Desde donde estaba sentada, en la ventana del cuarto de estar que usaban por las mañanas, parecía que las dos figuras corrían la una hacia la otra. Por encima del largo seto al fondo del jardín francés, la cabeza de un hombre, dando sacudidas por culpa de una cojera, avanzaba impaciente. «¡Pamplinas!», gritó. «¡Pamplinas!». Mientras que a la derecha, entre los castaños de Indias vagamente verdes del parque, se aproximaba un reluciente automóvil beige con el parabrisas destellando al sol.
«Q», escribió, y luego se lo pensó con el plumín sobre el papel. Sí, tenía que ser «querido» y no «amado»; y después otra pausa que amenazó con convertirse en un borrón, antes de completar la palabra «queridísimo»: «Queridísimo Revel». Se podía recorrer toda la escala de formas de tratamiento con las personas; desde luego en su círculo se daban avances asombrosos en términos de intimidad que a veces eran seguidos de distanciamientos igual de bruscos. Revel, sin embargo, era un amigo de la familia, y el superlativo le quedaba muy bien. «Ha sido horrible lo de David», continuó, «y lo lamento en el alma»; pero lo que de verdad hacía falta, pensó, era una escala por debajo de «querido», puesto que a menudo se tenía de todo menos tiempo para la persona a la que una se dirigía cariñosamente sobre el papel: «Hipócrita Jessica», «Odioso señor Carlton-Brown».
Oyó cómo se detenía el coche en el exterior, el rápido sonido discordante del timbre, pasos y luego voces.
—¿Está Lady Valance en casa?
—Creo que está en la sala matinal, señora. ¿Quiere que…?
—Ah, prefiero no molestarla.
—La puedo avisar —dijo Wilkes, dándole una clara oportunidad de hacer lo correcto.
—No, no se moleste. Iré directamente al despacho.
—Muy bien, señora.
Se trataba de un pequeño enfrentamiento entre dos voluntades, en el que el sutil pero frustrado Wilkes había sido derrotado por la rotunda señora Riley. Poco después entró a echarle un ojo al fuego, y dijo:
—Ha venido la señora Riley, señora. Se ha metido en el despacho, como lo llama ella.
—Gracias, ya la he oído —dijo Daphne, levantando la vista y tapando ligeramente la hoja con la manga. Compartió una breve mirada curiosamente íntima con Wilkes—. ¿Supongo que habrá traído los planos?
—Eso parece, señora.
—¡Esos planos! —dijo Daphne—. Dentro de poco ni vamos a saber quiénes somos…
—No, señora —dijo Wilkes, metiendo su mano enguantada en blanco en la manopla negra que estaba en la cesta de la leña—. Pero, de momento, no son más que planos.
—Mmm. ¿Quiere decir que puede que no se lleven a cabo las obras?
Wilkes sonrió con bastante severidad mientras colocaba una pequeña rama sobre la pira, y controlaba la consiguiente caída de chispas y cenizas.
—Tal vez no íntegramente, señora; y en cualquier caso… no serán irreversibles. —Prosiguió en un tono confidencial—: Entiendo que Lady Valance está de nuestra parte con respecto al comedor.
—Bueno, no es que sea muy partidaria de los cambios —dijo Daphne con cierta sequedad, pero respetando las viejas alianzas del mayordomo. Con dos Lady Valance en la casa, había sutilezas de expresión con las que incluso Wilkes se trabucaba de cuando en cuando—. Aunque anoche decía que encontraba la nueva sala de estar «muy relajante». —Se volvió hacia lo que había escrito, y Wilkes, tras tantear unas cuantas veces más el fuego con el atizador, salió de la habitación.
«Tal vez sea mejor que no vengas este fin de semana; tenemos la casa llena de familia, etc. (mi madre); y para colmo Sebby Stokes va a acercarse a echarle un vistazo a los poemas de Cecil. Será una especie de fin de semana dedicado a él, ¡y apenas vas a poder meter baza! Aunque quizá…», pero entonces el reloj de mesa runruneó y luego dio las once frenéticamente, dejando caer las pesas hacia abajo con aquel súbito gasto de energía. Tuvo que sentarse un momento, cuando se desvaneció su eco, para recuperar el hilo de sus pensamientos. Otros relojes (y ahora oyó al de pared del vestíbulo repicar con retraso) daban la hora con una actitud más respetuosa. Tañían por toda la casa como criados solícitos. Pero no era el caso de aquel viejo fanfarrón de latón de la sala matinal, que daba las campanadas lo más rápido posible. «¡La vida es corta!», gritaba. «¡Prosigan con sus asuntos, antes de que vuelva a sonar!». Bueno, ese era su lema, ¿no?: ¡Carpe Diem! Se pensó mejor aquel «tal vez», y firmó de una forma bastante sosa: «Con el cariño de nosotros dos, Duffel[5]».
Llevó la carta al vestíbulo, y se quedó un momento junto a la mesa de roble macizo que había en el medio de la estancia. De repente le pareció el emblema y la esencia de Corley. Los niños corrían nerviosos a su alrededor, el perro se metía debajo, las criadas la enceraban una y otra vez, como devotas de un culto. Inútil, voluminosa, un obstáculo para cualquiera que cruzase la habitación, la mesa ocupaba un lugar preferente en la felicidad de Daphne, del que temía que la iban a quitar por la fuerza. Volvió a fijarse en lo imponente que era aquel vestíbulo, con sus paneles sombríos y sus ventanas góticas, en las que se repetía insistentemente el escudo de armas de los Valance. ¿Quizá los dejarían donde estaban? La chimenea imitaba un castillo, con almenas en vez de repisa y torreones a ambos lados, cada uno de los cuales tenía una ventana diminuta, con postigos que se abrían y se cerraban. Había sido objeto de una de las críticas más duras de Eva Riley; realmente costaba salir en su defensa, a no ser que dijeras, como una tonta, que te encantaba. Daphne se acercó hasta la puerta de la sala de estar, posó los dedos en el picaporte, y luego la abrió de golpe como esperando sorprender a alguien más que a sí misma.
Su resplandor blanquecino en una mañana clara de abril era indiscutiblemente eficaz. Parecía una estancia de un sanatorio extremadamente caro. Cómodos asientos modernos con fundas grises sueltas habían sustituido a los viejos trastos de caña y cretona y terciopelo de flecos pesados. Las oscuras paredes con frisos y el techo artesonado, con sus doce paneles incrustados ilustrando los meses, habían sido cuidadosamente recubiertos, y en las paredes nuevas colgaban algunos de los cuadros originales juntos a obras muy diferentes. Allí estaban el viejo Sir Eustace y su joven esposa Geraldine, dos retratos de cuerpo entero diseñados para mirarse tiernamente el uno al otro, pero ahora separados por un gran cuadro casi «abstracto» de una fábrica, o quizá una prisión. Daphne se volvió y se quedó mirando a Sir Edwin, colocado de una forma más respetuosa en la pared de enfrente, junto al retrato bastante escalofriante de su suegra, que había sido realizado poco antes de la Gran Guerra, y la mostraba con un vestido granate, el pelo echado hacia atrás y una resplandeciente ausencia de duda en sus grandes ojos claros. Sostenía un abanico cerrado, como una batuta lacada en negro. Allí nada se interponía en la pareja, pero aun así un vago aire de sátira parecía amenazarlos en sus dorados marcos tallados. En la antigua sala de estar, donde las cortinas, incluso cuando estaban recogidas, abultaban tanto que quitaban muchísima luz, a Daphne le había encantado sentarse y casi, en cierto modo, esconderse; pero la nueva ya no ofrecía ese refugio, y decidió subir las escaleras y ver si sus hijos estaban listos.
—¡Mamá! —dijo Wilfrid, tan pronto entró en el cuarto de los niños—. ¿Va a venir la señora Cow?
—A Wilfrid le da miedo la señora Cow —dijo Corinna.
—Qué va —dijo Wilfrid.
—¿Por qué iba a darle miedo a nadie una querida anciana? —dijo la niñera.
—Eso. Gracias, Nanny —dijo Daphne—. Y ahora, queridos, ¿vais a darle una sorpresa especial a la abuelita Sawle?
—¿Será la misma sorpresa de la última vez? —preguntó Corinna.
Daphne se lo pensó un momento y respondió:
—Esta vez será una sorpresa por partida doble. —A Wilfrid aquellos rituales inventados por su hermana seguían enfermándolo de pura emoción, pero la propia Corinna empezaba a menospreciarlos—. Tenemos que portarnos todos muy bien con la señora Cow —dijo Daphne—. No se encuentra muy bien.
—¿Tiene algo contagioso? —dijo Corinna, que acababa de recuperarse del sarampión.
—No es ese tipo de enfermedad —dijo Daphne—. Tiene una artritis horrible, y me temo que tiene muchos dolores.
—Pobre señora —dijo Wilfrid, dejando claro que intentaba verla de una forma más madura.
—Es verdad… —dijo Daphne—, pobre señora. —Se sentó tímidamente en el alto guardafuegos tapizado—. ¿Hoy no se hace fuego entonces, Nanny? —dijo.
—La verdad, señora, hemos pensado que se estaba bastante bien y que se podía pasar sin él.
—¿No tienes frío, Corinna?
—No mucho, madre —dijo Corinna, y miró con cierta inquietud a la señora Copeland.
—Yo sí que tengo frío —dijo Wilfrid, que solía adjudicarse los motivos de queja en cuanto se los señalaban.
—Entonces vamos corriendo abajo a calentarnos —dijo Daphne, contraviniendo alegremente la regla número uno de la niñera y levantándose rápidamente.
—¡Cuidado, Wilfrid, no las bajes de dos en dos! —dijo la niñera.
—Estese tranquila, ya me ocupo yo de él —dijo Daphne.
Cuando ya habían salido al corredor de arriba, Wilfrid preguntó:
—¿La señora Cow se queda a pasar la noche?
—Pues claro, Wilfrid —contestó Corinna, como si estuviese a punto de perder la paciencia—, viene en tren con la abuelita Sawle.
—El tío George las llevará a casa el domingo, después de comer —dijo Daphne; y al ver que ya lo tenía cogido de la mano, añadió—: He pensado que estaría bien que tú le enseñases su habitación.
—Entonces yo le enseñaré a la abuelita la suya —dijo Corinna, haciendo más difícil que Wilfrid se escaqueara.
—¿Y Wilkes qué? —dijo Wilfrid astutamente.
—Pues no lo sé. Wilkes puede reposar los pies y tomarse una buena taza de té, ¿no te parece? —dijo Daphne, y se rio encantada hasta que Wilfrid se unió a ella, aunque con menos ganas.
La parte superior de las escaleras la bajaron de la mano y al mismo paso, lo que requirió cierta disciplina. Luego, desde la ventana del descansillo del primer piso, vio llegar el coche de la estación.
—Ay, mami… —dijo Wilfrid, paralizado por los nervios y la ansiedad.
—¡Venga! —dijo Corinna; y atacaron los tres tramos reluciente de roble encerado; Wilfrid perdió pie en la esquina y fue dando tumbos muy rápido sobre varios escalones, de culo y de lado. Daphne se crispó, un poco contrariada, pero él ya iba cojeando por el vestíbulo, rodeando la mesa (igual que su padre), y cuando empezó a sollozar, lleno de razón, se distrajo enseguida con lo que tenía que hacer a continuación.
Wilkes apareció con el nuevo chico escocés, y Daphne les dejó pasar y vérselas con el automóvil un momento mientras ella observaba desde el porche. Era horrible admitirlo, pero el placer de volver a ver a su madre tenía un matiz defensivo: pensaba en las cosas que diría su marido después de que se hubiese ido. Wilkes recibió a Freda sonriendo como era debido, con su intuición habitual respecto a lo que necesitaba un invitado. A ojos de Daphne, Freda resultaba una figura atractiva, hermosa, enardecida, con un nuevo vestido azul por encima del tobillo y un sombrerito a la moda, y con sus propias preocupaciones en torno a aquella visita asomando en su rostro de una forma muy conmovedora. El chico guapo estaba ayudando a Clara Kalbeck, una tarea que requería mucha delicadeza; ella pisó la gravilla despacio pero con decisión, toda de negro y con dos bastones, siguiendo a Freda como si fuera su propia vejez.