—Cecil, ha obrado usted un milagro —dijo Daphne.
—Mi querida niña… —dijo Cecil complacientemente.
—Ha convertido el agua en vino.
—Bueno —musitó Hubert con una rápida mirada a su madre—, es una ocasión especial.
—Tampoco es tan raro que bebamos vino los domingos —dijo George.
—Es una triste ocasión… —dijo su madre, meneando la cabeza mientras alzaba su copa—. Pero no vamos a hacer que Cecil beba agua su última noche con nosotros. ¿Qué iba a pensar?
—Pensaría que eran ustedes la mar de insensibles —dijo Cecil, bebiéndose de un trago su copa de vino del Rin.
—¡Desde luego! —dijo Daphne, que aun así se veía obligada a seguir las normas dominicales habituales. El domingo era la noche libre de la cocinera, y se habían sentado a la mesa para una sencilla cena consistente en pollo en gelatina con ensalada. Habían renunciado al aire festivo, y reinaba una sensación de anticipación en la mesa; tras el champán y el Tennyson de sus comidas anteriores, el ambiente de esa noche parecía que los preparaba discretamente para la prosaica mañana del lunes.
—Pues sí, sentiremos verte marchar, viejo amigo —dijo George.
—Es una pena… —dijo su madre, esbozando una sonrisa vacilante dirigida a Daphne.
Daphne escrutó a su vez a George, que parecía especialmente hundido en la miseria; sabía cómo se le tensaba la cara de pura emoción, lo mismo que sabía cómo fruncía el ceño, irritado, cuando se daba cuenta de que lo estaban mirando.
—Dentro de quince días, de vuelta en Cambridge… —dijo.
—Bueno, creo que podremos soportarlo —dijo Cecil distraídamente.
—Quiero decir —añadió Daphne—, George no tiene problema, pero nosotros no volveremos a ver a Cecil en años, ¡a lo mejor nunca más!
A Cecil pareció gustarle aquella afirmación tan melodramática, y sus ojos oscuros le sostuvieron la mirada mientras se reía y decía:
—Entonces también tiene que venir a Cambridge. ¿Verdad, Georgie?
—Sí, claro… —dijo George sin ninguna vivacidad.
—Mmm… —dijo Daphne.
—Es evidente que deberías ir —dijo George, esta vez con sinceridad, aunque ella sabía que George no la quería en Cambridge, todo el día pegada a él, interrumpiendo sus importantes discusiones con Cecil y todas las demás cosas que ella acostumbraba a hacer.
—Podrían venir todos a la obra de teatro francesa —dijo Cecil.
—Supongo que sí —dijo Daphne, a pesar de que, en aquella invitación general, percibió una nota que no había sospechado antes, una nota de tedio generalizado.
—¿Qué van a representar? —preguntó su madre.
—El Don Juan de Molière —respondió Cecil, como si fuera algo que todos conociesen de sobra. Daphne lo conocía lo suficiente como para saber de qué trataba: de un seductor, ¡un mujeriego, de hecho!—. Yo hago de Sganarelle, un papel muy bonito, aunque por supuesto hay que memorizar mucho texto.
—Es en francés, ¿sabéis? —dijo George; si lo dijo para desanimar a su hermana, fue bastante efectivo.
—Ya —dijo Daphne—. No creo que fuera capaz de seguir toda la obra en francés. —Le parecía que no merecía la pena ir sólo para ver a Cecil pavoneándose por el escenario, con capa y espada, probablemente. Pero, al mismo tiempo, le entró una pizca de angustia al pensar en perdérselo.
—¡Qué maravilla! —dijo su madre cortésmente, excusándose a la vez.
Poco después, como si los demás no estuviesen allí, Cecil le dijo a George:
—A ver si avanzo en mi ensayo sobre Havelock esta semana. —Así que Daphne tuvo la clara sensación de que ya los había dejado, de que incluso hubiera preferido irse ese día, después de comer.
Cuando terminaron, mandaron a George a casa de los Cosgrove para algún cometido que, era evidente, no le parecía digno de él. Hubert afirmó que tenía cartas que escribir, y su madre, arrastrando el vestido hasta la sala de estar, se detuvo, levantó un dedo, y volvió a salir. Cecil y Daphne se quedaron a solas un momento frente a la chimenea. Daphne lo consideró el umbral del remate de la noche para los adultos, con requisitos sociales que no dominaba del todo.
—Supongo que no le apetecerá escuchar el gramófono —dijo. Tenía la sensación de estar ante una oportunidad única, aún más incongruente por su nuevo temor a aburrir a Cecil.
—No especialmente —contestó él, despreocupada pero amablemente, con una sonrisa que no le había visto antes, una sonrisa abierta y sincera que la asustó un poco, y que seguramente era una cosa de Cambridge; costaba saberlo, pero parecía que en Cambridge era casi una señal de respeto ser irrespetuoso, decir lo que sentías en cada momento. Bueno, ¡la sinceridad era su lema! Cecil hurgó en el bolsillo de su chaleco, y luego sacó un pequeño cortador de puros.
—Me pregunto si a la señorita Sawle le gustaría acompañarme mientras disfruto de mi puro —dijo.
—¡Pues claro! —dijo Daphne—. Voy a coger una chaqueta. —Y echó a correr hacia el guardarropa que había debajo de las escaleras. Era una idea tan emocionante que difícilmente se le podían poner peros. Aunque eso era parte del atractivo que irradiaba Cecil. Regresó, pero no con su propia chaqueta corriente, sino con una de las americanas viejas de tweed de George puesta por los hombros. Le gustaba aquel aire de improvisación, la chaqueta de un hombre parecía dar a entender que estaba dispuesta a alguna travesura e implicar cierta insinuación de que necesitaba la protección de un caballero.
—Huele un poco —dijo; pero no creía que eso le preocupase a Cecil precisamente.
—Bueno, yo también voy a dejar olor.
—Pues sí.
—Tal vez sea demasiado sensible —dijo Cecil, echándole un vistazo a la puerta—. El General le tiene tanta manía al tabaco que en casa todos nos metemos en el salón de fumar. Lo ha convertido en un placer culpable prácticamente.
—Eso tampoco —dijo Daphne.
Cecil sacó una pitillera de un bolsillo sorpresa.
—Tengo dos, si le tienta probarlo otra vez —dijo, y destapó el estuche de cuero rígido para enseñarle la punta de los puros. La hicieron pensar en soldados, o en los cartuchos del rifle de Hubert. Vio que tal vez fuera más inteligente no contestar, y pareció que a él le hacía gracia su sonrisa condescendiente. Sabía que debía avisar a su madre, pero suspiró sólo de pensar en las pegas que le pondría, y siguió a Cecil al jardín, dejando el ventanal entreabierto.
Hacía un poco más de frío que la noche anterior, aunque no tenía intención de comentarlo.
—Cecil —dijo—, ¡creo que siempre asociaré In Memoriam con usted!
—Bueno… —Cecil andaba enredando con una cerilla encendida y haciendo ruiditos de impaciencia y apreciación mientras encendía el puro. Luego el humo nuevamente conjurado los envolvió.
—¿Nos sentamos aquí?
—Vamos a seguir un poco —dijo Cecil, llevándola más lejos por delante de las ventanas del cuarto de estar—. Vamos a ver qué andan tramando las estrellas, ¿no?
—De acuerdo —dijo Daphne, y cuando él dobló el brazo, ella levantó el suyo para pasar la mano por el hueco. Aparte de todo lo demás, Cecil tenía un aire totalmente respetable; tal vez ni se diese cuenta de que la llenaba de alegría estar representando un papel, aquella manera de sacudir la cabeza en la oscuridad mientras le cogía del brazo. Entonces la chaqueta de George que solamente se había echado por los hombros se le cayó.
—Vaya, permítame que la ayude. —En la penumbra del borde del césped Cecil sujetó la chaqueta y le dio unas palmaditas en los hombros cuando se la puso.
—Debo de parecer una mendiga —dijo ella, con las manos tapadas por las mangas, el forro de seda frío por un instante contra sus brazos desnudos, y el peso y el olor de la prenda envolviéndola.
—Abróchesela —dijo Cecil con el puro entre los dientes. Y una vez más pareció que sus manos grandes cuidaban de ella, que eran más grandes y más eficaces que nunca. Luego volvió a ofrecerle el brazo.
Siguieron andando tranquilamente unos pasos, Daphne felizmente cohibida, Cecil un tanto reservado, aunque no estaba segura de la expresión que tenía, y quizá se limitaba a identificar las estrellas. Se preguntaba si estaría pensando de nuevo en la hamaca; y se avergonzaba de recordarlo ella misma después de lo que había pasado. Sabía que él se había tomado tres o cuatro copas de vino; le sería fácil tomar decisiones, aunque para una persona sobria podrían parecer caprichosas o retardadas. Levantó la vista por encima de la silueta de las copas de los árboles.
—Creo que hay demasiadas nubes esta noche, Cecil —dijo.
Cecil soltó otra bocanada de denso humo acre y se carcajeó un poco.
—¿Pasó mucho tiempo en el bosque esta tarde? —preguntó.
—¿Esta tarde? No, no mucho.
—Fue un paseo muy corto, ¿no?
—Bueno, como nos encontramos y volvimos a casa juntos…
Sintió que le apretaba más el brazo contra el costado, y la hermosa presencia adulta de Cecil, su altura y la calidez de sus músculos bajo el traje de etiqueta, e incluso su voz, que en su momento le había resultado tan cortante y pretenciosa, la marearon un poco.
—Debió de ser otra persona a la que vimos antes. «¿No es esa Daphne?», le dije a Georgie, pero cuando quiso mirar ya había desaparecido.
—A lo mejor era yo. ¿No me llamó?
—Es que no estaba seguro.
—Hay mucha gente que pasea por allí.
—Claro —dijo Cecil—. De todas maneras, usted no nos vio.
Daphne volvió a sentir que se le escapaba alguna cosa, pero se dejó llevar por la emoción de la conversación y le apretó el brazo con gesto tranquilizador.
—Habría saludado si los hubiera visto.
—Eso pensé yo.
—Para ser sincera, el problema es George. No quiere que me pegue.
Cecil mostró su desprecio con un murmullo, y dieron media vuelta.
—Ahora se ve un poco mejor —dijo—. ¡Ahí está el famoso jardín de rocalla!
—Ya sé… —Le pareció que seguía mofándose en cierto modo del jardín de rocalla, y eso la envalentonó—. Cecil —dijo—, ¿cuándo podré visitar Corley?
—Mmm… ¿Corley? —Fue como si nunca hubiera oído hablar de aquel lugar, y desde luego ya no recordaba su invitación anterior. Entonces se echó a reír—: Mi querida niña, cuando usted quiera.
—Ah…, pues muchas gracias.
—Cuando quiera… —repitió, reafirmándose en su decisión en un tono que, curiosamente, pareció que la socavaba—. Supongo que ya no podrá ser hasta las vacaciones de Navidad, ¿no?, seguramente.
Eso le pareció mejor que nunca a Daphne.
—No, supongo que no.
—Convenza a Georgie para que la lleve.
Continuaron andando hacia el oscuro contorno del jardín de rocalla, que de noche muy bien se podía confundir con una afloración rocosa más grande y más lejana. Con una voz ronca y despreocupada, Daphne dijo:
—Creo que podría ir sola.
—¿Se lo permitiría su madre?
—Ya soy bastante mayor, ¿sabe? —dijo Daphne.
Cecil no dijo nada. Siguió adelante con su seguridad habitual, y ella pensó que debía decirle: «Ahí hay un escalón», y al final casi se lo gritó cuando él tropezó y se tambaleó con fuerza al cargar el peso sobre la pierna derecha, consiguiendo recuperar el equilibrio pero arrastrándola a ella, de modo que se volvió a tambalear para sujetarla y que no se cayera.
—¡Cielo santo! ¿Se ha hecho daño?
—¡Estoy bien…! —dijo ella, estremeciéndose de dolor donde él la había pisado, en un lado del pie.
—Parece que siempre que salimos a dar un paseo acabamos cayéndonos, ¿no?
—¡Y que lo diga!
—Y ahora me he quedado sin mi maldito puro.
Estaban cara a cara, aún tenía el corazón acelerado del susto, y él le rodeó la cintura con los brazos y la atrajo hacia sí, así que tuvo que apoyar la mejilla en su solapa fría. Él le acarició la espalda con una mano, por encima del cálido tweed de la chaqueta de George.
—Malditos escalones… —dijo.
—Estoy perfectamente —dijo Daphne. Le daba miedo mirarse el zapato cuando volvieran a casa, pero Cecil estaba en desventaja, y ella supo inmediatamente que nunca se le podría culpar de nada.
—No sé cómo pusieron esos escalones ahí —dijo en voz baja, y luego fue aún más lejos—: ¡Esos malditos escalones!
Cecil suspiró riéndose entre su pelo.
—Ay, mi querida niña… —dijo con una dulzura y una tristeza que Daphne nunca había oído, ni siquiera en boca de su madre—. ¿Qué vamos a hacer?
Daphne se liberó un poco de su abrazo. Quería interpretar su papel, sentir el privilegio de merecer en exclusiva la atención de Cecil; era tremendamente agradable que la estrechase tan fuerte, pero había algo en su tono que la inquietaba.
—Bueno, supongo que tendrá que hacer el equipaje.
—Ya… —dijo Cecil, de nuevo con una extraña nota de desesperación, como cuando leía poemas en voz alta.
—Creo… que sería mejor que volviéramos a casa.
—Sí, sí —dijo él—. ¿Puede guardar un secreto, Daph?
—Normalmente sí —respondió Daphne.
—Pues vamos a mantener esto en secreto.
—De acuerdo. —No estaba muy segura de comprenderlo. Tropezarse con un escalón no tenía mucho de secreto, pero estaba claro que a Cecil le avergonzaba.
Las manos de él se relajaron un poco y se deslizaron hacia abajo, casi hasta su trasero mientras sonreía y murmuraba:
—¿Sabe?, ha sido maravilloso conocerla.
—Ah…, bueno… —dijo ella, paralizada en cierta forma por sus manos—. Eso es lo que decimos todos de usted. ¡Nunca nos había pasado nada parecido!
Él inclinó la cabeza y la besó en la frente, como si la mandara a la cama, pero luego la punta de su nariz se deslizó por su mejilla y la besó junto a la boca, con su aliento a puro, y después, sin ninguna expresión en absoluto, en los labios.
—Ahí tiene —dijo.
—Cecil, no sea tonto —dijo ella—, ha estado bebiendo. —Y él inclinó la cara hacia un lado y apretó su boca abierta contra la suya, e intentó meterle la lengua entre los dientes de una manera absurda y desagradable. Ella consiguió liberarse a medias; estaba asustada, pero mantuvo la compostura; hasta se rio de un modo bastante sarcástico.
—¿No le importará que la bese? —dijo Cecil, como en sueños.
—¡Yo a eso no le llamo besar, Cecil! —le contestó.
—¿Cómo…? —dijo Cecil—. ¿A qué le llamaría besar entonces, Daphne? —añadió con un tono entre aletargado y burlón, un poco molesto, volviendo a atraerla hacia sí, como un bailarín con una mera floritura de su repentina fuerza ineludible—. ¿A algo más parecido a esto? —Y volvió a empezar, apoyándole los labios por toda la cara, como si quisiera martirizarla, permitiendo que ella lo esquivase volviendo ligeramente la cabeza, pero apretándola tan fuerte contra él por la cintura que le hizo daño con el duro borde del estuche de cuero que llevaba en el bolsillo, golpeándole el vientre. A ella le entró una risa nerviosa, de respiración entrecortada, y antes de que pudiera evitarlo se había convertido en pequeños sollozos cálidos, y luego en un gemido ahogado de rendición y fracaso, como si fuera una niña.
—¿Hay alguien ahí…? —Era George, de vuelta de casa de los Cosgrove, que venía en su busca probablemente. Un tímido alivio infantil se mezcló casi inmediatamente con un sentimiento de orgullo. Pero no, era Huey, con una voz jovial, como pidiendo disculpas, pero en realidad bastante enfadado—. ¿Qué?
Cecil aflojó su abrazo, suspiró resignado, aunque la risita que soltó pareció querer decir que no se daba por vencido. Miró alrededor, por encima de los arbustos, para ver quién era; tal vez también pensó que se trataba de George, y ella de nuevo volvió a tener aquella sensación especial de compartir un secreto con Cecil. Los dos tenían que andarse con cuidado; la había asustado, pero seguía creyendo que sabría lo que había que hacer.
—Estamos aquí —dijo ella, con la voz velada por el llanto.
—¿Estás bien?
—He tropezado con el maldito escalón —dijo Cecil, arrastrando la voz—. Y por lo visto le he pegado un pisotón a su hermana.
La silueta de Hubert se quedó allí parada, transmitiendo una impresión de indignación no del todo clara.
—¿Puedes andar? —preguntó, articulando muy bien las palabras, como si estuviera hablando por teléfono.
—Pues claro que puedo andar, ya íbamos a volver.
—Y está un poco oscuro para andar por aquí —dijo Hubert.
—Por eso hemos venido —dijo Cecil—. Estábamos estudiando las estrellas.
Hubert escrutó el cielo, sin mucha convicción.
—Hay demasiadas nubes para eso —dijo, y se dio la vuelta, en dirección a la casa.
Daphne se echó primero de un lado, luego del otro, agotada de tanto pensar y desvelada también por la misma razón. Le palpitaba el pie derecho claramente de una forma impresionante, y ya se le estaba poniendo morado.
A veces se deslizaba de costado hacia un estado próximo a la inconsciencia, pero se despertaba enseguida con el corazón acelerado al pensar en la cercanía de Cecil, en su fuerza y en su aliento. Tenía un cuerpo extraordinariamente duro, y un aliento caliente, húmedo y amargo.
Cecil estaba borracho, claro; le había visto vaciar dos botellas de vino en la cena, el vino blanco del Rin con la etiqueta alemana negra. Daphne conocía el efecto de la bebida sobre la gente, y tras la noche del viernes, y de su propio episodio de embriaguez con el licor de jengibre, sabía algo más de las extrañas libertades que se tomaban los bebedores. Eran curiosas pero innecesarias; y, la verdad, en general un tanto repugnantes. Después no se hablaba de ellas, a causa de la vaga sensación de vergüenza que llevaban aparejada. A uno se le pasaba la borrachera. Seguramente a Cecil le dolería la cabeza por la mañana, pero se recuperaría. Su madre solía rayar la incoherencia a la hora de acostarse, pero en el desayuno ya había recuperado la sensatez. Probablemente era una equivocación darle demasiada importancia.
Y, sin embargo, aquella historia mostraba a Cecil a una luz muy poco favorecedora, o mejor dicho, a media luz… La mayor parte de sus encuentros habían tenido lugar a oscuras, y si había conseguido verlo había sido por el resplandor de la punta de su puro o el tenue brillo de la noche campestre. Cuando había llegado les había picado en el amor propio con su inmaculada distinción, su voz cortante, su inteligencia y su dinero. Y ahora, mientras se giraba nerviosa hacia el otro lado, desesperada porque no conseguía dormirse, se preguntaba qué diría George si le contara la cosa tan extraña y desagradable que su amigo había intentado hacer. Y volvió a repasarla mentalmente otra vez, en el mismo orden que había ocurrido, para paladear con exactitud el trauma que le había causado.
Bueno, no era ninguna ingenua, sabía perfectamente que las clases altas podían comportarse de una forma espantosa. Tal vez debería contarle a George cómo era su querido amigo en realidad. Aunque quizá lo guardase en secreto, reservándose, eso sí, el derecho a sacarlo a la luz en otra ocasión. Pronto llegó a la conclusión de que era más propio de un adulto no armar mucho jaleo al respecto. Se puso a pensar en el Lord Pettifer de La bandeja de plata, y mientras su mente perseguía y confirmaba y perdía la historia en vívidos fragmentos de recuerdos, se fue alejando por estancias iluminadas hacia una acogedora algarabía de sueños, pero luego casi se despertó con un ronquido, y se embarcó enseguida en el séptimo u octavo ensayo de su propia historia en el jardín con Cecil Valance.
Cada vez que se la contaba, aquella historia, con su nudo de escándalo, hacía que se le acelerara el corazón un poco menos; pero, en compensación, su imaginario impacto sobre George, su madre u Olive Watkins, la rabia y el pasmo que les provocaría, se hacían más grandes. Daphne sentía cómo la inundaba el flujo cálido de su propia historia, cómo la poseía por entera; pero cada vez aquella oleada parecía un poco más débil que la anterior, y su lógico alivio ante ese cambio gradual se fue tiñendo de una pizca de indignación.
¿O en eso consistiría precisamente besarse? Parecía más un reto infantil, meter la lengua en la boca de otra persona, e implicaba una buena dosis de tolerancia por su parte, aun cuando le gustaras mucho. Por desgracia, no tenía a quién preguntarle. Si sacaba el tema con su madre, sospecharía algo inmediatamente. ¿Era posible que Hubert hubiese besado a una mujer de aquella manera? Tal vez George, si tenía una novia, lo hubiese intentado. Se imaginó preguntándoselo, y el hecho de que fuese un secreto que le hubiese ocurrido con su mejor amigo hizo que encontrara la idea pícaramente divertida.
En lo que casi se daba cuenta de que no pensaba aposta era en el modo en que él se había restregado rítmicamente contra ella. Todas sus sensaciones se centraban en las libertades más simples, y al fin y al cabo bastante cómicas, que se había tomado al lamerle la boca y tocarle el culo.
Más tarde se percató de que se había dormido, y el sueño del que acababa de emerger conservó su magia mientras yacía con los ojos abiertos en aquella oscuridad cenicienta. Entonces pensó que antes se había portado como una niña tonta. «Mi querida niña», la había llamado él, y eso era lo que era: una niña. Pensó también en lo que Cecil había dicho realmente, en lo maravilloso que había sido conocerla, y se puso boca arriba, preguntándose fríamente si se habría enamorado de ella. Contempló la zona en penumbra del techo, los primeros rayos polvorientos de luz por encima de las cortinas, como si fueran una imagen de su propia inocencia. ¿Qué pruebas había? Cecil tenía una forma muy especial de mirarla, incluso cuando otras personas estaban presentes, de sostenerle la mirada en algunos momentos de su conversación, así que daba la sensación de que mantenían otra conversación tácita en paralelo. Nunca se las había visto con nada parecido, ni con aquel atrevimiento ni con aquella intimidad absoluta. Seguía pareciéndole bastante horrible que Cecil hubiese actuado a espaldas de George, pero sentía cierta complacencia excitante en la elección que él había hecho en secreto. Y evidentemente tenía que actuar así, su amor debía ocultarse, pero debía ser expresado. Había algo muy conmovedor, y también muy alarmante, en la pasión de Cecil. Entonces saltó misericordiosamente por encima del enredo del jardín, y pensó en la vida que compartiría con él. ¿Querría volver a hacer algo parecido? Era de suponer que no después de casarse. Y otro panorama de espacios iluminados se abrió ante ella: se vio a sí misma sentándose a comer bajo las cúpulas en forma de molde de gelatina, o en cualquier caso rincones, de Corley Court.
Durmió hasta muy tarde, sin interrupciones salvo un murmullo momentáneo y alguien que tragaba algo entre los crujidos y los golpes en el descansillo y la realidad de las voces que venían de abajo; y cuando por fin volvió aturdida a la vida, su relojito marcaba las nueve menos cuarto. Tras eso, y tres minutos inútiles más de sueño con la boca abierta, se dio cuenta de que había sintonizado con algo, con la pérdida de algo a lo que ya se había acostumbrado, el ruido de Cecil en la casa. Pues, claro, ¡ya se había ido! Había algo en la escasa densidad del aire que se lo decía, en el tono de la mañana, en la textura de los movimientos de los criados y los fragmentos de conversación. Y todos sus planes con respecto a él se vieron frustrados, el comentario ingenioso que iba a hacerle mientras se subía a la furgoneta de Horner… Pasarían semanas, tal vez meses, antes de que volviera a verlo. Gimiendo con la misma congoja de un amante, así como con cierto alivio malhumorado ante aquel trágico aplazamiento, casi saltó fuera de la cama sobre su pie derecho, que se resintió al instante.
En medio de su desayuno solitario, con la doncella echando un vistazo a cada minuto a ver si había terminado, vio a George pasando por delante de la ventana, de vuelta de la estación tras despedir a Cecil. Tenía un aspecto desolado y distante que la molestó desde el momento en que lo vio y percibió su significado. Para él, era hora de hacer balance: su huésped, el primero que había tenido en su vida, se había ido y ahora la familia podía recuperarlo y decirle, más o menos, lo que pensaba. Estaría taciturno y sensible, sin saber muy bien de qué lado ponerse. Y entonces se acordó de su álbum. Ay, ¿qué habría hecho Cecil con él? ¿Habría escrito algo? ¿Dónde lo habría dejado? Se sintió repentinamente furiosa con Jonah por haberlo guardado con los demás libros de Cecil. Ahora mismo debía de estar atrapado entre otros libros en su maleta, sin que nadie se hubiera dado cuenta, entre otro montón de maletas en la estación de Harrow y Wealdstone.
—Ah, Veronica —dijo.
—¿Sí, señorita? —dijo Veronica.
—No, no es eso —dijo Daphne—. ¿Ha visto si el señor Valance ha dejado algo para mí? Mi álbum de autógrafos quiero decir.
—No, señorita. —Y, retorciendo el trapo del polvo con fingido interés, añadió—: ¿Es ese que tiene la firma del vicario?
—¿Cómo…? —dijo Daphne—. Bueno, tiene la de varios hombres importantes. —No se fiaba nada de Veronica, que era más o menos de su edad, y la trataba prácticamente como a una idiota.
—Puedo preguntar, señorita, ¿quiere que pregunte? —dijo Veronica. Pero entonces George asomó la cabeza por la puerta, le echó una sonrisa pesarosa y dijo:
—Cecil me ha dado recuerdos para ti. —Se quedó allí parado, tanteando el terreno, dudando al parecer si debía seguir compartiendo el tema de Cecil con su hermana.
—Me temo que esta noche he dormido bastante mal —dijo Daphne, consciente de su propio tono de persona mayor—. Así que luego me he quedado dormida por la mañana…
—Se ha levantado prontísimo —dijo George—. ¡Ya conoces a Cecil!
—Tal vez lo tenga el señorito George, señorita —dijo Veronica.
—Déjelo, da igual —dijo Daphne, y se ruborizó ante la divulgación de su preocupación privada.
—¿Qué es lo que puedo tener? —dijo George, también con una expresión de angustia.
Así que Daphne tuvo que decírselo.
—Me preguntaba si Cecil había encontrado un momento para escribir algo en mi álbum, nada más.
—Supongo que habrá escrito alguna cosa. Cess rara vez se queda sin palabras.
—Espero que lo haya dejado en algún sitio —dijo Daphne, y untó un poco de mantequilla en su tostada, aunque la verdad era que su ansiedad reprimida le había quitado completamente el apetito. Miró a su hermano con una sonrisa fría—. Entonces, ¿qué vas a hacer hoy, George? —dijo, consciente de estar negándole una conversación sobre aquel tema tan obvio.
—¿Eh? Ah, ya encontraré algo —dijo con una pizca de patetismo. Estaba apoyado contra la jamba de la puerta, ni dentro ni fuera, mientras la doncella se escabullía a su lado hacia el vestíbulo. Daphne vio que estaba decidido a hablar—: Ha sido una pena que Cecil no pudiera quedarse más tiempo… —empezó alegremente.
—He invitado a Olive a tomar el té mañana —le interrumpió ella—, no la he visto desde que volvieron de Dawlish. —Sabía que Olive Watkins era poca cosa después de Cecil, igual que Dawlish después de las Dolomitas, y se sintió avergonzada y casi triste, y al mismo tiempo desafiante, por el hecho de mencionarla. Pero no podía consentirle a George aquel estado de ánimo. Se acercaba peligrosamente al suyo.
—¿Ah, sí? —dijo George, sobresaltado y aburrido. Daphne vio que había generado una especie curiosa de ambiente familiar, que era deprimente en sí mismo tras los horizontes más amplios de la visita de Cecil. Además, deseaba realmente recuperar su álbum, para enseñarle a Olive lo que fuera que Cecil hubiese escrito. Ese había sido el objetivo principal de invitarla a tomar el té.
Entonces Veronica, con su propia insistencia tediosa, se volvió un momento para decir:
—Le he preguntado a Jonah, señorita. Está echando un vistazo.
—Gracias —dijo Daphne, agobiada ahora porque todos estuviesen al tanto de su búsqueda.
—Jonah está mirando ahora en su habitación. Quiero decir, ¡está mirando en la habitación del señor Valance!
Y George, sin decir nada más, se fue discretamente; y entonces Daphne también le oyó subir las escaleras de dos en dos, aunque bastante a hurtadillas, le pareció. Se dijo a sí misma, sin creérselo del todo, que seguramente Cecil al final no había puesto nada más que su nombre y la fecha.
Al poco rato George volvió abajo, con Jonah pisándole los talones, y el álbum malva de Daphne abierto en las manos.
—¡Cielo santo, hermanita…! —dijo abstraídamente, pasando la página para seguir leyendo—. ¡Ya puedes estar orgullosa!
—¿Qué pasa? —preguntó Daphne, echando la silla hacia atrás y resuelta a conservar su dignidad, e incluso fingir indiferencia. No sólo su nombre, entonces: vio que era más, mucho más; ahora que el álbum estaba allí, abierto, en la habitación, se sintió un poco asustada al pensar lo que podría salir de él.
—El caballero lo ha dejado en la habitación —dijo Jonah, mirándolos alternativamente a los dos.
—Ya, gracias —dijo Daphne. George tenía los ojos entornados y se mordía suavemente el labio de pura concentración. Era como si hubiera estado sopesando cómo darle una noticia bastante delicada, porque se acercó y se sentó frente a ella, dejando el álbum sobre la mesa, y luego volviendo las hojas hacia atrás para empezar de nuevo.
—Bueno, cuando hayas acabado… —dijo Daphne con aspereza, pero también con un respeto reticente. Lo que Cecil había escrito era un poema que llevaba su tiempo leer, y su letra tampoco era la más clara del mundo.
—Bueno… —dijo George, y levantó la vista hacia ella con una sonrisita apretada—, creo que deberías sentirte muy halagada.
—¿Ah, sí? —dijo Daphne—. ¿De veras? —Parecía que George estaba decidido a dominar el poema y sus secretos antes de dejarle leer una sola palabra.
—En serio, esto es algo importante —dijo, meneando la cabeza mientras lo repasaba—. Tendrás que dejarme hacer una copia.
Daphne apuró su taza de té completamente, dobló la servilleta, les echó una mirada a los dos criados, que estaban sonriendo como idiotas por haber encontrado el álbum y que también formaban un público que la cohibía un poco en aquella crisis tumultuosa de su vida, y luego dijo en el tono más ligero del que fue capaz:
—Deja de tomarme el pelo, George, y déjame ver. —Por supuesto que era una tomadura de pelo, la más reciente entre miles, pero también era más que eso, y se dio cuenta, con cierto resentimiento, de que George no podía evitarlo.
—Lo siento, querida —dijo, y por fin se recostó en su asiento y empujó el álbum en su dirección.
—¡Gracias! —dijo Daphne.
—Si vieras la cara que has puesto… —dijo George.
Ella apartó el plato.
—Haga el favor de llevarse todo esto —le dijo a la criada, que así lo hizo lentamente y con la boca abierta, echándoles un ojo a las columnas de letra negra de Cecil, como si confirmaran la opinión bastante sospechosa que se había formado de él—. Gracias —dijo Daphne, de nuevo con aspereza; y frunció el ceño y se puso colorada, incapaz de asimilar una sola palabra del poema. Tenía que averiguar de inmediato a qué se refería George con lo de que debía de sentirse halagada. ¿Se trataría de eso, de la súbita e inevitable divulgación de la noticia? Tal vez no, o George habría dicho algo más. Cuanto más miraba el poema, menos sabía. Bueno, se titulaba sencillamente «Dos Acres», y tenía una extensión de cinco páginas, por las dos caras del papel; las hojeó una y otra vez.
—Formalmente es bastante simple —dijo George— para ser de Cecil.
—Eso parece —dijo Daphne.
—Es verso libre.
—Ya se pueden retirar —dijo Daphne, y esperó a que Veronica y Jonah se fueran. La verdad es que eran un auténtico fastidio. Pasó las páginas hacia atrás un momento, hasta el reverendo Barstow, con su rúbrica de erudito, «B. A. Dunelm», y luego hacia delante hasta Cecil, que había roto todas las reglas de un libro de autógrafos con aquella entrada enorme, y hacía que todos los demás parecieran tan poca cosa y tan sumisos. Era descortés por su parte, y no estaba segura de si le molestaba o lo admiraba. Su letra se iba haciendo más pequeña y más rápida a medida que iba descendiendo hacia el pie de la página. En la primera página, la última línea continuaba por el margen hacia arriba para poder caber; «Chantecler», leyó, que era una palabra poética desde luego, aunque no sabía con seguridad lo que significaba exactamente.
—Supongo que lo publicará en alguna parte —dijo George—, en la Westminster Review o así.
—¿Tú crees? —dijo Daphne, con la mayor compostura posible, pero con una intensa y repentina sensación de que el poema era suyo al fin y al cabo. Cecil no sólo no lo había escrito allí, en su libro, por casualidad. Seguía intentando ver si decía cosas sobre ella en concreto, o si trataba simplemente de la casa… y el jardín:
En los muros abundan las ortigas,
«juguetes del diablo» las llamaban en Devon.
Que era una conversación que había tenido con él, ahora convertida simplemente en poesía. Su padre había llamado «juguetes del diablo» a las ortigas urticantes, que era como las llamaban en Devon. Le hizo ilusión, y la dejó un poco perpleja, formar parte de la creación de un poema, y también algo más mágico, como verse en una fotografía. ¿Qué más se desvelaría?
El libro abandonado bajo los árboles,
leído al viento de derecha a izquierda.
El soto donde los alerces ceceantes
se besan a lo alto en arcos de plata,
y bajo cuyas sombras también pueden besarse
mientras se cuentan sus secretos los amantes.
De nuevo la impresionante fusión de palabras, imágenes y hechos minuciosamente escalonados. La verdad era que tendría que leer aquello en otro sitio, en privado.
—Creo que sería mejor leer esto en el propio jardín —dijo, levantándose y sintiéndose un poco mareada; pero entonces apareció su madre en la puerta, con su cara de rasgos caídos de las mañanas y su alegre talante matinal. En realidad su madre estaba nerviosa; ocultaba algo tras su sonrisa. Ya debía de haberse enterado. Tras ella merodeaba Veronica, la delatora.
—¡Vaya, vaya, mi niña…! —dijo su madre, y le echó a Daphne una mirada extraña y ansiosa—. Cuántas emociones.
—Os lo dejaré ver a todos cuando acabe de leerlo —dijo Daphne—. Parece que os olvidáis de que el álbum es mío.
—Pues claro, querida —dijo su madre, rodeando la mesa y abriendo una ventana, como para demostrar que tenía cosas más útiles que hacer—. Es evidente que le has impresionado —añadió luego sin emplear el nombre de Cecil por una especie de delicadeza bastante horrible. Le echó a Daphne una mirada burlona que tenía un matiz nuevo, como si se preparase para una esperada obligación materna.
—Madre, sólo ha pasado aquí tres noches —dijo George casi enfadado—. Lo único que ha hecho Cecil, con su habitual generosidad, es escribir un poema sobre nuestra casa como agradecimiento por la visita.
—Ya lo sé, querido —dijo su madre, un poco acobardada ante aquellos dos hijos tan quisquillosos—. También ha sido muy generoso con Jonah.
George se levantó y se acercó a la ventana, y se quedó mirando hacia fuera con el aire de quien quiere decir con firmeza algo peliagudo.
—En realidad el poema no tiene nada que ver con Daphne.
—¿Ah, no? —dijo Daphne, meneando la cabeza. ¿Cómo que no? Estaba todo allí, lo había visto enseguida, el beso de los amantes en la penumbra, contándose sus secretos; pero evidentemente no podía contárselo a ninguno de los dos—. Supongo que es una pena que no te haya escrito un poema a ti.
George había enfocado su mirada de desdén en los cerezos del exterior.
—Pues sí que me lo ha escrito.
—¿Y cómo no nos habías dicho nada? —dijo su madre—. ¿Quieres decir estos días?
—No, no…, el curso pasado…, pero da igual.
—¡Bueno! —dijo su madre, tratando de mantener el tono de diversión y perplejidad—. Cuánto jaleo por un poema…
—No es ningún jaleo, querida madre —dijo George, ahora en un tono alegremente paciente.
—Pues es maravilloso que te escriban un poema.
—¡Di que sí! —dijo Daphne, y empezó a tener la sensación de que todo se estaba estropeando.
—Siento mucho haber sacado el tema, si la visita de Cecil va a acabar en esta especie de pelea infantil.
—¡Bueno, léelo si quieres! —dijo Daphne, apretando los labios para no echarse a llorar, y hojeando el cuaderno para pasárselo abierto por la página exacta. Su madre la miró con dureza y, tras unos segundos y con mucha delicadeza, se lo cogió.
—Gracias… Ahora sólo falta que la muchacha me traiga rápidamente las gafas… —Y cuando Veronica regresó con ellas, la madre se sentó a la mesa del comedor y, con una mirada inquisitiva pero también buena disposición, se embarcó en la lectura del poema que habían escrito sobre su casa.