Freda levantó su copa y examinó la mesa con la sonrisa tolerante de alguien que no ha estado prestando atención. Pero sí, efectivamente, hablaban de Alemania otra vez, y ahora Harry decía: «Cada día que pasa nos acerca más a la guerra con Alemania», una frase hecha suya que empezaba a molestarla.
—Voy mucho a Hamburgo de viaje de negocios —explicó—, y sé lo que he visto.
A Freda le importaba un comino la idea de una guerra con Alemania, y le irritaba que Harry la predijera de una manera tan insistente; pero Cecil parecía listo para el combate; decía que aprovecharía la más mínima oportunidad. Era conmovedor, y un poco cómico, ver la indecisión de George. Costaba imaginarse a alguien menos dispuesto a luchar, pero estaba claro que no quería defraudar a Cecil.
—Supongo que yo haría lo mismo, ¿no?, si se presentara la ocasión —dijo.
—No me cabe la menor duda, amigo —dijo Cecil, y se las arregló, girando lentamente la cabeza, para que todos contemplaran su perfil. Ya les había contado lo mucho que le gustaba matar animales, y desde luego los alemanes representaban un salto cualitativo apasionante con respecto a los simples zorros, faisanes y patos. Freda se alegraba de que Clara no estuviese allí esa noche: su hermano, que al parecer era su único pariente, formaba parte del ejército del káiser, aunque tenía una especie de cargo administrativo, gracias a Dios.
—No estoy muy segura de que quiera que despedacen a mis hijos —dijo en un tono gracioso, pero la imagen los sobresaltó a todos; los propios chicos brillando a la luz de las velas, y Huey limpiándose el bigote con una servilleta blanca. En un tono severo pero afable, Huey dijo:
—Esperemos que las cosas no lleguen a ese punto, madre.
—Creo que nuestros chicos están listos para la pelea —dijo Elspeth.
—Sí, pero usted no tiene hijos que se peleen, querida —dijo Freda. Elspeth era la hermana soltera de Harry, y uno no podía dejar de preguntarse adónde iría si Harry decidía casarse. Había llevado su casa durante tantos años que costaba imaginársela en una casa de su propiedad. Pero a alguna parte tendría que ir… ¿Aunque no había algo absurdo en la propia frase Harry marry[3]?
El postre era una macedonia de frutas, con manzanas del huerto. Cecil, a la derecha de Freda, comía rápido y sin placer aparente, incluso con un aire ligeramente contrariado. Resultaba descorazonador para una anfitriona, pero ¿sería quizá un signo de buena educación no recrearse en la comida? Algo que te ponían delante los criados, algo que te impedía hablar, por brevemente que fuera, sobre asuntos que eran más importantes. Esa noche George estaba sentado junto a Cecil, y en cierta forma hacía frente común con él; de cuando en cuando posaba la mano sobre su manga y le susurraba algo aprovechando las voces más chillonas de alrededor, pero Cecil prefería dirigirse a toda la mesa. Cecil también había estado en Alemania, y aportó de una forma bastante aplastante un montón de información sobre los aspectos militares e industriales, la mayoría aparentemente sin traducción. Freda, cuyo alemán se limitaba a expresiones heroicas de amor, lealtad y venganza, o a cómo pedir un coñac o agua, enseguida se sintió triste y en cierto modo apabullada. Su alemán era apasionado, correcto aunque poco estructurado, una maraña de pautas entrelazadas y redimidas para siempre por su amor a los Volsungos, los Murmullos de la Floresta y la Despedida de Wotan, los diez minutos más intensos de sus diez años de viudez. Un escalofrío le recorrió la columna, y metió para dentro el labio de abajo sólo de pensarlo.
La distribución de los asientos era extraña, con Daphne frente a los dos chicos y flanqueada por Harry y Elspeth. Daphne también parecía apabullada, pero revivía rápidamente en cuanto Cecil le prestaba atención. Por regla general, Harry le proporcionaba cierta aura, a veces incluso cierta chispa, a Hubert (de todos los amigos de Freda era el que le hacía más caso), pero esa noche Huey parecía algo preocupado. ¿Estaba un poco celoso por la evidente fascinación que Harry ejercía sobre Cecil? Harry, que por lo visto conocía todas las novedades literarias, tenía una serie de preguntas que hacerle sobre las figuras destacadas de Cambridge.
—¿Conoce al joven Rupert Brooke? —le preguntó.
—Ah, Rupert Brooke… —dijo Freda—. ¡Qué Adonis!
Cecil sonrió con un resoplido nasal, como ante un malentendido bastante elemental.
—Pues sí, conozco a Brooke —dijo—. Solíamos vernos mucho en el college, pero ahora menos, claro.
—Mi madre cree que la obra de Rupert se adelanta a su tiempo —dijo George.
—¿En serio, querida? —dijo Elspeth, con un destello de preocupación.
Freda pensó que era mejor no protestar; una madre tenía que hacerse la tonta de vez en cuando.
—No me entusiasmó leer la descripción de su mareo en el mar —dijo—, si he de ser sincera.
—Ah, ¡lo de «vomito pedacitos de carne»! —dijo Daphne.
—Gracias, niña, he dicho que no me entusiasmó. —En realidad, era una de esas frases tontas que les gustaba repetir, una de esas coletillas infantiles que hacían que la familia entera acabase llorando de risa, pero que desde luego no estaban destinadas al mundo exterior. Freda le lanzó una mirada recriminatoria a su hija, en parte para evitar su propia sonrisa de complicidad. Le daba la sensación de que Cecil iba a llevarse una mala impresión de todos ellos.
—No soy ningún entendido en poesía —dijo Hubert, como si hiciera falta que lo dijera, listo para llevar la conversación por otros derroteros.
—Yo estoy menos al día en poesía inglesa —dijo Elspeth.
—Siempre me gustan los artículos de Strachey en el Spectator —dijo Harry—. Lo conocerá, ¿verdad?
¿Volvía quizá a flotar en el ambiente el Club de los chicos, aquella «Conversazione Society» tremendamente importante que no le estaba permitido mencionar?
—Sí, vemos a Lytton de vez en cuando —dijo Cecil con cierta reserva.
—Es increíblemente listo —dijo Elspeth.
—¿Pero quién es, querida? —preguntó Freda.
—Lytton Strachey… Debes de haber visto sus Hitos de la literatura francesa.
—Ah…, pues…
—A Harry le parecieron peores que a mí.
—Prefiero más grano y menos paja —dijo Harry.
—Todos creemos que Lytton escribirá algo genial algún día —dijo Cecil melosamente.
—A mí me es indiferente —dijo George.
—¿Y eso por qué, querido? —dijo Freda en tono burlón, a pesar de que creía que nunca había oído hablar del tal Strachey antes.
—Pues no lo sé —masculló George, y se ruborizó, y luego pareció un poco enfadado.
—Nadie puede negar —dijo Cecil— que el pobre Strachey tiene una voz la mar de ridícula.
—¿Ah, sí…? —Freda sabía que no debía mirar a Daphne a los ojos.
—Lo que ustedes, los que entienden de música, denominan un falsetto, creo. Lo que hace que le resulte imposible hablar en público.
—Hasta en privado le es bastante imposible —dijo George.
—Bueno, afortunadamente no tenemos que escuchar a ese tipo —dijo Harry— o, en el caso de su madre, leerlo siquiera. —Se quedó mirando a Freda, que estaba a su lado, con una sonrisita de connivencia paternal, y luego a Hubert, que se rio, inseguro. Era algo que había que soportar, aquel humor distante que acababa convirtiéndose en sarcasmo. Era un hombre amable y generoso, curiosamente generoso quizá para alguien tan frío, pero nunca se podía tener la certeza de que fuera a caer bien.
—Bueno, y ya que sacamos el tema de hablar en público, aunque sea ante un público poco numeroso… —dijo Cecil pícaramente, y le echó una mirada rara a Daphne.
—¡Es verdad! —dijo Daphne, con una vivacidad infantil ante el súbito toque de atención—. ¿Qué pasa con nuestras lecturas, Cecil?
—Pero, querida, ¿qué historia es esa? —dijo Freda, temiéndose que Daphne estuviese a punto de aburrir a sus invitados.
—Ha sido idea de Cecil —dijo Daphne.
—A lo mejor sólo lo ha dicho por cortesía.
—En absoluto —dijo Cecil.
—Madre, ¡Cecil se ha ofrecido a leernos algo! —dijo Daphne, casi como si Freda estuviera sorda y también loca para ignorar semejante ofrecimiento.
—Muy amable de su parte, Cecil —dijo Freda—, diga lo que diga. ¿Pero está seguro…? —Ella misma, claro, había propuesto algo parecido la noche anterior, para que volviesen del jardín a casa.
—Tal vez podría leernos algunos poemas suyos —dijo Harry con un aire solemne, para demostrarle a Cecil que su fama le había precedido.
Cecil sonrió y volvió a mirar hacia abajo.
—Bueno, a Daphne y a mí se nos ha ocurrido la idea, ¿saben?, de que cada uno de nosotros lea en voz alta su poema favorito de Tennyson.
—Dios mío, pues no sé qué decirle —dijo Freda, pensando que no podría hacerlo sin sus gafas. Y Hubert dijo afectuosamente:
—Ah, no, amigo mío, preferimos escucharle a usted.
—Bueno, si realmente les apetece… —dijo Cecil, con una astuta pizca de disgusto.
Freda miró a Daphne, cuyo deseo de actuar ante todos ellos parecía haber sucumbido a su fascinación por Cecil. Para una anfitriona, una lectura así era potencialmente comprometedora, pero, evidentemente, también podía suponer un triunfo y algo que recordarían durante años. Harry se lo había pedido, y no quería desilusionarlo. Le daba miedo que Harry se aburriese.
—Está bien —dijo—. Entonces… ¡después de cenar! —Y luego añadió—: Sabe que lo conocimos, ¿verdad?
—Esto le va a interesar, Cecil —dijo Hubert.
—¿A quién dices que conocisteis, querida? —preguntó Elspeth.
—Pues a Lord Tennyson. Sí, de verdad —respondió calurosamente, posando un momento una mano sobre la manga de Cecil. Cecil sonrió cortésmente ante ese gesto, hasta que tras un breve apretón ella la retiró—. Estábamos de luna de miel, así que nos pareció un buen augurio. —Miró alrededor con la satisfacción de haber captado la atención de toda la mesa, pero se angustió un poco por la expresión de George, que tenía las cejas levantadas con una indulgencia burlona. Sintió que intentaba eludir la historia que ella tenía por fin la oportunidad de contar. Sabía que tenía una forma particular de contarla, y sabía también por experiencia que tendía a omitir algún detalle—. Estábamos de luna de miel —repitió para tranquilizarse; dejó que sus ojos se posaran inquisitivamente en Harry, mientras aquella expresión intrigante resplandecía a la luz de las velas. Le parecía que no había escuchado la historia antes, pero no estaba segura del todo—. Fuimos a la Isla de Wight… ¡Frank decía que quería cruzar el mar conmigo!
—Muy típico de él —dijo Hubert, meneando la cabeza en señal de cariño.
—Ya saben que se va en ferry desde… Lynmouth, ¿no?
—Lymington, creo… —dijo Harry.
—¿Por qué me confundiré siempre?
—También se puede cruzar desde Portsmouth, claro —dijo George—, pero queda un poco más lejos.
—Deja que nuestra madre cuente la historia —dijo Daphne, decepcionada a partes iguales por la historia y por las interrupciones.
Freda dejó que Harry le llenase la copa, y le dio un trago largo y generoso al vino.
—Debía de ser media tarde. ¿Han ido en ese ferry? ¡Da la sensación de ir vagando tranquilamente hasta la Isla de Wight, como si tuviera todo el tiempo del mundo! O a lo mejor es que nosotros estábamos impacientes… Recuerdo que la reina se encontraba en Osborne, y Frank dijo que había visto al oficial de la casa real con las cajas rojas[4]; había que llevarlo todo de acá para allá en el ferry, claro; debía de suponerles un gran esfuerzo.
—No creo que les importase —dijo Hubert—. Se trataba de la reina, al fin y al cabo, y ese era su trabajo.
—No…, seguramente no. El caso es que íbamos sentados dentro, porque yo tenía bastante frío, ¡pero a Frank siempre le produjeron mucha curiosidad los barcos!
—Digamos que a mi padre le fascinaban todos los medios de transporte —dijo Hubert.
—Y Frank me preguntó —dijo Freda— si me importaba que saliera a echar un vistazo, aunque fuese nuestra luna de miel.
—Y se topó con Tennyson —dijo Cecil, que se había inclinado por encima del plato, adoptando una postura encorvada de atención.
—Bueno, ¡yo no sabía que era él! —dijo Freda, bastante abochornada por la economía narrativa de Cecil—. A Frank siempre le había gustado cruzar unas palabras con el capitán y esas cosas, ¿saben? El caso es que, al cabo de un rato, le vi apoyado en la barandilla junto a una figura realmente extraordinaria.
—Sin duda —dijo Cecil—. Debía de coger ese ferry a menudo para ir a Farringford.
—Pues sí… ¡Pero yo me asusté mucho! —dijo Freda. Y se puso a contar con una ligera sensación de pánico la parte de la historia que se sabía mejor; hasta se la sabía palabra por palabra de haberla contado tantas veces—. Era un anciano alto; incluso a su edad era más alto que Frank, aunque ya debía de tener ochenta años. Es como si lo estuviera viendo, llevaba una capa sobre el traje y… —en ese punto siempre hacía unos gestos muy amplios en torno a su cabeza— un sombrero muy grande fuera de lo corriente, y desde atrás…
—Un sombrero de ala larga —dijo George.
—Sí…, y desde atrás se le veía aquel cabello… —siempre bajaba la voz— tan sucio. Es como si lo estuviera viendo. Lo primero que pensé fue que estaría importunando a Frank, ¿comprenden? Vamos, ¡que era un mendigo o algo así! ¡Figúrense!
—¡El Poeta Laureado de Inglaterra! —exclamó Hubert.
—El caso es que estuvieron charlando un rato. Al parecer el capitán le había contado que éramos recién casados. —Le dio otro sorbo al vino, mirando a Harry por encima de su copa. Le latía el corazón de un modo absurdo.
—¿Y de qué hablaron, mi querida madre? —apuntó George con una sonrisa bastante tensa.
—Ay, me he olvidado…
—¡Vaya por Dios! —dijo Cecil, echándose hacia atrás de golpe, como si hubiera pagado mucho dinero por poca cosa, pero también, curiosamente, como si ya la conociera lo suficiente para tomarle el pelo. Ella se rio de sí misma y volvió a posar la mano un momento sobre su manga.
—Lord Tennyson dijo… La verdad es que no debería contarlo. —Sintió como un nudo de incoherencia en el pecho.
—No se lo diremos a nadie —dijo Elspeth amablemente, pero como si se lo dijera a una niña un poco irritante.
Con una voz ronca y supuestamente de pueblo, Daphne gritó:
—Dijo: «Necesitamos más “puñetas”, joven».
—Francamente, niña… —dijo Freda, riéndose y poniéndose colorada.
—«¡Menos “qué horror”, joven, y más “pero qué puñetas”!» —tronó Daphne.
—¡Desde luego, tenía los pies en la tierra! —dijo Freda.
Cecil se echó a reír, con aquella risa suya breve y sonora, y un vago sentimiento de diversión y alivio se extendió por la mesa: las risas debidas en parte a la ridícula actuación de la niña.
—Así que eso fue todo lo que consiguieron sacarle al gran poeta —explicó Daphne con su voz normal—. No se le escapó ningún verso. Solamente —y volvió a meter la barbilla—: «Más “puñetas”, joven».
—¡Ya basta, niña…! —dijo Freda.
—Supongo que se entiende lo que quería decir —dijo Harry.
—Que a esas alturas ya estaba harto de palabras exquisitas —dijo Hubert, claramente orgulloso de la anécdota familiar y consciente de su interés.
—El pobre Frank se quedó un poco desconcertado —dijo Freda, sintiéndose un tanto insegura por la hilaridad menguante, y dándose cuenta de que se había olvidado de contar lo que Tennyson había dicho sobre las lunas de miel. También había sido algo un poco desconcertante, y pensó que era mejor dejarlo pasar.
—La verdad es que podía ser muy franco —dijo Cecil, mientras partía una nuez de Brasil con las mandíbulas plateadas del cascanueces.
—Pero qué puñetas…, muy franco…, podríamos decir —dijo George, sonriéndoles socarronamente a todos.
—Si no se puede ser franco a los ochenta… —dijo Daphne.
—Podía ser realmente franco —repitió Cecil con la boca llena de nueces, y de repente también con el vulgar aspecto característico de estar muy borracho—. Recuerdo que mi abuelo lo decía; lo conocía muy bien, por supuesto.
—¿En serio? —dijo Freda, casi gimiendo.
—Dios mío, sí… —dijo Cecil, y a aquel énfasis tan rotundo le siguió una absoluta pérdida de interés; su cara se quedó fofa y sin expresión, y él torció la cabeza.
Cuando las señoras se retiraron para tomar café, se cerró bien la puerta del comedor, pero los sonidos más altos atravesaban el vestíbulo: el ladrido de Cecil, y de cuando en cuando las notas desmañadas de la risa de Huey. Nunca se sabía muy bien qué ocurría mientras se iban pasando la licorera; fuese lo que fuese, se quedaba entre aquellas cuatro paredes. Lo único que traían consigo después era un espíritu deportivo de solidaridad y la reconfortante peste a habano. El grupo femenino, en cambio, carecía claramente de objetivo y de estrategia.
—Ay, Dios mío… —dijo Freda, haciéndole una vaga seña a Elspeth para que se sentara.
—Me quedaré un rato de pie —dijo Elspeth, cogiendo su taza de café, rechazando un licor con cierto repeluzno y caminando hacia el fondo de la estancia para echar un rápido vistazo a los adornos y los cuadros. En Mattocks, evidentemente, tenía una colección de pintura bastante completa, extrañas obras representativas de varias escuelas europeas. Uno miraba alrededor con cierta aprensión.
—¿Y tú, niña? —dijo Freda—. ¿Un licorcito de jengibre tal vez?
—No, gracias, madre.
—¡Pues claro que no! —dijo Elspeth.
—Oh, bueno —dijo Daphne—, quizá un poquitín, madre, si haces el favor.
Elspeth era combativa, pero no se enojaba fácilmente. Volvió a cruzar la habitación y se encaramó en el borde del asiento de la ventana. De espalda recta, elegante pero sobriamente vestida en varios tonos de gris, tenía algo de la sagaz belleza de Harry y, la verdad sea dicha, de su frialdad.
—Vuestro joven poeta me parece muy sorprendente —dijo.
—Es que lo es —dijo Freda, sorbiendo el borde de un vaso peligrosamente lleno de Cointreau. Se sentó con cuidado—. Ha causado bastante impresión por estos lares.
—Tiene cierto atractivo —dijo Elspeth—, aunque tampoco demasiado.
—Pues yo lo encuentro muy atractivo —dijo Daphne.
Freda le echó una mirada a su hija, que estaba colorada y tenía un aire un poco provocador, como si ya se hubiera tomado su copita. Con un vago deseo de molestar dijo:
—Daphne lo encuentra atractivo, pero piensa que habla demasiado alto.
—¡Pero madre! —dijo Daphne—. Eso fue antes de conocerlo.
—Si llegó anoche, cielo mío —dijo Freda—. Ninguno de nosotros lo conoce bien del todo aún.
—Pues yo creo que lo conozco —dijo Daphne.
—Se ve que George está muy apegado a él —dijo Elspeth— al estilo de Cambridge.
—Por supuesto que George le adora —dijo Freda—. Cecil ha hecho tanto por él. Le ayudó mucho, ya sabe, todo eso…
Elspeth le dio un rápido sorbo a su café.
—Pero George le adora un poco como si fuera un héroe, diría yo, ¿no le parece?
Aquel comentario hacía que George resultara un poco tonto.
—¡Pero George no es ningún tonto! —dijo Freda. Vio que un matiz de placer despuntaba en el rostro de Daphne, de esa manera en la que, una y otra vez, una niña se fija en una nueva frase, una nueva concepción.
—Es verdad que le adora como a un héroe —dijo Daphne, asintiendo sinceramente con la cabeza. Se oyó una gran carcajada colectiva proveniente del otro lado del vestíbulo, que casi puso en evidencia los pequeños intentos de diversión de las damas—. Me pregunto de qué estarán hablando —añadió Daphne.
—Casi mejor que no lo sepamos, ¿no crees? —dijo Freda.
—¿Qué será, de todos modos, que no les parece adecuado para nuestros oídos? —dijo Daphne.
—Serán un montón de disparates —dijo Elspeth.
—¿A qué se refiere, querida?
—Lo sabe de sobra —dijo Elspeth.
—¿Quiere decir que están hablando de mujeres? —preguntó Daphne.
—En ese caso deben de conocer a algunas mujeres muy divertidas —dijo Freda mientras se oía otro estallido de carcajadas. Tenía la inquietante sensación de que Harry, que siempre era tan serio con ella, adoptaba una personalidad completamente distinta cuando no había señoras delante—. Frank siempre decía que el secreto consistía en que no querían aburrirnos, pero que no les importaba aburrirse. Siempre apuraba mucho la jugada. Quería volver enseguida con las mujeres. —Aquella idea era profundamente conmovedora.
Fingiendo indiferencia, Daphne preguntó:
—¿Da usted muchas fiestas, señorita Hewitt?
—¿En Mattocks? No muchas, no —respondió Elspeth—. El pobre Harry está siempre tan ocupado…, y también suele estar fuera, claro.
—Así que los comensales brillan por su ausencia… ¡Pobrecita! —dijo Freda—. En ese palacio…
—No crea que me importa —dijo Elspeth secamente.
—Y entre todos esos cuadros maravillosos… —dijo Daphne, propasándose un poco en opinión de Freda.
—A Harry debe de irle muy bien.
Pero Elspeth pareció hacer acopio de orgullo ante aquel comentario, y al levantarse para posar su taza de café consiguió dejar a un lado el tema de las perspectivas de su hermano. Freda continuó en un tono que a ella misma le sonó forzado.
—Y ese vestido, querida, quería preguntarle… ¿es de nuestra fantástica Madame Claire?
Elspeth arrugó la nariz como pidiendo disculpas.
—Es de Lucille —respondió.
—¡Ah, qué bien!
—Sí —dijo Elspeth—. No puedo negar que Harry me tiene a la última moda.
—¡Desde luego! —dijo Freda, con una rápida y creciente sensación de que la habían puesto en su sitio. Evidentemente, Elspeth podría haber querido insinuar que haría lo mismo con su esposa, pero Freda tenía bastante claro que estaba diciendo que ella no tenía la más mínima posibilidad de serlo.
Se oyó el ruido de una puerta al abrirse, y Daphne dijo:
—Ah, aquí vienen los caballeros.
—Pues sí —dijo Freda, levantando la vista hacia el grupo cuando reaparecieron con sus discretas sonrisas de diversión. Era como si hubieran tomado una decisión, pero no les estuviera permitido darla a conocer. Harry dejó pasar a Cecil en la puerta, y luego esperó un momento para hacer lo mismo con Hubert; entró rodeándole prácticamente los hombros con un brazo, como para darle las gracias y también seguridad. Huey había bebido más de lo habitual, y tenía una mirada ardiente y vacilante, pues era el anfitrión de tres hombres más listos que él.
—Bueno, y entonces… —estaba diciendo, seguro que tan contento como habría estado su padre por haber dejado atrás aquella parte de la velada—, ¿cómo lo vamos a hacer?
Hubo una pequeña discusión sobre dónde se iba a poner Cecil y cómo había que colocar las sillas. George preguntó si no les parecía que hacía un calor tremendo en la habitación y abrió los ventanales.
—¿Por qué no nos sentamos fuera? —dijo Daphne.
—No digas tonterías —dijo Freda. La lectura ya implicaba bastantes riesgos de por sí. Se quedó mirando a Harry, con la esperanza de que, al mover las sillas hacia atrás, se sentara a su lado. Él cogió una butaca ciñéndola entre los brazos con un gesto imperioso, provocando al mismo tiempo un agradable efecto de tensión en aquellas piernas ceñidas por unos buenos pantalones mientras la quitaba de en medio. Se formó un semicírculo desigual delante del ventanal. Cecil puso una lámpara sobre una mesita que había fuera, en el camino enlosado, y una silla junto a ella. Era como un teatrillo. La lámpara iluminaba los arbustos, las malvarrosas inclinadas y las pequeñas y livianas linternas chinas que tenía justo detrás, pero hacía que todo lo que quedaba más allá o más arriba pareciese aún más sumido en la oscuridad.
—Ya que alguien me lo ha pedido tan amablemente —dijo Cecil, echándole una mirada confiada a Harry—, leeré un par de poemas míos antes de escalar las cimas del…, mmm, monte Tennyson. —Se sentó con un ejemplar del Granta sostenido bajo la lámpara con el brazo estirado—. Espero que no les parezca pretencioso que lea un poema sobre Corley. En cierta forma, ¡ese lugar es una fuente de inspiración para la poesía! —Se oyeron varios murmullos de indulgencia y respeto. Cecil alzó la barbilla y las cejas, y luego, como si se dirigiera a una asamblea, o mejor a una congregación, de unas cien personas, comenzó—: «¡Las luces del hogar! ¡Las luces del hogar! / Tan visibles a leguas de un jardín reluciente, / los bosques en penumbra, la tierra perfumada, / apenas entrevista a los pies de un caballo / mientras entre los bosques de Corley voy batiendo / mi afortunada senda en medio de la noche». El efecto era tan impresionante, Cecil salmodiando las palabras como un sacerdote pero con tan poco énfasis en su significado que Freda se quedó totalmente perpleja y sin saber de qué estaba hablando. Sus ojos se posaron inmediatamente en Daphne, que sonreía y guiñaba los ojos por una necesidad repentina de controlar sus sentimientos. Hubert se quedó bastante pasmado unos segundos, pero enseguida frunció el ceño astutamente, como comparando aquella lectura con otras que había presenciado. Harry y Elspeth, más acostumbrados, la verdad, a veladas literarias, esbozaron casi una sonrisa serena de admiración. George se había vuelto para mirar directamente al jardín, y no se le veía la cara; ¿era la luz de lámpara lo que hacía que pareciese que tenía las orejas muy coloradas?
Freda le dio un sorbo furtivo y vigorizador a su copa, y sonrió en señal de aprobación hacia donde se encontraba Cecil. Siempre le pasaba lo mismo cuando le leían algo, incluso cuando la lectura era más meditada y tranquila; al principio apenas podía asimilar las palabras, como desconcertada por su propia concentración; luego se calmaba y centraba su atención; y después, a los diez minutos aproximadamente, le parecía que aquello no acababa nunca; la voz de Cecil, como la de todo el mundo, tenía sus propias pautas, unas pautas que se repetían más o menos de la misma forma en las subidas y bajadas de los poemas, de modo que todas las palabras acababan pareciendo iguales. «Los pasos del cervato por entre los helechos», sabía lo que quería decir, pero le entraban ganas de reírse. «El amor no siempre entra por la puerta más grande», dijo Cecil en aquel tono tan de homilía. Ella echó la cabeza hacia atrás y examinó distraídamente el perfil de Harry, adusto pero delicado, y su fuerte pierna izquierda echada hacia fuera, palpitando inconscientemente al ritmo de su corazón. ¿Se lo habían herido o destrozado en algún romance anterior? Pensó que eso debía de ser. Una no se lo imaginaba adorándolo, exactamente; pero era rico, y generoso con su dinero, eso había que reconocérselo, y también su conmovedora ternura para con Hubert; pocas personas entendían al pobre Huey como lo hacía Harry. Pero había algo problemático en él: tal vez su soltería fuese tanto una advertencia como una invitación. Apartó la vista con una sonrisa melancólica. Nadie había dicho nada sobre la duración de aquel acontecimiento; a medida que se fue llegando a posibles finales que fueron dejados atrás sin ningún comentario de sorpresa ni predicción alguna, Freda se fue intranquilizando y luego lo contrario, cuando cerró los ojos para no tener que mirar realmente a Cecil e intentar paladear así el sentido, la cálida ráfaga eléctrica de ruidos, los pasos confiados de situaciones completamente nuevas con toda su lógica preexistente, la conversación con Miriam Cosgrove en una playa de Cornualles…, tenían que hacer las maletas, les quedaba muy poco tiempo antes de que saliese el tren, y habían equivocado el camino del hotel, estaban completamente perdidas, y entonces…, ¿fue precisamente un silencio lo que la despertó, con su propia tensión extraña? Se irguió y volvió a coger su copa vacía.
—Absolutamente maravilloso —murmuró, ahora un poco mareada y con la vista un poco borrosa. Se obligó a despertarse del todo—. ¡Una noche memorable!
—Les voy a leer mi fragmento favorito —dijo Cecil, y le dio un sorbo ensimismado a su vasito, ¿estaba bebiendo agua o whisky?—. «Sin que nadie la mire, se mecerá la rama».
—Ay, sí, me encanta ese trozo —dijo Freda, exagerando un poco para compensar; su hija le lanzó una mirada furiosa.
—«La tierna flor caerá».
—Ay…
—«Sin que nadie la ame, se volverá oscura el haya, / se agostará el arce». —Con amplios gestos de su brazo derecho iba abarcando el jardín que se extendía tras él.
Sintiéndose de repente deliciosamente despierta, Freda sonrió en torno, le echó una mirada casi conspiratoria a Harry, que hizo un pequeño gesto de asentimiento con la cabeza, complacido. Elspeth bajó los ojos al darse cuenta. Era un hermoso poema, triste pero hermoso. «Sin amor, el girasol, dorado, / rodeará de llamas su disco de semillas». Una vez más, podía imaginarse una lectura más sentida (¿o quería decir menos sentida?); en cualquier caso sin aquel tono que le recordaba la abadía de Westminster. El pobre Huey estaba completamente dormido; muy bien podría haberse tratado de un largo sermón inmisericorde. Se preguntó si podría darle un codazo discretamente o llamar su atención de alguna manera, y sintió que tras su consternación se escondía otra risita. Bah, mejor dejarle dormir. Sus otros dos hijos, en actitud de apoyo, flanqueaban el escenario: George reflexionando sutilmente sobre la importancia de Cecil, mientras que la cara de tonta de Daphne reflejaba cierta tensión por su deseo de responder al poeta. Freda podía jurar que no se estaba enterando de nada.
Sin amor, por numerosos bancos de arena
borboteará el arroyo planicie abajo,
ya sea al mediodía o cuando va girando
la menor de las Osas en torno a la Polar.
Y los dedos largos y poderosos de Cecil, reclamando la atención de su público, volvieron a retorcerse ante él, arrojando una sombra teatral sobre su rostro.
Sin cuidado, la espesura ventosa envolverá
y anegará los refugios de garzas y porzanas;
o se quebrará en flechas de plata
la luna navegante de calas y ensenadas…
En ese momento levantó la vista con un toque sorprendente de cómica desventaja, pero prosiguió muy decidido:
Hasta que del jardín y de la espesura
brote una conjunción nueva,
y año a año el paisaje vaya haciéndose
más familiar para el hijo del desconocido.
Las primeras gotas indecisas, como pasos delicados o discretos carraspeos, habían ido ganando confianza rápidamente y sonaba ya una ráfaga de ruido de gotas; el propio Cecil, que no era ajeno a los elementos, también fue apurando la lectura, alzando la voz justo cuando debía rematar el poema; continuó con mucho énfasis:
Como año a año el labriego labra
su terruño asignado, o adecenta los claros;
y año a año se desdibuja la memoria
y se aleja más y más del anillo de colinas…
Pero ahora se habían levantado todos para mover la lámpara y cerrar los ventanales, y sus últimas palabras se convirtieron en un grito atrevido contra el rugido cada vez más fuerte de la lluvia.