6

—Querida: Piccadilly… —dijo la señora Riley—. ¿Con dos ces?

—¡Pues sí! —dijo Daphne.

—Sí, creo que son dos —dijo su madre pasado un momento.

—No soy tonta del todo —dijo la señora Riley—, pero hay un par de palabras… —Trazó una raya audaz bajo la dirección, y sonrió con malicia por lo que había escrito. Nadie sabía en qué consistía la carta, pero la dirección de Piccadilly parecía inventada para despertar su curiosidad. Estaba en la sala matinal, con sus cretonas y sus porcelanas, y un pequeño fuego que iba desapareciendo con la luz del sol. Freda se quedó mirando las pálidas llamas y dijo, tal como Daphne sabía que haría:

—El sol va a apagar el fuego.

La señora Riley encendió un cigarrillo con una pizca de impaciencia.

—¿Lo dice en serio, querida? —preguntó.

—Ríase usted —dijo Freda, y luego añadió—: Al menos eso pienso yo. —Y le sonrió con cierta timidez. Había percibido que a su hija no le gustaba aquella mujer, pero a ella misma no le resultaba nada más que desconcertante.

Daphne dijo afablemente:

—Bueno, tampoco es que lo vayamos a echar mucho de menos, mamá, con el día tan bueno que hace. —Le sonrió a su madre, que estaba sentada con otra carta en el regazo, una antigua, cuyo sobre, medio rasgado en el ya lejano momento de abrirla, estaba apretando y alisando con el pulgar.

—Esto es lo único que tengo —dijo—. Apenas conocía a Cecil.

—Da igual, la verdad —dijo Daphne—. De todas formas, sí lo conocías.

—No sabía que iba a ser un gran poeta.

—Mmm, tampoco estoy muy segura de que alguien opine eso exactamente… —La puerta del fondo daba a la biblioteca, donde Sebby Stokes estaba haciendo sus pequeñas entrevistas sobre Cecil. Creía que Wilkes se encontraba ahora allí, y que Stokes estaría presionándolo en busca de recuerdos y señales precoces de genialidad. Evidentemente, no se podía oír lo que decían, y sin embargo las personas que se encontraban en la sala matinal tenían presente en cierta forma aquella conversación, sentadas como pacientes en una sala de espera, medio pendientes de escuchar los gritos provenientes del quirófano. Freda miró a su hija con un tremendo esfuerzo de concentración.

—Recuerdo un par de cosas sobre él… Vino dos veces a casa, ¿no? Pero sólo tengo esta carta, ya ven.

—Sí, creo que dos.

—Estaba lleno de vitalidad —dijo Freda.

—Bueno, era lógico, ¿no?

Aunque nunca lo habían comentado, Daphne tenía la sensación de que a su madre nunca le había gustado demasiado Cecil. Volvió a verlo, desbordando vitalidad en su casa, agachándose un poco para pasar por aquellos pasillos de vigas bajas. Le habían permitido auténticos lujos en su calidad de poeta y de miembro de la aristocracia; le habían permitido romper cosas, quedarse levantado toda la noche, rendirle culto al alba… Habían hecho lo posible por interpretar sus ridiculeces como virtudes o novedades esclarecedoras. Lo habían acogido como amigo de George, lo cual era una novedad en sí. ¿Freda se habría enterado de las actividades nocturnas en el jardín? Se le pasaban tantas cosas por alto en aquella época, por culpa de las botellas escondidas en el armario y quién sabía en qué otros sitios. Se había emocionado con el poema, y había alentado mucho la relación cuando Cecil empezó a escribir a Daphne; veía que tenía futuro, sin duda; les había permitido verse, cuando Cecil estaba de permiso. Aun así, algo fue mal. Era posible que Cecil hubiera hecho o dicho algo en concreto, algún desaire que Freda nunca pudo comentar ni olvidar; algo que de hecho guardaba muy dentro de sí a juzgar por el ataque de indignación que le causaba siempre… Ahora él no era más que una excusa para ella; Daphne sabía que había venido a pasar el fin de semana para ver a los niños. Pero Freda relajó un poco el ceño.

—Nunca me olvidaré de cuando nos dio aquel recital de noche en el jardín, leyendo a Swinburne, ¿no?, y con una voz…

—Es verdad… ¿Pero era Swinburne? Sé que recitó In Memoriam.

—Ah, pues sí, qué apropiado —dijo Freda, y luego volvió a quedarse mirando sin expresión las finas llamas—. ¿Y no nos leyó sus propias cosas?

—Nos tuvo levantados toda la noche escuchándole —dijo Daphne.

—Estábamos fuera, en el césped, ¿no?, bajo las estrellas… —Daphne creía que no, pero no merecía la pena corregirla. Freda distrajo la mirada por la habitación y también por el exterior, más allá de la señora Riley, por los prados del presente y los árboles del parque que había detrás—. A veces pienso qué distintas habrían sido las cosas si George no hubiese conocido a Cecil —dijo.

—¡Pues sí…! —dijo Daphne, riéndose un poco—. Sí que habrían sido distintas.

—No, querida —dijo Freda—, me refiero a que tenía algunas ideas bastante disparatadas…, no sé…, supongo que eso no se puede decir.

—¿Qué ideas…? —Daphne tuvo la sensación de que sabía en parte lo que quería decir su madre—. Supongo que puedes decir lo que quieras.

Pareció que Freda sopesaba aquel privilegio.

—Desde luego a ti te volvió loca —dijo, en un tono bastante sombrío.

—Era muy joven —dijo Daphne en voz baja, deseando más que nunca que la señora Riley no estuviese ocupando su escritorio, jugueteando con su pluma estilográfica, y presenciando la conversación con aquel aire desencantado y altivo.

—No debía de ser más que una niña, querida —dijo entonces casi pícaramente.

—Pues sí.

—Era muy impresionable —explicó Freda—, ¿verdad, Daphne?

—¡Gracias, madre!

—Y como escribió su poema más famoso para usted, debió de volverse loca de la emoción —dijo la señora Riley, disfrutando con sólo imaginárselo.

—Pues sí, lo hizo —dijo Freda.

—Bueno… —dijo Daphne—, en realidad lo escribió para todos nosotros, ¿no? —Ahora se sentía ligeramente asombrada por todo aquel asunto del poema, por el incómodo recuerdo de lo que en su día había significado para ella. Nunca le habrían permitido guardárselo para ella sola. Aquella mañana supo que era la cosa más preciada que le habían regalado nunca, pero incluso entonces había tenido la sensación de que se lo quitaban. Todo el mundo quería una parte de él. Bueno, pues ya la tenían, que les aprovechase; si intentaba reclamarlo para sí era sólo como una prueba mortificante de su encaprichamiento inicial. A veces interpretaba su papel: cuando la gente descubría la historia y se complacían en ella, aceptaba que había sido una jovencita muy afortunada; pero cuando le era posible, añadía que ya le daba igual. Al cabo de una semana se había enterado por George de que otra gente lo estaba leyendo. Apareció en New Numbers, reescrito en gran medida. Luego, cuando murió Cecil, el propio Churchill lo había citado en el Times. Le había prestado el famoso álbum de autógrafos a Sebby Stokes; estaba un poco grasiento y estropeado, y las otras firmas que venían antes o después parecían encantadoramente convencionales y apropiadas en comparación. Pero el poema en sí mismo…—. Ya forma parte de nuestro lenguaje, ¿no?

—Es un poco como una rima infantil —dijo Freda, cosa que Daphne ya le había oído decir antes.

—Debe de sentirse muy orgullosa —insistió la señora Riley.

—Ya se imagina —dijo Freda.

La señora Riley meneó la cabeza.

—No puedo evitar preguntarme qué pensaría Cecil si nos viese hablando de él así.

—Pues estoy segura de que le encantaría ver que seguía siendo el centro de atención —dijo Daphne.

—¡Cecil estaba encantado de haberse conocido! —dijo Freda—. Ya sabe lo que quiero decir.

La señora Riley miró a su alrededor un segundo antes de decir con bastante malicia:

—¿Su suegra sigue recibiendo mensajes de él, por cierto?

—Ya no —respondió Daphne—. De todas formas, eso no eran más que tonterías…, y una cosa muy triste.

—¿A qué te refieres, querida?

—A nada, madre… A aquella especie de bibliomancia que hacía Louisa, ¿te acuerdas?

—Ah, ya… —dijo Freda con cierta cara de pena—. Qué triste, sí.

—Seguro que eran tonterías —dijo la señora Riley—, pero siempre he pensado que sería divertido probar.

—Pues yo creo que «divertido» no es el término más adecuado —dijo Freda, perpleja.

—Podríamos intentar ponernos en contacto con nuestro querido Cecil —dijo la señora Riley con su desenvoltura habitual. Pero en ese momento se abrió la puerta y entró Sebby Stokes dando una impresión tanto de discreción como de inevitabilidad.

—Mi querida señora Sawle… —dijo, sonriendo y amortiguando su formalidad.

—Vamos allá —dijo Freda, con un estremecimiento cómico mientras cogía el bolso.

Daphne observó a su madre cruzar la habitación, la vio con toda claridad, su gracioso toque de valentía sabiéndose observada, nerviosa pero haciéndolo lo mejor posible, una invitada obediente en casa de su hija. Se encorvó ligeramente al atravesar la puerta para internarse en la biblioteca más amplia, pero más oscura, que había detrás, una pizca de fragilidad, un simulacro de que tenía más de cincuenta y nueve años, un titubeo desorientado ante la grandeza que su hija pretendía ahora dar por sentada. Daphne vio lo que tenía de resistente, capaz y auténtico la madre que conocía de siempre, aquella gran mujer, moralmente grande, a la que tal vez nadie excepto George podía ver; y al mismo tiempo vio lo sensible y vulnerable que era. Ella también era una madre afligida, aunque en la jerarquía del duelo su dolor se pasaba en gran parte por alto. Sebby miró hacia atrás con un gesto de cabeza abstraído mientras cerraba la puerta. El seco ruido del pestillo pareció extrañamente trascendental.

La señora Riley se levantó del escritorio y se acercó hasta ella. Tenía una manera de andar inclinada como si fuera a abalanzarse sobre uno, con un nerviosismo disimulado por su cansina forma de hablar. Pisó la alfombra de la chimenea y sacudió la ceniza sobre el fuego.

—Esto se parece cada vez más a una novela de Agatha Christie —dijo—, con nuestro Sebastian haciendo el papel del astuto Monsieur Poirot.

—Es cierto… —dijo Daphne, levantándose también, y dirigiéndose a la ventana.

—Me preguntó quién lo haría. Creo que yo no…

—Supongo que se acordaría —dijo Daphne, resistiéndose a aquel juego. Fuera, al fondo del prado, Revel estaba sentado en un banco de piedra dibujando la casa.

—¿Cree que al final nos juntará a todos para darnos la solución?

—Más bien lo dudo —respondió Daphne. Había algo encantador en su postura, en su aspecto, aquel aspecto que tenía de ser él mismo una figura en un cuadro, que la hizo sonreír y luego suspirar. Lo había conseguido, aprovechaba el día; estaba allí fuera a la luz del sol de finales de abril, mientras Daphne seguía allí dentro como una niña retenida por algún castigo insignificante. Bajó la vista hacia su escritorio, donde la carta descansaba sobre el papel secante, pero con la pitillera lacada de la señora Riley tapando la dirección.

—Veo que su amigo Revel está haciendo un dibujo —dijo la señora Riley.

—Sí, qué suerte tengo —dijo Daphne, apartándose de la ventana.

—Mmm, desde luego tiene algo… —dijo la señora Riley. Sonrió distraídamente—. Una especie de toque femenino, ¡más femenino, seguramente, que yo!

—Pues no sé…

—Claro que aún es muy joven.

—Tiene razón…

—¿Cuántos años tiene?

—Me parece que veinticuatro —dijo Daphne, un tanto desconcertada, y continuó rápidamente—: Me encanta que esté dibujando la casa. Siempre le ha gustado mucho Corley Court.

—¡Quiere que lo capte en el papel antes de que yo lo tire abajo! —dijo la señora Riley, reconociendo su sentido de la rivalidad con una carcajada y un asomo de rubor, un efecto curioso debajo de tantos polvos blancos—. Bueno, no tiene por qué preocuparse.

—Es que no estoy preocupada —dijo Daphne, con una sonrisita tensa, pero desconcertada. La señora Riley se quedó mirando a Revel con un aire bastante jocoso, así que Daphne esperaba que él no mirase en esa dirección y la viese.

—¿Cómo lo conoció?

Esa era fácil.

—Diseñó la cubierta de La larga galería[9].

—Ah, ¿el libro de su marido, dice? —dijo la señora Riley espontáneamente.

—Se acordará del bonito dibujo de la antigua ventana gótica.

La señora Riley tiró el pitillo y se dejó de zarandajas.

—Si quiere que le diga la verdad, me siento un poco tonta —dijo.

—¿Por…?

—Por no haber conocido a Cecil.

—Pues tampoco es que no haberlo conocido sea de tontos —dijo Daphne con seca indulgencia. Gran parte de su estulticia, pensó, derivaba del hecho de haberlo conocido.

—Bueno… —dijo la señora Riley, hizo una pequeña mueca de renuencia y prosiguió—: ¿Está completamente segura de que no prefiere que me largue ya?

—Por favor…, Eva… —dijo Daphne con la voz entrecortada—, no, no, no —frunciendo el ceño y enrojeciendo, incómoda, a su vez—. ¿Cómo iba a hacer eso?

—¿Está segura? Me siento como un elefante en una cacharrería, como se suele decir. —Daphne se imaginó el elegante cochecito de la señora Riley estampándose contra las verjas de hierro forjado de Corley Court—. No tengo una vena poética. No soy nada dada a la literatura, como usted.

—Pero…

—No, en serio. Siempre está leyendo, la he visto. ¡Pero si está casada con un escritor, por el amor de Dios! Lo único que he leído son novelas de misterio. Me quedé muy sorprendida, ¿sabe? —y volvió a cruzar la habitación en busca de su pitillera—, cuando su marido me pidió que me quedara.

—Bueno… —dijo Daphne torpemente—, yo diría que quería que alguien lo distrajese un poco de toda esta charla sobre su hermano.

—Ah, pues puede ser… —dijo Eva, sin adaptarse inmediatamente a su papel.

—Quiero decir que no podemos pasarnos todo el día hablando de Cecil… ¡Vamos a volvernos locos! ¿Le importa que le coja un cigarrillo?

—Ah, querida, no sabía —dijo Eva, regresando y tendiéndole la pitillera lánguidamente pero con una mirada perspicaz.

—Gracias. —Daphne intentaba que se le pasase rápidamente aquel rubor que revelaba tan claramente sus sentimientos sediciosos y le demostraba a la señora Riley lo inteligente que era su táctica. Encendió una cerilla con torpeza, alejándola de su cuerpo, y la sostuvo para Eva, ocultando sus nervios moviéndola de un lado para otro, abstraída, así que Eva se inclinó y se echó a reír. Cuando ya estaban las dos dando caladas, Eva la miró abiertamente con un toque divertido mientras arrojaba el humo de lado.

—Bueno, me alegro de que todo le parezca bien —dijo. Y luego—: Dígame la verdad, ¿nunca le resulta un poquito deprimente tener a Cecil enterrado ahí al lado? ¿No le apetece a veces olvidarse de toda esta historia? Yo, desde luego, estoy absolutamente harta de la guerra, y creo que mucha gente siente lo mismo.

—Pues a mí me gusta tenerlo aquí —dijo Daphne, sin ser del todo fiel a la verdad, pero al ver, con una pequeña aceleración de su pulso, otra vía diferente por donde canalizar su gran resentimiento contra Eva—. Yo también perdí a un hermano, ¿comprende?, aunque nadie se acuerde nunca.

—No tenía ni idea, querida.

—No, claro, ¿cómo iba a tenerla? —dijo Daphne de mala gana.

—¿Quiere decir en la guerra…?

—Sí, un poco después de Cecil. Pero no se publicó ningún artículo en el Times.

—¿Por qué no me cuenta algo de él?

—Bueno, era un encanto —dijo Daphne. Imaginó a su madre tras las pesadas puertas de roble de la biblioteca, y reservándose toda aquella historia para ella.

Eva se sentó, como para prestar una atención más solemne, y apartó el cojín suelto para hacer sitio a su lado, pero Daphne prefirió permanecer de pie.

—¿Cómo se llamaba?

—Ah… Hubert. Hubert Sawle. Era mi hermano mayor. —Sintió un extraño y espinoso pudor por estar contándole aquello a Eva, pero apenas el grave dolor que, no obstante, esperaba transmitirle. Cuando se acercó a la ventana, le pareció que Revel se había ido; se desanimó un momento, pero volvió a verlo, hablando con George; se les podía ver la cabeza y los hombros mientras se paseaban lentamente entre los setos. Entonces George lo detuvo y se rieron juntos. Le entró cierta desazón a causa de los celos—. Hubert era el pilar fundamental de la familia, dado que mi padre murió joven.

—¿No estaba casado, entonces?

—No, no lo estaba… Pero llegó a intimar mucho con una chica de Hampshire.

—¡Ah…!

Daphne se volvió hacia el interior de la habitación.

—De todas formas, todo quedó en nada.

—Hubo un montón de chicas valientes a las que la guerra dejó en la estacada —dijo Eva en un extraño tono desafiante. Y luego, con un pequeño jadeo—: Espero no haber molestado a su madre por lo que dije antes, ya sabe, sobre entrar en contacto con Cecil… La verdad es que me parece una cosa sin pies ni cabeza, pero evidentemente no sabía lo de su hermano.

—Creo que fue a una sesión una vez, pero no le sirvió de nada.

—Ya, bueno…

Daphne se dio cuenta de que no quería hablarle de la obsesión espiritista de Louisa, que tanto ella como Dudley deploraban, a nadie ajeno a la familia; y ese sentimiento de lealtad se agudizó con la indignación que le produjo el comentario de Eva, aunque al mismo tiempo lo comprendiera perfectamente. Entonces el reloj de mesa dio las tres y media, barriendo todos sus pensamientos.

—¡Pero qué bruto es ese reloj! —dijo Eva, con un tenso meneo de cabeza, como diciendo que ni siquiera Daphne se arrepentiría de deshacerse de él. Luego añadió—: Su marido me leyó ese trozo de su nuevo libro, ¿sabe?, sobre esa famosa especie de bibliomancia. Tiene muchísima gracia, ¿verdad?, cómo lo cuenta… Ha sido eso lo que me la ha traído a la cabeza.

—No me diga… —dijo Daphne, para ganar tiempo, aunque sabía que se le estaba tensando la cara rápidamente por el dolor y la indignación, y que no podía controlarlo—. Me disculpa un momento. —Y se volvió y se dirigió a toda prisa al vestíbulo, donde el reloj de pie marcaba suavemente las horas, y también el reloj del cuarto de estar del otro lado, sin darse por enterados del mortificante revoltijo de sentimientos que la invadían mientras se abalanzaba hacia la puerta principal para salir al porche. Se quedó mirando más allá de la gravilla, a los distintos árboles y la larga cuesta del camino de entrada, hasta el portón interior, con toda aquella tarde azul de Berkshire escondiéndose detrás. Le dio una calada a la colilla del cigarrillo con cierta repugnancia, y luego la aplastó con el tacón en el umbral. No se lo iba a comentar a Dudley, y desde luego no le iba a contar a Eva Riley que nadie había visto una sola palabra de «su nuevo libro», y que a ninguno de ellos le había leído fragmentos tremendamente divertidos de él. Habría sido en alguna ocasión en su «despacho», sin duda, mientras examinaban los planos: una horrible prueba insidiosa de que el cabeza de familia no compartía realmente todos sus escrúpulos con respecto a su lealtad a Louisa y a la propia familia. Se sentía estúpida por su mera nobleza de sentimientos, y mucho más furiosa que herida. Se pasó la mano por el pelo y por el cuello, como si estuviera frente a un espejo, y luego hizo lo que siempre se hacía en Corley: volvió a entrar.

Pareció que Eva se alegraba de verla. Y continuó hablando.

—¿Sabe?, me parece que he tenido mucha suerte al conocer a su marido. —Lo dijo con humildad, pero también en un tono sutilmente posesivo.

—Soy una tonta —dijo Daphne—, pero casi no sé ni cómo se conocieron. —Sabía lo que Dudley le había dicho, evidentemente.

—Pues como yo acondicioné la casa de Bobby Bannister en Surrey, ¿verdad?, él debió de hablarle… a su marido de mí. Me parece que hasta fue suya la idea de que hiciera mejoras en Corley.

Esa era exactamente la versión de Dudley también, aunque la frescura y el descaro de aquellas «mejoras» hicieron reír a Daphne.

—Se ha convertido en una especie de obsesión para Dud; y creo que lo está haciendo fundamentalmente para fastidiar a su madre.

—Espero que sea por algo más que por eso —dijo Eva—. Debo decir que me encanta trabajar aquí. —Y le echó a Daphne una mirada cargada de una dulzura bastante enervante.

—Bueno… —Daphne volvió a acercarse a la ventana para ver hasta dónde habían llegado Revel y George, pero no había señales de ellos. Entonces se oyó el clic de la puerta de la librería, y Daphne se volvió, esperando que alguien estuviera dando paso a su madre entre murmullos tranquilizadores y agradecimientos varios, pero era Sebby solo, con la cabeza ladeada y una media sonrisa de disculpa. Parecía que había hecho salir a Freda por el lado que daba al vestíbulo, lo que la dejó extrañamente desconcertada unos segundos, como si se hubiese desvanecido para siempre.

—Parecía muy preocupada por su amiga —dijo Sebby.

—Ah, sí, me temo que no está nada bien. —Daphne le hizo una insulsa inclinación de cabeza a Eva y entró, y cuando cerró la puerta a su espalda, el chasquido confirmó su sensación previa de aquel proceso: observabas un rato, y luego ya formabas parte de él. Una ligera incomodidad, como si fuera una invitada en su propia casa, distorsionó los primeros momentos entre ellos, pero los superaron con una sonrisa.

—Me siento como un médico —dijo Sebby.

—A la señora Riley le parece un detective —dijo Daphne.

Sebby estaba un poco indeciso, pero seguro de lo que hacía.

—En realidad confío en ser tan sólo un amigo bienintencionado —dijo, y esperó a que Daphne se sentara. Sobre la mesa grande había puesto las publicaciones en las que habían aparecido los poemas de Cecil: una pequeña pila de revistas, antologías: Poesía georgiana, Poetas de Cambridge, y el único libro que había publicado en vida, Vigilia nocturna y otros poemas, con sus blandas cubiertas de papel sobradamente rasgadas y dobladas en las puntas. Otro montón parecía contener cosas manuscritas; allí estaba el álbum de autógrafos que le había entregado esa mañana. Daphne se quedó impresionada, y de nuevo alterada por la evidencia de una clara forma de proceder. Se dio cuenta de que no se había preparado para ello. Y eso era porque no había sido capaz; su mente no conseguía centrarse en ninguna de las cosas que sabía que podría decir, había confiado plenamente en que le vendría la inspiración en cuanto empezaran las preguntas de Sebby. Así que se arrepintió de haber empleado los últimos diez minutos discutiendo con Eva, cuando podía haberlos aprovechado para poner sus pensamientos en orden.

—Discúlpeme un momento —dijo Sebby mientras se volvía hacia la mesa y se ponía a buscar algo en el montón de cosas manuscritas. Daphne entrevió las cartas que ella misma había recibido de Cecil, que también había cedido obedientemente; una vez más, no quería pensar en ellas. Se quedó mirando su espalda encorvada y luego a la larga habitación en penumbra que se extendía tras él. Aunque era una lectora empedernida, tal como Eva había dicho, no le gustaba especialmente pasar por la biblioteca; como el despacho de Dudley, donde nunca entraba, era una parte de la casa que quedaba fuera de su dominio. A veces entraba para coger un libro, una novela de las grandes colecciones en cuero de Trollope o Dickens, o un viejo volumen encuadernado de Punch para que Wilfie averiguara de quién eran las caricaturas, pero no podía quitarse del todo la sensación de ir de visita, como si se tratase de una biblioteca pública con reglas y multas. También como decorado de las ya «famosas» sesiones de bibliomancia de su suegra tenía un aire triste. Seguramente Sebby no sabía nada sobre el tema, pero para ella aquella estancia estaba contaminada por previos intentos de contactar con Cecil; una cosa absurda, claro, tal y como Eva y ella habían reconocido, pero como muchas cosas absurdas un tanto difícil de ignorar.

Sebby se sentó del mismo lado de la mesa que ella, y de nuevo, con una idea muy clara del protocolo a seguir: ella tenía la mitad de años que él, y era una señora con título de nobleza; pero él era mucho más listo, un huésped distinguido que había sido requerido por sus anfitriones para realizar un servicio concreto.

—Espero que esto no sea una molestia para usted —dijo.

—Qué va, en absoluto —dijo Daphne gentilmente, con una sonrisa que expresaba cierto asombro por el hecho de que tal vez pudiera serlo. Se fijó en la propia mirada dubitativa de Sebby.

—Nuestro querido Cecil —dijo— despertaba muchos sentimientos en la mayoría de las personas que se cruzaban en su camino.

—Es verdad…

—Y parece ser, por las cartas que tan generosamente ha compartido conmigo, que usted provocó algo parecido en él.

—Ya lo sé. Tremendo, ¿no? —dijo Daphne.

—Ah… —Sebby se sintió inseguro de nuevo. Se volvió para coger un puñado de cartas. Ella no había sido capaz de releerlas por culpa de un fuerte y complejo sentimiento de vergüenza en relación con todas las cosas que decían sobre ellos dos—. Hay párrafos muy hermosos… Anoche me quedé despierto hasta tarde con ellas en mi cuarto. —Sonrió ligeramente mientras iba pasando las pequeñas hojas dobladas, recreando su propio placer. Daphne se lo imaginó incorporado en aquella cama tan aparatosa de la habitación granate, manipulando aquellos papeles con una mezcla de avidez y remordimiento. Estaba acostumbrado a lidiar con asuntos confidenciales, aunque seguramente lo más habitual no eran las confesiones amorosas de los jóvenes fáciles de excitar. Vaciló, levantó la vista hacia ella y se puso a leer con una expresión afectuosa—: «Supongo que la luna esta noche, querida niña, brilla tan clara en Stanmore como en el huerto de Madame Mollet y en la larga nariz del asistente, que ronca tan fuerte como para despertar al huno del fondo de la habitación. ¿Tú también estás roncando (¿roncas, niña?), o estás acostada pero despierta, pensando en este pobre y sucio Cecil que te queda tan lejos? Le hacen mucha falta las palabras cariñosas de su Daphne y…». —Sebby se interrumpió discretamente ante aquel deslizarse hacia la intimidad—. Delicioso, ¿no?

—Oh, sí… Ya no me acordaba —dijo Daphne volviendo a medias la cabeza para echar un vistazo—. Las de Francia son un poco mejores, ¿verdad?

—Yo las encuentro muy tiernas —dijo Sebby—. También tengo cartas que me envió a mí, un par de ellas…, pero tienen un tono completamente diferente.

—Tenía algo sobre lo que escribir —dijo Daphne.

—Tenía muchísimas cosas sobre las que escribir —dijo Sebby, con una breve sonrisa de caballerosa reprobación. Ojeó unas cuantas cartas más, mientras Daphne se preguntaba si sería capaz de explicar sus sentimientos, aun en el caso de que desease hacerlo; tenía la sensación de que debería entenderlos primero, y aquella charla tan poco natural no iba a contribuir mucho a ello. Lo que sentía entonces y lo que sentía ahora, y lo que sentía ahora sobre lo que sentía entonces: no era nada fácil de explicar. Sebby era un solterón empedernido; lo que intuía sobre el primer amor de una jovencita y sobre el propio Cecil como amante carecería prácticamente de valor. La forma en que Cecil se había enamorado de ella alternaba entre recriminarla a ella y reprochárselo a sí mismo; no tenía mucha gracia, a pesar de su fama de persona alegre. Sin embargo, parecía contento cuando estaba lejos de ella (que era la mayor parte del tiempo), y ella había ido dándose cada vez más cuenta de lo mucho que disfrutaba de las ausencias de las que siempre se andaba lamentando. Cuando llegó la guerra, fue como un regalo de Dios.

—Avíseme si estoy siendo demasiado curioso —dijo Sebby—, pero creo que me ayudará a aclarar mi visión de lo que pudo haber ocurrido. Aquí hay una carta de…, déjeme ver…, junio de 1916. «Dime, Daphne, ¿quieres ser mi viuda?».

—Ah, sí… —Se puso un poco colorada.

—¿Recuerda lo que le contestó?

—Le dije que sí, claro.

—¿Y llegaron a considerarse… comprometidos?

Daphne sonrió y se quedó mirando la alfombra granate casi desconcertada por un momento de haber ido a parar a ese punto de todas formas. ¿Cuál era el estado de una expectativa perdida hacía mucho tiempo? Era incapaz de recuperar alguna imagen que pudiese haber tenido entonces de un futuro con Cecil.

—Que yo recuerde los dos decidimos mantenerlo en secreto. Para Louisa, yo estaba muy lejos de dar el tipo de la siguiente Lady Valance.

Sebby le devolvió la sonrisa de un modo bastante furtivo, ante aquella pequeña ironía.

—Sus cartas a Cecil no han sobrevivido.

—¡Eso espero!

—Tengo la impresión de que Cecil nunca guardaba las cartas que recibía, lo cual es bastante fastidioso.

—¡Le veía venir, Sebby! —dijo Daphne, y se echó a reír para disimular la sorpresa que le produjo su propio tono. No estaba acostumbrado a que le tomaran el pelo, pero no estaba segura de que le importara.

—¡Seguro! —Sebby se levantó a buscar un libro que estaba sobre la mesa—. Bueno, no quiero entretenerla demasiado.

—¡Ah…! Bueno, tampoco me ha entretenido tanto. —A lo mejor al final había hecho que se picara, y pensaba que ella estaba siendo un poco frívola.

—Lo que me gustaría que hiciera —dijo Sebby— es que me escribiese unos párrafos evocando la figura del querido Cecil, tal vez salpicados con un par de anécdotas. Un pequeño memorándum.

—Ya, un memorándum.

—Y luego, si puedo citar parte de las cartas… —Ella vislumbró por primera vez su impaciencia, la lógica impersonal del más halagador de los diplomáticos. Evidentemente, había que recordar que le agobiaban cosas mucho más apremiantes.

—Supongo que no habrá ningún problema.

—Tenía pensado llamarla simplemente la señorita S., si no tiene inconveniente. —Daphne se dio cuenta, tras un breve momento de indignación, de que no lo tenía—. Y ahora le pediría que revisáramos juntos «Dos Acres» por si me puede ayudar a esclarecer algunas cosas, detalles sobre los lugares y demás. No he querido agobiar a su madre.

—Ah, pues como quiera —dijo Daphne, con una confusa sensación de alivio y decepción porque Sebby tampoco hubiera conseguido agobiarla a ella; pero de eso se trataba precisamente, ahora lo tenía claro, y mejor no haber perdido más tiempo: ella no iba a aportar nada en aquella biografía de él; en realidad la editora literaria era Louisa, y aquel fin de semana de «investigación», con toda su tristeza e interés y curiosos aprietos, era una mera charada. Cogió el álbum de autógrafos, cuya seda malva estaba ahora arrugada y manchada por cientos de pulgares sucios, y fue pasando las hojas con delicadeza. Había algo más en aquella historia que le interesaba, sin duda; un hombre ocupado no haría todo aquel esfuerzo sin una motivación realmente personal. Sebby también le había cogido mucho cariño a Cecil. Levantó la vista hacia el borde tallado de la estantería más cercana y la vidriera de colores que quedaba más lejos, como repentinamente abstraída. La claridad de aquel abril que amenazaba con extinguir el fuego de la sala matinal arrojaba sesgadas gotas y manchas de color en la pared y el mármol blanco de la chimenea. Pintaba los ciegos bustos de mármol de Homero y Milton de rosa, turquesa y amarillo. Los colores parecían templarlos y acariciarlos mientras se deslizaban y se extendían. Se imaginó a Cecil tal como había sido en su último permiso; tenía la sensación de que, cuando se había encontrado con él aquella cálida noche de verano, venía de cenar con Sebby. Bueno, pues Sebby nunca iba a saber lo de su encuentro. Porque ahora tenía que conseguir algo más adecuado, algo que ya le aburriese por haber sido escrito previamente; sólo tenía que dar con ello y repetirlo.