Freda cruzó el vestíbulo y empezó a subir la escalera principal, deteniéndose un momento en cada peldaño alarmantemente encerado y estirando el brazo hacia el pasamanos, que era de estilo isabelino y demasiado ancho para poder agarrarse a él, más parecido a un remate de la pared que a una barandilla. Suponía que a Daphne debía de resultarle agradable tener un escudo de armas; allí estaba, en cada recodo, en las garras de una bestia rampante con un farolillo en la cabeza. Ella también había soñado con eso para su hija al principio, antes de saber lo que sabía. Corley Court era un lugar siniestro; hasta en el refugio de su habitación, el revestimiento de paneles oscuros y la chimenea gótica provocaban la sensación de estar atrapado, el miedo a que de repente te pidieran algo imposible. Cerró la puerta, atravesó la raída extensión de la alfombra carmesí, y se sentó delante de la cómoda, a punto de llorar por aquella desconcertante y desgraciada sensación de alivio por no haberle dicho a Sebastian Stokes ninguna de las cosas que podría haberle dicho, pero que en el fondo ya sabía de antemano que no iba a decirle.
La única carta que le había enseñado, el óbolo de la viuda, lo había llamado, era una tontería sin sentido, una mera carta de agradecimiento. Vio cómo la repasaba con una mirada rápida y cortés, cómo le daba la vuelta a la hoja como si aún pudiera haber algo de interés en la otra cara, pero por supuesto no lo había. Se había sentado allí, como el médico de la familia, había dicho, aunque para ella constituía más bien una figura de una importancia, dureza y ductilidad impresionantes, alguien que hablaba todos los días con Sir Herbert Samuel y el señor Baldwin. Era encantador, pero su encanto era el encanto de la diplomacia, un encanto ideado no sólo para agradar sino para ahorrar tiempo y que se hicieran las cosas; no tenía apenas nada del encanto inconsciente de un amigo de confianza. Se había sentido muy tonta, y la presión de lo que no iba a decirle la había dejado sin palabras con las que entablar una sencilla conversación. Sí le había contado en cambio que Cecil había dejado su cuarto todo revuelto, y le había parecido una mezquindad decir semejante cosa de un poeta y de un héroe condecorado con la Cruz Militar. Había hecho alusión además a su «vitalidad» y las distintas cosas que había roto: óbolos de viuda, de nuevo, quejas patéticas. De lo que no podía ni empezar a hablar era del caos que Cecil había supuesto en las vidas de sus hijos.
Esperó un poco y luego cogió el bolso de mano y lo abrió; dentro había un abultado sobre de papel manila rasgado, que había doblado para ceñir un fajo de cartas… La verdad era que no podía mirarlas otra vez. Debería haberse limitado a destruirlas cuando las encontró, durante la guerra. Pero algo se lo había impedido; ardía una gran hoguera en el exterior con todas las hojas de otoño, salió y la abrió con una horca, descubriendo un corazón rojo y gris que parpadeaba y humeaba, podía haber tirado aquel fajo con un aspecto tan corriente a las llamas sin que nadie lo supiera y sin que le importara a nadie. Era lo que le había dicho a George que había hecho; pero en realidad no había sido capaz. ¿Había sido por respeto o por mera superstición? Se trataba de cartas escritas por un caballero (eso, por sí solo, tenía poco o ningún significado) y por un poeta, lo que les proporcionaba cierto derecho a la inmortalidad, pero eso no la había influenciado necesariamente. Disgustada por su propia confusión sin resolver, sacó el fajo, lo puso sobre la cómoda y se quedó mirándolo. La letra impaciente de Cecil Valance tuvo un extraño efecto en ella incluso ahora; durante un año más había irrumpido en su casa, arrojada por el cartero: cartas a George, luego cartas a Daphne, y aquel maldito poema que ella hubiese preferido que jamás se escribiera. Las cartas a Daphne eran lo bastante maravillosas para volver loca a una muchacha, aunque a Freda no le había gustado su tono, y se había dado cuenta de que a Daphne la habían asustado en la misma medida en que la habían emocionado. Evidentemente, una relación con un hombre seis años mayor que ella le quedaba grande, pero a él también: eran unas cartas tremendamente afectadas en las que parecía culpar a la pobre niña de alguna cosa que en realidad era un fallo de él. Y, aun así, Freda no lo había desanimado; ahora le parecía que a ella también le había quedado demasiado grande aquella historia. Y a lo mejor, quién sabe, todo habría salido bien.
Eran las cartas a George, inmediatamente escondidas, supuestamente destruidas para el resto de la familia, mencionadas apenas de pasada («¡Cess os manda recuerdos!»), las que habían llegado a convertirse en una cosa impensable y, sin embargo, vagamente temida. Allí se habían quedado, en su cuarto, todo el tiempo que George había pasado en el ejército (servicio de «inteligencia», planificación y otros asuntos que no podía contar). Aquellos interminables atardeceres de verano en Dos Acres, a solas con Daphne, vagaba a veces por las habitaciones de los chicos, bajaba sus antiguos libros escolares, doblaba y cepillaba la ropa sin usar, limpiaba los cajones del pequeño buró que había junto a la cama de George, todo aquel desorden infantil, la colección de postales, las cartas… Sin siquiera tocarlas ahora, su mente veía ciertas frases, las veía retorciéndose, compactas como una culebra, en el corazón del atadijo. Pues no iba a volver a leerlas nunca, no había necesidad de pasar por eso. Cartas desde el King’s College de Cambridge, desde Hamburgo y Lübeck en la antigua Alemania de antes de la guerra, desde Milán; cartas, por supuesto, desde aquella misma casa. Volvió a encajarlas bien en el sobre marrón, que se rasgó un poco más y ya estaba casi inservible. Luego se acicaló el pelo, intentó en vano quitarse la cara de preocupación con unos cuantos toques más de polvos, y enfiló de nuevo el largo corredor que llevaba hasta la habitación de Clara.
Clara había pedido que le encendieran la chimenea, y estaba sentada al lado, vestida como si estuviese lista para que la llevasen a algún lado, pero descalza; tenía aquellas piernas que le provocaban tanto dolor enfundadas en unas medias marrones y apoyadas en una abultada pila de cojines.
—¿Ya has tenido tu charla?
—Sí. No era para tanto.
—Mmm, ha sido muy rápida —dijo Clara, en aquel tono a caballo entre la admiración y la crítica al que Freda ya estaba tan acostumbrada.
—Tampoco hay que hacerle perder el tiempo —dijo Freda en un murmullo de impaciencia reprimida—. ¿Han cuidado de ti? —Se movió por la habitación, como si pensase hacerlo ella misma, y luego se acercó, nerviosa, a la ventana—. ¿Te apetecería salir afuera? He investigado un poco, y aún conservan la vieja silla de ruedas de Sir Edwin, si quieres. Te la pueden prestar.
—Ay, no, Freda, muchas gracias.
—Estoy segura de que a ese guapo muchacho escocés le encantaría sacarte de paseo.
—No, no, querida, ¡de verdad!
Si no quería que le dieran un empujoncito, en ningún sentido, no había nada que hacer. Freda sabía que ambas deseaban volver a casa, aunque naturalmente Clara no podía decirlo, y para Freda habría sido una lamentable confesión. Echaba de menos a su hija, y quería a sus nietos, pero las visitas a Corley no solían ser de su agrado. Hasta la hora del cóctel perdía parte de su encanto habitual cuando los propios cócteles tenían un efecto tan alarmante en su anfitrión.
—¿Vamos a oír a Corinna tocando el piano —preguntó Claraantes de irnos?
—Esta noche, creo; Dudley se lo ha prometido.
—Pues en ese caso…
Aquel dormitorio, al final de la casa, daba a un extensión de césped que llegaba hasta el alto muro rojo del jardín de la cocina, tras el cual relucían al sol los caballetes de los invernaderos. Aunque no solía pasear, Freda tenía cierta intención de darse una «caminata» solitaria para aplacar sus emociones, a pesar de que sabía que podía caer en las redes de algún invitado caballeroso. Le daba miedo la señora Riley, y no acababa de encontrarle la gracia al joven Revel Ralph.
—Creo que voy a salir a dar una vuelta, querida —dijo por encima del hombro. Clara soltó una especie de gruñido de preocupación, como si estuviese demasiado ocupada en ponerse cómoda como para asimilar lo que estaba diciendo su amiga—. Por lo visto hay un magnolio digno de ver. —Entonces, provenientes del jardín francés, dos figuras vestidas de marrón se acercaron andando despacio, George con las manos a la espalda y Madeleine con las suyas en los bolsillos de su impermeable. De alguna manera, las manos de ambos parecían estar lejos de cualquier uso recíproco que les pudiesen haber dado, y aunque los dos venían muy entretenidos hablando, George inclinando la cabeza hacia atrás para darles un mayor peso a sus afirmaciones, parecían mucho más un par de colegas que una pareja.
De pie junto a la ventana, Freda se imaginó a sí misma cruzando el césped, y se dio cuenta en un instante de descuido e inspiración de que, teniendo las cartas en su poder, debía devolvérselas a George; a lo mejor ese resultaría ser el auténtico logro de aquella penosa visita. Sería una especie de exorcismo, un demonio expulsado por fin. Su corazón se puso a latir con fuerza por el doble impacto de que se le hubiese ocurrido la idea y presentado la oportunidad, de una forma casi demasiado agobiante, con demasiado poco margen para reflexionar y echarse atrás. Y entonces fue como si viera las cartas arrojadas violentamente al aire, cayendo y volando sobre el césped que los separaba, atrapadas con el pie por una Louisa repentinamente audaz, recuperadas de debajo de los arbustos por un ágil Sebby Stokes. Recordó lo que había sentido siempre, que no se podían dar a conocer; aunque ahora ese sentimiento se vio sutilmente alterado por la momentánea visión de su liberación. Eran las cartas de George, y debería tenerlas él, pero dárselas después de tanto tiempo sería demostrarle que aún seguía vivo algo que seguro que él creía muerto diez años atrás.
—Bueno, voy a salir un rato, querida —repitió.
George y Madeleine habían desaparecido. Probablemente, le podía contar todo aquello a Clara, quien debido a una vida difícil había adquirido una gran sabiduría; pero, en cierta forma, era su sabiduría lo que temía; podía hacer que ella pareciese una idiota en comparación. Seguramente no se lo podía contar a nadie más, puesto que nadie guardaba los secretos de los demás, y Daphne en concreto nunca debería saberlo. Entonces apareció el joven señor Ralph paseando, de charla precisamente con el muchacho escocés, que al parecer lo conducía hacia el jardín cercado por una tapia. Llevaba su cuaderno de dibujo, y a Freda le sorprendió aquella manera relajada y amistosa de caminar juntos; evidentemente eran los dos muy jóvenes, y no cabía duda de que a Revel Ralph se le podía tildar de todo menos de estirado. Desaparecieron por la puerta de la tapia. La sensación de que todos los demás estaban haciendo algo la llenó de inquietud.
De vuelta en su habitación, se puso un sombrero y se aseguró de que las cartas se hallaban a buen recaudo. Era ridículo, pero se habían convertido en un secreto cargado de culpa, ya que en su día habían sido de George. Bajó por una de las escaleras traseras, cosa que seguramente se suponía que no debía hacer, pero prefería cruzarse con una criada que con otro invitado. La escalera llevaba a un sitio denominado la antesala de los caballeros, que daba a la sala de fumadores y a una puerta pequeña que se abría al camino de acceso trasero. Rodeó el extremo de la casa, y luego el extremo del jardín francés, del que ya estaba harta. Tenía intención de pasear por el bosque una media hora, antes del té. Enseguida se encontró bajo la sombra de los árboles, grandes castaños que ya estaban en flor y tilos con relucientes brotecitos verdes. Se echó el sombrero hacia atrás y miró hacia arriba, mareada por los diamantes de cielo incrustados entre las hojas. Luego siguió andando, aún más rápido de lo normal, y al cabo de un rato, pisando ramitas y bellotas de haya, casi sin aliento.
Empezó a pensar que no debía alejarse demasiado, y se fue abriendo camino, medio agachada, por el lindero del bosque hacia el prado del parque. Una larga valla blanca separaba el parque del Terreno Alto, y la fue siguiendo apenas unos segundos, inmersa en el acuciante dilema interno sobre si debía intentar saltarla; primero había que comprobar con mucha naturalidad que no la vería nadie. La valla estaba formada por dos finas barras de hierro (la más alta le llegaba por la cadera) y un poste romo cada par de metros, al que uno se podía agarrar. Probó a remangarse la falda echando otro vistazo alrededor, y luego afianzó rápidamente su zapato de calle en la barra inferior mientras se agarraba con la mano a la más alta, pero en ese mismo instante se dio cuenta de que estaba claro que no podría saltarla, y continuó andando hasta la verja que quedaba más allá, fingiendo, nerviosa, que no tenía una prisa especial.
El Terreno Alto acababa de ser segado, y tan pronto Freda cerró la verja tras ella, vio que las briznas, aún verdes y húmedas, se le pegaban a los zapatos. Y allí estaban de nuevo, George y Mad, cruzando el otro extremo de aquel prado inmenso, que debía de medir más de dos acres él solo. Se dio cuenta de que había caído presa precisamente de lo que esperaba evitar, pero también de que tal vez era inútil intentar evitarlo. Ellos eran muy reservados, siempre charlando, siempre paseando, y Freda tenía la sensación de que a nadie le importaban demasiado; George siempre había sido bastante tímido y poco espontáneo, hasta que Cecil (allí estaba otra vez) había aparecido en escena. Había intentado no mirarlo durante la comida, sabiendo lo que sabía; aquel fin de semana debía de ser especialmente desagradable para él; en cierta forma le sorprendía que hubiese venido. Aunque hubiera amado a Cecil de la forma que fuera… Ahora distinguió el brillo de sus gafas y su peculiar frente calva; ellos se percataron de su presencia e hicieron algún comentario entre ellos, y luego George la saludó con la mano. Ella apuró el paso un momento, pero entonces se lo pensó mejor (los veía tan raras veces) y se detuvo y cogió una pluma negra, con la punta cortada por la segadora; luego se volvió y se fue acercando despacio hasta ellos, con una sonrisa y el ceño fruncido, una torpe mirada de soslayo, y el aire de estar rumiando un comentario divertido.
El caso era que todo aquel asunto de las cartas lo mantenía vivo su propio sentimiento de culpa, latente, prescindible, que no le quitaba el sueño la mayor parte del tiempo, pero que en momentos como aquel teñía todo lo que ella le decía de una llamativa falta de sinceridad. No debería haberlas leído nunca; pero cuando las encontró y sacó de su sobre con una curiosidad deshonesta pero tierna, y leyó aquella primera página tan impactante, se dio cuenta de que no iba a poder parar. Le extrañaba ahora su propia curiosidad siniestra, su necesidad de saber lo peor cuando seguro que hubiera preferido no saber nada. Le lanzó una mirada a George, que sonreía ligeramente a unos cincuenta metros, y lo vio la mañana que se había enfrentado con él: George de uniforme, apesadumbrado por la pérdida de su hermano, luchando en una guerra. El propio dolor de Freda debía de haber desencadenado la situación, haberla legitimado. Y él no había sabido qué hacer, igual que ella: se había enfadado con ella como nunca, eran cartas privadas, no tenía derecho, y al mismo tiempo se había muerto de vergüenza, espantado porque su madre supiera lo que había ocurrido. «Eso fue hace mucho tiempo», dijo (lo que era evidente, ya que Cecil estaba muerto), «se acabó hace siglos». Y luego, antes de que terminara la guerra, se había comprometido con aquella erudita tan aburrida, de modo que ella tenía la sensación, en sus momentos de mayor honestidad y pesar, que lo había condenado a una vida de miseria moral.
—¡Hola, qué tal! —dijo George.
Freda alzó la barbilla y les sonrió.
—¿Disfrutando de su paseo, madre? —le dijo Madeleine.
—Ha sido bastante agradable. —Levantó la vista hacia ellos con ese brillo pícaro en los ojos de un padre eclipsado por sus hijos.
—No sabía que le gustaba pasear —dijo Madeleine, desconfiada.
—Hay muchas cosas que no sabes, querida —le dijo Freda. Y luego recapacitó sobre sus palabras con una pizca de sorpresa.
—¿Ya has tenido tu charla con Sebby? —le preguntó George.
—Sí, sí —respondió ella, sin querer extenderse.
—¿Y qué tal?
—Pues, la verdad, no tenía nada que decir.
George esbozó una sonrisa de labios apretados y miró alrededor hacia el bosque.
—No, supongo que no. —Y luego añadió—: ¿Ya vas a regresar a la casa?
—Me apetece mucho una taza de té.
—Entonces te acompañamos.
Mientras iban andando contemplaban la casa, y a Freda le pareció que cada uno iba pensando en algo que podrían decir sobre ella. La conciencia de todos se centró en eso con un aire de diversión y preocupación latentes, pero durante al menos un minuto ninguno de ellos habló. Freda levantó la vista hacia George y se preguntó si también tendría presente el episodio que estaba minando su aplomo. En los nueve años que habían transcurrido, ninguno de los dos lo había mencionado; su forma de esquivarlo discretamente había ido adquiriendo poco a poco la apariencia de un olvido natural.
—Por cierto, ¿ha visto usted la tumba? —preguntó Madeleine, mientras atravesaban la verja blanca y entraban en el jardín.
—Es que ya la había visto antes —respondió Freda. No le gustaba nada aquel sepulcro, por razones muy sólidas, pero de nuevo bastante inexplicables.
—Una auténtica maravilla, ¿verdad?
—¡Pues sí!
—Estaba pensando en el pobre Huey —dijo George, siguiendo por lo menos en eso el hilo de pensamientos de su madre.
—Ya me imagino…
—Tenemos que ir, querida —dijo George, cogiendo a su madre del brazo con lo que a ella le pareció excesiva indulgencia.
—¿A Francia…?
—Vamos este verano, en las vacaciones.
—Me encantaría —dijo Freda, atrayendo a George hacia sí y mirando luego casi tímidamente a Madeleine. Le parecía un misterio, otra de las grandes omisiones cuyo vacío llenaba su vida, que no hubieran ido todavía.
Los dejó en el vestíbulo, y subió a su habitación de nuevo, casi llorosa, preocupada por Hubert. La verdad era que su muerte debería haber puesto todas las demás preocupaciones en perspectiva. Una pizca de indignación había aligerado el intenso dolor de la pérdida. Sentía que, en algún momento, debería por fin hablar en serio con Louisa sobre Hubert y pedirle que reconociera que lo peor del mundo también le había sucedido a ella. Que Huey no era listo ni guapo, que nunca había conocido a Lytton Strachey ni había escrito un soneto ni trepado a ningún árbol más alto que un manzano…, todo eso se veía obligada a reconocerlo a su vez en cierta forma siempre que intentaba mencionarle su nombre a la madre de Cecil. Se quitó el sombrero, se sentó y se acicaló con bastante brusquedad el pelo.
Sabía que era inútil y cruel envidiarle a Louisa el consuelo de haber estado con Cecil al final, sus contactos aristocráticos al otro lado del Canal que lo habían devuelto a casa, cuando decenas de miles de soldados estaban condenados a permanecer allí hasta el día del Juicio. Daphne decía que esa era la razón de que la anciana dama se resistiera a abandonar la gran mansión: quería estar donde pudiera visitar a su hijo todos los días. Freda recordó a Huey, de vuelta en Dos Acres, durante su último permiso, y se le saltaron las lágrimas y dejó el cepillo y rebuscó en una manga su pañuelo. En las cartas que le habían enviado tras su muerte, le hablaron del bosque donde había caído, tratando de tomar un puesto de ametralladoras oculto en él. El bosque de Ivry. Una y otra vez durante esas semanas se había quedado mirando su modesto paisaje, su propio bosquecillo de abedules, con el sentimiento desgarrador de que Huey nunca iba a volver a poner el pie allí. Casi imposible de comprender, aquel primer día, que ya había sido enterrado en Francia…, con una salva de artillería, decían, y la lectura de un fragmento del Apocalipsis. Ya había desaparecido para siempre, bajo tierra. Y siempre que pensaba en eso y se imaginaba el bosque de Ivry, lo que veía era su propio soto, a falta de nada mejor, extrañamente trasladado al norte de Francia, y a Huey internándose a todo correr en él, bajo el aleatorio fuego de las armas.
Más tarde lo habían vuelto a enterrar, y ella tenía fotografías de su tumba y de la propia inhumación. Un capellán con una sobrepelliz blanca bajo un paraguas, y hombres disparando una salva. Bueno, ahora por fin George (y quizá también Daphne) iba a llevarla a Francia, irían todos, y la vería. Sólo había estado una vez en el extranjero, antes de la guerra, cuando ella y Clara peregrinaron a Bayreuth, dos viudas en el ferry tiznado, los trenes sofocantes con soldados alemanes cantando en el vagón de al lado. La idea de aquella nueva visita, de la decidida aproximación a aquel lugar, le hizo un nudo en la garganta.