Después de desayunar al día siguiente, Daphne se presentó en el cuarto de los niños cuando la señora Copeland estaba preparando a los niños para salir a dar un paseo.
—No, Wilfrid, con esos pantalones blancos no, te vas a llenar de barro.
—Madre, vamos a ir hasta la granja de los Pritchett —dijo Corinna con una mueca de estoicismo mientras la señora Copeland le ponía una diadema en el pelo.
—No se preocupe, Nanny —dijo Daphne—. Ya me encargo yo de ellos. Han venido los fotógrafos.
—¿De veras, señora? —dijo la niñera con una sonrisa entusiasta y una pizca de resentimiento, examinando a los niños con más atención—. ¿Vamos a volver a salir en la prensa, entonces?
—Sí, todos. —Daphne quería añadir «menos usted», pero se conformó con—: Creo que en el Sketch.
La señora Copeland tiró del pelo de Corinna un poco más fuerte.
—La hermana que tengo en Londres me mandó la fotografía de Sir Dudley que salió en el Daily Mail.
—¡Desgraciadamente, hoy en día la publicidad forma parte de ser un escritor de éxito! —dijo Daphne—. No, déjate esos pantalones puestos, cielo; sólo nos vamos a sentar en el jardín.
Wilfrid tuvo el valor de ponerle mala cara un momento, pero luego se dio la vuelta y fue hasta la ventana como si acabara de recordar algo del exterior.
—A Wilfrid le han prometido que iba a ver el nuevo potro —dijo Corinna con voz de pena casi de broma— y los pollitos de la incubadora. —Pero ella misma se contagió curiosamente de aquella pena, y cuando se oyó un llanto junto a la ventana también comenzó a desmoronarse, lo que en su caso era peor por la pérdida de estatus. No hizo mucho ruido, pero se ocupó del bolso de viaje de su muñeca con la cara hinchada metiendo a la fuerza el quitasol y el diminuto jersey rojo.
—Ah, ¿vas a llevar a Mavis, cariño? —preguntó Daphne. Corinna asintió enérgicamente con la cabeza, pero no se atrevió a hablar.
—¡Vaya por Dios! —dijo la niñera con aire de suficiencia.
—Eh, Wilfie, no llores —dijo Daphne al mismo tiempo que se imaginaba al nuevo potro acariciando con el hocico a su madre, para luego salir corriendo con los nervios propios de una libertad inédita; pero se contuvo—: No querrás salir en los periódicos con esos churretones en la cara, ¿verdad?
—No quiero salir en los periódicos —dijo Wilfrid en un tono de tragedia, todavía de espaldas. Una vez más, Daphne entendió la lógica de su hijo, pero le dijo:
—Pero qué cosas dices, cielo… Vas a ser famoso. Vas a salir al lado del perro Bonzo, imagínate. Por toda Inglaterra la gente se va a preguntar… —en ese momento se acercó corriendo a él y lo cogió en brazos con un gemido y tambaleándose un poco por el peso de aquella criatura de seis años— ¿quién será este niñito con tanta suerte?
Pero pareció que a Wilfrid aquella idea le parecía aún más angustiosa que perderse el paseo por el barro.
Fuera, entre los setos laberínticos y las comas de césped del jardín de flores, Daphne lo vio animarse y olvidarse tal vez de todo. Al poco rato la pena que arrastraba dio un salto cualitativo, hubo un atisbo de reconciliación, diez segundos más de tristeza recordada, bastante solemne y consciente, y luego un rendirse espontáneamente sin duda al juego de los senderos. Ya fueran de gravilla, de losas, o estrechas franjas de hierba, los senderos serpenteaban entre los setos, flanqueaban las largas lindes, o se abrían en círculos que tenían estatuas casi idénticas, y ofrecían aún otra brújula de decisiones, en las que los niños raramente intentaban estar de acuerdo. Corinna iba delante, por el sendero de hierba principal que estaba flanqueado por clemátides que crecían eslabonadas, hundiéndose y elevándose entre los altos postes; en un par de semanas se produciría una explosión blanca, como el recorrido de una boda. Aferraba con fuerza el bolsito de cuero rojo de Mavis, no a Mavis. Wilfie evitó el camino procesional; iba trotando a derecha e izquierda, hablando solo de una forma curiosa: a veces parecía enfadado consigo mismo o con algún amigo o seguidor imaginario.
—Ven, cariño mío, vamos a ver qué hacen esos peces —dijo Daphne.
Un estanque de carpas doradas le pareció un magro consuelo, comparado con el aliento cálido y los olores y el lodo de un corral, y al propio Wilfie, cuando llegaron todos al estanque central, hubo que animarlo un poco para que centrara su atención en él.
—¿Estarán todos debajo de las hojas? —dijo Daphne. El estanque estaba rodeado por un camino enlosado, y luego por cuatro asientos de piedra entre pérgolas de rosas, tupidas de hojas rojas y verde oscuro y sólo con algún asomo de capullo rosa o blanco de momento. Daphne se sentó, con un convencimiento indolente y convencional de que sería un buen lugar para una fotografía.
—Madre, ¿va a venir Sebby aquí? —preguntó Corinna, colocando el bolso de viaje sobre el banco entre las dos.
—No lo sé, cariño —respondió Daphne, mirando alrededor—. Está hablando con tu padre.
—¿Qué demonios está haciendo el tío Sebby? —dijo Wilfrid.
—No es nuestro tío —dijo Corinna con una risita.
—No, no lo es, cielo…
Al pobre Wilfie le atormentaban y le intrigaban los tíos-fantasmas. Por lo menos el tío Cecil estaba en la casa, en una forma marmórea sumamente idealizada, y también se le invocaba a menudo, pero al tío Hubert se le mencionaba tan raras veces que apenas existía para él; ni siquiera estaba segura de que hubiera visto su retrato alguna vez. Lo único con lo que contaba, en lo que a tíos se refería, era con alguna aparición esporádica del tío George, con sus largas palabras. Cuando la mayoría de los tíos ya no existían, era lógico apropiarse de un par de ellos que sí.
—Bueno, verás —dijo Daphne—, se ha decidido que va a haber un libro con todos los poemas del tío Cecil, y Sebby ha venido para hablar con tu padre de eso, y con la abuelita V, y bueno…, con todo el mundo.
—¿Y por qué? —preguntó Wilfrid.
—Pues porque… se va a hacer una biografía, ¿sabes?, la historia de la vida del tío Cecil, y la abuelita V quiere que la escriba Sebby. Así que necesita hablar con toda la gente que lo conoció.
Wilfrid no dijo nada y se puso a jugar, y un poco después, mirando al estanque, exclamó:
—¡Una biografía…! —Entre dientes, como si todo el mundo supiera que era una locura.
—Pobre tío Cecil —dijo Corinna, en una de sus estudiadas muestras de devoción—. ¡Qué gran hombre fue!
—Bueno… —dijo Daphne.
—Y tan guapo…
—Sí que lo era —reconoció Daphne.
—¿Dirías que era más guapo que papá?
—Tenía unas manos enormes —dijo Daphne, mirando alrededor al oír ladrar el perro, lo que debía de significar que Dudley y todos los demás se aproximaban.
—¡Ay, madre!
—Era un gran escalador, ya sabes. Siempre andaba trepando por las Dolomitas o por donde fuera.
—¿Qué son las Dolomitas? —preguntó Wilfrid, revolviendo tímidamente el estanque de peces con un palito.
—Son montañas —respondió Corinna, mientras Pamplinas se afanaba en pasar por debajo de la pérgola de rosas que tenían detrás, recorría bastante deprisa la mitad del círculo, y regresaba con el hocico bajo y vivaracho por encima de las losas, meneando su desastrado rabo gris. Wilfrid le apuntó valerosamente con su palito mojado y Corinna lo llamó al orden:
—¡Pamplinas!
Pero Pamplinas se limitó a sorberse la nariz maquinalmente; para los niños casi resultaba doloroso lo poco que contaban en el rígido sistema de órdenes y recompensas del perro, aunque también fuese un alivio, claro.
—¡Perro malo! —dijo Wilfrid. A veces Pamplinas exploraba el terreno por su cuenta, a veces se unía a alguien, zalamero, al comienzo del paseo y luego se apartaba para dedicarse a sus propios asuntos, pero por regla general era el veloz heraldo de Dudley, acosado por su propio nombre proferido a gritos. Daphne esperó esos gritos, ignorando al perro casi con aversión, pero no oyó ningún grito, y al poco rato Pamplinas, extrañamente educado, adelantándose un poco y deteniéndose, soltó un largo gemido adulador, y cuando ella se dio la vuelta, vio a Revel debajo de la pérgola.
Parecía un retrato enmarcado.
—¡Querido! —dijo Daphne—. ¡Al final has venido! —como si le hubiese animado a hacerlo en vez de disuadirlo. Se dio cuenta de que había una pizca de advertencia en su bienvenida, en la mirada que le echó, que escrutó su encantador rostro menudo y afilado en busca de señales de angustia. Él casi no le hizo caso, se mordió el labio como si fuera una penitencia, mientras sus ojos oscuros iban de un niño a otro. Para él todo dependía de ellos; era lo opuesto al perro.
—Pamplinas me ha dicho que os encontraría aquí —dijo adelantándose para besar a Corinna en lo alto de su pelo sedoso, y atrayendo a Wilfie rápidamente contra su muslo, mientras el perro ladraba intempestivamente y luego, una vez cumplida su misión, volvía trotando a la casa sin mirar atrás.
—Tío Revel —dijo Wilfrid, asimilando aquella sorpresa con más facilidad que su madre—, ¿me va a dibujar un brontosaurio?
—Te dibujaré lo que tú quieras, cariño —dijo Revel—. Aunque los brontosaurios son bastante difíciles. —Se acercó a Daphne, que se levantó sin que le apeteciera mucho y sintió su barbilla áspera contra la suya por un instante. Él dijo tranquilamente:
—Espero que no te importe, llamé por teléfono a Dud y me dijo que viniera.
—Pues claro que no —dijo ella—. ¿Has visto a alguien? ¿Has visto al fotógrafo? —En cierta forma, Daphne pensaba que la visita de Revel, ya que era inevitable, debía quedar al margen de la prensa; y evidentemente, si los fotógrafos lo veían querrían hacerle fotos; le parecía que había venido realzado, transfigurado, distinguido por el éxito con su propia luz, que era sutilmente diferente al resplandor general de aquel día de abril. Todo el mundo hablaba de él, no tanto quizá como de Sebby y los sindicatos, pero mucho más que de Dudley o la señora Riley, ¡y por supuesto que de ella misma! Y ahora había tenido una desagradable discusión con David, así que su halo se debía tanto al sufrimiento como a la fama. Desde luego, lo último que necesitaba era verse salpicado en las páginas del Sketch.
—Hay un tipo con un sombrero grasiento al que creo que no he visto en mi vida —dijo Revel.
—Mmm, debe de ser él —dijo Daphne.
—Y me ha parecido ver a tu hermano y a su mujer.
—¿Ah, sí? —dijo Daphne con bastante dureza.
—Rubia, poco pelo, gafas con montura metálica.
—Esa parece Madeleine.
—Pero agradable a la vista —dijo Revel con la risita que a ella le encantaba—. Madeleine es más austera. Y pesada, y con un sombrero horrible. Si me permites que lo diga.
—Di lo que quieras —dijo Daphne—. Aquí todo el mundo hace lo mismo.
—¿Ha venido el tío George? —preguntó Wilfrid.
—Sí —respondió Revel—. Creo que iban al Terreno Alto.
—Qué idea más escandalosa… —dijo Corinna.
—No seas idiota —dijo Daphne.
—Qué cosa más absurda —dijo Corinna.
—A lo mejor deberíamos unirnos a ellos —dijo Daphne. Y tomando las riendas de la situación, salió por debajo de la última pérgola de rosas, con los niños siguiéndola al final, y Revel deambulando entre ellos y Daphne, hablando en el tono mordaz en que uno hablaba con los hijos de otras personas, para divertirlos y divertir al padre o a la madre de distinta forma.
—La verdad es que no creo que se hayan visto brontosaurios en Berkshire desde hace muchos años —dijo—. Pero me han contado que hay otros animales salvajes, algunos astutamente disfrazados con elegantes pantalones blancos…
Daphne sintió la magnética perturbación de su presencia detrás de ella, por el rabillo del ojo, mientras los guiaba por los escalones y pasaban por la verja blanca bajo el arco. Uno se sentía maravillosamente a salvo con un hombre como Revel, pero esa seguridad tenía algo de elástico. Allí estaban George y Madeleine; qué raro que hubieran decidido dar un paseo nada más llegar… A lo mejor sólo por ponerse a hacer algo, dado que Madeleine era incapaz de relajarse; o tal vez para demorar su encuentro con Dudley todo lo que pudieran sin ser maleducados.
El Terreno Alto era un prado inmenso más allá de los jardines propiamente dichos, desde el cual, aunque la pendiente parecía pequeña, se tenía «una vista admirable de nada especial», tal como decía Dudley: de la casa, claro, y de la superficie de terrenos de cultivo que descendían suavemente hasta los pueblos de Bampton y Brize Norton. Era una vista modesta y sin pretensiones, sin grandes motivos de interés, con bosquecillos de hayas y chopos verdeando en las tierras de pastoreo. Por algún lado, a unos cuantos kilómetros, corría el Támesis, ya más bien ancho y serpenteante, a pesar de que desde allí nadie se lo habría imaginado. Ese día estaban segando el Terreno Alto por primera vez en el año: el burro con sus extraños zuecos de goma tirando de la segadora traqueteante, guiado desde atrás por uno de los hombres, que se quitó el sombrero para saludarles cuando se acercaron. En realidad no se segaba los fines de semana, pero Dudley había dado la orden, sin duda para molestar a sus invitados. George y Madeleine se paseaban por el fondo para evitar la zona de siega, charlando con la cabeza gacha y disfrutando tal vez a su manera.
Los niños se apresuraron, a un paso desigual, hacia sus tíos, y ellos mismos parecían dudar de cuánto tenía su placer de real y cuánto de buena educación; Corinna disfrutaba ahora de sus buenos modales en sí mismos por su propio placer. George se quedó en su sitio, con su traje oscuro y sus zapatones marrones, y luego se agachó soltando una risotada desconfiada para examinarlos un momento a su propio nivel. Madeleine, envuelta en un impermeable largo, se contuvo con una apretada sonrisa fija, tras la que escondía herméticamente una serie de dudas y preguntas.
—Tía Madeleine, he aprendido una pieza de piano nueva, para tocársela luego —dijo Corinna sin más preámbulos.
—Vaya… —dijo Madeleine—. ¿Y cuál es?
—Se titula «El ualabí feliz».
—Bueno, querida —dijo Madeleine, como si le pareciese que hubiese algo comprometedor en ello—, pues ya veremos.
—Ha estado practicando, ¿verdad, Corinna? —dijo Daphne, y la vio echarle una mirada a Wilfrid.
—Y Wilfie va a bailar —dijo Corinna.
—Ah, eso es fundamental —dijo George—. ¿Y cuándo lo vais a hacer? No me lo quiero perder —añadió para compensar la falta de entusiasmo de su mujer.
—Después de que tomen el té en su cuarto —dijo Daphne—. Tienen permiso para bajar con nosotros. —El caso era que ver a George con Madeleine hacía que le tuviera más cariño a George; se incorporó y se besaron con una vehemencia ruidosa que les hizo gracia a los dos.
—¿Qué tal por Birmingham? —preguntó Daphne.
—Bien —respondió George.
—Con mucho trabajo —dijo Madeleine—. ¡No debemos de tener muy buena cara, me temo!
—Creo que aún no conocéis a Revel Ralph, Madeleine… Revel, mi hermano George Sawle.
George miró con interés a Revel mientras le estrechaba la mano.
—Madeleine y yo hemos leído un montón de cosas sobre su espectáculo… ¡Enhorabuena! Por lo visto sus decorados son maravillosos.
—Es verdad —dijo Madeleine, dubitativa.
—No sé si iremos a Londres —dijo George, sonriendo ahora, bastante ansioso, a Revel—. Me encantaría verlo.
—Pues avíseme si hace el favor —dijo Revel.
—Tú ya has ido, ¿no, Daph? —preguntó George.
—Tendría que quedarme en casa de alguien, ¿no te parece? —respondió Daphne.
—Deberían tener un pisito en la ciudad —dijo Revel.
—Ya tuvimos aquel piso tan bonito en Marylebone, pero Louisa lo vendió, claro —dijo Daphne, y cambió de tema antes de que fuera a más—. Cuidado… —El burro avanzaba con pasos pesados rápidamente hacia ellos, y se pusieron del lado segado del prado, mientras las briznas de hierba mojada se les pegaban a los zapatos—. Dios sabe por qué estarán segando hoy —dijo, a pesar de que también le supusiese cierto placer, diferente al de su marido; tenía que ver con el esfuerzo y llevar una casa con veinte empleados.
—¿Cómo está Dudley? —dijo George.
—Creo que bien —contestó Daphne, echándoles un vistazo a los niños.
—¿Avanza con el libro?
—Me parece que es mejor no preguntar.
George le echó una mirada extraña.
—¿Aún no has leído nada de él?
—Qué va. —Adoptó un tono alegre y tajante—. Ya sabes que está muy emocionado con la reforma de la casa.
—Ah, es verdad, quiero verla —dijo George, tan aficionado a la polémica como a la decoración—. ¿Pero lo está reformando todo?
—Pues prácticamente…
—Pero a ti te da igual —dijo él, con una sonrisa de refilón.
—Bueno, algunas cosas sí, como puedes comprender.
—¿Y usted qué opina, Ralph? —dijo George—. ¿Está a favor o en contra de las grotescas atrocidades de los victorianos? —Y entonces Daphne se dio cuenta de que volvían a la conversación de salón, después de un breve interregno de espontaneidad. Los niños pusieron una sonrisa de satisfacción.
Revel se lo pensó y dijo con cierta zozobra suplicante en su voz:
—¿Puedo decantarme por un término medio?
—Pero me gustaría saber por qué. O más bien a qué término medio se refiere.
—Supongo que lo que pienso —dijo Revel tras una larga pausa— es que, bueno, esas atrocidades grotescas son lo que más me gusta en realidad, y cuanto más notorias, mejor.
—¿Qué? No le gustarán St. Pancras —dijo George—, ni Keble College, ¿verdad?
—Pues cuando vi St. Pancras por primera vez —dijo Revelpensé que era el edificio más bonito del mundo.
—¿Y no cambió de opinión cuando vio el Partenón?
Revel se sonrojó un poco; Daphne pensó que a lo mejor aún no había visto el Partenón.
—Bueno, creo que en el mundo hay espacio suficiente para más de un tipo de belleza —respondió tajante pero cortésmente—, digámoslo así.
George asimiló aquello, y hasta pareció que él también se ruborizaba un poco. Se detuvo y dirigió la vista hacia la casa: torreones y gabletes, el resplandeciente cristal laminado de las ventanas góticas, los desasosegantes dibujos de los ladrillos rojos, blancos y negros. Las enredaderas se extendían como una duda en torno a las aberturas del extremo oeste. Daphne tenía la sensación de que ella no la habría elegido, de que más bien la casa la había elegido a ella, y ahora se ponía enferma de pensar que iba a perderla. Se volvió hacia Madeleine:
—Recuerdo la primera vez que vino George, Madeleine —dijo—, creímos que nunca iba a parar de hablar de los esplendores de Corley Court. ¡Ay, las cúpulas en forma de molde de gelatina del comedor…! —Pero aquellas alianzas cómicas con su cuñada no solían funcionar; Madeleine sonrió un instante, pero su lealtad al intelecto de George era más fuerte—. ¡Entonces no decía nada de atrocidades grotescas! —insistió Daphne.
George tuvo claro que era más inteligente reírse un momento de sí mismo.
—A Cecil le gustaba, y no había quien discutiera con él. —Parecía que no le preocupaba burlarse de la casa de su hermana.
—Entiendo —dijo Revel, con la mezcla de sequedad e indulgencia que distaba tanto del sentido del humor de Dudley—. Así que conoce bien la casa.
—Pues sí… —dijo George distraídamente, tal vez molesto por el tema de por qué iba tan poco a Corley—. Es usted muy joven para haber conocido a Cecil —añadió.
—Eso me temo —dijo Revel solemnemente, esbozando una sonrisa, ya que en general se pensaba que su juventud jugaba a su favor, o en eso hacían hincapié todos los artículos de las revistas: el que fuera tan brillante siendo tan joven.
—Pero ya ha estado en Corley antes —dijo George, ahora con un toque posesivo.
—Sí, montones de veces —dijo Revel; y una extraña especie de tensión, de rivalidad y de pena, pareció destellar un momento en las distintas sonrisas de ambos hombres.
—En cualquier caso, va a conocer a la señora Riley —dijo Daphne—, se va a quedar el fin de semana.
—¿Ah, sí? —dijo Revel, como encontrando una pega al final en su visita.
—Lleva siglos por aquí, ya sabe, midiéndolo todo y esas cosas y tirando ceniza en la alfombra; así que Dud le ha pedido que se quedara, no sé por qué. Y parece increíble, pero tiene todos sus trajes de noche metidos en el maletero del coche.
—¿Y eso por qué? —preguntó Wilfrid.
—Porque debe de ir luego a otra casa, jovencito —respondió George.
—Es que diseña ropa —dijo Corinna—. Tiene cientos de faldas y de vestidos en el coche. A mí me va a hacer uno de terciopelo verde, con la cintura baja y sin el pecho marcado.
—¡Sin el pecho marcado! —dijo Daphne. Y añadió—: ¡Vaya, vaya!
—¿Y se le da bien? —dijo Revel—. Supongo que sí…, aunque tenemos puntos de vista diferentes.
Daphne no estaba muy segura del giro que le había dado a la conversación.
—Tengo muy claro que es un genio —dijo—. Lo que pasa es que no se me dan muy bien las personas tan ligadas a la moda. —Y pensó: ¿y dónde estará ahora?, en un ataque de ansiedad que rápidamente controló.
—Supongo que no saldrá muy barata —dijo Revel.
—No. De hecho es escandalosamente cara —dijo Daphne de un modo que daba a entender que tenía motivos de sobra para estar contrariada.
Regresaron tranquilamente, formando un grupo provisional y cohibido, hacia la verja blanca debajo del arco de piedra y el amplio sendero que llevaba a la casa. Freda y Clara habían salido a tomar el aire, y avanzaban con su paso característico entre los primaverales lechos de flores y los setos bajos del jardín propiamente dicho. Daphne vio cómo el hombre que Revel había mencionado, con un sombrero marrón, se les unía a grandes zancadas y entablaba conversación con ellas; dio la impresión de que ellas se quedaban desconcertadas, deseosas de ayudar, y de que luego se ponían un poco a la defensiva. Clara levantó un bastón y señaló con él, como para despachar a su interlocutor. Llevaba el estuche de una cámara colgado del cuello, pero al parecer no le interesaba usar la cámara con ellas.
—Venga, niños, id a rescatar a la abuelita Sawle —dijo Daphne. Pero justo en ese momento el hombre, retrocediendo y echando un vistazo alrededor, vio aparecer al propio Dudley por la puerta del jardín, con aquel aire de cordialidad artificiosa que adoptaba para la prensa, y con Sebby siguiéndolo de cerca, bloqueado en el umbral por aquel perro nervioso, y desde luego sin tantas ganas de que lo vieran.
—Aquí estamos —dijo Dudley mientras se acercaban, dándole la mano a George, dándosela intencionadamente a Madeleine, aunque con una sonrisa forzada mientras lo hacía—. Y al final ha conseguido venir, querido Revel. —Se dio la vuelta bruscamente para abarcar a todo el grupo con su sonrisa—. ¡Qué reunión más agradable!
Daphne miró a su madre, que le parecía la más vulnerable a la actuación de Dudley, pero estaba demasiado entretenida en su propio reencuentro con George para darse cuenta.
—¡Hola, George! —dijo Freda, con un ligero estremecimiento de audacia y el tono de alguien que no está muy seguro de que lo recuerden. Y tal vez aquel pequeño atisbo conmovió también a George; envolvió a su madre en un fuerte abrazo, cariñosamente prolongado por cierto sentimiento de culpa.
—Maddy, querida —dijo; y Madeleine también le puso la mano en el hombro a Freda y se inclinó para darle un beso bajo las alas sesgadas de sus sombreros.
—Bueno, siento comunicarles, damas y caballeros —dijo Dudley—, que en nuestro idílico fin de semana se ha infiltrado uno de los incansables y despiadados agentes de Fleet Street. ¿Cómo se llama usted?
—Ah, soy Goldblatt, Sir Dudley —dijo el fotógrafo, teniendo que tragarse el áspero tono de Dudley—, Jerry Goldblatt. —Y se levantaba un poco el sombrero mientras observaba a la concurrencia.
—Pues Jerry Goldblatt —dijo Dudley, e hizo una pausa desagradable— va a hacer unas cuantas fotografías para el Sketch.
—Prefiero llamarlas retratos —dijo Goldblatt—, retratos de grupo.
—Así que, si no les desagrada en exceso hacer lo que les pida durante diez minutos, luego ya podemos ponerlo de patitas en la calle.
—Muy agradecido… —dijo Goldblatt—. Bueno, damas y caballeros…
Pero enseguida se dieron cuenta de que sería Dudley el que les diría lo que tenían que hacer. Siguió una fastidiosa hora o más de posados, de formar diferentes grupos en torno a varios bancos de piedra, o de posar de pie, con un toque de torpe payasada, bajo los brazos alzados y los pechos desnudos de las estatuas de bronce o de mármol. El muchacho escocés les sirvió de gran ayuda y preparó rápidamente el campo de cróquet, donde empezaron una partida imaginaria que pronto se tomaron en serio y abandonaron de mala gana para cambiar de escenario. En realidad al fotógrafo sólo le interesaban tres personas: Dudley, Sebby y Revel, con Daphne y los niños como figuras decorativas. Dudley ya lo sabía, evidentemente, pero con mucha palabrería consiguió incluir a todos los demás, fingiendo prácticamente que él no quería salir en la foto.
—Pero, mire, Goldblatt, tiene que hacerle una foto a nuestra amiga Frau Kalbeck. Es una de las valquirias originales de Stanmore Hill, ¿sabe?
—¿Ah, sí, Sir Dudley? —dijo el fotógrafo con cautela.
—No, por favor, no —dijo Clara, divertida pero al mismo tiempo avergonzada. Parecía dispuesta a esconder sus bastones.
—Pero si no quieres no, querida —dijo Daphne, pensando, por cierto, que sería prácticamente imposible que publicasen semejante fotografía, lo que a la larga aún pondría a Clara más triste.
—Casi mejor no —dijo Clara, y ocultó su pequeña decepción con un grito histriónico—: ¿Pero dónde está la querida señora Riley? —Resultaba curioso, pero parecía que Eva le había caído en gracia.
—Dudley querido, ¿dónde está la señora Riley? —preguntó Daphne fríamente.
—Ay, Señor… —dijo Dudley, con «el brillo de loco» apuntando un momento en su tono de desconcierto—. Robbie, corre a buscar a la señora Riley. —Y mientras Robbie salía corriendo añadió—: Debe de andar muy ocupada…
—¿Se refieren a la señora Eva Riley, señor? —preguntó Jerry Goldblatt, echándole un astuto vistazo a la casa—. ¿La decoradora de interiores?
—Sí, sí —respondió Dudley—. La señora Riley, la famosa decoradora del Restaurante Carrusel —dijo como si también estuviese escribiendo un artículo para el Sketch.
—Vaya golpe de suerte, Sir Dudley —dijo Goldblatt.
Daphne vio que Dudley había conseguido casi todo lo que quería; había rescatado a un grupo estiloso, entretenido e importante de las garras de otro que le aburría de muerte, y le había hecho posar, todo el tiempo que habían durado los flashes de la cámara, para que el mundo lo contemplase. Sebby Stokes declinó de hecho unirse a ellos, sospechando que no debía de vérsele jugando al cróquet mientras el país estaba al borde de una huelga general; le había comentado astutamente a Goldblatt que estaría «trabajando en la biblioteca, en unos documentos del ministerio». George, poco habituado al mundo de la publicidad, asumió su papel con determinación, siguió las instrucciones de Revel para nuevas poses y se llevó a los niños en una agitada demostración de cariño bastante conmovedora. Parecía que le gustaba Revel; tal vez el pequeño roce que habían tenido sobre la estación de St. Pancras le había despertado la curiosidad. Madeleine, con la infeliz solidaridad de los tímidos, se había colocado junto a Clara, y en realidad había preferido no salir en las fotos. En cuanto al propio Revel, Daphne vio que no tendría por qué haberse preocupado; de hecho, se produjo otro momento de fricción por sus ansias de dirigir personalmente la sesión.
—Bueno…, sí… —dijo Dudley, frunciendo el ceño—, no, no, querido, ¡usted es el diseñador! —añadió meneando sin embargo la cabeza, un tanto desconcertado, mientras Jerry Goldblatt suplicaba:
—¿Podría retratar a Lady Valance sólo con los niños?
Entonces apareció Eva Riley, sus largas piernas muy blancas enfundadas en unas medias brillantes tan a la moda que eran casi risibles, y con un sombrero color perla en forma de campana bien ajustado a su corto cabello negro.
—¿De verdad me necesitan? —se lamentó, y Jerry Goldblatt le contestó que por supuesto.
A Revel y a Daphne les hizo su fotografía juntos, de vuelta en el estanque de los peces. Se pusieron a cada lado de la pérgola de rosas, ambos con un brazo levantado como bailarines llamando la atención sobre la vista que quedaba detrás. Daphne se rio para demostrar que no era actriz, ni mucho menos bailarina, y miró a Revel, que estaba más serio. Se dio cuenta de que su risa tenía un toque de pánico. Le vino a la cabeza una imagen preocupante del Sketch de la semana siguiente sobre la mesa de la sala matinal, y sus caras de idiota compitiendo por la atención de los lectores con las diabluras del perro Bonzo.