11

Dejaron el jardín por la verja principal y subieron por el camino hacia el parque, con Cecil guiando la marcha instintivamente.

—Entonces, ¿qué has hecho al final mientras nosotros estábamos allí sentados parloteando? —preguntó George. Aquella hora en la iglesia lejos de Cecil le había parecido inesperadamente dolorosa.

—Pues más o menos lo mismo —respondió Cecil—. Me he sentado en el prado y he estado parloteando con la doncella.

—¿Con la pequeña Veronica?

—Sí, pobrecita… Hemos estado evaluando las posibilidades de una guerra con Alemania.

—Seguro que es todo un pozo de opiniones relevantes.

—Al parecer piensa que es muy probable.

—¡Dios mío!

—Me temo que la pequeña Veronica está bastante prendada de mí.

—Querido Cecil, no todo el mundo en Dos Acres está enamorado de ti, ¿sabes? —dijo George, y sonrió con íntima complacencia y una pizca de desconfianza. Se preguntaba realmente si Cecil no había tenido casi demasiado éxito.

—Es una jovencita atractiva —dijo Cecil con su tono de sensatez.

—¿Ah, sí?

—Bueno, para mí. —Cecil esbozó una sonrisa insulsa—. Pero es que no comparto ese horror tan quisquilloso tuyo ante la mera idea de un coño.

—Pues no —dijo George secamente, aunque se ruborizó enseguida. Tenía la cara caliente y tensa. Veía qué poco le costaba a Cecil estropear el paseo, el día, el fin de semana juntos, si le apetecía, con sus agresiones superficiales—. Sólo tiene dieciséis años —añadió.

—Por eso —dijo Cecil, pero se ablandó y rodeó a George y lo apretujó contra él mientras seguían andando—. ¿No te invadían los pensamientos más perversos del mundo cuando tenías dieciséis?

—Nunca tuve un pensamiento perverso hasta que te conocí —dijo George—. O, por lo menos, hasta que te vi, mirándome con tanto descaro y tanto deseo en la otra punta del césped. —Era una de las escenas o temas favoritos de los dos, el pequeño mito de sus orígenes; y parte de su encanto erótico estribaba precisamente en su carácter artificioso—. Mal sabía yo que un día serías mi padre. —Estaban a la altura de la casa de campo de la señorita Nichols. George se irguió, consciente de que los vería, pero sin estar muy seguro de qué impresión quería causar. Sentía ciertos deseos de pegarle un susto a la señorita Nichols, pero al final se limitó a levantarse el sombrero y hacer un gesto vagamente caballeresco.

—Parecías el chico… idóneo —dijo Cecil, bajando el brazo de repente y dándole un rápido apretón en el culo a George.

—¿Lo llamas así? —dijo George, soltándose con un meneo y mirando rápidamente alrededor.

—Por ejemplo, no diría que tu hermano Hubert sea especialmente idóneo…

—No —dijo George con firmeza.

—Aunque uno no puede evitar enamorarse un poco de su bigote.

—No sigas por ahí —dijo George—. Sólo lo dices porque yo dije que Dudley tenía unas piernas espléndidas. No creo que nadie haya admirado nunca en ese sentido al pobre Hubert. Además, es un mujeriego empedernido. —Y volvieron a reírse como locos, y en cierta forma apasionadamente, por aquel lenguaje cómplice tan tonto. George sintió que lo inundaba una oleada de felicidad. Luego Cecil dijo:

—Me temo que te equivocas en eso.

—¿En qué?

Cecil echó un vistazo alrededor.

—Yo diría que tu hermano tiene a un ferviente admirador… en la persona del señor Harry Hewitt.

—¿Qué? ¿En Harry…? No seas idiota. A Harry le interesa mi madre.

—Sé que esa es la idea. Tu hermana está muy preocupada con ese tema. Pero te aseguro que no debería.

—No sé por qué se te ha metido eso en la cabeza.

—Bueno, por un lado está su afición al arte. Me contó el tipo de cosas que coleccionaba, ¿sabes? Pero debo admitir que lo que más me ha llamado la atención es su tendencia a darle meneos a tu hermano en cuanto tiene ocasión.

—¿Ah, sí? —dijo George frunciendo el ceño de puro rechazo, pero también reconociéndolo en el fondo—. Desde luego es muy generoso con él.

—Querido, ese hombre debe de ser el más redomado sodomita de Harrow.

—¡No será para tanto! —dijo George, tratando de no perder terreno.

—Me topé con una escena extraordinaria después de cenar, en la que juraría que el viejo monstruo intentó besarle en el rincón de la chimenea. No sabían que los estaba viendo. El pobre Hubert se quedó la mar de ofendido.

George se quedó boquiabierto y luego se rio.

—¿Por qué lo llamas viejo —dijo— si creo que ni ha cumplido los cuarenta? —La impresión que le causaba la noticia, tan típica de Cecil, aquella mundanería un poco brutal, trajo consigo su habitual cadena de resistencia, aceptación y, en aquel caso, divertido alivio. Cecil siempre tenía razón. Y, evidentemente, había algo deliciosamente perverso en la situación. Sólo más tarde se dio cuenta del riesgo que corría su madre—. ¡Hay que ver!

—Eso mismo —dijo Cecil y, cosa rara, lo miró con dureza, como si pensara que era un necio. Estaban pasando por delante de los barrotes rematados con grifos de Stanmore Hall, una mansión casi tan impresionante como Corley Court; Cecil le echó un vistazo al césped de dentro, pero si tenía algún sentimiento de curiosidad lo reprimió. Iba tranquilo y con la mirada perdida tras su pequeño triunfo con respecto a Harry. Los Sawle apenas conocían a los Hadleigh; sus amigos en el extremo superior del pueblo eran la señora Wye, que se dedicaba a coser, y los Catto, que criaban aves exóticas en una serie de campos y casetas detrás de su casa; gente a la que George le tenía cariño desde la infancia, pero que no le servían para nada e incluso le estorbaban para sus objetivos de aquel momento. Contemplaba aquellos senderos, calzadas, árboles, muros y vallas blancas que le resultaban tan familiares con renovada atención (afectuosa por una parte y crítica por otra) y deseaba que Cecil, con su visión de poeta, les diese su bendición.

—Bueno, pues esta es la primera charca —dijo, haciéndole detenerse junto a una rampa embarrada que desembocaba en el agua, donde una niñita desaliñada, con un sombrero de paño, estaba sumergiendo un barco de juguete.

Cecil miró hacia el círculo de agua marrón y lentejas acuáticas verdes con una sonrisa apretada y ausente.

—No creo siquiera que pudiera quitarme la ropa aquí —dijo—, tan cerca de las casas de esta gente y eso.

—Es que no vamos a nadar aquí —dijo George—. Tengo un sitio mucho más bonito y privado en mente para eso.

—¿De veras, Georgie? —dijo Cecil, con una mezcla de afecto, descaro y desconfianza, porque le gustaba planear él las cosas.

—Pues sí. Aquí hay tres charcas; yo diría que los muchachos del pueblo estarán bañándose en la grande, detrás de esos árboles, si quieres echarles un vistazo…

Cecil se quedó mirando con pena a la niñita, que quizá era demasiado pequeña para pensar que navegar era mejor que hundirse, mientras el bloque de madera del barco no dejaba de aflorar a la superficie y el triángulo empapado de la vela luchaba por enderezarse.

—Lo que pasa —dijo en un tono distante— es que sólo quiero verte a ti. —Y luego se volvió para sonreír a George, así que pareció que el comentario describía una curva en el aire, que se dirigía hacia un blanco tal vez más evidente y más digno de ese cumplido, para luego descender prodigiosamente en picado hacia su destino.

Siguieron caminando a campo abierto hacia el bosque, esta vez sin cogerse del brazo, con Cecil llevando de nuevo la delantera, como era su estilo, así que pareció que la hermosa certeza de un minuto antes era puesta vagamente en cuestión. George sintió esa pequeña separación como un anticipo de lo que sucedería a la mañana siguiente. Pensaba acompañar a Cecil a la estación en la furgoneta, pero se sentía aturdido y desgraciado sólo de imaginarlo; no habría tiempo ni oportunidad… Realmente todo dependía de aquella última tarde.

—¡Espérame! —dijo.

Cecil aminoró el paso, se volvió y sonrió tan abiertamente pero a la vez de una manera tan cómplice que George casi se desmayó de puro consuelo.

—Me muero de ganas —dijo Cecil, y siguió sonriendo; luego continuaron, codo con codo, extrañamente unidos por un mismo y tácito propósito. George era consciente de su propia respiración, su propio pulso, cuando la irregular fila de robles se alzó ante ellos. Estaba tan absorto en sus propios sentimientos que parecía flotar hacia ellos, debilitado por la excitación, a través de un paisaje puramente simbólico. Lejos, a la derecha, una pareja de mediana edad a la que no conocía también se iba acercando al bosque, con un par de spaniels que resollaban y se peleaban entre sí. Los percibió claramente, pero sin ninguna sensación de realidad. La mujer vestía una blusa azul celeste y un sombrero marrón de copa baja con una pluma; el hombre, con unos pantalones de franela de andar por el campo, llevaba una gorra rematada con un botón como Cecil, y levantó su bastón a modo de saludo cordial. George los saludó con la cabeza y apuró el paso, en un ataque de culpa y euforia. No le costaría evitar a aquellas personas. Los demás paseantes eran muy previsibles. Había una pista de equitación que se extendía un kilómetro y medio o más junto al lindero del bosque; y otras pistas entrelazaban los claros, abarcando todo el parque público. Los ciervos habían hecho senderos más estrechos, de ramas más bajas. George se agachó para meterse por uno de ellos, un pasadizo verde entre los retoños de robles y de hayas, y Cecil se vio obligado a seguirle, con una extraña tos de abdicación.

—Se ve que conoces el camino —dijo.

Lo cierto era que George había jugado en aquellos bosques durante años con sus hermanos, pero con la misma frecuencia, desde que era mayor, a solas. Había como media docena de árboles altos a los que había aprendido a trepar sin ayuda, tras horas y horas de lanzarse a por ellos reteniendo el aliento con impaciente temeridad; y también había escondrijos y sepulturas secretas. Enseñárselos a Cecil equivalía a admitir algo muy distinto a Cambridge y la Sociedad. Se irguió en el pequeño claro del final del túnel y echó la mano hacia atrás para ayudar a Cecil y precederle cuando este se le acercó por la espalda.

Cecil ahogó su carcajada perruna habitual, le dio una palmada a George en el costado y le agarró con fuerza el antebrazo para mantenerlo a distancia pero, al mismo tiempo, no dejar que se soltara. Parecía que estaba a la escucha, la cabeza erguida y los ojos moviéndose desconfiados, el cuerpo en una postura cohibida. Oyeron cómo los perros se ladraban y molestaban mutuamente bastante cerca. Por un momento pudieron ver la blusa azul de la mujer entre las hojas y al hombre llamándola: «¡Mary! ¡Mary!», que George pensó que era el nombre de la mujer, pero luego ella también lo gritó. Había algo inexplicablemente divertido en el hecho de que una perra se llamara Mary, tal vez fuera por la reina, y se rio para sí mientras permanecía allí de pie, con el brazo ardiendo por culpa de la mano de Cecil; aunque aquello no era nada comparado con el dolor lacerante que sentía en la parte trasera de los muslos y en el medio del pecho por la cercanía musculosa de Cecil, por aquellos labios que le mandaban callar, por la notoria evidencia de su excitación sexual. George respiraba medio distraídamente, suspirando, mientras se le aceleraba el corazón. Volvieron a oír ladrar a los perros, un poco más lejos, y los sonidos, no las palabras, de la pareja hablando, ese curioso tono neutro de los matrimonios. Cecil dio unos cuantos pasos cautelosos sobre la hojarasca, agarrando todavía a George con el brazo estirado, escrutando el entorno. Estaban cerca del borde del bosque; bajo la translúcida franja verde de las hojas de haya se veía el campo abierto. Aun así, el comportamiento de Cecil era un poco ridículo; si los dueños de Mary se acordaban de ellos en algún momento, sería su silencio lo que les llamaría la atención, aquella brusca desaparición que resultaba un tanto extraña.

—Vamos un poco más allá —dijo Cecil. George suspiró y le siguió, frotándose la muñeca con aire ofendido. Veía que aquella pantomima de prudencia, aquel dárselas de conocer el bosque, había sido simplemente una mera estrategia de Cecil para ponerse por encima y asumir el control de una situación que por una vez había planeado él mismo. En realidad eran tanto planes como sueños, recuerdos mezclados con ideas descabelladas de cosas que aún no habían hecho y que tal vez nunca pudieran hacer. Cecil, en otras circunstancias, era tan osado que rayaba la imprudencia temeraria. George le permitió ir delante, apartando ramas como resortes sin apenas molestarse en sujetarlas para que pasase su amigo, como si pudiera cuidar de sí mismo. Era todo tan nuevo, el placer entreverado con su opuesto, con pequeños sufrimientos y contradicciones que acababan pareciendo una parte del amor en la misma medida que una clara mirada de aceptación… Observó la espalda de Cecil, la holgada chaqueta de lino gris, los rizos oscuros que se retorcían bajo el borde de la gorra, con una sensación momentánea de estar siguiendo a un desconocido. No sabía qué decir mientras su deseo se iba tiñendo de recelo, porque a veces Cecil era mandón y casi violento. Ahora habían salido de la espesura junto al enorme roble caído hasta el que George habría podido llevarlo por un camino mucho más rápido. Lo habían tirado las tormentas hacía varios inviernos, y él lo había visto hundirse a lo largo del tiempo sobre las ramas destrozadas que lo sostenían, como un gran monstruo nudoso que se fuese acostando lentamente sobre el lecho de sus propios restos en descomposición. Cecil se detuvo y se encogió alegremente de hombros, dejó resbalar su chaqueta y la colgó en la garra que se cernía sobre él. Luego se volvió y extendió las manos, impaciente.

—Ha estado muy bien —murmuró Cecil, levantándose y alejándose luego unos pasos mientras se alisaba la ropa a manotazos. Se quedó de pie, mirando por encima de la mampara de zarzas, le sonrió dulcemente a una ardilla, estiró el cuello hacia los dos lados y se pasó una mano por el pelo. Tenía una manera especial de distanciarse inmediatamente, y parecía que casi contrarrestaba aquellos momentos sombríos de tristeza irracional fingiendo que no había pasado nada. Podría haber dicho aquellas mismas palabras tras una comida meramente aceptable, con la cabeza ya puesta en algo más importante. Relajó los hombros, sonrió y resolló. La ardilla movió nerviosa su cola castaña, subió a tientas por la rama y lo observó de nuevo. A lo mejor había visto toda su actuación. Parecía que aplaudía con sus manitas diminutas. George, que seguía tumbado sobre las hojas, los miró a los dos. Siempre se quedaba asombrado con el desapego de Cecil, sin saber muy bien si era una virtud o un defecto. Quizá Cecil considerase de poca categoría que a George le conmocionase tanto la experiencia. La delicada comedia de la recuperación de George, el rictus de inválido y el gemido de protesta por haber sido violado, eran ignorados. Una vez, en el college, había vuelto a su escritorio enseguida porque tenía que terminar de escribir una cosa, y pareció casi contrariado cuando regresó al poco rato y se encontró a George allí echado todavía, como lo estaba ahora, agotado pero mimoso, y anhelando las caricias pacientes y la sonrisa fácil de una complicidad compartida.

—Qué animalito más gracioso —dijo Cecil en un tono juguetón.

—Ah…, pues gracias —dijo George.

—Tú no —dijo Cecil, alzando la barbilla e imitando los mordiscos espasmódicos del roedor.

George soltó una carcajada triste y se sentó con las manos rodeando las rodillas. Quería que Cecil supiera cómo se sentía, pero le daba miedo que lo que sentía estuviera mal; aun así, decírselo sería alabarle, puesto que había causado tan tremendo efecto en él.

—Ayúdeme a levantarme, señor —dijo.

Cecil retrocedió, le cogió las manos extendidas y tiró de él. Y no estaba tan distante; se besaron un par de segundos, lo suficiente para que aquel gesto supusiese una confirmación pero no un reinicio.

Los arroyos corrían por dos o tres lugares del bosque, formando hilos de agua, charcas y pequeñas cascadas entre las enormes raíces de los robles. No eran muy ruidosos; te los encontrabas por sorpresa, justo cuando los oías fluir afanosamente. Arrastraban hojas que se enganchaban y se acumulaban sobre las ramitas y las raíces para formar pequeños diques grises y dorados, con remansos transparentes detrás. En un punto más bajo, junto al lindero del bosque, dos arroyos se convertían en uno solo tras la presa creada por un árbol caído medio sumergido y cubierto de légamo, dando lugar a una poza más grande; en pleno verano no solía tener la profundidad necesaria para bañarse, pero las lluvias recientes la habían vuelto a llenar.

—La parte más baja es más profunda de lo que parece —dijo George.

—Ajá… —dijo Cecil.

—Si te apetece darte un chapuzón… —Le pareció que si no demostraba cuántas ganas tenía de volver a verlo desnudo lo conseguiría. Hasta el momento el fin de semana se había visto perjudicado y obstaculizado por toda una serie de pantalones bajados y camisas medio desabrochadas.

—Métete tú primero y dime cómo está el agua —dijo Cecil.

George esbozó una sonrisa de medio lado, listo pero un poco desilusionado.

—Está bien —dijo, y empezó a desatarse los zapatos.

—Hazlo despacio —dijo Cecil—. Y mírame mientras. —Se acercó hasta el gran roble que había sobre la charca, examinando su tronco retorcido y bulboso en busca de puntos de apoyo para sus pies; luego, en cuestión de unos segundos, trepó hasta la parte baja donde se dividía y fue escurriendo el culo por un trozo de una rama ancha casi horizontal. Se quedó allí sentado, dominando de repente el bosque en la misma medida en que George había creído hacerlo—. Te veo —dijo.

—Y yo a ti —dijo George, desabrochando la parte de arriba de su camisa y sacándosela después por la cabeza.

—He dicho despacio —dijo Cecil.

George fue más despacio, por consiguiente, cuando llegó a los pantalones. Se dio cuenta de que cierta timidez velaba su deseo de agradar. Cecil mantuvo una media sonrisa provocativa de excitación enmascarada de diversión.

—Eres como una tímida criatura silvestre —dijo—, poco habituada a las miradas indiscretas de los hombres. A lo mejor eres una dríade.

—Las dríades son chicas —dijo George—, y como verás yo no lo soy.

—No es que lo vea muy bien. A mí me pareces un poco una dríade. Supongo que vives en este roble en el que estoy sentado.

George dobló sus pantalones de mala manera y los dejó sobre el tocón de un viejo árbol; pero se volvió para quitarse sus calzoncillos blancos, y vio con una pizca de pena que estaban manchados de barro del revolcón de hacía diez minutos.

—Qué tímido eres —dijo Cecil, casi enfadado. George echó un vistazo por encima del hombro, y su preocupación por la mancha de barro se diluyó en aquella sensación aún más extraña de estar desnudo en el bosque moteado de luz, donde cualquier paseante podría verlo, y además con Cecil completamente vestido mirándolo fijamente. Pisando con cuidado las hojas muertas y las bellotas de roble, fue bajando hacia la elipse abierta del agua. Hacía un día cálido, pero al entrar y salir de los parches de sol se estremecía con el aire que le daba en la espalda. Se dio cuenta de que le excitaba el papel que estaba interpretando, aquel simulacro de obediencia en el que, sin embargo, se realzaban su valía y su belleza. Era increíble saber que era lo que Cecil más deseaba. Se agachó, todavía de espaldas a él, y examinó el agua, que era marronosa, cenagosa, y se agitaba ligera pero continuamente a causa del riachuelo que caía sobre ella. El sol chispeaba al otro lado, a unos seis metros. Metió despacio una pierna en la superficie fría, e inmediatamente, en cuanto sintió las garras heladas del agua, se tiró de golpe. Giró en círculo, se detuvo y gritó jadeando:

—¡Está buenísima!

Ahora era el momento de observar a Cecil, siempre más dispuesto y más acostumbrado a desnudarse. Su técnica consistía en desembarazarse de su ropa tirando de ella mientras meneaba el cuerpo y darle luego un puntapié. Descendió por la pendiente cubierta de hojas pavoneándose como un sátiro bronceado y fibroso, con las pantorrillas y los antebrazos muy velludos. Luego saltó dentro de la pequeña poza casi encima de George y lo obligó a sumergirse un par de segundos; las piernas de los dos se enredaron violentamente cuando George se agarró a él, asustado y excitado. Quería que Cecil se tranquilizara, pero que no se soltara. Nadaron en círculo, el uno alrededor del otro, escupiendo agua, riéndose, mientras la superficie del agua se calmaba y burbujeaba alternativamente. Bajo ella, sus pies pateaban las ramas, revolvían las hojas y el fango. Cecil estiró el brazo, se lo pasó por el hombro y hundió a George sin piedad en el agua.

Se quedaron echados un rato más para secarse en el borde del bosque, donde daba el sol bajo la alta orla de hojas. El campo que se extendía más allá ya había sido arado, y las matas de hierba de la tierra que quedaba sin labrar estaban descoloridas y pisoteadas. El arroyuelo que chorreaba de la poza donde se habían bañado corría a sus espaldas por una larga zanja plagada de zarzas, y apenas hacía más ruido que los variados cantos de los pájaros. George había vuelto a ponerse los calzoncillos, pero Cecil se tendió desnudo, apoyado en los codos, contemplando con el ceño ligeramente fruncido su propio cuerpo. A George le encantaba la seguridad que tenía en su propio cuerpo, y al mismo tiempo le alarmaba un poco, aunque en parte gratamente; se acordó de la spaniel llamada Mary, y miró hacia la curva del lindero del bosque esperando incluso ver la blusa azul y oír la lacónica cháchara de la pareja. Volvió a mirar a Cecil casi con timidez; le daba la sensación de que nunca se cansaría de mirarlo. Le gustaba la hermosa exactitud de su porte, algo que cualquiera podía ver, pero también le gustaban todas las cosas que no llegaban a ser bellas, o que redefinían ese concepto, cosas normalmente ocultas: los hombros pecosos rebosantes de músculos, las rodillas nudosas con tanto tendón, las vetas de vello moreno pegado a la piel, las manchas oscuras de las picaduras de mosquitos veraniegos que iban palideciendo poco a poco en sus brazos y en su cuello. Tras él se alzaban los vagos pilares y las sombras moteadas de la floresta, «el parque», que para George era el paisaje mágico de su propia soledad. Aquel era el hombre que había penetrado en él sin saber sus secretos; lo había examinado y se había adueñado de él con la misma rapidez; y ahora allí estaba, completamente estirado delante de él. Allí estaba, girando sobre un costado con la mirada perdida para ponerse encima de él, meneándose de modo experimental mientras lo aplastaba y de su pelo empapado caían grandes chorros de agua fría sobre el rostro contraído y jadeante de George.

Fue el sombrero lo que vio primero por encima del hombro de Cecil, mientras su amigo se movía rítmicamente sobre él, rojo y blanco y lejano, pero desplazándose claramente por encima de los helechos, donde el bosque hacía una curva hacia fuera en el borde del campo.

—¡No, no…! —trató de levantar las rodillas y empujó a Cecil con los puños, intentó retorcerse para quitárselo de encima.

—¿Ah, no…? —dijo Cecil jadeando con una sonrisa sarcástica.

—No, Cess, no. ¡Que no! ¡Para! —exclamó levantando de golpe la cabeza para ver más claramente.

—¿Qué pasa? —dijo Cecil en un tono aún más descarado.

—Mi hermana… Viene por el camino.

—¡Santo Dios…! —dijo Cecil desplomándose sobre George, y luego dejándose resbalar hacia el suelo a toda prisa—. ¿Nos ha visto?

—No lo sé… No creo. —George se levantó y se dio la vuelta al mismo tiempo, cogiendo sus pantalones. La ropa de Cecil estaba más lejos, y requirió que gateara rápidamente como un soldado, con las nalgas blancas contoneándose entre la hierba.

—No hay nada malo en tomar el sol, ¿no? —dijo—. ¿Dónde está? —Por un momento el sombrero rojo había desaparecido. Se puso sus calzoncillos de seda, y luego se sentó, más relajado, pero sonrojado y visiblemente excitado todavía.

—Será mejor que te pongas los pantalones —dijo George.

—Estaba tomando el sol… —dijo Cecil.

—Aun así… —dijo George secamente, con una fuerte sensación de que se trataba de una situación muy delicada.

—¿Nos estábamos peleando tal vez…? —Cecil le sonrió, burlón—. De todas formas, ¿qué más da? Sólo ha sido una cosa tipo Oxford, Georgie. No hemos pasado a mayores.

—¡Ponte los pantalones! —dijo George.

Cecil chasqueó la lengua en señal de desaprobación, pero dijo:

—Bueno, a lo mejor tienes razón. No podemos exponer a tu hermana a la contemplación de mi membrum virile.

—Creo que un caballero lo habría dicho al revés —dijo George.

—¿Qué quieres decir? —dijo Cecil—. Soy un caballero de la cabeza a la punta de… los pies. —Y se puso los pantalones agachado, echando un vistazo entre la maleza—. No veo a la maldita niña —dijo.

—Pues era ella seguro. Tiene un sombrero que reconocería a un kilómetro.

—¿Como una especie de sombrero para la lluvia, con el ala más larga por detrás?

—Es un sombrero de paja rojo, con una flor de seda blanca en un lado.

—Suena fatal.

—Pues a ella le gusta. Y lo importante es que se le ve muy bien.

—Cuando hay algo que ver, quieres decir…

George ensayaba una y otra vez varias frases en su cabeza; mientras se abrochaba la camisa iba poniendo caras que parecían indicar desconcierto y sorpresa ante las preguntas de su hermana.

—Bueno, a lo mejor no nos ha visto… —dijo al poco rato.

Cecil se quedó mirándolo con los ojos entornados.

—No te habrás inventado que habías visto a tu hermana, ¿verdad, Georgie?, sólo para que dejara de hacer esas cositas tan de Oxford contigo. Porque ya sabes que esas triquiñuelas no funcionan jamás.

—No, querido Cess, en absoluto —respondió George con una rabia pasajera—. Por el amor de Dios, mañana me quedo sin ti, quiero tenerte todo lo que… todo lo que pueda.

—Mejor así… —dijo Cecil, un poco avergonzado, al mismo tiempo que se ponía de pie y se estiraba, para luego volver a agacharse y ayudarlo a levantarse.

Cuando ya se habían puesto los zapatos y las chaquetas, Cecil dijo:

—Permíteme. —Y mientras lo besaba rápidamente en los labios agarró los sombreros de ambos y cambió uno por otro; se ladeó el de paja de George sobre sus rizos mojados, y encasquetó su propia gorra verde de tweed en la cabeza más redonda y más grande de George, que allí se quedó de una forma que encontró muy divertida. Treparon por el talud, dejando atrás la poza y aquel arroyuelo que llevaba muy poca agua y cuyo ruido enseguida se desvaneció. George se puso a hablar en voz alta sobre asuntos del college, tonterías en realidad, pero cuando retomaron el sendero habían recuperado al aire de dos amigos de paseo, con todo el bosque para ellos solos. En el momento en que divisaron a Daphne, se dieron cuenta de que ella estaba haciendo lo mismo pero a solas, fingiendo haber salido únicamente a tomar el aire, aunque sobre todo con la esperanza de encontrarlos y pegarse a ellos. Era lo bastante lista para no salir a buscarlos abiertamente. Donde el sendero que había seguido se cruzaba con el suyo, Daphne giró tímidamente en su dirección: un sombrero rojo entre los arbustos, como una niña en un cuento de hadas. George se puso furioso con ella, pero sintió también la necesidad de andarse con mucho tacto. Algo en su comportamiento le dijo que no les había visto en la hierba.

—¡Daphne! —le gritó Cecil, y la saludó con la mano cordialmente.

Daphne levantó la vista con auténtica sorpresa, devolvió el saludo con la mano y echó a correr hacia ellos.

—¿Qué opinas? —murmuró Cecil.

—Creo que estamos salvados —dijo George—. De todas maneras, no sabe nada de estas cosas. —No le preocupaba que hubiera sabido lo que estaban haciendo, sino que, dada su asombrosa ingenuidad con respecto a todo, no tuviera la menor idea. La vio comentándoselo a su madre, y a su madre imaginándoselo con más frialdad y astucia.

—¡Señorita Sawle…! —exclamó Cecil, levantando su sombrero de paja prestado mientras se acercaba.

—¡Daphne! —dijo George, y se tocó la visera de la gorra de Cecil con una sonrisa guasona.

Daphne se detuvo a unos tres metros y se quedó mirándolos.

—¡Qué gracioso! —dijo—. Tenéis un aspecto muy curioso.

—Vaya… —Los dos chicos se miraron atónitos bromeando y se dieron mutuamente unas palmadas en la espalda, George tenso por la preocupación de que hubiera otra cosa curiosa en su aspecto. Seguro que Cecil entero irradiaba una lujuria indecible; pero Daphne se limitó a devolverle aquella mirada atónita y luego apartó la vista con una afectuosa sospecha de que le estaban tomando el pelo.

—Aunque no sabría deciros por qué —dijo. Resultaba muy extraño, y a la vez tranquilizador, que no pudiese adivinar lo evidente.

—Qué sombrero tan increíblemente bonito, si me permite decírselo —dijo Cecil, mientras reemprendían juntos la marcha por el camino.

Daphne levantó la vista hacia él con una sonrisa tonta.

—¡Ah, gracias, Cecil! —dijo—. Muchas gracias. —Y mientras continuaban andando—: La verdad es que ya me han echado muchos piropos por este sombrero.

Para George era tremendamente fastidioso que Daphne los acompañase en su camino de vuelta a casa, durante aquellos veinte minutos que él y Cecil podrían haber pasado a solas. Se preguntó cuántas oportunidades más tendrían antes de que viniese la furgoneta a recogerlo por la mañana. A lo mejor después de la cena podrían escabullirse a fumarse un puro. Claro que también podrían levantarse muy temprano e ir andando a la estación, y Jonah podría ir en la furgoneta con el equipaje de Cecil. Iba pensando con cuidado cómo proponer aquellos planes, participando en la charla con un tono de lánguida alegría. Cada vez que se paraban para dejarse pasar unos a otros en un hueco de la maleza, George le daba unas palmaditas a Cecil y a veces Cecil se las devolvía distraídamente. Pronto dejaron el bosque por un sendero diferente y salieron por fin a la carretera… Un cargamento de paja chirriando a su paso en un carromato, un automóvil atrapado detrás, haciendo ruidos de explosión y soltando humo. Le daba la sensación de que Cecil se estaba tomando un interés bastante innecesario en Daphne, inclinándose hacia ella, protegiéndola mientras pasaban corriendo junto al coche apestoso; pero también era consciente de sus celos estúpidos, arrastrando los pies tras aquella pareja cómica, el atleta alto y moreno con las orejas curvadas hacia fuera por un sombrero de paja demasiado grande y la niña pequeña con su sombrero rojo chillón trotando ilusionada a su lado.

Pero allí estaba ya el empinado tejado rojo de Dos Acres, el muro bajo, la verja de entrada, la fila de cerezos de hojas oscuras en el exterior del ventanal del comedor. La puerta principal estaba abierta, como era costumbre en verano, dejando entrever el vestíbulo en penumbra. Al fondo, la puerta del jardín también estaba abierta, con la luz del atardecer destellando suavemente en el roble encerado, en un cuenco de porcelana; se podía atravesar directamente la casa, como una brisa. Sobre la puerta había una herradura clavada, y debajo de ella la vieja cruz de palma. George percibió la conjunción invisible de diferentes magias, distintas maneras de atraer la suerte. Era algo extraordinario lo que estaban haciendo él y Cecil, una aventura loca y vertiginosa. En el perchero del vestíbulo colgaba el bombín impecable de Hubert, y también el viejo sombrero hongo de su padre que estaba siempre allí, como si él pudiera regresar, o como si, habiendo regresado, tuviese la necesidad de volver a salir. Cecil miró alrededor con el sombrero de Cecil en la mano, y lo tiró al aire con un pequeño giro de muñeca para que cayera en una percha vacía.

—¡Hala! —dijo con una sonrisita de satisfacción dedicada a George y a sí mismo. George se dio cuenta de que le temblaba la mano cuando colgó la gorra de Cecil al lado.