Al acabar de comer George se escabulló del comedor y se encaminó hacia un aseo lejano, disfrutando de la perspectiva de cuatro o cinco minutos en soledad. Ya estaba asfixiado con el tema de Cecil y con la idea de pasar veinticuatro horas más dedicadas a su brillantez, valentía y encanto. Menudas cosas se habían puesto a decir todos. Sólo en ciertos monasterios o escuelas para señoritas la conversación en las comidas debía atenerse tanto a un guión establecido de antemano. El General lanzaba un tema al aire, y los demás se lo disputaban con mucho cuidado, con Sebastian Stokes ejerciendo de árbitro; hasta habían conseguido cortar de raíz el sarcasmo de Dudley. George había coincidido una vez con Stokes en Cambridge, cuando fueron todos a dar una vuelta en batea y Cecil entusiasmó claramente a su invitado con su señorial manera de lanzar y clavar la pértiga de la embarcación mientras recitaba de vez en cuando algún soneto. Por lo visto Stokes no recordaba que George había formado parte del grupo, y George no se lo recordó cuando la conversación derivó hacia su época en Cambridge. Se sentía indiscutiblemente incómodo, y bebió varias copas de champán con la esperanza de que lo relajaran, pero sólo lo dejaron aturdido y agobiado, mientras que el propio comedor, con su llamativa decoración, sus espejos y sus dorados, le pareció más horrible que nunca, como un fúnebre recinto ferial. Evidentemente, había que ser condescendiente con los muertos y cancelar sus deudas; uno los perdonaba en la misma medida que los lloraba; y Cecil había sido extremadamente listo y atrevido, y había roto muchos corazones en su corta vida. Pero, desde luego, sólo Louisa podía querer un nuevo monumento conmemorativo…, ¿diez años después de su fallecimiento? Allí estaban todos, aferrados sumisamente a sus aportaciones. Un olor deprimente, a falsa devoción y obediente represión, parecía alzarse de la mesa y flotar como un tufo a repollo en las cúpulas en forma de molde de gelatina del techo.
Cuando cruzaba el vestíbulo, Wilkes abrió de un empujón la puerta de debajo de las escaleras, con el aspecto sorprendido, por una fracción de segundo, de un hombre con vida propia.
—¡Ah, señor…! —dijo Wilkes, volviéndose para sujetar la puerta, recuperada de inmediato su benignidad de siempre como un ligero rubor.
—Muchas gracias, Wilkes —dijo George. Y ya que lo tenía delante, añadió—: Espero que se encuentre bien.
—Muy bien, gracias, señor; muy bien, sí —como si la preocupación de George hubiera contribuido a ello.
—Me alegro mucho.
—Confío en que usted también esté bien, señor; y la señora Sawle…
—Pues sí, los dos terriblemente ocupados y cargados de trabajo, ya sabe, pero bastante bien, gracias.
Tanto George como Wilkes sujetaban la puerta, mientras Wilkes lo miraba con su habitual y halagadora falta de impaciencia, de cualquier impresión de que un momento antes se dirigía a alguna otra parte a toda prisa.
—Me alegro de verle de vuelta en Corley, señor.
Aunque a George le chocó que aquella misma frase aparentemente inocua traslucía la maestría de Wilkes para el comentario moral implícito.
Frunció el ceño y dijo:
—No venimos tanto como nos gustaría.
—Seguramente no les es muy cómodo —admitió Wilkes, dejando caer la mano.
—No mucho, la verdad —dijo George.
—Sé que Lady Valance está especialmente encantada con que hayan venido, señor.
—Ah…
—Me refiero a Lady Valance madre en concreto, señor… ¡Aunque seguro que su hermana también!
—Bueno, es lo menos que puedo hacer por ella —dijo George con la suficiente convicción, le pareció.
—Dado que usted y el capitán Valance eran tan amigos.
—Pues sí —dijo George rápidamente y con bastante sequedad para disimular su rubor incipiente—. Aunque…, Santo Dios, parece que ya hace siglos, Wilkes. —Le echó un vistazo general al vestíbulo, con una especie de asombro desganado por el hecho de que aún siguiese allí, las ventanas con sus blasones, las sillas repulidas en las que nadie soñaría sentarse, el enorme lienzo marrón de un valle de las Highlands con ganado de cuernos largos un poco metido en el agua. Recordaba haberse quedado contemplando aquel cuadro en su primera visita, y al padre de Cecil explicándole que era «un cuadro muy bueno» y qué clase de ganado era aquel. Cecil estaba detrás de él, sin llegar a tocarle, un calor latente; había dicho algo: «Es una manada de MacArthur, ¿no, papá?»; su interés igual de refinado y confiado que su falsedad; el viejo había asentido y se habían ido comer, la mano de Cecil posándose un momento en el hueco de la espalda de su invitado—. Evidentemente, me acuerdo muy bien de todo —dijo George, exagerando incluso un poco por su azoramiento—. Siempre me acuerdo de ese cuadro escocés. —El cuadro en sí mismo difícilmente podría haber sido más anodino, pero era elocuente en otro sentido; aquel ganado bebiendo casi parecía encarnar la ingenua ignorancia de Sir Edwin con respecto a la vida que llevaba su hijo.
—Sí, claro, señor —dijo Wilkes, para demostrar que también significaba algo, seguro que bastante diferente, para él—. Sir Edwin apreciaba enormemente El lago de Galber. Solía decir que lo prefería al Rafael.
—Sí… —dijo George, dudando si las cejas de Wilkes, levantadas en un gesto de evocación amable, admitían la opinión general sobre el Rafael—. Estaba pensando, Wilkes, que el señor Stokes debería hablar un poco con usted sobre Cecil mientras esté aquí.
—Nadie ha insinuado tal cosa, señor.
—¿En serio? Pues probablemente usted lo conocía mejor que nadie.
—Es verdad, señor, en ciertos aspectos así fue —dijo Wilkes con aparente modestia, y con algo más mientras vacilaba un poco: una vaga visión de todas las personas que albergaban la ilusión de «conocer» a Cecil mejor que nadie.
—Lady Valance dejó claro durante el almuerzo que quiere un retrato completo de sus años de infancia —dijo George con una pizca de afectación—. Guarda un poema que él escribió cuando sólo tenía tres años, creo…
El rostro sonrosado y solícito de Wilkes asimiló la idea de aquella nueva clase de servicio, el cual, evidentemente, iba a ser muy delicado.
—Desde luego tengo numerosos recuerdos —dijo, bastante dubitativo.
—Ya sabe que Cecil siempre hablaba de usted con la mayor… admiración —dijo George, y luego añadió la palabra que acababa de evitar— y el mayor afecto, Wilkes.
Wilkes murmuró algo en señal de agradecimiento sin mucha convicción, y George miró hacia abajo un momento antes de decir:
—En mi opinión deberíamos contarle al señor Stokes todo lo que sepamos; a él le corresponde decidir qué detalles debe incluir en su biografía.
—Estoy seguro de que no hay nada que no me complazca contarle al señor Stokes —dijo Wilkes, con una cordialidad rayana en el reproche.
—Ya, ya —dijo George—, no me cabe duda… —Y volvió a sentirse un poco azorado por aquel respetuoso rodeo en torno a una verdad inefable—. ¡Pero no le entretengo más! —Y con un resoplido y una pequeña inclinación, que pareció imitar inconscientemente al propio mayordomo y le hizo volver a sonrojarse, cruzó la puerta, que cerró suavemente a su espalda y avanzó por el largo corredor.
Le producía una sensación extraña aquel pasillo. Lo recorrió con el derecho propio de un invitado, un adulto un poco ebrio que se sentía libre de hacer lo que le apeteciera, pero se quedó enseguida sin aliento al despertarse de nuevo los sentimientos de su primera visita, trece años antes. Nada había cambiado: la escasa luz natural, el olor a cera de los colegios, la larga hilera de cuadros de toros y vacas casi rectangulares. Estaba consternado por haberse puesto tan colorado tan pronto. Se preguntaba, preocupado, si Wilkes, que era ayuda de cámara en aquellos tiempos y había sido muy atento y servicial con él, y a quien en cierto modo siempre había tenido a su lado, habría presenciado, aunque ahora él no se acordase, otras escenas. ¿Había entrado y salido en silencio, sin que nadie lo notara? ¿No eran de hecho parte de las obligaciones de un buen ayuda de cámara espiar, leer cartas, rastrear las papeleras, lo mejor posible para conocer los pensamientos de su señor y anticiparse a sus necesidades? ¿Aumentaría o disminuiría eso el respeto por su señor? ¿No decía un escritor de aforismos francés que los grandes hombres raramente les parecían grandes a sus ayudas de cámara? Y era allí, al doblar la esquina, donde Cecil lo había agarrado para besarlo durante sus primeros minutos en Corley, mientras le enseñaba dónde se podía lavar las manos. Lo había besado a su arrogante manera, con una pizca de agresividad. A George el corazón le dio un vuelco y se le aceleró un momento al recordarlo. El beso, junto con la tensión de la llegada a una mansión en el campo y su vivo deseo de impresionar y engañar a los padres de Cecil, habían hecho que George se volviera de repente loco de preocupación. Había forcejeado con Cecil, que estaba orgulloso de su fuerza. El guardarropa estaba atiborrado de abrigos, como si hubiera una reunión o un concierto en la puerta de al lado, y Cecil lo metió a la fuerza entre ellos, sacando un largo impermeable rígido de su percha; se les cayó encima lentamente y le puso una especie de cómico punto final al asunto, pero sólo de momento.
Tras los abrigos estaban la caoba y los mármoles sombríos del cuarto de baño, y luego el tercer cuarto, con su cisterna encumbrada y su ventana alta, como la de una cárcel. George cerró la puerta con una reavivada sensación de refugio; y luego, con un jadeo de confusión por el hecho de que el hombre del que se estaba escondiendo llevara años muerto.
De vuelta por el pasillo vio la gracia de evitar al grupo un rato más, y decidió visitar la capilla y contemplar la efigie de Cecil. Cuando se celebró la boda de Daphne y Dudley, la tumba aún no estaba acabada y sólo era una caja de ladrillo que uno tenía que dejar a derecha o izquierda. A decir verdad, había evitado mirarla. Parecía que en el hecho de que se casaran sobre el cadáver de Cecil se escondía una broma de muy mal gusto. Ahora no había nadie en el vestíbulo, ningún sonido de voces, rodeó la monstruosa mesa de roble y penetró en la galería acristalada, mitad claustro, mitad invernadero, que abarcaba un lado de la casa, hasta la puerta de la capilla. También allí todo seguía igual, viejo y anticuado, desordenado y banal, esperando sin duda la mano implacable de la señora Riley. Costaba imaginar que sólo tenía cincuenta años de antigüedad, menos que su propia madre. Parecía sumido en la costumbre y la historia. Plintos góticos sostenían macetones de flores de piedra; tres candelabros de latón, toscamente adaptados a la electricidad, colgaban justo por encima de la cabeza; las baldosas del suelo formaban un dibujo geométrico en carmesí y ocre. George tuvo la sensación de que la oscura puerta de roble de la capilla surgía amenazadora, emplazando y desalentando al visitante con la misma mirada negra de antaño. Agarró la fría argolla, el pestillo saltó en el interior con un chasquido, y volvió a ver a Cecil empujándolo hacia dentro aquella primera tarde, mirando de reojo por encima del hombro por si alguien los seguía («Este agujero tan tétrico es la capilla familiar») y sujetándolo con fuerza por la parte superior del brazo. George había echado un vistazo alrededor, confuso y nervioso, intentando contener su pasmo ante la necesaria muestra de desprecio a la religión, sintiendo sin embargo que Cecil esperaría alguna señal de admiración por la existencia de una capilla. Seguro que a los dos les emocionaba bastante. La capilla era alta para su discreto tamaño, y el techo de madera sombrío; y las vidrieras que obstaculizaban el paso de la luz daban al lugar, por la tarde, la atmósfera del momento posterior al crepúsculo. Los objetos claros brillaban tenuemente, pero los demás, mosaicos y tapices, seguían sumidos en la oscuridad hasta que los ojos se adaptaban.
Y entonces lo que vio, entre las sombras grises, fue la figura blanca de Cecil, tendida a lo largo, que parecía flotar por encima del suelo. El sol había desaparecido hacía tiempo del cristal de colores de la ventana este, y la luz que quedaba, oblicua y matizada, parecía concentrarse toda en Cecil. Sus pies apuntaban en sentido contrario, hacia el altar. Era como si la capilla hubiese sido construida para él.
George empujó la puerta, sin cerrarla del todo, y se quedó junto al extremo del primer banco, con una expresión seria y una ligerísima sensación de temor. Estaba a solas de nuevo con su antiguo camarada, casi como si hubiese entrado en el pabellón de un hospital en vez de en una capilla y le diese miedo despertarlo, con cierta esperanza de encontrarlo dormido y escabullirse luego, pero habiendo mantenido su palabra. Era un tipo de visita que había hecho muchas veces durante la guerra, y también después, temiendo ver lo que le había ocurrido a un compañero, temiendo incluso que el horror se reflejase en su propia cara. Aquí, más que a desinfectante, había un olor malsano a lirios de Pascua.
—Hola, Cecil, viejo amigo —dijo afablemente sin gritar mucho, con un eco apagado, y luego se rio para sí en el silencio que siguió. No tendrían que mantener una conversación incómoda. Escuchó el silencio, el silencio de la capilla, con su tenue penumbra de sonidos marginados: el canto de los pájaros, el traqueteo intermitente de la segadora lejana, un suave golpeteo que consistía más en su propio pulso en los oídos que en el viento en el tejado.
Cecil yacía con su uniforme de gala, esculpido con todo lujo de detalles. El escultor había centrado su atención en las divisas de los puños, las estrellas cuadradas de capitán, la fina flor cuadrada de la Cruz Militar. Los botones brillaban tenuemente a su extraña y nueva luz, latón transmutado en mármol. ¿De quién se trataba…? George se encorvó para leer su nombre, que estaba elegantemente grabado en el borde de la almohada: «Profesor Farinelli»; elegante y también un poco pedante. La efigie descansaba sobre un arca blanca sin adornos, con una inscripción menos legible, gótica y trenzada, que la rodeaba por completo formando una larga banda: CECIL TEUCER VALANCE CM CAPITÁN 6.º BATALLÓN REAL REGIMIENTO BERKSHIRE NACIDO 13 ABRIL 1891 CAÍDO EN MARICOURT 1 JULIO 1916 CRAS INGENS ITERABIMUS AEQUOR. Era una obra de arte absolutamente magistral; de hecho, admirablemente adecuada. A George le impresionó, igual que la propia capilla aquel primer día, como una declaración discretamente aplastante de riqueza y estatus, de saber hacer. Parecía situar a Cecil en una especie de cortejo flotante de caballeros y nobles que se remontaban a través de los siglos hasta las cruzadas. George los entrevió un momento como barcos relucientes en miles de capillas e iglesias por todo el país. Agarró las punteras de las botas de mármol de Cecil e intentó doblarlas de mal humor; pero fueron sus manos las que se doblaron, las botas no lo harían por toda le eternidad. Luego fue bordeando el túmulo para contemplar el rostro del muerto.
Su primer pensamiento educado fue que debía de haberse olvidado del aspecto de Cecil en los más de diez años desde que había estado con él vivo en una habitación. Pero no, claro…, la larga nariz curvada…, los pómulos acusados…, la boca decidida; era de eso ciertamente de lo que se acordaba. Por supuesto, los ojos un tanto bulbosos estaban cerrados y el cabello cortado al estilo militar, como debía de haberlo llevado después, aplastado hacia atrás con la raya al medio. La nariz había sido ampliada de alguna forma matemática. La cabeza entera tenía un aspecto idealizado que rayaba con lo convencional; simplificaba el original, sin duda, hasta llegar a un acuerdo aceptable entre las añoranzas de los padres y los límites de la habilidad del artista. El Profesor nunca había puesto los ojos en Cecil; debía de haber trabajado a partir de fotografías, escogidas por Louisa, que sólo contaban su propia verdad. A Cecil se le había fotografiado mucho, y seguramente también descrito mucho; era alguien que exigía una descripción, cosa bastante rara, teniendo en cuenta que la mayoría de la gente se pasaba la vida sin que se escribiese una sola palabra sobre su aspecto. Y, sin embargo, todas esas descripciones eran en cierta forma fracasos, igual que aquella efigie resplandeciente… Así que George se quedó pensativo un rato, observando los rasgos relamidos, las diminutas almohadillas rayadas de los ojos cerrados que en tiempos le habían penetrado con la intensidad de su mirada, pensando ya en las frases que emplearía cuando hablase con Louisa del tema, mientras intentaba mantener a raya otra tristeza inesperada; no por haber perdido a Cecil, sino porque una aspiración personal suya reavivada por el día y el lugar, una especie de oportunidad oculta de volver a verlo, le hubiese sido negada sin demora alguna.
De todos modos, decidió quedarse un ratito sentado en el banco de al lado; no sabía muy bien por qué, pero cuando se sentó apoyó la frente en la mano levantada, se inclinó ligeramente hacia delante y se puso a rezar de una manera vaga, en gran parte desprovista de palabras, una oración de imágenes y reproches. Levantó la vista a la misma altura que la figura durmiente de Cecil: la nariz obstinada apuntando hacia el techo, el lugar común del cuerpo vestido de militar, para el que tal vez hubiera posado algún modelo no muy distinto a Cecil, ni un enano ni un gigante, pero tampoco parecido a Cecil en nada concreto. Y empezaron a venirle imágenes del auténtico Cecil: desnudo y chorreante en las orillas del Cam, o correteando por la parte trasera de los colleges con los estruendosos tacos de sus botas y sus calzones de rugby, blancos e inexpugnables antes del partido, sucios y ensangrentados después. Eran imágenes hermosas, pero vagas también, a fuerza de retocarlas una y otra vez. Tenía otras, más mágicas y privadas, imágenes menos vistas que sentidas, recuerdos que guardaban sus manos, el calor de Cecil, la espeluznante belleza de su piel, de su cintura húmeda por debajo de la camisa y el rastro de vello rizoso que se internaba hacia abajo. Los dedos orantes de George se extendieron solos, intentando acariciar sus recuerdos. Y luego, claro, el célebre… el célebre membrum virile, escondido para siempre bajo la túnica de mármol, pero en su día tan insistentemente vivo y alerta… Cómo le gustaba a Cecil divagar sobre él…, con tanta ceremonia y formalidad que cualquiera habría pensado que se trataba de la Carta Magna por su forma de hablar. No tenía ningún sentido pero era innegable incluso ahora, así que a George se le subieron los colores a la cara y pensó en Madeleine como en una especie de remedio, aunque parecía que la cosa no funcionaba así; de hecho no parecía funcionar en absoluto.
George volvió a bajar la cabeza, extrañado más bien por aquella indagación en antiguos sentimientos. Era tremendo que Cecil estuviera muerto, había sido un ser admirable en muchos sentidos, y quién sabía lo que podría haber hecho por la poesía inglesa de no haber desaparecido. Aun así, la cruda verdad era que pasaban meses sin que pensase en él. Si Cecil hubiera sobrevivido, se habría casado, habría heredado, habría engendrado hijos sin parar. Habría sido curioso encontrarse en la madurez junto al fuego de algún cuarto de estar con Sir Cecil, obviando y repudiando su alocado pasado sodomita. ¿Constituía incluso un pasado? Sólo habían sido unos meses, un momento. Y entonces tal vez habría habido otro momento, en el estudio una noche, que Cecil ocuparía ahora a buen seguro, como lo había hecho su padre, una entrega instintiva a la antigua pasión, George calvo y profesoral, ¿Cecil demacrado y con cicatrices? ¿La pasión podía sobrevivir a esos cambios? La escena era indiscutiblemente fantástica. ¿Se quitaría las gafas? Quizá Cecil también llevase gafas entonces, un monóculo que se cayese entre los dos mientras aproximaban los labios. Sólo los hombres jóvenes se besaban, y tampoco demasiado a menudo. Vio el rostro encantador y perturbador de Revel Ralph, y se imaginó a sí mismo en la misma tensa proximidad con él; y de repente el corazón le dio una especie de vuelco que casi había olvidado.
Se oyó el agudo gemido de la puerta sobres sus goznes y entró Sebby Stokes con su plácido aire oficial, y el destello del cuello alto y blanco y la cabeza plateada. Empujó la puerta hasta casi cerrarla, tal como había hecho George, y se internó en la capilla, pensando en un primer momento (era evidente) que estaba solo; y para George, semioculto por el sepulcro, la expresión de su cara, al haberlo cogido desprevenido, tuvo un extraño interés, casi cómico. Stokes seguro que sentía la ligera pero desacostumbrada emoción de su inminente encuentro con Cecil. George percibió con mayor claridad algo femenino y nervioso en su andar y su forma de mirar; pero también había algo en el rictus de la boca, su ceño de aprobación…, algo duro e impaciente, que no se vislumbraba en absoluto en la infinita diplomacia de su trato social. George se levantó bruscamente y se divirtió con su sobresalto y su simpática manera de recuperar la compostura, a pesar de que durante un rato quedó flotando en el aire un vestigio de irritación.
—¡Ah, señor Sawle…! Me ha asustado.
—Usted a mí también —dijo George, devolviéndole la pelota.
—¡Ah! Pues mis disculpas entonces… —Stokes rodeó la tumba con una expresión más firme, franca pero respetuosa, así que ya no se podía saber lo que pensaba—. Una excelente obra de arte, ¿no le parece? ¿Puedo llamarle George? Parece que es lo que se lleva aquí, ¡y no quiero parecer anticuado!
—Cómo no… —dijo George—. Me encantaría. —Y luego se preguntó si debía llamar Sebby a Stokes, lo que parecía un injustificado salto cualitativo en la intimidad con un hombre mucho mayor que él y tan extrañamente (casi sorprendentemente) distinguido.
—Desde luego, no está nada mal el parecido —dijo Stokes—. Me temo que no suelen conseguir captarlo cuando no los han conocido personalmente. He visto intentonas con unos resultados realmente penosos.
—Sí… —dijo George por pura cortesía, pero sintiéndose, ya que sacaban el tema, más crítico y con más derecho a opinar—. Naturalmente, no lo vi en sus últimos tiempos —reconoció—. Pero no tengo la sensación de habérmelo encontrado aquí. —Pasó los dedos pensativamente por el brazo de Cecil, y se quedó mirando un momento, abstraído, las manos de mármol, que reposaban ociosas sobre su estómago cubierto con la túnica, casi tocándose, las manos de una persona dormida. Eran pequeñas y pulcras, en cierta forma estilizadas y cuadradas, siguiendo claramente el estilo del Profesor. Eran las manos de un caballero, o incluso de un niño grande, unas manos apenas empleadas en trabajar. Pero no eran las manos de Cecil Valance, alpinista, remero y seductor. Si la impecable cabeza de capitán era una buena aproximación, sus manos eran una impostura—. Y desde luego las manos no están nada bien.
—¿Ah, no? —dijo Stokes con una ansiedad momentánea; y luego, con cierta reticencia, dejando en el aire la sensación de distintos grados de intimidad con el muerto—: Es verdad, me parece que tiene razón.
—¿Pero cuándo lo vio usted por última vez?
—Ah…, pues… —Stokes se quedó mirándolo—: Debió de ser… diez días antes de que lo mataran.
—Pues ahí lo tiene…
—Le concedieron un permiso con el que no contaba, ¿sabe?, y yo le invité a cenar en mi club. —Stokes dijo aquello en un tono práctico y natural, pero estaba claro que la invitación había supuesto algo muy importante para él.
—¿Y cómo estaba?
—Ah, estaba magníficamente. Cecil siempre estaba así. —Stokes le sonrió un instante a la figura de mármol, que desde luego parecía reforzar aquel punto de vista. George sintió, como le había sucedido con Wilkes, que las palabras de aquel hombre mayor censuraban ligeramente una supuesta improcedencia de las suyas—. Por supuesto, la primera vez que lo vi fue en una batea —dijo Stokes, mientras el pulso de George se aceleraba ante aquella oportunidad de descubrir algo nuevo, un pequeño episodio divertido.
—Fue usted a Cambridge… —dijo en un tono neutro, con la serena sensación de que se le escapaba la oportunidad. Habían ido cuatro o cinco en batea, Ragley y Willard sin duda, ambos fallecidos ya, y alguien más a quien George no conseguía visualizar. Él había centrado su atención, como Sebby evidentemente, en la figura que sostenía la pértiga sobre la popa.
—El hijo de Lady Blanchard, Peter, me había pedido que me acercara a conocer a Cecil y a varios poetas nuevos más.
—Es verdad… —dijo George—. Claro, Peter Blanchard…
—Peter Blanchard estaba fascinado con Cecil.
—Sí, es cierto… —dijo George, apartando la vista, desconcertado al pensar, después de tantos años, lo celoso que había estado de Blanchard. Los terribles tormentos de aquella época, el centelleo de las togas en las escaleras, los rostros que se vislumbraban en cuanto se echaban las cortinas, le parecían ahora como supersticiones lejanas. ¿Qué podían significar semejantes emociones al cabo de tanto tiempo, y cuando ya habían muerto quienes habían sido objeto de ellas? Stokes le echó una mirada rápida y ambigua, pero prosiguió de buen humor.
—No consigo acordarme de todos. Había un joven que no decía nada y que se encargaba de mantener frío el champán.
—¿Tenía las botellas metidas en el agua, sujetas con cordeles? —preguntó George, sintiéndose tremendamente estúpido, tanto en retrospectiva como en aquel preciso momento. Las botellas solían chocar contra el casco con cada tirón de la barca hacia delante; al soltar el alambre los corchos salían disparados a los sauces que colgaban por encima.
—Exactamente —respondió Stokes—, exactamente. Hacía un día espléndido. Nunca me olvidaré de Cecil leyendo…, no, leyendo no, recitando sus poemas. Parecía que se los sabía de memoria, ¿verdad?, así que le salían como si estuviera hablando, pero con una voz diferente, la voz del poeta. Era realmente impresionante. Recitó «Ay, no me sonrías», ¡aunque era difícil no hacerlo, claro!
—Eso seguro —dijo George, ruborizándose de golpe y apartando la cara. Se quedó mirando el altar con los ojos entornados, más allá de su barandilla de latón abrillantado, como si hubiera descubierto algo interesante. ¿Estaba condenado a enrojecer como un faro durante todo el fin de semana?
—¿Pero usted nunca formó parte de aquel grupo de poetas?
—¿Qué…? Ah, no; jamás escribí una línea —dijo George por encima del hombro.
—Ah… —murmuró Stokes detrás de él—. Pero tiene usted la satisfacción de haber inspirado, o provocado, o dado pie de la manera que fuera al que tal vez sea su poema más famoso.
George se volvió; estaban atrapados en aquel espacio entre el sepulcro y el altar. La observación era rebuscadamente cordial, pero él la afrontó de nuevo con todo cuidado.
—Ah, si se refiere a «Dos Acres» —dijo—, evidentemente lo escribió para mi hermana.
Stokes le sonrió primero a él vagamente, y luego al suelo. Era como si un velo de delicadeza hubiese oscurecido el tema.
—Desde luego tengo que preguntarle a Lady Valance, a Daphne, sobre eso cuando hablemos esta tarde. ¿No se reconoce usted en esos versos? ¿Cómo eran? «Me pregunto si habrá algún hombre más culto / que ese hombre que habita en Stanmore».
George se rio con cautela.
—Culpable… —dijo, aunque sabía que «culto» no había sido el epíteto que Cecil había elegido en primera instancia—. Ya sabe que lo escribió primero en el álbum de autógrafos de Daphne.
—Lo tengo —dijo Stokes, con la concisión que se escondía detrás de su delicadeza; y después añadió—: Debió de sentir que le habían dado mucho más de lo que había pedido. —Y, sorprendentemente, soltó una carcajada.
—Sí, es larguísimo… —dijo George. Ya estaba harto del poema, aunque todavía se sintiese fatigosamente satisfecho de su conexión con él: aburrido e incómodo por su fama, y por lo tanto divertido porque contuviese un secreto, y tristemente reconfortado por el hecho de que no se pudiese contar. Había partes inéditas, impublicables, que le había leído Cecil, seguramente perdidas para siempre. El idilio inglés tenía sus párrafos secretos, priápicas figuras entre los árboles y los arbustos—. Bueno, Daphne le puede contar la historia —dijo, con su habitual repudio por ella.
—Pero es evidente que usted y Cecil fueron… amigos íntimos —dijo Stokes con el mayor tacto posible, siendo el tacto una prolongación de su solidaridad con respecto a la pérdida que había sufrido George, claro, pero insinuando otro tipo de solidaridad más sutil, que no era tan bien acogida.
—Ah, durante un tiempo fuimos excelentes amigos.
—¿Recuerda cómo se conocieron?
—Pues, la verdad, no estoy seguro.
—Supongo que en el college…
—Cecil era todo un personaje en el college. Era todo un halago que se interesara por ti. Creo que yo había ganado…, bueno, uno de aquellos premios de ensayo. Y Cecil tenía mucho interés en los historiadores jóvenes.
—Ya me imagino —dijo Stokes, tal vez con una chispa de malicia en los ojos por el tono de George.
—En realidad, no puedo hablar de ello —dijo George, y vio que el asomo de sonrisa de Stokes se congelaba por su curiosidad reprimida—. De todos modos…, debe de haber oído hablar de la Sociedad, me imagino.
—Ah, ya, la Sociedad…
—Cecil era mi padre. —Era sorprendente, y útil, cómo una serie de secretos encajaban dentro de otros.
—Ya… —dijo Stokes de nuevo, con el habitual dejo burlón de un hombre de Oxford sobre las costumbres de Cambridge. Aun así, el intercambio de chismes esotéricos era su especialidad, y su rostro se suavizó una vez más, convirtiéndose rápidamente en un proyector de insinuaciones y alusiones—. Así que él…
—Me escogió…, me propuso como miembro —dijo George secamente, como si aquello ya fuera irse de la lengua.
Stokes sonrió ladinamente.
—¿Y continúa acudiendo?
—Así que sabe lo de la Sociedad, a lo mejor lo sabe todo el mundo.
—Ni mucho menos, creo yo.
George se encogió de hombros.
—No he vuelto en años. Estoy extremadamente ocupado con el departamento en Birmingham. No se imagina lo atado que me tiene. —Percibió su propio tono forzado, y le pareció que Stokes también lo notaba y lo asimilaba, pero sin darse por enterado. Prosiguió con una carcajada—. La verdad es que he dejado Cambridge atrás.
—Bueno, a lo mejor un día le reclaman.
Por lo visto Stokes hablaba desde su posición en aquel mundo de escaso poder, de comités y consejeros, y George sonrió y musitó ante su cumplido:
—A lo mejor, quién sabe…
—¿Y qué ha sido de sus cartas, por cierto?
—Pues recibí muchas cartas suyas —respondió George con un suspiro, y continuó en los propios términos de Stokes—: Cartas realmente magníficas… Pero me temo que se perdieron cuando nos fuimos de Dos Acres. Por lo menos nunca han aparecido.
—Qué pena —dijo Stokes con mucha franqueza, como dando a entender una vaga sospecha—. Mis propias cartas de Cecil, sólo un puñado, ¿sabe?, son maravillosas…, y muy alegres. Incluso al final conservó ese espíritu. Voy a poner algunos bonitos ejemplos en el libro, por supuesto.
—Eso espero.
—Y claro está que si se encontraran las suyas…
—Ah —dijo George, soltando una carcajada para encubrir su vértigo momentáneo. ¿Se escribiría alguna vez una carta así, de un hombre a otro hombre? Cómo se pondría el mundo a gritar su condena si me leyera por encima del hombro, a pesar de que en ella todo es tan natural y cierto como la propia primavera. Pasó junto a Stokes para mirar la tumba otra vez y pensó que podía preguntar de una manera práctica—: ¿Supongo que usted es su albacea literario?
—Sí —respondió Stokes, y percibiendo quizá algo más en aquella pregunta, añadió—: No es que él me nombrara, si he de serle totalmente sincero, pero hice una promesa de que cuidaría de su legado. —George vio que no podía preguntar si la promesa se la había hecho a Cecil en persona o era meramente un deber que Stokes se había impuesto a sí mismo.
—Bueno, por lo menos en eso ha tenido mucha suerte.
—Tiene que haber alguien que…
—Mmm, pero alguien con criterio. Las publicaciones póstumas no siempre mejoran la reputación de un escritor. —Adoptó un tono sincero, casi académico—. ¿Cómo calificaría usted a Cecil Valance en cuanto poeta?
—Ah… —Stokes lo miró y luego miró a Cecil, que ahora parecía producirle cierta inhibición, su nariz de mármol alerta ante cualquier deslealtad—. Pues creo que nadie pondría en duda —dijo—, ¿no le parece?, que varios…, o mejor dicho una cantidad considerable, de los poemas de Cecil, en especial tal vez las canciones…, un par de los poemas de las trincheras, sin duda…, «Dos Acres», por supuesto, más ligero pero evidentemente lleno de encanto…, seguirán leyéndose mientras existan lectores con buen oído para la música del inglés y buen ojo para las cosas inglesas…
Aquella apología tan larga pareció evaporarse en sus últimas frases. George le echó un vistazo a la figura caballeresca de Cecil y dijo benévolamente:
—Me pregunto si la gente no está empezando a hartarse de la guerra.
—Pues yo no creo que ya se haya dicho todo sobre ella —dijo Stokes.
—En eso tiene razón —dijo George—. Además, gran parte del trabajo de Cecil es de antes de la guerra.
—En efecto…, pero estará de acuerdo en que la guerra lo hizo famoso, cuando Churchill citó aquellos versos de «Dos Acres» en el Times, Cecil ya se había convertido en un poeta de la guerra… —Stokes se sentó en el extremo del primer banco, como para suavizar el estricto aire de debate, y también para dejar claro que tenía tiempo para ello.
—Y sin embargo —dijo George, como ya había hecho tantas veces, con una insistencia de profesor— «Dos Acres» fue escrito un año antes de que estallara la guerra.
—Sí… —dijo Stokes, con cara como de comité—. Es cierto. Pero nuestros poetas y nuestros artistas ¿no suelen tener una vena profética? —Sonrió a modo de concesión—. O más que eso, una especie de presciencia, la capacidad de intuir los grandes acontecimientos inevitables ante los que la mayoría de nosotros somos ciegos y sordos.
—Puede ser —dijo George, receloso ante aquellas afirmaciones tan contundentes que, en su opinión, descalabraban gran parte de lo que se tenía por crítica literaria—. Pero a ese respecto yo diría dos cosas. Estará de acuerdo, sin duda, en que todos hablábamos de la guerra mucho antes de que estallara. No hacía falta tener un don profético para saber lo que estaba pasando, aunque Cecil, desde luego, que había ido a Hamburgo y a Berlín, y había estado navegando por la costa frisia, estaba al tanto de todo. Y lo segundo es que seguro que sabrá que Cecil añadió ese pequeño fragmento de «Dos Acres» cuando se publicó en New Numbers.
—¿Se refiere a «El galgo en sus correrías, / el halcón sobre la loma»?
—«Van acechando a su presa, / como a Inglaterra su fin» —dijo George, contento por poder rematar la cita, aunque no le gustaran los versos en sí—. Lo que, evidentemente, no tiene nada que ver con la casa de Dos Acres, a pesar de que convierta «Dos Acres» en un poema de guerra de un estilo bastante deprimente, a mi modo de ver.
—Desde luego altera el poema —dijo Stokes con mayor indulgencia.
—Para nosotros fue un poco como encontrar un arsenal en el fondo del jardín… Pero seguramente usted no lo encuentre tan mal. Yo soy historiador, no crítico.
—No sé si hay mucha diferencia.
—Quiero decir que no soy un lector de poesía contemporánea. No estoy al día, como usted.
—Bueno, lo intento —dijo Stokes—. Reconozco que en este momento hay poetas en activo a los que no entiendo del todo… Algunos de los norteamericanos, quizá…
—Pero está al tanto de lo que hacen —le aseguró George.
Pareció que Stokes se lo pensaba.
—Creo que sigo más a aquellos a quienes puedo ayudar —dijo en un tono a la vez magnánimo y menesteroso.
—Y ahora…
—Y ahora…, pues ahora debería reunir todo el legado de Valance —dijo Stokes, poniéndose de pie con el aire de alguien que llega tarde al trabajo.
—¿Pero hay muchas cosas?
Stokes hizo una pausa como considerando si hacerle una confidencia más.
—Va a ser un libro bastante largo.
—¿Muchas cosas nuevas…?
Un pequeño respingo.
—Digamos que una buena cantidad de antiguas.
—Mmm, ¿se refiere a los desahogos de la infancia?
Sebby Stokes miró alrededor, con su aire casi cómico de sinceridad y prudencia simultáneas.
—Pues sí, a los desahogos de la infancia, tal como tan acertadamente ha dicho usted.
—¿Y no se puede prescindir de ellos?
—¡Están todos dirigidos a su «mamá»!
—Ya…
—Una pena…
—En cierta forma, conmovedor, ¿no?
—Conmovedor, desde luego. Eso sí.
George soltó una risita triste.
—Y luego los poemas de Marlborough, supongo.
—Ahí la perspectiva se vuelve mucho más brillante. Ya conocemos algunos de los poemas del colegio por Vigilia nocturna, claro, pero voy a espulgar la Marlburian[8] con sumo cuidado.
—Pero insisto…, ¿hay algo posterior que no conozcamos?
Stokes lo miró fijamente, incluso de una forma suplicante durante un segundo…
—Si sabe de algo…
—Como ya le he dicho, prácticamente habíamos perdido el contacto.
—Ya… El caso es que hay una cosa que me tiene un poco preocupado. —Stokes le echó una mirada a la tumba—. La última vez que vi a Cecil aquella noche en Londres, me enseñó un puñado de nuevos poemas, algunos inacabados. Después de cenar volvimos a mi piso, y me estuvo leyendo en voz alta una media hora más o menos. Fue impresionante, tanto por la situación en sí como, en cierto modo, por su manera de leer: muy serena y… pensativa. Era una voz nueva…, se diría que una voz tan personal como poética, si entiende lo que quiero decir. Me quedé conmovido y afectado. —Stokes tuvo un momento de brusquedad al reavivarse aquellas emociones.
George se imaginó la escena con una sensación de indulgencia por el Cecil que Stokes nunca había conocido, el nudista, el sátiro, el fornicador; y también con una pizca de envidia: el piso de soltero, Cecil en uniforme, la turbadora brevedad del permiso de un soldado, el lujo de poder hablar de poesía junto a un fuego de chimenea.
—¿Y sobre qué versaban los poemas?
—Pues eran poemas de guerra, poemas sobre sus hombres y la vida de trincheras. Eran muy… sinceros —dijo Stokes con franqueza pero sin darle importancia, escrutando brevemente el rostro de George.
—Mmm, me gustaría verlos. —(No, el fuego de chimenea era absurdo, algún recuerdo suyo…; aquel encuentro debía de haber sido en junio, las ventanas abiertas a la noche de Londres).
Stokes asintió impaciente.
—Y a mí también…
—Ah, ¿pero no se los dejó?
—Me dijo que me los mandaría —dijo Stokes con cierta petulancia, y luego con un resuello de aceptación añadió—: Pero evidentemente regresó a Francia sin que se le presentara la oportunidad de hacerlo.
—Tenía otras cosas en mente —dijo George.
—No me cabe duda… —dijo Stokes, que claramente no necesitaba ninguna lección.
—¿Y esos poemas no se encontraban entre sus pertenencias? —George tuvo la sensación de que aquel lapsus debilitaba la formidable eficiencia de Stokes.
Stokes negó con la cabeza y levantó la vista rápidamente, casi a escondidas, al oír el quejido de la puerta detrás de ellos.
—En cualquier caso… ¡aquí está su esposa!
George se volvió y vio cómo Madeleine se adentraba con precaución en la penumbra. Levantó una mano para tranquilizarla y gritó:
—¡Hola, Mad! —Y los ecos resonaron de nuevo.
—Ah, estáis ahí —dijo Madeleine. Avanzó, acostumbrando los ojos a la oscuridad y quizá también a algo más que reinaba en el ambiente—. ¿Estáis rezando o conspirando?
—Ninguna de las dos cosas —respondió George.
—Las dos —respondió Stokes.
—Estábamos en íntima comunión con Cecil —dijo George.
—Pues yo también he venido a ver a Cecil —dijo Madeleine con su característico tono de voz, con su presunto toque de humor. George había visto cómo la gente la observaba, tratando de comprenderlo. Los dos hombres se quedaron callados y a la expectativa mientras ella se acercaba a la efigie y la inspeccionaba, con su sólido interés de erudita y su fría inmunidad a toda emoción estética—. ¿Se le parece? —preguntó.
—Precisamente —dijo Stokes— al final no hemos sido capaces de llegar a una conclusión, ¿verdad, George? ¿Es Cecil o, por así decirlo, cualquier otra persona? —Adoptó cierto aire ladino, como si estuviera burlándose de Madeleine, que George captó perfectamente y rechazó de plano.
—Por desgracia, a mí no me parece él. —Madeleine se quedó junto a la parte superior del sepulcro, con el aspecto adusto de una enfermera jefe. Imposible adivinar cuántas cosas sabía, o incluso saber cuántas adivinaba—. ¿No era más corpulento? —preguntó.
—Pues… puede ser… —dijo George, acercándose para ponerse frente a ella al otro lado del cuerpo, con un deseo claro y poco sincero de mostrarse abierto, informal y crítico si era necesario—. Pero no es eso.
—¿Y más musculoso? —dijo Madeleine, dejando entrever tal vez lo que le habían animado a creer del héroe muerto.
George permaneció de pie con las cejas levantadas, meneando ligeramente la cabeza.
—¿Cómo te lo podría explicar? Simplemente, estaba más vivo…
—Ah, ya —dijo Madeleine, y le echó una rápida mirada de desconcierto—. ¿Os ha servido de algo la conversación?
—Su marido se ha mostrado discretamente comunicativo —dijo Stokes—. Aunque tengo la impresión de que aún no he terminado de hablar con él.
—Sebastian tiene mucho trabajo por delante —dijo George, y se rio.
Stokes inclinó respetuosamente la cabeza con humor cortés.
—Cierto, y tengo que ponerme ya; he prometido que iba a hacerle unas preguntas a su querida madre… —Y salió, volviendo a tensar ligeramente la cara ante la perspectiva de más trabajo y nuevas conjeturas.
George levantó la vista hacia su mujer, y luego la bajó de nuevo hacia Cecil, que de algún modo parecía haberse convertido en una prueba, ambigua pero irreductible, tendida entre los dos. Tuvo una sensación casi física al cambiar de tema mientras se apartaba y decía:
—El viejo Valance se ha portado bastante bien, ¿sabes?, por lo menos hasta ahora.
Madeleine esbozó una sonrisa tensa.
—Hasta ahora. Pero sólo llevamos aquí tres horas.
—Supongo que será bastante desesperante para él que vuelva a armarse todo este jaleo por Cecil otra vez.
—No sé por qué —dijo Madeleine, que tendía a llevar la contraria.
—Uno se imagina todos los aniversarios sucediéndose unos a otros eternamente.
—Dudley Valance es un hombre muy raro. Me parece penoso que esté celoso después de tanto tiempo.
—El trauma de la guerra, claro.
—Pero cualquiera diría que para él no fue tan mala como para Cecil. Louisa acaba de contarme lo de su muerte, y que fueron a Francia para verlo.
—Sí, aguantó varios días, ¿verdad? —George pensó que «Caído en Maricourt» era una fórmula sonora más que la estricta y confusa verdad.
—Consiguieron autorización para repatriar su cuerpo. Digo «consiguieron», pero tengo la impresión de que fue cosa de Louisa.
—No la llaman el General por casualidad.
—Es natural que quisieran ver a su hijo —dijo Madeleine con imparcialidad.
—Pues claro, cariño.
—Aunque inmediatamente uno se para a pensar en los miles de padres que no pudieron hacerlo.
—Muy cierto. Mi querida madre, por ejemplo.
—Pues ahí lo tienes —dijo Madeleine, como si estuviese en desacuerdo aunque estuviese de acuerdo; era su manera de tratarse, su extraña intimidad, aunque cargada ahora de una mayor ansiedad—. Lo trajeron aquí, y lo pusieron en su propio cuarto, mirando al amanecer.
—Dios mío… ¿Cómo? ¿En el féretro? —George apretó los labios reprimiendo una risita horrorizada.
—No me ha quedado claro —dijo Madeleine.
—No… ¿Dónde le alcanzaron exactamente?
—No iba a preguntar eso, ¿no te parece? Supongo que debía de estar bastante desfigurado.
George se dio cuenta de que había sido capaz de evitar esas preguntas hasta entonces; y también tuvo la sensación de que Madeleine había elegido ese momento para plantearlas.
—Creo que nunca me has contado —dijo— cómo te enteraste de la noticia.
—¿Ah, no, Mad…? —George entornó los ojos y se quedó mirando al suelo con el ceño fruncido. Sus pensamientos recorrían las diagonales, los rombos rojos más grandes de las baldosas. Bueno, le había hecho una pregunta y debía contestarle—. Recuerdo muy bien un par de cosas. Yo estaba en Marston, claro, recuerdo que hacía mucho calor, y todo el mundo estaba agotado y nervioso por lo que estaba pasando en Francia. Entonces, después de cenar, me avisaron de que me llamaban por teléfono. En cuanto vi que era Daphne, casi me mareo del susto por si le había pasado algo a Hubert, y cuando supe que era a Cecil…, es horrible pero recuerdo que la noticia se compensó con una especie de alivio repentino. —Le echó una mirada a su mujer—. Recuerdo que dije sin pensarlo: «¡Pero Huey está bien!», y que la querida Daph me dijo, bastante enfadada, ya te imaginas: «¿Qué? Sí, Huey está bien», y luego sus palabras exactas fueron: «Es estupendo que sea Cecil el muerto»…, y después soltó una especie de aullido por el teléfono, un sonido muy especial que nunca le había oído y que nunca le he vuelto a oír. —El propio George, mirando a Madeleine, soltó una extraña risotada. Ella le devolvió la mirada, mostrando en su rostro pensativo carente de expresión que tenía más preguntas—. «Estupendo que Cecil sea el muerto» —repitió George en voz baja en un tono de rememoración placentera. Bueno, jamás olvidaría esas palabras, ni aquella expresión de dolor repentina y salvaje tan alarmante en alguien tan cercano como una hermana. Incluso entonces se había resistido a ellas, a su súbita apelación a algo compartido pero nunca expresado hasta el momento. En realidad, más que la mayoría de las muertes de aquel verano, la muerte de Cecil le había parecido a la vez casi imposible y pasmosamente probable. Al cabo de una semana más o menos la había considerado inevitable.