le era insolentemente fiel, teniendo en cuenta los estúpidos chismes pueblerinos que soltaba como si fueran perlas de un sabio sentencioso.

Sebby Stokes bajó primero, y Daphne, que había entrado un momento en el salón para tomarse una ginebra con limón, se vio atrapada durante unos minutos en una distendida conversación con él, experimentando no obstante el cálido alivio que se desprendía de la bebida. Su anterior charla en la biblioteca era una sombra de colores, un esfuerzo por intimar que no se repetiría nunca. Se encaramó en el asiento de una ventana, mirando hacia la gravilla, donde en cualquier momento aparecerían los coches. Había hecho lo que había podido, debía relajarse. Por lo visto Sebby seguía hablando de Cecil; por un momento se había olvidado de cuál era el pretexto de aquella fiesta. ¿No era eso lo que les pasaría a todos: convertirse en un recuerdo olvidado en el caos de otras preocupaciones?

—He estado leyendo todas las cartas que su suegra recibió de los hombres de Cecil.

—¡A que son magníficas! —dijo Daphne.

—Dios mío, lo adoraban —dijo Sebby en un tono que le sonó extraño. Se quedó mirándolo, allí parado, muy tieso con su copa y su cigarrillo, todo un ejemplo brillante y perfecto de cómo había que comportarse, y volvió a ver lo que había vislumbrado esa tarde, que él lo había amado y haría cualquier cosa por su reputación.

—También tenemos unas cartas maravillosas de mi hermano —dijo como quien no quiere la cosa, pero con malicia—. Aunque supongo que, en estos casos, siempre son magníficas, ¿no? Nadie escribiría para decir: «El capitán Valance es un animal».

—No, claro… —dijo Sebby, con una mueca más que con una sonrisa.

—¿Cómo va a titular el libro? Sólo Poemas, supongo.

—O Poemas reunidos, creo. Louisa aboga por Obra poética de, que a su marido le recuerda demasiado a la señora Hemans.

—Por una vez, creo que tiene razón —dijo Daphne. Y entonces se oyó un zumbido de aviso, como un avión a lo lejos, y enseguida una furgoneta marrón de panadero, que era el medio de transporte de Mark y Flo, apareció rugiendo y vibrando por el paseo de entrada.

—¡Dice que la encuentra muy práctica para sus cuadros! —explicó Daphne, gritando alegremente y sintiendo que no estaba preparada en absoluto para aquella velada. Cuando Mark bajó aparatosamente de la cabina con un traje de etiqueta como era debido, se quedó tan aliviada que besó tanto a George como a Madeleine, que acababan de entrar y no se lo esperaban. Tras ellos, en el vestíbulo, estaba su madre, y luego Revel, contemplando la chimenea mientras Eva Riley sacaba la cabeza por una de las ventanas de los torreones.

—¡Absurdo! —estaba diciendo—. ¡Demasiado deprimente!

Bueno, pues ya era como una fiesta, y ya había empezado, y Daphne, armándose de valor, fingía que la dirigía; seguramente era comprensible que se sintiera ligeramente mareada mientras la fiesta «cogía velocidad». Su madre dijo en voz baja que Clara estaba muy cansada y había pedido que le llevaran la cena a su habitación; Daphne sabía que iba a ocurrir, otro cambio más en la distribución de sus invitados, pero se limitó a decírselo a Wilkes para que se encargara de ello. Luego fue a buscar otra copa de ginebra.

Resultó que Mark ya conocía a Eva Riley, lo que por un lado estaba bien y por otro era un poco enojoso. La llamaba «querida mía» o «Eva Ladrillo» con aquel tono alegre, un tanto amenazador. Ambos hicieron gala, rayando en la exageración, de aquella amistad preexistente delante de los demás invitados. Tenían un montón de conocidos en común, que nadie más conocía personalmente, y Mark no paraba de hablar de aquellas personas ausentes tan fascinantes con cierto empeño, como remedando alguna convención social.

—¿Y en qué anda el viejo Romilly? —preguntaba. Y después—: ¿Cómo encontraste a Stella?

—Pues estaba en plena forma —dijo Eva, con su hermética sonrisa, tal vez un poco abochornada. El cuadro de Mark, colgado en un lugar tan destacado de la sala, parecía envalentonarlo y representar de alguna manera su carácter desafiante, una figura indómita que iba muy por delante de todos los demás.

Igual que el día anterior, Dudley tenía aspecto de estar de un humor peligroso, después de haber conseguido montarse su propia fiesta a partir de la que su mujer y su madre habían planeado tan cuidadosamente. Hasta la llegada del coronel Fountain le dio oportunidad de soltar una impertinencia.

—Coronel, ya conoce al General —dijo Dudley cuando le hicieron pasar, lo que desconcertó al pobre viejo durante un par de minutos. Daphne se había imaginado al coronel Fountain como una persona efusiva a la que le gustaba beber, y sin embargo era un hombre sereno, con pinta de asceta, que se había quedado sordo de un oído en Francia y al que le costaba mantener una conversación distendida. Se juntó cortésmente con Louisa y se pegó a ella, como un viejo tío en una fiesta infantil, un jaleo de nombres que no sabía si se había aprendido bien.

En último lugar, su chófer acercó a los Strange-Paget, que fueron llevados hasta el ruidoso salón. Dudley los saludó aparatosamente, el grupo ya estaba completo, y justo en ese momento la puerta se abrió otra vez y apareció la niñera con los niños, que habían bajado a pasar media hora con ellos. No era el momento más oportuno precisamente. Daphne vio que la niñera miraba a Dudley, y la mirada que él le devolvía, la máscara inexpresiva tras la que se forma y se concentra el agravio. Parecía que el servilismo habitual de la niñera tenía algo de motín. Era una noche en la que hubiera sido preferible que los niños se quedaran arriba; pero, de la misma manera, una noche en la que ellos querían expresamente estar abajo. La niñera los soltó y dejó que se mezclaran con la gente, y Daphne se abalanzó sobre ellos con un extraño deseo bastante vergonzoso de quitárselos de encima. En aquellas salas de estar ultramodernas no había dónde esconderse. Se metieron corriendo entre las piernas de los adultos, buscando cariño, o al menos atención. En ese sentido, se podía confiar en la abuelita Sawle, y Revel charlaba con los niños tan a gusto y tan a su nivel que muy bien podían creerse adultos. Stinker y Tilda, que no tenían hijos, siempre los contemplaban con curiosidad y una pizca de miedo; o eso le parecía a Daphne. Una vez más recordó que simplemente debía dejarlos a su aire.

Estuvo charlando un rato, muy interesada, con Flo, que le caía especialmente bien, sobre la próxima feria de Fernham y una exposición que Mark tenía en Londres, pero con una ligera sensación de que estaba dando la espalda a otros compromisos. Echó un vistazo alrededor: todo iba bien; Corinna se mostraba encantadora con el coronel, Wilfie hablaba de la huelga de los mineros con George y Sebby Stokes. Presentó a Flo a su madre, y enseguida se pusieron a hablar de El anillo; Flo había estado el año anterior en Bayreuth, y Daphne vio que su madre se animaba con el inesperado placer del tema.

—Me gustaría que conociese a mi querida amiga, la señora Kalbeck —dijo—. ¡Está ahí arriba! Fuimos a Bayreuth juntas antes de la guerra. —Enseguida se pusieron a nombrar cantantes, aunque Freda dudaba de ellos en cuanto los decía—. Tuvimos el inmenso placer de conocer a Madame Schumann-Heink —dijo—, que interpretaba a una de las Nornas, me parece.

Y en ese momento todos escucharon un discreto pero trascendental arpegio del piano que estaba al otro lado de la sala. Y acto seguido, pero con el toque imprevisto de un ensayo, la desesperante melodía que Daphne había fingido admirar mucho día tras día.

—¡Oh, no…! —dijo Dudley, seca pero alegremente, como alguien que supiese perder, por encima del ruido general de la conversación.

Los demás giraron la cabeza divertidos, aunque sin prestar demasiada atención. Wilfie había ido a ponerse junto al piano, de espaldas a la concurrencia, sorprendentemente como un niño castigado. Madeleine y George, a quienes estaba destinado aquel regalo especial, se quedaron cerca, casi con el aspecto de unos padres que han mandado a su hijo subir al escenario; pero los demás no tenían ni idea de los planes y promesas que estaban inexorablemente en juego. Louisa había puesto una cómica cara de amargura, meneando la cabeza, y contándole al coronel Fountain (del lado que oía bien) la gran sensibilidad que tenía Sir Edwin para la música. La conversación volvió a ganar confianza, con cierta sensación de alivio. Al fin y al cabo, durante cuarenta años el piano había permanecido intacto, oculto bajo un mantón de velour de largos flecos, una sólida plataforma para todo tipo de objetos útiles o decorativos, y si alguien después de cenar había destapado las teclas y escogido chistosamente una frase, el ruido que salía de allí, de debajo de las pilas de libros, las macetas de plantas y el círculo de fotografías enmarcadas, era tan discordante (a causa del paso del tiempo y del abandono) que desalentaba a cualquiera a proseguir con la música. Ahora, sin embargo, Corinna estaba tocando el comienzo de la pieza, aquel preludio engañosamente apacible…

—Esta noche no, querida —le gritó Dudley desde el otro lado de la estancia, aún de buen humor, pero recalcándolo y esperando que le hicieran caso; esbozó una sonrisa de complicidad mirando a Mark.

Wilfrid había despejado un pequeño espacio delante del piano, pidiendo a la gente que se apartara con la típica preocupación de un oficial o un conserje. Se produjo un momento de silencio, en el que pareció que se habían seguido las órdenes de su padre, pero que Corinna, con un toque de arrogancia, tomó como la expectación que despertaba su interpretación, y atacó muy decidida «El ualabí feliz». Tras tres compases, Wilfrid, con aire de abnegada entrega al orden y al destino, dio los primeros pasos de su baile, que por supuesto implicaba agacharse y luego saltar hacia delante todo lo que pudiera. Los invitados se echaron hacia atrás, protegiendo sus bebidas, con simpáticos grititos de susto, aunque estaba claro que algunos pensaban que no se debía permitir semejante cosa. Stinker continuó hablando en voz alta como si no se hubiera dado cuenta.

—Una cosa tremendamente inteligente que dijo fue…

Pero Dudley había dejado su copa y cruzado la estancia pisando muy fuerte, con cara de pocos amigos y la mirada fija, sin poder controlarse. Se puso junto al piano y dijo, en realidad en voz baja:

—He dicho que esta noche no.

—Pero, papá, dijiste que era esta noche —insistió Corinna, sin parar de tocar.

—¡Y esta noche digo que no! ¡Cambio de planes! —Y le dedicó una carcajada como un ladrido al coronel para dar a entender que controlaba mejor la situación de lo que parecía. Daphne avanzó a grandes pasos; era lo que sabía que se decía de Corley, lo mucho que había cambiado en la época de Dudley, la extraña mezcla de gente, pintores y escritores: una casa de locos. Se sentía desafiante y contrita al mismo tiempo. Wilfrid había dejado de dar saltos, abandonando su confianza en el plan de su hermana, pero Corinna seguía tocando.

—A lo mejor no es el momento, cariño —dijo Freda, posando una mano adornada con un puño de encaje en el hombro de su nieta, justo cuando Dudley, inclinándose sobre las dos, y con aquella horrible mueca convertida súbitamente en el centro de atención de la crisis, se puso a aporrear las teclas con los puños en el extremo más agudo y estridente del teclado, y fuera de sí por el ridículo efecto creado le dio un codazo a Corinna para que se levantara del taburete y aporreó machaconamente las octavas más estruendosas y furiosas del otro extremo de la escala. Luego cerró la tapa de golpe.

—Vámonos —dijo Daphne en voz baja, y se llevó a los niños de la habitación, cogidos de la mano. Siempre que necesitaba a la niñera, no aparecía por ninguna parte. Entonces se dio cuenta de que su madre las seguía, lo que en cierto modo agradeció, dejando a un lado que flotaría en el ambiente una tremenda tensión, mezcla de compasión y de reproches velados porque ella se hubiera casado con Dudley Valance, aquella bestia parda. A Corinna le temblaba el labio, pero Wilfrid ya iba sollozando sin parar mientras caminaba.

Cuando Daphne regresó al salón tres minutos más tarde se había hecho un esfuerzo colectivo por salvar la situación. Murmuró que los niños estaban bien y sintió una corriente subterránea de apoyo, limitada por cierta renuencia timorata a meterse con Dudley.

—¡Qué diablillos, eh! —dijo el coronel, y le dio una palmadita en el brazo. Mark y Flo y los S-P ya habían visto cosas parecidas, y estaban inmersos en una conversación perfectamente aburrida sobre caza para demostrar que todo estaba bajo control. En cuanto al propio Dudley, con la ñoña cordialidad de los hombres que nunca se equivocan, estaba charlando con Sebby Stokes, cuyo tacto natural lo ayudó a salir del paso. Se daba por hecho que ningún Valance se disculparía nunca por nada. Louisa no dijo nada, aunque Daphne, como de costumbre, le leyó el pensamiento sin ninguna dificultad; entonces la oyó decirle al coronel con la claridad necesaria:

—Nosotros nunca veíamos a los niños después de las seis.

Daphne sabía que la persona que estaría más enfadada sería su propia madre, que ya no volvió a bajar hasta la hora de cenar. Lo mejor sería tomarse una buena copa. Y al poco rato se dio cuenta de que una cauta hilaridad se apoderaba del grupo, recuperando la normalidad.

Cuando se sentaron a cenar, Daphne estaba de un buen humor bastante absurdo que amenazaba con convertirse en una especie de alarma agobiante por no saber lo que estaba pasando. Pensó que sería mejor dar a conocer al coronel Fountain antes de que el ambiente de locura de aquella noche les afectase a todos. Después de que se sirviera el pescado, le preguntó claramente por Cecil, y oyó cómo sus palabras galopaban al encuentro de un repentino silencio general; su voz no parecía la suya. El coronel estaba sentado en la zona del medio de la mesa, a la derecha de Louisa, y miró a su alrededor intensamente, con una actitud casi desafiante mientras hablaba, como en una reunión de distinto tipo. Los que lo estaban mirando se encontraron mirando también a Louisa, que puso una solemne expresión de angustia, los ojos fijos en el salero de plata que tenía delante. No se trataba de la historia de la muerte de Cecil, gracias a Dios, sino de la famosa ocasión en que había ganado su Cruz Militar, rescatando bajo el fuego a tres de sus hombres heridos. El coronel describió la situación a grandes trazos, reclutando el salero como puesto de ametralladoras alemán. El relato más detallado del episodio en sí lo hizo respetuosamente y con una sensación de convicción que su estilo reticente no hacía más que aumentar; pero a Daphne (y probablemente a algún otro sentado a aquella mesa) le dio la decepcionante sensación de que ya no lo distinguía claramente de otros episodios similares. Le había escrito una carta maravillosa a Louisa en su momento, y por supuesto recomendado que le concediesen a Cecil su medalla; y ahora las palabras que empleaba eran muy parecidas a aquellos relatos de hacía diez años. Tal vez Dudley y Mark, que habían participado en «espectáculos» semejantes, se lo imaginaran de una manera menos preestablecida. Daphne dejó vagar su mirada por la sala mientras el coronel Fountain hablaba. Era la habitación que más había asociado con Cecil, desde el día en que se conocieron, y ahora parecía de lo más exótico, con las velas reflejadas en los espejos inclinados y en el tenue pan de oro de las cúpulas en forma de gelatina del techo. Al otro extremo, a la luz de una lámpara eléctrica, colgaba el retrato de un joven con gorro de Rafael.

—No sé muy bien cómo lo consiguió —dijo el coronel—. Prácticamente se había disipado la niebla, y él quedó completamente al descubierto.

Daphne sabía que a Revel le gustaba tanto aquella habitación como a ella, y se tomó su tiempo para dejar que sus ojos se posaran en él, quien por lo visto lo notó inmediatamente, porque levantó la vista hacia ella.

El resto de la cena se vio empañado por tres vinos consecutivos, pero Dudley, aunque estaba más borracho, hizo un esfuerzo para que no le afectaran demasiado. Daphne había decidido que debía dosificar el número de veces que miraba intencionadamente a Revel, y pronto se dio cuenta de que él había llegado a un acuerdo similar consigo mismo; era divertido, pero luego amenazó con volverse complicado. A Sebby, naturalmente, le preguntaron bastante por los mineros, y sus respuestas les dieron a todos la sensación de que estaban en plena crisis, a pesar de que no les aportaran mayores datos. Mark se sintió más provocado por ello que los demás, y quedó muy claro que Sebby no le caía nada bien. Se puso a hablar largo y tendido de tonterías innecesarias, o de cosas que parecían tonterías, sobre cómo había sido su experiencia de crecer detrás de una carnicería en Reading, hasta que Dudley, que era la única persona que podía hacerlo, dijo:

—Deberías aprender, querido Mark, a no despreciar a los que han crecido sin todos tus privilegios. —Y como si les hubieran dado permiso, se escuchó una gran risotada en toda la mesa. Daphne se sintió mágicamente trasladada a los primeros tiempos de su matrimonio, el trance de placer y de pura expectación alegre en que Dudley podía hacerla caer. Él brillaba a la luz de las velas, seguro de su propia belleza. Luego sintió que su deseo reavivado volvía a centrarse en los artísticos y finos dedos de Revel posados relajadamente sobre el mantel, como a la espera de que alguien se los cogiera. Y luego ya vino el momento en que las señoras debían retirarse: la fácil pero decisiva iniciativa en la que seguía sintiéndose, en una noche como aquella, una inexperta usurpadora de su suegra.

Cuando los hombres volvieron a unirse a ellas, mandaron a buscar al chófer del coronel Fountain al comedor del servicio; iban a partir directamente para Aldershot. Daphne lo despidió desde la escalinata de entrada, sintiéndose terriblemente borracha e incoherente. Estrechó la mano del coronel entre las suyas, pero no se le ocurrió nada que decirle. Aunque el pobre anciano había supuesto una relativa desilusión, paradójicamente tenía la sensación de que ellos también le habían decepcionado.

De vuelta en el cuarto de estar, vio que se hablaba de jugar a algo. Aquellos a los que les apetecía moderaron un poco su interés, y aquellos menos interesados fingieron sin mucho entusiasmo que no les importaba. Louisa, que detestaba perder el tiempo, estaba ribeteando un pañuelo para el mercadillo de la Legión Británica.

—¿Al Wotsit? —dijo, enfocando los ojos entornados en la punta de su nariz mientras le hacía un nudo al hilo.

—Pues no sé —dijo George, con una mirada que Daphne conocía desde la infancia, la emoción oculta, la sonrisa fría que le avisaba de que, si se dignaba jugar, seguro que ganaría.

—Antes de la guerra —le explicó Louisa a Sebby Stokes— jugábamos al Wotsit durante horas seguidas. Dudley y Cecil se enzarzaban en él como conejos. Evidentemente, Cecil sabía mucho más.

—Es que Cecil era muy listo, mamá —dijo Dudley—. Aunque no creo que a los conejos se les conozca especialmente por su cultura general…

—¿Y qué tal el juego de los adverbios? —dijo Eva—. Siempre es muy divertido.

—Ah, sí, los adverbios —dijo Louisa, como recordando un encuentro desagradable con ellos en el pasado.

—¿Qué adverbios? —preguntó Tilda.

—Ya sabe, querida, como rápidamente o… salerosamente —respondió Eva.

—Hay que hacer algo que responda al adverbio en cuestión —dijo Madeleine, sin ningún entusiasmo.

—Puede ser muy divertido —dijo Revel, dedicándole a Daphne una mirada dulce pero insegura—. Consiste en cómo hace uno las cosas.

—Ah, ya entiendo… —dijo Tilda.

Daphne pensó que no le importaba jugar, pero sabía que a Louisa no le gustaría nada con lo que se armase mucho jaleo o cuyo éxito dependiera del sentido del humor. Habían jugado a los adverbios una vez con los niños. Y Louisa los había dejado a todos desconcertados escogiendo raramente. Y de hecho dijo en ese momento:

—No quiero ser una aguafiestas, pero espero que me perdonen si les doy a todos las buenas noches.

Los hombres se levantaron de un salto, y se escuchó un caluroso coro de «buenas noches» solapadas, además de ligeras protestas, en medio de las cuales Sebby dijo en voz baja que tenía que leer unas cosas, y Freda también anunció, con una sonrisa tristemente servil dirigida a Dudley, que había pasado un día muy agradable. Daphne las acompañó hasta el pie de las escaleras, en parte como pidiendo disculpas ella misma, a pesar de que se alegraba, claro, de verlas subir a sus dormitorios.

Todos se tomaron otra copa, mientras la idea de jugar a algo seguía flotando en el aire. Madeleine se puso a parlotear, en un penoso intento de evitar aquella amenaza. Tilda preguntó si alguien se sabía las reglas del Strip Jack Naked. Entonces Dudley llamó a Wilkes y le dijo que sacara la pianola; iban a bailar un poco.

—Ay, qué divertido —dijo Eva, con una dura sonrisa a través del humo de su cigarrillo.

—Voy a tocar para mis invitados —dijo Dudley—. Es lo lógico.

—¿Y la alfombra…? —murmuró Daphne, encogiéndose de hombros como si no le preocupara de verdad, que era la única manera de hacer que Dudley sí se preocupase.

—Eso, ¡acuérdense de mi alfombra! —dijo Eva.

—Entonces en el vestíbulo, Wilkes —dijo Dudley.

—Como guste, Sir Dudley —dijo Wilkes, consiguiendo transmitir, bajo su sonrosado placer ante la perspectiva de que los invitados se divirtiesen, una pizca de aprensión.

La pianola la guardaban en el largo corredor que atravesaba la casa. Al poco rato, Dudley salió al vestíbulo para ver cómo Robbie y otro de los hombres la metían rodando ruidosamente sobre el amplio suelo de roble. Se acercó él mismo al corredor, y regresó con un montón de rollos en los brazos; tenía un aspecto alocado, mofa mezclada con auténtica excitación. Fue en ese momento cuando Daphne se dio cuenta de que había perdido el frágil control de la velada que podría haber tenido; se dio por vencida con una mezcla familiar de pena y alivio.

Algunos de los rollos eran piezas muy conocidas, foxtrots y esas cosas; un par de ellos eran los especiales que había hecho Paderewski de piezas cortas de Chopin, que supuestamente debían sonar como si tocara él mismo. Dudley sólo los tocaba para parodiarlos con su absurda imitación de un virtuoso de cabellera despeinada. Entonces enroscó un rollo, intentando concentrarse a pesar de su borrachera, y sonriendo para sí mismo por el numerito que les estaba preparando, y sonriéndole también al propio aparato, por el que sentía una adoración infantil. Luego se sentó, echó la cabeza hacia atrás, y se puso a accionar los pedales; empezó a sonar el foxtrot que habían escuchado cientos de veces, y que Daphne sabía que se le quedaría en la cabeza, si no se tocaba algo mejor y más importante para sustituirlo. Las teclas subiendo y bajando bajo manos invisibles tenían un punto casi amenazante.

Mark, que estaba tan borracho como Dudley, agarró rápidamente a Daphne, y se pusieron a bailar por todo el vestíbulo, tambaleándose muy animados; Daphne sentía el cálido pero indiscriminado interés que tenía en ella como miembro del sexo opuesto; casi no podían respirar de la risa, y entonces Mark chocó con fuerza contra la mesa y casi se cayó, aún agarrado a ella. Ella se soltó y miró alrededor a los demás: Madeleine prácticamente escondida y muerta de risa detrás de la pianola, como si estuviera buscando algo que se le había caído, y George fingiendo alabar cómo tocaba Dudley con una sonrisa entusiasta y guasona, de la que el propio Dudley no se daba ni cuenta. Naturalmente, le apetecía bailar con Revel, pero él, muy sensatamente, suponía, le había tendido la mano a Flo, y se apartó con ella muy confiado, guiándola como por arte de magia entre los distintos peligros de las sillas del vestíbulo, los maceteros y el reloj de pared. Daphne los siguió un poco con la mirada, y entonces vio que Revel le sonreía abiertamente por encima del hombro de Flo; aun así, se sintió con derecho a interpretar aquella sonrisa como algo muy íntimo. El rollo llegó al final y Dudley se levantó como un resorte para elegir el repuesto, que resultó ser el otro foxtrot que tocaba siempre. No tenía oído para la música, pero tenía una fijación obsesiva con aquellas dos piezas, o al menos con tocarlas, además de la curiosa pretensión de que a cualquiera que le gustaste realmente la música le encantarían. Así que Daphne agarró a Stinker con una determinación un tanto pícara, y él fue pegando botes a su lado y, en cierto modo, por encima de ella, resoplando:

—Pero, querida, va demasiado rápido para mí…

Dudley se puso a cantar enseguida escandalosamente mientras se ocupaba de los pedales.

—¡Ay, las luces del hogar…, las luces del hogar! ¡Ya puedo llamar mi casa a ese lugar!

—¿Qué es eso? —gritó Stinker por encima del hombro, intentando librarse del baile descaradamente.

—¿Qué…? ¿Pero cómo puede ser tan ignorante? ¡Es una canción encantadora de mi hermano Cecil! —Y continuó martillando las teclas, encajando disparatadamente las palabras en el ritmo; y enseguida empezaron a correrle lágrimas de risa por las mejillas. Por encima de él, las enormes vacas de El lago de Galber, que no entendían nada, miraban al frente. El rollo se terminó.

—Cielo santo, al final he entrado en calor —dijo Stinker, y farfullando exageradamente sobre lo divertidísimo que era todo se encaminó de nuevo hacia el salón. Se oyeron un tintineo y un choquecito muy cautos y el resoplido ronco del sifón; luego la pianola volvió a tocar.

—¡Vamos, Stinker! —gritó Dudley—. Es el «Hickory-Dickory Rag[10]», su favorita.

—¡Venga, Stinker! —grito Tilda, increíblemente animada, hasta el punto de que la gente se rio un poco de ella, pero luego se le unió rápidamente.

—¡Venga, vamos a empezar!

Flo ya corría de un lado para otro, y Eva, asumiendo el papel masculino, la agarró por los hombros y la llevó trotando enérgicamente al centro de la estancia, con la cabeza pegando tirones como la de una gallina en una especie de paso de baile nuevo que parecía que había ideado ella misma. Hasta se oían las cuentas de los collares de las mujeres, entrechocando unas con otras.

—¡Ay! —dijo Tilda—. ¡Válgame Dios!

Las seguía con una sonrisa boquiabierta que Daphne nunca le había visto; había algo conmovedor y cómico en su placer, mirando a cada uno de los otros a ver si lo compartían; observó casi astutamente a George, cuya sonrisa era a su vez amplia pero un tanto tirante, y de repente se las arregló para que la cogiera del brazo y se pusieron a bailar juntos, Tilda muy concentrada en dar una especie de pataditas para atrás y George con gritos de «¡Vaya!», y «¡Cielo santo!», intentando hacer algo similar pero sin ninguna coordinación.

—¡Vamos, venga aquí, Stinker! —volvió a gritar Dudley, bamboleándose de un lado a otro como un ciclista en una cuesta empinada mientras le daba a los pedales, con una sonrisita como de loco implacable.

—¡Stinker! —gritó Mark—. ¡Stinker-Winker!

Pero Stinker hizo caso omiso de todos aquellos gritos, y poco después Daphne lo vio pasar por delante de la ventana con un vaso en la mano y desaparecer en la relativa seguridad del jardín. Había luna llena esa noche, y parecía que él andaba buscándola en el cielo.

Cuando paró el baile, Flo dijo:

—Vamos todos fuera a tomar un poco el aire.

Daphne le lanzó una mirada a Revel.

—Ah, buena idea —dijo él con una sonrisa dirigida a todos que se detuvo un momento en ella antes de posarse pensativamente a un lado.

Se precipitaron hacia la puerta principal, incluso empujándose y protestando; y entonces Mark, que ya estaba en el paseo de entrada, se puso a canturrear a todo pulmón al son de «Auld Lang Syne»: «Estamos aquí porque estamos aquí porque estamos aquí porque estamos aquí», lo que a Daphne le pareció bastante grosero, pero preferible sin duda a muchas de las otras canciones del ejército que Dudley y él cantaban cuando estaban borrachos, como «Navidades en el Hospicio», que empezó a cantar después.

—Dígale a Mark que deje de cantar —le dijo Daphne a Flo, que pareció comprenderlo. En una noche tranquila se oiría cualquier palabra desde el dormitorio de Louisa.

—¿No vienes, Dud? —dijo George, jadeando un poco todavía y haciendo extensivo su buen humor a su cuñado.

—¿Eh…? Ah…, no, no —respondió Dudley, girando sobre el taburete, y luego volviendo a girar para coger su copa—. No, no… Id vosotros. Yo me quedo aquí leyendo.

—Oh… —dijo Tilda, aún sin aliento y encantada de la vida.

Dudley se levantó con una sonrisa fija pero ya ausente, arrastró los pies hacia un lado y se dejó caer de nuevo junto al taburete, que salió disparado por el suelo desnudo; arremetió contra el borde del teclado al caerse, y George pegó un salto para coger el vaso de cristal tallado que salió volando, y Daphne se abalanzó hacia él, pero sólo consiguió agarrarlo por un codo mientras se desplomaba hacia atrás, con un grito furioso de «¡Cuidado!», como si alguien más estuviese haciendo algo peligroso.

—Oh —volvió a decir Tilda.

Se quedó allí tirado unos segundos, luego se incorporó como el Gálata moribundo, apoyándose en una mano, mirando fijamente al suelo como a punto de perder la paciencia; luego levantó la otra mano, aunque resultaba difícil decir si era para que lo ayudaran o para rechazar esa posible ayuda. Daphne se sorprendió a sí misma jadeando del susto y por pura compasión, pero casi riéndose con una hilaridad infantil.

—No, estoy perfectamente bien —dijo Dudley, y se levantó de un salto con bastante elegancia, al estilo militar que aún conservaba, aunque tambaleándose un momento al ponerse totalmente de pie. Una risa sarcástica por toda la situación encubrió una mueca de dolor. Tenía la pechera y una solapa empapadas de whisky.

—¿Está seguro, amigo? —dijo George.

Dudley no respondió ni lo miró siquiera, en lugar de eso cruzó el vestíbulo con dudosa dignidad, abrió de golpe la puerta y desapareció en el corredor largo, dejando que la puerta se cerrase estrepitosamente a su espalda.

—Salgan afuera —les dijo Daphne a los demás. Siguió a Dudley con su habitual determinación, aunque ya asomaba una nueva sensación de que aquello no era tan sólo una repetición, sino algo mucho peor.

Lo encontró en el aseo, con la cara chorreante increíblemente roja cuando la levantó del lavabo. Le sobresalían las venas de la frente como si lo hubieran estrangulado. Pero cuando se secó la cara y se alisó el pelo se difuminaron, y recuperó un aspecto casi normal. A Daphne se le ocurrieron varios reproches y sugerencias inútiles. Vio que le daba unos toques a su solapa con la toalla mojada y luego la tiraba al suelo, como hacía siempre. Entonces se dio cuenta de que le estaba sonriendo en el espejo, con un momento de duda al captar la mirada de ella, el viejo truco que hacía inconscientemente.

—Dios mío, Duff.

Se volvió y se abalanzó sobre ella, con los dientes húmedos y brillantes; dejó caer el peso de sus brazos sobre sus hombros en vez de rodearla por la cintura, y se puso a besarla sin parar, haciendo presión y explorando como para llegar a un punto concreto; ella no sabía lo que le proporcionaba de aquella forma, si es que le proporcionaba algo; lo único que Daphne obtenía de ello era una complicada serie de molestias, la llamarada amarga de la bebida y los puros en la cara. Llevaba años sin hacer aquello, fue como una pequeña visita violenta de los tiempos en que aún hacían el amor. Él retrocedió, sacudiéndola un poco, alentadoramente, como un viejo amigo; después se apartó cojeando, la cabeza arriba, la cabeza abajo, con el aire abstraído de una nueva misión, los pactos secretos de los locos y los borrachos.

—Vamos, Duffel —le gritó por encima del hombro mientras abría la puerta que daba al vestíbulo. Ella se quedó donde estaba, y observó cómo la puerta volvía a cerrarse sola a su espalda.

—Ah, ¿pero Dudley no viene con nosotros, querida? —le preguntó Eva, cuando salió al camino enlosado.

—No, no puede —respondió Daphne con cierta satisfacción, ciñéndose el echarpe—. Ya sabe que no sale de noche.

—¿Pero nunca? —dijo Eva—. Qué raro en él… —añadió en un tono de desconfianza socarrona; y entonces Daphne se preguntó si Eva habría salido de verdad con Dudley por la noche, aunque le costaba imaginar cuándo.

—No suele hablar de eso, ya sabe, pero es una de sus manías.

—Ah, que es una manía…

—¿Dud no viene? —preguntó Mark, que se había plantado de improviso detrás de ellas, pasándole una mano por la cintura; o, mejor dicho, pasándoles…

—No, querido; ya lo sabe —dijo Daphne; y luego explicó, en beneficio de Eva, y tratando de ignorar por un momento el abrazo bastante intencionado de Mark—. A decir verdad, es una cosa que le ha quedado de la guerra. Seguramente no debería contarles nada… —Y en el camino duro, fijándose dónde ponía los pies en los largos chorros de luz procedentes de las ventanas del salón, que sólo volvían más oscuras las sombras, puso una pequeña mueca de duda—. Ya saben que mataron a un gran amigo suyo en la guerra. Lo mató de un disparo un francotirador, justo a su lado. Lo distinguieron a la luz de la luna, ¿comprenden?, y por eso no soporta la luz de la luna.

—¡Santo Dios! —exclamó Eva.

Daphne se detuvo.

—Oyó el disparo y vio cómo se abría una flor negra en la frente del muchacho, y ya estaba muerto, justo a su lado. —Había estropeado la historia, que Dudley contaba en muy raras ocasiones, con una mano trémula y un nudo en la garganta, y que realmente no le correspondía a ella contar. Sintió el horror, así como la poesía bastante estremecedora de toda la situación, tan intensamente que no sabía muy bien si estaba protegiendo o traicionando a Dudley; parecía que las dos cosas a la vez—. Y luego lo de Cecil, claro.

—¿Pero a él también lo mataron a la luz de la luna? —preguntó Eva.

—Pues no, pero sí un francotirador, va todo ligado —dijo Daphne. La verdad era que costaba recordar con detalle los traumas de otras personas.

Mark las dejó enseguida; lo vio correr agachado tras los setos bajos para tenderles una celada a Tilda y a Flora, que iban caminando juntas entre las cadenas de clemátides iluminadas por la luna. No le apetecía mucho quedarse a solas con Eva; miró alrededor buscando a Revel, a quien oía reírse con George por allí cerca… De todos modos, había que aprovechar la oportunidad.

—Nunca he sabido muy bien… —musitó—, bueno, es que nunca ha comentado nada, claro, qué fue del señor Riley.

—Ay, querida… —dijo Eva con una risa tranquila, echando el humo, divertida a la par que incómoda.

—No quiero ser indiscreta.

—¿Que qué fue del viejo Trev…? No hay mucho que contar.

—Quiero decir, sigue vivo, ¿no?

—Sí, sí, gracias a Dios… Aunque, bueno, ya tiene sus años…

—Comprendo —dijo Daphne. Evidentemente, nadie sabía qué edad tenía la propia Eva—. Pensaba que igual lo habían matado en la guerra.

—Qué va —dijo Eva. Parecía que se andaba con reservas, pero también dejaba entrever cierto entusiasmo. Ninfas de senos desnudos alzaban sus brazos por encima de ellas cuando torcieron, por una especie de acuerdo tácito, por el camino que llevaba al estanque de los peces. No se distinguían los colores, pero a la luz de la luna el jardín parecía a punto de verse invadido por ellos, como si rojos y morados apagados pudiesen revelarse tímidamente entre tanto gris. Daphne se volvió y se quedó mirando la casa, que tenía un aspecto de lo más romántico. La luna iba encendiéndose y deslizándose de ventana en ventana mientras caminaban.

—Entonces, Trevor… —dijo al poco rato— y usted no están divorciados ni nada parecido. —Era astutamente divertido insistir en el asunto, y después de unas cuantas copas uno no se preocupaba tanto por las buenas maneras.

—La verdad es que no —dijo Eva.

Daphne suponía que debía de haberse casado con él por dinero. Se imaginó a Trevor Riley como al dueño de una pequeña fábrica de alguna clase. Tal vez la guerra, lejos de acabar con él, lo había enriquecido. Notó que Eva la cogía del brazo, y que con la otra mano le daba una vuelta más al chal de largos flecos que llevaba al cuello; sintió que los flecos sedosos le rozaban la mejilla al pasar volando. Eva se estremeció un poco y apretó a Daphne contra ella.

—En realidad pienso que el matrimonio suele ser una auténtica lata, ¿usted, no? —dijo.

—Pues la verdad es que no lo sé.

—¿Mmm? —dijo Eva.

—Bueno, yo diría que es algo que a veces hay que sobrellevar como se puede.

—Efectivamente —dijo Eva, con una pizca de humor negro.

—No sé si Trevor le sería infiel —dijo Daphne, y se estremeció ella misma por la intimidad del tema. Siguieron paseando, en aparente camaradería, mientras Eva, quizá, pensaba qué decir. Su bolso de noche, como una diminuta cartera que le colgaba hasta la cadera, iba dando contra ella a cada paso, y la escasa presencia de ropa interior, que tanto había intrigado a Daphne, se podía deducir vagamente por la cálida presión del costado de Eva contra su brazo. No debía de llevar más que una combinación; en realidad no le hacía falta sujetador… De repente parecía vulnerable, menuda y escurridiza con aquella ropa tan fina.

—¿La puedo tentar? —dijo Eva, mientras dejaba caer su mano un segundo contra la cadera de Daphne. La curva nacarada se su pitillera relució como un tesoro a la luz de la luna.

—¡Ah…! Mmm…, bueno, está bien.

La llama aceitosa de su encendedor se alzó de golpe.

—Me apetece verla fumar —dijo Eva, mientras el tabaco crepitaba y resplandecía.

—Empieza a gustarme —dijo Daphne.

—¿Ve? —dijo Eva; y mientras seguían paseando, el ritmo impuesto por la oscuridad más que por cualquier otra cosa, pasó el brazo por la cintura de Daphne en un gesto de compañerismo.

—Será mejor que no nos caigamos al estanque —dijo Daphne, apartándose un poco.

—Me gustaría que me dejase hacerle algo bonito —dijo Eva.

—¿Alguna prenda de vestir, quiere decir?

—Claro.

—Es usted muy amable, pero ni se le ocurra —dijo Daphne. Que reformara la casa era una cosa, pero que la reformara a ella otra muy distinta. Se imaginó el ridículo que haría bajando a cenar ataviada con una de aquellas pequeñas túnicas de Eva.

—¿Se puede saber de dónde saca la mayor parte de su ropa ahora mismo, querida?

Daphne soltó una risa más bien seca entre el humo de su cigarrillo.

—La mayoría de Elliston y Cavell.

Y Eva también se rio.

—Lo siento —dijo, y se acurrucó de nuevo contra ella zalameramente—, pero yo creo que no tiene idea de lo guapa que podría estar.

Ahora se habían parado, y Eva estaba examinándola, en aquel entorno de cuento de hadas, a la luz de la luna, una mano en la cadera de Daphne y la otra, con el cigarrillo encendido, ascendiendo por su antebrazo hacia el hombro, donde el humo le entró de lado en los ojos. Pellizcó el suave tejido de su vestido a la altura de la cintura, donde Daphne había sentido que se posaba su mirada calculadora previamente. En un tono vacilante pero casi despreocupado, Eva dijo:

—Me encantaría que me dejara hacerla feliz.

—Será mejor que volvamos —dijo Daphne, con una intensa sensación de asfixia en la garganta, que no tenía nada que ver con el humo—. Estoy muerta de frío, lo siento muchísimo. —Se apartó de golpe, tirando el cigarrillo al sendero y pisándolo luego. Las luces de la casa transformaban los setos y otros obstáculos que había por el medio en una silueta confusa, pero era difícil retirarse con total dignidad; y la luz de la luna tampoco era tan acogedora como había pensado. Atajó por la hierba y sintió que los tacones se le hundían en la tierra, retrocedió dando traspiés y rodeó un borde extrañamente situado. Era como una prolongación de la borrachera, un curioso simulacro nocturno de saber adónde iba. Pensó que tal vez Eva la seguiría, pero cuando miró por encima del hombro no la vio por ninguna parte; bueno, tenía que andar por allí, entreteniéndose, maquinando, soplando finos hilos de humo en la noche. Daphne llegó hasta las firmes losas del camino junto a la casa, y en el momento en que notó una forma oscura arqueada de lado en el banco, le agarraron la mano al mismo tiempo que oyó una voz que le decía:

—No entre…

—¡Dios mío! ¿Quién es? Ah, Tilda…

—Lo siento, querida. Lo siento…

—Me ha dado un susto de muerte… —Tilda no le soltaba la mano.

—¿A que hace una noche preciosa? —dijo muy animada—. ¿Qué tal está? —Y añadió—: Estoy bastante preocupada por Arthur.

Por un instante, Daphne no supo de quién le estaba hablando.

—Ah, por Stinker, claro… ¿Y por qué, Tilda? —Acabó por sentarse provisionalmente en el borde del banco. Como si estuviera tratando con una niña, dejó de lado el tema tabú de la señora Riley. Vio que Tilda la estaba mirando fijamente, su menuda cara pálida había perdido la alegría de la noche anterior. ¿Le habría afectado la bebida? Con aquella ansiedad, parecía querer investir a Daphne de poderes sobrenaturales.

—¿No lo ha visto? —dijo.

—¿A quién…? —preguntó Daphne—. Ah, a Stinker… ¿No anda por ahí? Seguro que está bien…, querida —dijo, aunque no solía dirigirse a ella es esos términos, del mismo modo que nunca había llamado Arthur a Stinker. Siempre había considerado a Tilda una especie de tía joven, quizá un poco tonta, inofensiva, «suya» de por vida.

—Está muy raro últimamente, ¿no le parece?

—¿Ah, sí? —Hasta donde Daphne podía molestarse en pensar eso, incluso le hubiera gustado que estuviese todavía más raro.

—¿Me habré vuelto loca? ¿Usted cree que puede haberse liado con otra mujer?

—¿Stinker? ¡Claro que no, Tilda! —Era fácil y lícito sonreír—. No, no lo creo, de verdad.

—¡Ah! Pues mejor… —Tilda parecía medio aliviada—. Pensé que usted lo sabría. —Se echó hacia atrás y se quedó mirándola otra vez—. ¿Y por qué no? —preguntó.

Daphne contuvo la risa y dijo:

—Pero si es evidente que Stinker la adora, Tilda. —Y añadió, quizá sin pensárselo tanto—: Además, ¿con quién iba a liarse?

Tilda se rio a medias, pero vaciló.

—Supongo que he pensado que, a lo mejor, como no hemos…, ya sabe… —Y justo en ese momento Daphne vio a Revel salir por el ventanal y dirigirse por el camino con el ceño fruncido hacia donde, evidentemente, había oído voces. Sabía que lo que quería decir Tilda era porque no tenían hijos.

—Venga —dijo Daphne, levantándose, pero ahora agarrando ella de la mano a Tilda para disimular su propia brusquedad. No podía soportar seguir hablando de aquel tema.

—Pues yo me quedaré aquí sentada, esperándolo —dijo Tilda, sin ver lo que estaba sucediendo, todavía a merced del alcohol y de su propia preocupación.

—Como quiera, querida —dijo Daphne, sintiendo que la suerte la liberaba y la reclamaba al mismo tiempo. Casi echó a correr a lo largo del camino.

—Ah, Duffel, querida —dijo Revel, tocándole el brazo mientras volvían a entrar juntos en la casa, y permitiéndose el lujo de sonreír cinco segundos antes de continuar la frase—, vamos arriba a ver cómo duermen los niños.

—Ah —dijo Daphne—, pues sí —como si fuera un fallo suyo no haber sugerido antes aquella distracción. Se quedó mirándolo y soltó una risita un poco triste. Creía que ella no habría podido dormirse, aún estando dos pisos más arriba, con el «Hickory-Dickory Rag». Y se le vino a la cabeza aquel horror, con el piano de verdad; era maravilloso, una bendición, que hubiera conseguido olvidarlo un rato.

—Dudley se ha ido a la cama —dijo Revel, llana y gratamente.

—Ya. —Después del jardín la sala de estar era deslumbrante, y durante su ausencia la habían adecentado perfectamente; todo estaba siempre perfecto—. ¿Estás bebiendo algo? —preguntó.

—Tengo un oporto en cada una —dijo Revel, un poco enigmáticamente.

—Me parece que ya he bebido bastante —dijo Daphne, contemplando la bandeja de botellas, algunas cordiales, otras quizá demasiado familiares, y un par de ellas que más valía evitar. Se sirvió generosamente otra copa de clarete—. ¡Ah, Tilda está ahí fuera! —le explicó a Stinker, que acababa de entrar, tropezando en el umbral del ventanal—. No se han cruzado por los pelos.

Stinker se apoyó en una mesa y se quedó mirándola, pero no se le ocurrió nada que decir en aquel momento.

Ella llevó a Revel por el corredor largo y por las escaleras traseras del lado este. Revel iba tocándola muy suavemente entre los hombros en cada descansillo. Cuando le echó un vistazo a su rostro, vio que tenía una expresión respetuosa, con destellos internos de placer anticipado. Estaba tan excitada que podía ponerse a decir tonterías en cualquier momento.

—Como diría la señora Riley, por algo son escaleras traseras…

—No creo que eso fuera lo que tuviera realmente en mente, ¿no te parece? —dijo Revel tranquilamente, así que se había dado un salto cualitativo: varios asuntos inefables lanzados de repente al aire. A Daphne le latía fuerte el corazón y al mismo tiempo se sentía presa de un extraña languidez flotante, como para contrarrestar y esconder la velocidad de su pulso.

—Tengo que contarle una cosa muy rara que me ha pasado con la señora Riley. Estoy completamente segura de que me estaba cortejando.

Revel soltó una carcajada despreocupada.

—Así que, en definitiva, tiene buen gusto.

A Daphne aquello le pareció un poco simplista, aunque encantador, por supuesto.

—Bueno…

—Y yo que pensaba que había puesto sus ojos en Flo, que tiene un poco pinta de eso, ¿no?

—Pues yo pensaba… —Pero había mucho que explicar, y ahora estaba bajando una doncella del piso de arriba, pero no con un bebé, sino con una botella de agua caliente envuelta en un chal.

—Los niños le tienen tanto cariño… —dijo Daphne en voz alta—, les va a encantar verle —añadió, haciéndole distraídamente una inclinación de cabeza a la criada mientras pasaba a su lado y pensando que eso lo explicaría todo y reafirmaría conmovedoramente su valor como madre tras el tremendo jaleo de abajo—. ¡Si no están dormidos, claro, quiero decir! —Se llevó el dedo índice a los labios y empujó despacio la puerta con un cuidado absurdo. Luego fue como un drama que hubiera luz detrás de ella hasta que entraron los dos y Revel cerró la puerta con un chasquido amortiguado. Una pálida lamparita de noche brillaba en la mesilla y arrojaba largas sombras sobre las camas y las paredes—. No, Wilfie, cariño, sigue durmiendo —dijo. Se quedó mirándolo, insegura, en aquella penumbra viciada; se había movido y había gemido un poco, pero quizá no estuviese despierto… Luego miró a Corinna, junto a la ventana, que no estaba guapa precisamente, echada boca arriba, con la cabeza arqueada sobre la almohada, y roncando como una loca—. Si se viera a sí misma… —murmuró Daphne, burlándose melancólicamente de aquella hija suya tan ceremoniosa.

—Si nos viéramos a nosotros mismos… —dijo Revel—. Quiero decir, creo que si me viera usted…

—Mmm —dijo Daphne, inclinándose hacia atrás, casi buscando con los hombros el cuerpo de Revel, y sintiendo que su mano izquierda le rodeaba suavemente la cintura, confiada pero respetuosa y permaneciendo así sólo un instante—. Mmm…, bueno, ¡pues ahí los tiene! —dijo, apartándose de una manera que pareció un paso de baile, una promesa de reencuentro. Musitó algo con la boca pegada a su copa de vino mientras le daba un trago—. No es que sea un cuadro muy bonito, me temo. —Sintió que se abría ante ella todo un panorama de disculpas triviales; tal vez a Revel no le gustasen los niños. Debía de percibir el olor de orinal, porque a ella le parecía distinguir el pipí amarillo de Wilfie—. Evidentemente su padre nunca sube a verlos…, cuando están dormidos, quiero decir…, bueno, y lo menos posible el resto del tiempo…, ¡cuando están despiertos! Es imposible resultar gracioso a todas horas, día y noche. —Meneó la cabeza y tomó otro sorbo de su copa, y luego se volvió hacia Revel. Revel estaba cogiendo a Roger, el osito marrón de Wilfie, y mirando al animalito con el ceño fruncido y ese aire cordial e inquisitivo de los médicos de familia; después la miró a ella con la misma sonrisa de enfado, como si diera igual lo que dijera. El hecho de que ella hubiera mencionado a Dudley flotaba extrañamente en la penumbra de la habitación del último piso.

Ella rodeó la camita de Wilfrid, posó su copa en la mesilla, se quedó mirándolo atentamente, y luego se sentó pesadamente en el borde de la cama. La cara ancha de Wilfie, una pequeña caricatura suavizada de la de su padre, era todo boca y ojos. Pensó en Dudley besándola hacía poco, en el corredor largo, en todo lo que sabía de él que había que ocultarle a un niño, su niño, echado sin expresión boca arriba, con una mejilla en sombras, y la otra a la luz de la lamparita de noche. No quería pensar en su marido en absoluto, pero su beso seguía allí, en sus labios, importunándola. Se irguió con cuidado y volvió a alisar y a poner derecho el embozo de la sábana de Wilfrid. Dudley tenía una manera de atrapar a la gente, acechaba su conciencia; sus momentos de locura, curiosamente, también formaban parte de su táctica. Y luego, por supuesto, era digno de compasión, una persona herida y traumatizada…, y todo eso. Wilfrid movió bruscamente la cabeza, abrió los párpados, los cerró y giró todo el cuerpo a la derecha con una convulsión repentina; un par de segundos después, volvió a girar de golpe, masculló algo furiosamente y se quedó quieto sobre el mismo lado de antes. Tenía pesadillas que a veces devanaba para ella, descripciones amorfas, cómicamente vehementes, demasiado tediosas como para hacer algo más que fingir escucharlas. Decía que soñaba con el sargento Bronson, a quien Daphne detestaba y del que se sentía un poco celosa. Se inclinó sobre él y lo rodeó con un brazo, como si quisiera tenerlo para ella sola o demostrar que era algo suyo.

—Tío Revel —dijo Wilfrid amistosamente.

—¡Hola, compañero! —susurró Revel, sonriéndole y dejando a Roger a salvo junto a la almohada—. No queríamos despertarte.

Wilfrid le echó una mirada de aprobación incondicional y luego se le cerraron los ojos, tragó saliva y apretó los labios. Mientras los dos lo contemplaban, aquel aspecto de felicidad se le desvaneció despacio de la cara, hasta que volvió a convertirse en una tonta máscara blanda.

—Ya ve cómo lo adora —dijo Daphne, casi con un toque de queja, una risa ahogada. Se quedó mirándolo fijamente por encima de la cabeza del niño. La frialdad sonriente de Revel le hizo preguntarse por un momento, ya más sobria, si estaba jugando con ella. Él se acercó hasta la mesa, cogió la diminuta silla infantil y se sentó en ella con las rodillas levantadas. Para bromear, hizo como si la vida se viviese siempre a aquella escala. Ella lo observó, ligeramente divertida. La luz de la lamparita perfilaba su cara mientras él esbozaba rápidamente un dibujo. Parecía que aún subsistía un último rastro de sonrisa en su irónica concentración. Empleaba los lápices infantiles como si fueran todo lo que un artista pudiera desear, y los dominaba perfectamente. Pero, con un ronquido más fuerte, Corinna se había despertado y ahora estaba incorporada y tosía desinhibidamente.

—Madre, ¿qué pasa? —preguntó.

—Vuélvete a dormir, cielo —respondió Daphne haciéndole un gesto de silencio, cariñoso pero un poco impaciente. La niña tenía el pelo revuelto y húmedo.

—No, madre, ¿qué pasa? —dijo. Costaba saber si estaba enfadada o simplemente confusa por haberse encontrado con aquellas dos inesperadas figuras en la habitación al despertarse.

—Tranquila, cariño, no pasa nada —dijo Daphne—. El tío Revel y yo hemos subido a daros las buenas noches.

—En realidad no es tío nuestro —dijo Corinna; aunque Daphne sintió que aquel no era el único asunto en el que podía dejarla en evidencia. La niña tenía una vena tremendamente crítica; lo que de verdad quería decir era que su madre estaba borracha.

Revel miró por encima del hombro, con el cuerpo medio girado sobre la sillita.

—Estábamos pensando si todavía podríamos ver aquel baile, si lo pedíamos con educación —dijo, lo que en realidad no era muy buena idea.

—No, ya es muy tarde —dijo Corinna—, pero que muy, muy tarde —como si fueran niños que le estuvieran suplicando que les concediera algo especial. Y, levantándose de la cama, atravesó el cuarto con pasos pesados y fue al cuarto de baño. Daphne tenía un ligero temor a que regresara y montara un número que le permitiera decir lo que pensaba… Y ahora, con el ruido, Wilfrid había vuelto a despertarse con una mirada furtiva, como un adulto que fingiera no haberse dormido. Ella observó cómo Revel acababa el dibujo. Se oyó un ruido metálico y el torrente de la cisterna, aún más estruendoso cuando se abrió la puerta. Pero ahora Corinna parecía más equilibrada, más despierta tal vez. Volvió a meterse en la cama con el ligero aire de urbanidad que formaba parte de su personalidad diurna.

—¿Queréis que os lea algo, niños, y luego os volvéis a dormir? —dijo Daphne.

—Sí, por favor —dijo Corinna, acostándose y poniéndose de lado, preparada para la lectura y para el sueño.

Daphne miró junto a la cama de Wilfrid, y luego se levantó para ver qué libros tenía Corinna. Era una lata, pero se quedarían dormidos enseguida.

—¿Estás leyendo La bandeja de plata…? Cómo me gustaba ese libro…, aunque me parece que era bastante mayor que tú…

—Toma, pequeño —dijo Revel, levantándose de la mesa y sosteniendo su dibujo delante de Wilfrid para que le diera la luz. El niño lo sopesó con una supuesta sonrisa, a pesar de que se moría de sueño—. Lo voy a poner aquí, ¿te parece?

—Mmm —dijo Wilfrid. Daphne no lo distinguía muy bien; vio el pico grande de un pájaro.

—Voy por el capítulo ocho —dijo Corinna. ¿Pensaba que ella también se merecía un dibujo? Tal vez al día siguiente se le pudiera pedir a Revel que le hiciera uno, si no le importaba; a lo mejor hasta le hacía un retrato.

—«Conque Lord Pettifer se subió a su carroza» —leyó Daphne con bastante precaución en le penumbra—, «que era toda de oro…, con dos apuestos lacayos de librea escarlata, y un cochero con un gran sombrero de tres pinchos, de tres picos, y el mango…», lo siento, «y el magno escudo de armas de los Pettifer de Morden grabado en las portezuelas. Había comenzado a nevar, muy leve y silenciosamente, y los suaves copos blancos se pasaban, posaban, un momento en las crines de los cuatro corceles negros y en los… penachos dorados de los sombreros de los lacayos»; anda, si todavía me acuerdo de ellos…, ¿cómo se pronuncia?, ¿panaches, del francés…? —Levantó la vista por encima del borde del libro para mirar a Revel, que era como una columna oscura a contraluz, tal vez un poco impaciente ante su actuación. En definitiva, era un hombre de teatro; y leer en voz alta traslucía cuánto se había tenido que beber—. «“¡Regresaré el domingo antes de que anochezca!”, dijo Lord Pettifer. “Les ruego que le digan a Miranda, mi pupila, que se prepare…”». —No tenía muy claro cuánto sentimiento debía de poner en los diálogos, y de hecho en ese momento se oyó un bufido proveniente de la cama de Corinna, y Daphne vio que se le había abierto la boca y ya se había dormido. Observó con optimismo a Wilfrid, que la miraba abiertamente, aunque no podía tener la menor idea de lo que estaba pasando—. Bueno, voy a leer otro poquito, ¿no? —dijo. Y bajando la voz siguió leyendo, saltándose algunos trozos de la maravillosa descripción del viaje de Lord Pettifer hasta Dover en plena nevada, que no había vuelto a leer desde que era niña. Qué situación tan extraña…, en parte no quería leerlo así, distraída por Revel, tropezando con las palabras; pero, de todos modos, continuó por el mero desasosiego que le producía la idea de pararse—. «En la lejanía, vieron las luces de una casa solitaria, adonde ella nunca podría regresar» —leyó Daphne, después de pasar dos páginas de una sola vez y tardando un instante en darse cuenta. Miró a Wilfrid y luego prosiguió, sin enterarse ella tampoco de lo que estaba pasando. Él sonrió distraído, como para decir que ahora tenía sentido y para agradecérselo educadamente, y se apartó de la luz y subió las rodillas bajo la ropa de cama, cosa que ella interpretó como una señal de que parara.

Cuando volvieron al pasillo, la situación era al mismo tiempo más apremiante y más complicada. Le parecía que podía salir mal si no la resolvían deprisa, se marchitaría sobre su tallo en un horrible bochorno de tardanza e indecisión. Pero entonces Revel la rodeó suavemente con los brazos.

—No —susurró—. ¡La niñera…!

—Ah…

—Vamos abajo.

—¿En serio? —dijo Revel—. Si lo prefiere… —Por primera vez, tuvo la sensación de que podía herirlo, podía incrementar su sufrimiento; aunque él se había apresurado a transformar su ceño reticente en una mirada de preocupación por ella.

—Será mejor, sí —dijo, y le besó rápidamente en la mejilla. Lo llevó por el pasillo en forma de L del piso de arriba hasta lo alto de la escalera principal, con aquel inesperado dramatismo, y los grifos o lo que fueran (con sus escudos y globos de cristal en ristre) inclinándose sobre ellos. Daphne pensó: el resplandor de la publicidad.

—Son dragones alados, me parece —dijo mientras bajaban.

—Ah —dijo Revel, como si se lo hubiera preguntado.

Pasaron ante el enorme espejo del descansillo del primer piso, como personajes de una historia, de la luz a la sombra. Creía que ahora estaba más tranquila, pero se puso a cotillear en voz baja:

—Querido, tengo que contarle sin falta lo que ha dicho Tilda Strange-Paget —miró alrededor— sobre Stinker.

—Es verdad —dijo Revel, escuchando a medias, como alguien que va conduciendo.

—No sé muy bien si debería hacerlo. Pero, por lo visto, se ha buscado otra mujer y la tiene por ahí escondida.

Revel se rio entre dientes.

—Pues no sé…, mmm…, dónde la iba a esconder. —Aminoró el paso y se volvió ante la puerta de su cuarto—. ¿Está segura?

—Hasta cierto punto.

—No, quería decir… —Desvió la mirada hacia la puerta. Lo que ella deseaba era muy simple, y de repente se sintió perdida. Tuvo la extraña sensación, casi sobrehumana, de escuchar a su madre respirando en su habitación, y luego le vino una imagen de Clara en la suya, a kilómetros de allí, y otra de Dudley, claro, pero no podía pensar en eso.

—No, aquí no —dijo ella; y, guiándolo aún, doblaron la esquina. Una sola lámpara sobre una mesa iluminaba el camino para los invitados, y cuando abrió la puerta del cuarto de la ropa blanca, arrojó una sombra muy grande, como un ala, sobre el techo—. Entre, por favor. —Lo dijo en un tono solemne, pero también soltó una risita.

Estaba oscuro, que era lo bonito de aquel cuarto, y luego vieron que la claraboya brillaba tenuemente: era la luna, claro, arrojando otras sombras en el pozo de la habitación. Una vez más no había colores, sólo el destello blanco de las altas pilas de sábanas de las estanterías en un reino de grises.

—Desde arriba, se puede salir al tejado —dijo Daphne.

—Pero ahora no —musitó Revel, y cogiéndole la cara entre las manos la besó. Ella se balanceó frente a él un momento antes de rodearlo con los brazos, ciñendo el bulto holgado del esmoquin a su enjuto cuerpo desconocido. Dejó que la besara, como si todavía pudiera dar marcha atrás y aquello fuera una estratagema, y luego con un brusco gemido de aquiescencia empezó a besarlo realmente.

Se besaron una y otra vez, mientras Revel la abrazaba y la acariciaba respetuosamente y una especie de timidez ficticia se iba infiltrando en sus murmullos y sus medias sonrisas entre los distintos besos, como una cadencia que los parodiase. Aun así, era absolutamente encantador, un placer olvidado, estar complaciendo a alguien que solamente pretendía complacerte. Nunca la habían besado dos hombres diferentes en una misma noche; en realidad, sólo la habían besado dos o tres hombres en su vida. El contraste, en algo tan íntimo, era desconcertantemente hermoso. El hecho, por supuesto inexpresado, de que Revel prefiriese besarse con hombres, hacía que resultase aún más halagador, aunque quizá también más irreal. Revel tenía más experiencia que la normal de un hombre en todo aquello, se le notaba en el pícaro brillo de los ojos. Daphne no podía estar segura, ahora que por fin se habían decidido, de que fuera en serio. Pero, si no iba en serio, a lo mejor en eso consistía su encanto, su gracia. Se apartó un momento; en la claridad monocroma de la claraboya acarició el rostro de Revel, su nariz astuta, su frente, sus labios. Él le cogió la mano mientras lo hacía y la besó. Luego volvió a besarla en la mejilla. Era casi extraño que no intentase nada más con ella. Y Daphne se preguntó si habría besado antes a otra mujer. Se imaginaba que, cuando dos hombres se besaban, debía de ser una cosa bastante ruda; no le gustaba mucho pensar en ello. Sabía que debía alentar a Revel sin que se sintiera un incompetente o necesitado de aliento. Era más joven que ella, pero era un hombre. Siguiendo una extraña lógica romántica, deseó ser un hombre también ella para poder complacerle.

—Podemos hacer lo que quieras, ¿sabes? —dijo, y entonces se preguntó, mientras él se reía, dónde se estaría metiendo.