Wilfrid le echó una mirada a su hermana, y luego volvió a pegar el ojo a la rendija entre los postigos. Le ardía la pierna y le latía muy deprisa el corazón, pero aun así esperaba hacerlo bien. Vio a Robbie entrando en la casa con las maletas; se inclinó hacia delante para observarlo y empujó la puerta con la mejilla.
—Hasta que yo te diga, no —dijo Corinna. Robbie levantó la vista y les guiñó un ojo.
—Ya lo sé —murmuró Wilfrid, y entornó los ojos para distinguirla en la penumbra con una mezcla de temor e irritación. Parecía que los demás se habían quedado atrapados en el porche, inmersos en una conversación de adultos que no se acababa nunca. Seguro que estaban diciendo tonterías. Quería gritar de una vez, y también estaba bastante asustado, como había dicho Corinna. El fin de semana se le echaba encima, con sus invitados y sus retos sombríos. Al día siguiente vendría más gente: el tío George y la tía Madeleine, a quienes ya conocía, y un hombre de Londres al que llamaban el tío Sebby. No pararían de hablar, pero en algún momento tendrían que parar y Corinna tocaría el piano y Wilfrid interpretaría su danza. Se sintió como hueco por la preocupación y los nervios. Cuando encendían el fuego en el vestíbulo, aquella especie de pasadizo era caliente y hasta asfixiante, pero ese día olía a piedra fría. Se alegraba de que hubiera alguien con él. Por fin la abuelita Sawle entró por la puerta principal, y se quedó un segundo observando la chimenea con una mirada inexpresiva, así que Wilfrid se dio cuenta de que ya se esperaba la sorpresa; aunque curiosamente eso no la estropeaba, y en cierta forma la mejoraba, y tan pronto ella volvió la espalda obedientemente, él abrió de golpe los postigos y gritó:
—Hola, abuelita…
—¡Aún no! —chilló Corinna—. Te has equivocado, Wilfrid.
Pero la abuelita ya se había vuelto, con la mano puesta en el corazón.
—¡Ay! —dijo—. ¡Ay!
Así que Corinna también abrió de un empujón sus postigos y gritó la frase correcta, que era:
—¡Bienvenidas a Corley Court, abuelita Sawle y señora Kalbeck! —Wilfrid se unió a ella muerto de risa, pasando burdamente por alto su propio error, a pesar de que la señora Kalbeck aún no había hecho su entrada.
—¡Qué cosa más asombrosa! —dijo la abuelita—. Aquí hablan las paredes. —Wilfrid soltó una risita, encantado—. Ah, Dudley, querido. —Ahora había entrado su padre, y también el perro ladrando. Alzó la voz—. ¡Esta chimenea tan antigua tiene poderes mágicos!
—¡Pamplinas, Pamplinas! —gritó su padre, cuando el perro salió corriendo hacia la puerta de entrada aullando y temblando de miedo—. ¡Ven aquí, Pamplinas! ¡Cállate! —Aunque Pamplinas, como de costumbre, no le hizo caso, porque quería darle a todo el mundo la bienvenida a Corley a su manera.
—¡Es mágica! —insistió la abuelita.
—Pues no va a seguir siendo mágica mucho tiempo —dijo su padre intencionadamente, al mismo tiempo que la besaba en la mejilla—. ¡Venga, salid de ahí ya! —Aunque no quedó muy claro si se lo gritaba a los niños o al perro.
—Wilfrid ha metido la pata —dijo Corinna, llena de razón, mientras la señora Kalbeck atravesaba la puerta principal, apoyándose en un bastón y luego en el otro, visiblemente asustada cuando Pamplinas pegó un salto y la convirtió por un momento en su pareja de vals, con las patas delanteras sobre su vientre; ella retrocedió un par de pasos jadeando, y el perro se dejó caer y se puso a olisquear excitado el contorno de sus piernas y sus zapatos negros de punta roma. Tras lo cual, a ella le llevó un rato darse cuenta de dónde salía la voz de la niña.
—Frau Kalbeck, un placer volver a verla —dijo Dudley, cojeando en su dirección con pasos rápidos pero pesados, de modo que pareció que estaba jugando con ella; si imitándola o simplemente entrando en el juego, no se sabía muy bien—. No les haga caso a mis hijos, por favor.
—Pero, cariño —dijo su madre—, los niños me han pedido acompañar a las invitadas hasta sus habitaciones.
Dudley se dio media vuelta con lo que llamaban «el brillo de loco». El ambiente se enrareció de una forma que ya les resultaba familiar. Pero él pareció disculparlos diciendo sencillamente:
—Ah, qué encantadores…
La señora Kalbeck fue subiendo las escaleras con una lentitud tremenda. Wilfrid iba observando cómo la puntera de goma de cada bastón tanteaba su punto de apoyo en el roble reluciente.
—Es muy peligroso —le aseguró—. Yo me he caído aquí. —Como era responsable de la señora, la encontraba tan interesante como aterradora. Iba cabeceando a su lado, animándola y evaluando su progreso, mucho más lento que el suyo. Corinna y la abuelita Sawle iban por delante y, como de costumbre, le preocupaba llegar tarde y lo que diría su padre—. Esta casa es victoriana —explicó.
La señora Kalbeck soltó una risa ahogada entre sus suspiros y lo miró a la cara, fijamente pero con ternura.
—Y yo también, querido —dijo con su precisa voz alemana, lanzándole una especie de hechizo con sus grandes ojos grises.
—¿Le gusta entonces? —preguntó él.
—¿Esta maravillosa casa vieja? —dijo ella alegremente, pero escrutando por encima de él las escaleras enceradas con una inexpresividad aprensiva.
—Mi padre no acaba de cogerle cariño —dijo Wilfrid—. La va a cambiar toda.
—Bueno —dijo ella para su decepción—, si eso es lo que quiere…
A la señora Kalbeck la habían puesto en el cuarto amarillo, en la otra punta de la casa, y Wilfrid iba un par de pasos por delante de ella por la ancha franja de alfombra del rellano. Pasaron ante la puerta abierta del cuarto de la abuelita Sawle, donde a Corinna ya le habían dado un regalo, un echarpe rojo vivo con el que se estaba mirando al espejo. Era una habitación irresistiblemente alegre, y Wilfrid casi entró en ella, pero luego se reprimió y siguió andando. La puerta siguiente del otro lado era el dormitorio de sus padres.
—Me temo que no puede entrar en ese cuarto —dijo—, a no ser que mis padres se lo pidan, claro. —Le daba rabia no saber exactamente el nombre de la señora Cow; aunque al mismo tiempo le hacía gracia que, para sus adentros, tuviese aquel nombre tan descortés. No quería acercarse demasiado a su vestido negro ni a su olor, flores blancas mezcladas con algo agrio y triste.
—Señora Ka… —empezó a decir, vacilante.
—¿Sí, Wilfrid?
—No me llamo Vilfrid, ¿sabe, señora Ka…?
La anciana se detuvo y apretó los labios obedientemente.
—Wil-frid —dijo, y se ruborizó un poco, lo que también desconcertó a Wilfrid por un momento. Apartó la vista—. ¿Qué ibas a decir, Wil-frid, querido…?
Pero, evidentemente, él ya no dijo nada. Siguió adelante, bailoteando por el largo corredor iluminado por el sol, dejando que ella le alcanzara.
La puerta del cuarto amarillo estaba abierta, y la doncella, Sarah, que no era una de sus favoritas, estaba inclinada sobre la vieja maleta azul de la señora Kalbeck, examinando su contenido con una expresión un poco cómica. Cuando la señora Kalbeck la vio, se precipitó hacia ella y casi se cayó por culpa de una alfombra que resbaló bajo su bastón.
—Ya lo hago yo —dijo—. ¡Deje que lo haga yo!
—No me cuesta nada, señora —dijo Sarah, sonriendo fríamente.
La señora Kalbeck se desplomó sobre el taburete de la cómoda, jadeando indecisa, aunque no pudiese hacer nada.
—Esas cosas tan viejas… —dijo, y dejó de mirar a la doncella para mirar a Wilfrid, con la esperanza de que al menos él no las hubiera visto, y luego volvió a mirar a Sarah, mientras las trasladaba ceremoniosamente a un armario abierto.
—Bueno, adiós —dijo Wilfrid, y abandonó la habitación como si no esperara encontrársela de nuevo.
En el corredor, ya a solas, no podía quitarse la sensación de que debería haberle dicho algo. Deslizó los dedos por los lomos de los libros de la estantería al pasar junto a ella, provocando un murmullo rítmico. Disfrazó su malestar de una especie de indiferencia, a pesar de que nadie le estaba viendo. Había hecho lo que le habían dicho, había sido sumamente amable con la señora Cow, pero su preocupación era más dolorosa y oscura: la persona que le había dicho que lo hiciera sabía que estaba mal, aunque fingiese que no era así. Su padre había perdido tres dedos del pie izquierdo al estallar una bomba alemana, y el hombre al que había aprendido a llamar tío Cecil era una fría estatua blanca en la capilla de abajo, por culpa de un francotirador alemán armado. Wilfrid corrió por el pasillo, sintiéndose momentáneamente libre de cualquier clase de adulto, con su miedo a llegar tarde dominado por un deseo ciego de esconderse; pasó por delante del cuarto de su abuela y dobló la esquina a toda prisa, hasta que llegó al cuartito de la ropa blanca, se metió dentro y cerró la puerta.