—Tómate una copa, Duffel —dijo Dudley cordialmente, casi como si fuera una invitada más.
—Estamos bebiendo Manhattans —dijo la señora Riley.
—Ah… —dijo Daphne, sin mirarlos realmente a ninguno de los dos, sino cruzando la estancia con una expresión agradable. Seguía sintiéndose inconfundiblemente extraña, como si fuera víctima de un experimento, siempre que entraba en la «nueva» sala de estar; y la presencia de la señora Riley en la habitación sólo la hacía sentirse más rara—. ¿No deberíamos esperar a mi madre y a Clara?
—Ah, pues no sé… —dijo Dudley—. Eva parecía muerta de sed.
La señora Riley soltó una risa rápida y llena de humo.
—¿Cómo conocieron a la señora… mmm? —preguntó.
—¿A la señora Kalbeck? Era nuestra vecina en Middlesex —respondió Daphne, inspeccionando con aire taciturno las botellas de la bandeja; y aunque le encantaban los Manhattans, y le había encantado el propio Manhattan, cuando fueron allí con motivo del libro de Dudley, se puso a preparar un combinado de ginebra y Dubonnet.
—Parece bastante… mmm… —dijo la señora Riley, convirtiendo en un juego su propia malicia.
—Sí, es un amor —dijo Daphne.
—Desde luego es un activo importante en cualquier fiesta que se precie —dijo Dudley.
Daphne esbozó una sonrisa apretada y dijo:
—La pobre Clara lo pasó muy mal en la guerra —que era lo que solía decir su madre en defensa de su amiga, y ahora sonaba tan irónico como el comentario anterior de Dudley. Nunca le había caído bien Clara, pero le daba pena; y dado que ambas habían perdido a un hermano en la guerra, sentía cierta afinidad con ella.
—Espere que se ponga a cantar «La cabalgata de las valquirias» —dijo Dudley.
—No me diga que la canta… —dijo la señora Riley.
—Bueno, le entusiasma Wagner —dijo Daphne—. Ya sabe que llevó a mi madre a Bayreuth antes de la guerra.
—Pobrecita… —dijo la señora Riley.
—Nunca se ha recuperado del todo —dijo Dudley en un tono diplomático—. ¿A ti qué te parece, Duffel? ¿Se ha recuperado tu madre?
La señora Riley volvió a soltar una risa ahogada, y entonces Daphne se quedó mirándola; sí, era así como se reía, con la cabeza un poco echada hacia atrás, el labio superior estirado hacia abajo, y un resoplido de humo de cigarrillo: un gesto más o menos tolerante en la misma medida que una carcajada.
—Pues no lo sé exactamente —dijo Daphne, frunciendo el ceño, pero viendo las ventajas de que su marido siguiera de buen humor. Habría que dejar que se ensañaran un poco con los Sawle ese fin de semana. Se acercó con su copa, y se dejó caer en uno de los sillones grises sonriendo con cierta afectación ante su persistente novedad. Pensó que nunca había visto un traje de noche tan corto como el de Eva Riley, que sólo le llegaba por las rodillas cuando se sentaba, ni nada tan largo, de hecho, como su serpenteante collar rojo, sin duda también diseñado por ella misma. Bueno, su extraño cuerpo sin curvas era ideal para la moda, o por lo menos para aquellas modas; y su rostro menudo y afilado, aunque no fuera realmente bonito, estaba maquillado como si lo fuera, en rojo, blanco y negro, como una muñeca china. Los diseñadores, al parecer, no descansaban nunca. Casi hecha un ovillo en la esquina del sofá, con aquel collar rojo escabulléndose entre los cojines grises, la señora Riley era una especie de anuncio de su habitación; o tal vez la habitación fuese un anuncio de ella.
—Sé que este fin de semana está consagrado a Cecil —dijo Daphne—, pero, la verdad, me alegro de que convenciéramos a Clara de que viniese. En realidad no tiene a nadie más que a mi madre. Para ella significa mucho. Pobrecita, ni siquiera tiene luz eléctrica.
Dudley soltó un bufido de placer al oír aquello.
—Pues para ella va a ser una revelación la instalación eléctrica de esta casa —dijo.
Daphne sonrió a su pesar, mientras el nombre de Revel, contenido en aquella palabra carente de intención, se aposentaba en ella como una pena momentánea.
—La verdad —continuó— es que vive en una casucha; limpia, claro, pero tan pequeña y oscura… Está al pie de la colina donde solía vivir mi madre. —Aun así, sabía que había hecho bien al decirle a Revel que no viniera.
—Y donde tú creciste, Duffel —dijo Dudley, como si su mujer estuviese dándose aires—. La famosa Dos Acres.
—Ah, sí —dijo la señora Riley—. ¿Cómo era…? «¡Dos benditos acres de tierra inglesa!».
—¡Exactamente! —dijo Dudley.
—Supongo que es el poema más famoso de Cecil, ¿no? —dijo la señora Riley.
—No estoy tan segura —dijo Daphne, volviendo a fruncir un poco el ceño. Al final quizá hubiese algo reconfortante en las largas piernas desnudas de Eva Riley. Una mujer lista pretendiendo seducir a un hombre rico delante de las narices de su propia esposa seguramente llevaría algo más discreto que disimulase mejor. Daphne apartó la vista y contempló por la ventana el jardín que ya estaba perdiendo color aquel atardecer de principios de primavera. En lo alto de la parte central de cada ventana figuraba el escudo de armas de los Valance, con el lema grabado bajo él en letras góticas en una tira con pliegues. Los llamativos escudos hacían un contraste alegre con la fría modernidad de la sala.
Dudley le dio un sorbito a su cóctel y dijo:
—No puedo evitar sentirme un poco humillado porque a mi hermano Cecil, heredero de un título de barón y de tres mil acres, se le recuerde sobre todo por su oda a un jardín de las afueras, por no mencionar una de las casas más feas del sur de Inglaterra…
—Bueno —dijo Daphne tajantemente, y no por vez primera—, era un jardín. Espero que no vayas a decirle esas cosas a Sebby Stokes. —Vio que la señora Riley mostraba su complacencia ante la conversación con su sonrisa de párpados caídos—. O incluso a mi pobre madre. Está muy orgullosa de ese poema. Además, Cecil escribió muchos más poemas sobre Corley, cientos de ellos, como muy bien sabes.
—Castillo de sueños exóticos —dijo Dudley en un tono absurdamente teatral—, reflejado en arroyos de esmalte… —pero con una voz muy parecida, de hecho, a la que ponía Cecil para leer poesía.
—Estoy segura de que Cecil nunca escribió algo tan horroroso —dijo Daphne.
Y Dudley, al que le excitaba burlarse de todo lo que los demás adoraban, le dedicó una sonrisa de oreja a oreja a Eva Riley, enseñándole, como en un vislumbre de desnudez, su reluciente dentadura canina. Aplastando la colilla de su cigarrillo en el cenicero, la señora Riley dijo:
—Me sorprende que su madre no se volviera a casar.
—¿El General? ¡Santo Dios! —dijo Dudley.
—No… La madre de Lady Valance —dijo Eva Riley.
—En cierta forma, nunca se le presentó la oportunidad… No sé si le habría apetecido mucho —dijo Daphne, reprimiendo con una especie de dignidad contrariada sus propios pensamientos incómodos sobre el tema.
—Pues es muy guapa. Y debió de quedarse viuda muy joven.
—Sí, sí, es cierto —dijo Daphne, abstraídamente pero con firmeza; y miró a Dudley para cambiar de tema.
Él encendió un cigarrillo y colocó un pesado cenicero de plata sobre el brazo de su sillón. Era uno de los numerosos objetos en cuyo fondo había mandado estampar la frase: Robado de Corley Court. Arriba en su dormitorio tenía una jarra de peltre de escaso valor con las palabras Robado del Castillo de Hepton sugerentemente grabadas en la base, y había copiado la idea en Corley, supervisando él mismo el trabajo con férrea determinación.
—¿Cuándo viene el Stoker[6]? —dijo, al poco rato.
—Bastante tarde. Después de la cena —respondió Daphne.
—Espero que tenga algún asunto sumamente importante que atender —dijo Dudley.
—Tiene una reunión importante, algo de unos mineros, ya sabes —dijo Daphne.
—Usted no conoce a Sebastian Stokes —le explicó Dudley a la señora Riley—. Combina una gran sensibilidad literaria con su agudeza para la política.
—Bueno, he oído hablar de él, claro —dijo la señora Riley, con bastante tiento. En la conversación de Dudley, la franqueza iba tan unida a la sátira que a menudo los no iniciados sólo podían quedarse mirando y reírse inseguros ante sus aseveraciones. Ahora la señora Riley se inclinó hacia delante para coger un nuevo cigarrillo de la caja de malaquita que estaba sobre la mesa baja.
—No hay que perder el sueño por los mineros si Stokes anda cerca —dijo Dudley.
—Yo duermo como un tronco, de hecho —dijo ella descaradamente, jugueteando con una cerilla.
Daphne le dio un reconfortante sorbo a su ginebra y pensó qué podría decir sobre los pobres mineros, si tuviera algún sentido hacerlo.
—Me parece maravilloso por su parte hacer todo esto por Cecil cuando el primer ministro lo necesita en Londres.
—Pero adoraba a Cecil —dijo Dudley—. Acuérdate de que escribió su necrológica en el Times.
—¿De veras…? —dijo la señora Riley, como si la hubiera leído y le extrañara.
—Lo hizo para complacer al General, pero le salió del corazón. Un soldado…, un intelectual…, un poeta…, etc., etc., etc., ¡y además un caballero! —Dudley se bebió su copa de un trago con una inesperada e inquietante floritura—. Fue una despedida maravillosa; aunque, desde luego, ofrecía una imagen difícilmente reconocible para cualquiera que hubiera conocido de verdad a mi hermano Cecil.
—Así que no lo conocía bien —dijo la señora Riley, tanteando todavía el terreno, pero disfrutando claramente del pérfido giro de la conversación.
—Bueno, se vieron un par de veces. Uno de los amigos sodomitas de Cecil lo llevó a Cambridge, y fueron juntos en batea y Cecil le leyó un soneto, ya se imagina, y el Stoker se quedó atónito y consiguió publicarlo en una revista. Y Cecil le escribió unas cuantas cartas muy cursis que él luego publicó en el Times, cuando se murió… —Pareció que a Dudley se le acababan las fuerzas y se sentó mirando al vacío con los párpados un poco levantados, como si todo aquello le aburriese soberanamente.
—Entiendo… —dijo la señora Riley con una sonrisita tímida, y luego miró a Daphne—. Supongo que usted no llegó a conocer a Cecil, Lady Valance —añadió.
—¡Cielo santo, sí que lo conocí! —dijo Daphne—. De hecho le conocí mucho antes que a Dud. —Pero en ese momento Wilkes abrió la puerta y entró su madre, un tanto indecisa por lo visto, puesto que estaba esperando a que su amiga cruzase el vestíbulo con su dos bastones, y la propia Clara venía charlando distraídamente con la madre de Dudley, que entró muy decidida, justo detrás de ella.
—A mi marido, la verdad sea dicha, no le gustaba la música —dijo Louisa Valance—. Tampoco es que la detestase, ya me entiende. Pero en muchos aspectos era un hombre excesivamente sensible. La música lo ponía triste.
—Sí, la música es triste —dijo Clara, un poco abrumada—. Pero también me parece…
—Venga, entre y siéntese —dijo Daphne, con una sonrisa salvadora ante el brillo ajado de Clara: el viejo traje de noche negro apretado bajo los brazos, el viejo bolso negro de fiesta, que ya había ido a la ópera mucho antes de la guerra, balanceándose en torno al bastón de su mano izquierda mientras entraba bruscamente en la estancia. El muchacho escocés, guapo como un cantante con sus pantalones por debajo de la rodilla y su casaca, le trajo una silla alta y le apoyó los bastones al lado una vez se sentó. Eva y Dudley parecían ligeramente fascinados por los bastones, y se quedaron mirándolos como si fueran rudos supervivientes de una cultura que creían que habían conseguido barrer. El muchacho deambulaba discretamente por allí, sonreía y actuaba con el debido encanto impersonal. Era la primera persona que había contratado Wilkes bajo el mandato de Daphne en Corley, y en cierta forma incoherente y casi romántica ella lo consideraba suyo.
—¿No ha llegado Sebastian? —preguntó Louisa.
—Aún no —respondió Daphne—. No vendrá hasta después de la cena.
—Tenemos tantas cosas de que hablar… —dijo Louisa con alegre impaciencia.
—Ah, mamá… —dijo Dudley, acercándose a ella como para besarla, pero deteniéndose a unos pasos con una amplia sonrisa.
—Buenas noches, querido. Ya sabías que iba a venir.
—Bueno, tenía la esperanza, mamá, claro. ¿Y qué te apetecería beber?
—Creo que una limonada. ¡Hace un día de primavera!
—¿A que sí? —dijo Dudley—. Vamos a celebrarlo.
Louisa le dedicó la sonrisa seca que en parte parecía absorber sus sarcasmos y en parte desviarlos, y apartó la vista. Sus ojos se demoraron en las piernas de la señora Riley, luego pasaron para tranquilizarse a las de Daphne, y pareció que su rostro, que no era diplomático por naturaleza, se congelaba durante cinco segundos mientras elaboraba y reprimía un «comentario». Estaba de pie, tal vez a propósito, entre sus dos retratos, lo que en cierto modo hacía superfluos los comentarios. Aquella era la casa que había regentado durante cuarenta años. Ahora tenía la frente más huesuda que cuando la habían pintado, y la barbilla más afilada. Su pelo había pasado de castaño rojizo a ceniciento, y el vestido rojo se había convertido irreversiblemente en negro. Cada vez que hacía su entrada, proveniente de la serie de habitaciones que ahora ocupaba, y donde a menudo prefería cenar sola, se movía con un temblor perceptible de dignidad zarandeada, aún más evidente por los risueños fragmentos de interpretación que lo acompañaban.
—La verdad es que pienso que ha sido muy lista, querida —le dijo a la señora Riley—. Ha transformado usted tanto esta sala que ya ni se la reconoce. —Por el rabillo del ojo podía ver el cuadro abstracto, que hasta el momento fingía no haber visto en absoluto.
—Gracias, Lady Valance —dijo Eva, con una risa ligeramente nerviosa.
—Es realmente sorprendente —dijo Clara, con su involuntario aire alemán de querer insinuar bastantes más cosas.
Louisa miró alrededor.
—Yo lo encuentro realmente relajante —dijo, como si el relax fuera algo que ella valorara especialmente.
—Pues aún no han visto nada —dijo Dudley, precipitándose sobre su madre con su bebida favorita—. Vamos a hacer más alegre toda la casa.
—Sentiría que cambiaseis la biblioteca —dijo Louisa.
—Si lo prefieres, mamá, seremos clementes con la biblioteca, y conservará su penumbra original.
—Bueno… —Dio un sorbo a su limonada y esbozó una sonrisa tensa, como paladeando su propio buen humor—. ¿Y qué pasa con el vestíbulo?
—Pues respecto al vestíbulo…, creo que la señora Riley ha puesto la mira en la chimenea.
—¡Ay, la chimenea no! —dijo Freda bastante desaforada—. Los niños adoran la chimenea.
—Desde luego, hay que ser un niño para adorar esa chimenea —dijo Eva Riley.
—Pues, en ese caso, yo debo de ser una niña —dijo Freda.
—Lo que me convierte en la niña de una niña —dijo Daphne—, ¡un auténtico bebé!
Dudley contempló aquella estancia llena de mujeres con una pizca de irritación, pero se reprimió enseguida.
—Ya saben que hoy en día mucha gente muy distinguida se está deshaciendo de estas ridiculeces victorianas. Deberías acercarte a ver lo que los Whiters han hecho en Badly-Madly, mamá. Han tirado el campanario y han puesto una piscina olímpica en su lugar.
—¡Santo Dios! —dijo Louisa, que alternaba con «¡Qué horror!», en su reducido repertorio de interjecciones, y se podía intercambiar más o menos con ella.
—En Madderleigh[7], claro —dijo Eva Riley—, las obras empezaron hace mucho tiempo. Revistieron el comedor entero en los años ochenta, creo.
—¡Lo ven! Ni siquiera el hombre que lo construyó podía soportarlo —dijo Dudley.
—El hombre que construyó esta casa fue tu abuelo —dijo Louisa—. Y le encantaba.
—Ya lo sé… ¿Y no te parece raro?
—Pero es que tú nunca has sentido el menor cariño por las cosas que apreciaban tu abuelo o tu padre. —Les dedicó una sonrisita a los demás, como si todos estuvieran de su lado.
—Eso no es cierto —dijo Dudley—. Me encantan las vacas, y el clarete…
—¿No se va a sentar, Louisa? —dijo Freda cariñosamente, alisando el cojín abultado que tenía al lado. Daphne sabía que detestaba la franqueza que habían adquirido las conversaciones en Corley desde la muerte de Sir Edwin, aquellas continuas discusiones a las que ella misma se había habituado rápidamente.
—Prefiero una silla dura, querida —respondió Louisa—. Los sillones me parecen un poco afeminados. —Suspiró—. Me pregunto qué habría opinado Cecil de todos estos cambios.
—Mmm, yo también —dijo Dudley, dándose la vuelta; y luego, en tono de guasa, como si no esperase del todo que lo oyeran—: A lo mejor se lo puedes preguntar la próxima vez que entréis en contacto.
Daphne le echó una mirada horrorizada a Louisa, no estaba claro si lo había oído; Dudley asentía con la cabeza, riéndose en silencio, y su madre prosiguió, tensa pero decidida.
—Cecil tenía un fuerte sentido de la tradición; ante todo era una persona muy digna. —Pero en ese momento se abrió la puerta de golpe, y apareció la niñera con una mano puesta en el hombro de cada uno de los niños. Los sujetó contra ella, tal vez demasiado tiempo, como en un pequeño cuadro viviente de su propia eficiencia.
—¡Bueno, aquí los tienen! —dijo. Cuando venía la abuelita Sawle, los hacían bajar a las seis, entre la cena en el cuarto de los niños y la hora de acostarse. Wilfrid se soltó y corrió a saludarla, con una reverencia muy exagerada que era su nuevo juego, mientras Corinna se ponía delante de la chimenea con las manos a la espalda, como si estuviera a punto de anunciar algo. Debido a sus nervios, los dos encontraron un momento para echarle una mirada furtiva a su padre, pero el buen humor de Dudley no pareció flaquear.
—Decidle hola a la señora Riley —dijo.
—Hola, señora Riley —dijeron los niños, rápidamente pero sin mucho entusiasmo.
—Mis queridos niños… —dijo la señora Riley por encima de su copa de cóctel.
Wilfrid dio un rodeo, corriendo educadamente, para hacerle también una reverencia a la abuelita V, que dijo con cierto recelo:
—¡Pero quién está aquí! —Y en ese mismo momento, haciendo un ruido jadeante y golpeando con la cola las sillas y las patas de la mesa, Pamplinas irrumpió en la sala desde la puerta abierta del jardín y se puso a dar vueltas frenéticamente en torno a su amo.
—Pero no queremos al perro aquí dentro, ¿no? —dijo Daphne, con un estremecimiento de pánico cuando su madre levantó la copa para apartarla del hocico insistente del perro e hizo una mueca ante el calor animal de su aliento. Se levantó para sujetarlo, pero Dudley se puso a refunfuñar en un tono indulgente y provocador:
—¡Pamplinín, Pamplinín, Pamplinín! —Y ya se había sacado de alguna parte una de aquellas galletas negras, duras como un hueso, que se suponía que le gustaban a Pamplinas; después de provocar un poco al perro con ella, la lanzó al aire y él se la tragó de un bocado. A Clara seguía poniéndola nerviosa el animal, y le sonrió con entusiasmo como para demostrarle que no. Encubrió su timidez haciendo un poco de pantomima, alargando la mano en un gesto de reconciliación infantil, pero no tenía galletas, y Pamplinas pasó por delante de ella como si no la hubiera visto.
Corinna se había ido acercando discreta pero decididamente al piano, y ahora se encaramó en el borde del taburete, estudiando a su padre para ver cuál era el mejor momento para hablar.
—No vas a tocar para nosotros ni nada parecido, ¿verdad, jovencita? —dijo Dudley.
—Ah, ¿pero toca? —dijo Eva, soltando una pícara vaharada de humo.
—¿Que si toca? Es un auténtico diablillo al piano —dijo Dudley—. ¿A que sí, cariño? —Ante lo que Corinna sonrió insegura.
—Tocaré para ustedes mañana —dijo.
—Buena idea. Toca para el tío George —dijo Dudley, cansado ya de sus propios sarcasmos, así como del propio tema.
—Y Wilfie puede bailar —dijo Corinna, recordándole a su padre las condiciones del trato.
—Eso es… —dijo Dudley tras una larga pausa.
Louisa, que aún seguía observando a Eva, dijo:
—Supongo que le interesará la música, señora Riley.
La señora Riley le sonrió para prepararla para su respuesta:
—Muchísimo… Cierto tipo de música, por lo menos.
—¿Como por ejemplo Gounod y esas cosas?
—No, Gounod concretamente no…
—Yo diría que Gounod debería ser el límite.
—Oye, Wilfie —dijo Dudley tosiendo ruidosamente, como reprendiéndole, pero continuó—: ¿Conoces la historia del Coronel y la Rata?
—No, papá —respondió Wilfrid en voz baja, sin creerse del todo que ahora venían unos versos, pero quizá también asustado con el tema.
—Pues… —dijo Dudley—. Allí estaba el Coronel, con el cabello erizado, y una apariencia tremenda, la mar de desesperado.
Wilfrid se rio con aquello, o al menos de la horrible cara que había puesto su padre para acompañarlo; cualquier cosa horrible también podía ser divertida.
—Ay, cielo —dijo Daphne—, qué ripios más detestables los de tu padre.
—No son detestables, Duffel —dijo Dudley, reprimiendo un bufido ante tanta aliteración—, son Skeltonics, y datan de los tiempos del rey Enrique VIII. Recuerda que Skelton era el poeta laureado.
—Ah, bueno, en ese caso… —dijo Daphne.
—Pero si no quieres que te recite unos versos…
—¡Sí, papá! —dijo Wilfrid.
—Tu tío Cecil era un poeta famoso, pero lo que la gente suele ignorar es que yo también tengo cierto talento para eso.
Daphne le echó una mirada a Louisa, que parecía inmune a las provocaciones, como si fuese incapaz de comprender tanto a su hijo como a su nieto.
—Ya lo sé, papá —dijo Wilfrid, y se quedó, anhelante, junto a la rodilla de su padre, casi como si fuera a posar una mano sobre ella.