8

En cuanto salieron los caballeros, Jonah subió las escaleras, y ya estaba casi arriba cuando se dio cuenta de que había olvidado los zapatos del señor Cecil y se dio la vuelta para ir a buscarlos. Pero en ese mismo instante oyó voces en el vestíbulo de abajo. Debían de haber entrado un momento en el estudio que quedaba a la derecha de la puerta principal, y ahora estaban junto al perchero, cogiendo los sombreros. Jonah se quedó donde estaba, sin esconderse pero en la penumbra, en el recodo de las escaleras.

—¿El tuyo es este? —dijo Cecil.

—Serás bobo… —dijo George—. Venga, vámonos. Creo que voy llevar esto, por si acaso.

—Buena idea… ¿Qué aspecto tengo?

—Tienes un aspecto estupendo, para variar. Jonah te debe de estar tratando muy bien.

—Jonah es un encanto —dijo Cecil—. ¿Te he dicho que me lo voy a llevar a Corley conmigo?

—¡Ni se te ocurra! —Se produjo un pequeño altercado que Jonah no pudo ver, risitas y exclamaciones, voces entrecortadas—. ¡Ay…! ¡Por el amor de Dios, Cecil…! —Y después el ruido de la puerta principal al abrirse. Jonah bajó tres peldaños y se asomó al ventanuco. Cecil saltó por encima de la verja del jardín, y George pareció pensárselo un momento, pero luego la abrió y salió. Cecil ya se había alejado por el sendero.

Jonah esperó un poco más donde se encontraba, mirando por encima de los tres últimos escalones el pasillo y la puerta del cuarto de invitados. Jonah es un encanto…, qué manera tenían de hablar…, aunque eso debía de significar que las cosas iban bien, que lo estaba haciendo de manera convincente. No creía que la señora Sawle dejara que Cecil se lo llevase, y desde luego él no quería abandonar aquella casa. Ya había ido a Harrow muchas veces, evidentemente, y a Edgware, y una vez al Alexandra Palace a escuchar el órgano… Siguió subiendo. El pasillo estaba oscuro, con su revestimiento de roble y su espesa alfombra turca, pero los dormitorios estaban abiertos de par en para que se airearan, y llenos de luz. Oyó a Veronica, la criada, en la habitación del señor Hubert, sus resoplidos mientras sacudía y ahuecaba las almohadas; hablaba sola, en un murmullo agradable de profesional: «Ahí estamos… Vamos allá… Muy agradecida…». Jonah creyó entender una cosa: habían decidido que ya estaba preparado. Se moría de ganas de adecentar el cuarto y tomarse su tiempo con las cosas de Cecil, examinando los botones y los bolsillos con más detalle. Nunca se lo diría a nadie del servicio, pero creía que, si aprendía a servir como ayuda de cámara, eso podría convertirse en su oficio a la vuelta de un par de años. Tal vez un día dejaría que el señor Cecil, o alguien muy parecido, se lo llevase por fin con él.

Luego empujó la puerta y se dio cuenta enseguida de que no sabía nada, de que no le habían explicado nada de lo que sucedía entre la hora de acostarse y el desayuno. Era como entrar en otra casa distinta. O si no, pensó mientras se adentraba a pasos cortos en la habitación…, o si no el tal señor Cecil Valance estaba chalado; y ante esa idea soltó una especie de risita de espanto. Bueno, tendría que esperar a que Veronica terminara. La ropa de cama estaba esparcida por el suelo como si se hubieran peleado en ella. Se quedó mirando el agua del afeitado, fría y espumosa en la palangana, la brocha descansando sobre un círculo de humedad encima del estante. Observó con el ceño fruncido la ropa tirada por el suelo y la butaca con una sensación nueva y dolorosa de que la había conocido en tiempos mejores, cuando las cosas todavía marchaban bien. Y las rosas estaban prácticamente muertas; sí, Cecil debía haberlas volcado y luego había juntado los tallos de cualquier forma en el jarrón sin agua. Las corolas se habían doblado tras unas cuantas horas de negligencia, y un trozo de la alfombra estampada estaba oscuro y mojado al tacto del dorso de su mano. Las hojas garabateadas que había sobre la cómoda eran más de las que Jonah habría esperado. «Cuando tú estabas allí, y yo no», leyó Jonah. «Pero perfumando al aire alpino, las rosas de un mes de mayo inglés». Luego agarró la brocha y se quedó mirando el charquito grasiento que había formando.

Jonah se acercó hasta la papelera, como si estuviera arreglando rutinariamente un cuarto prácticamente desocupado, y sacó el puñado de pedazos de papel. Vio que uno lo había escrito George, y se sintió avergonzado en su nombre de que su invitado hubiera provocado aquel desorden. Costaba entenderlo… «Venas», parecía que decía, si era así como se escribía: «Viens[2]». El cuaderno de poesía, aquel que le había prohibido tocar a Jonah, seguía al alcance de la mano en la mesilla. Seguramente más tarde, pensó, le echaría un vistazo.

—Por lo visto se ha puesto cómodo… —dijo Veronica desde la puerta, y su tono eficiente animó a Jonah—. Ya me había dicho la cocinera que lo dejaría todo patas arriba pero que te daría diez chelines…, incluso una guinea si tienes suerte.

—Eso espero —dijo Jonah, como si estuviera acostumbrado a que lo tratasen así, al mismo tiempo que se metía los trozos de papel torpemente en el bolsillo del pantalón. Luego no pudo evitar sonreír—. ¿La cocinera ha dicho eso?

Veronica quitó las almohadas de la cama.

—Bueno, es un aristócrata —dijo, con el aire de alguien que ya había visto unos cuantos—. Si lo dejan todo desordenado, también pueden pagarlo. —Estiró la sábana de abajo y se quedó mirándola con una ceja levantada y haciendo una mueca rara con la boca—. Vaya, Jonah, mira lo que tenemos aquí.

—Ya veo… —dijo Jonah.

—Tu caballero ha tenido una descarga.

—Ah —dijo Jonah con el mismo aspecto de desconcierto reprimido.

Veronica le echó una mirada sagaz, pero no falta de cariño.

—No sabes lo que es esto, ¿no? Una descarga nocturna, lo llaman. Es una cosa a la que son muy dados los caballeros jóvenes. —Arrancó la sábana con una fuerza inusitada, y el colchón se quedó temblando al soltarse—. Toma, huélelo, está clarísimo.

—¡No quiero! —dijo Jonah, con la sensación de que aquello no estaba bien, y ruborizándose al establecer una súbita conexión con una preocupación suya.

—Bueno, ya te enterarás muy pronto, querido —dijo Veronica, que a los ojos de Jonah acababa de transformarse en una persona inquietantemente mayor y bastante malvada—. Pero no te preocupes. Deberías ver la cama del señor Hubert. Tengo que cambiarle las sábanas dos o tres veces a la semana. La señora S. lo sabe. No es que me lo dijera claramente, pero me dijo: «Si hay alguna marca o alguna mancha, Veronica, por favor cambie las sábanas de los chicos». Me temo que es algo natural, querido.

Jonah se ocupó de recoger y doblar la ropa, sin saber muy bien si había que volver a meter las cosas usadas en el armario o esconderlas cortésmente en alguna parte hasta que se fuera el señor Cecil y se pudieran guardar en la maleta; no se atrevía a preguntarle nada a Veronica mientras su desasosegante discursito siguiera quemándole las orejas. Allí estaba la camisa de vestir desechada de la noche anterior, con una mancha gris en la pechera almidonada blanca (ceniza de puro tal vez), y aquella camiseta y aquellos calzoncillos tan bonitos, finos como lencería, descuidadamente manchados de una forma que no sería capaz de analizar hasta más tarde, cuando estuviese a solas. Sacó la palangana de la habitación, la llevó por el pasillo y la vació con cuidado en el lavabo. Cientos de pelitos diminutos mezclados con espuma de jabón siguieron pegados a la superficie curva, y se quedó mirándolos, como hacía con todo lo perteneciente a Cecil, con una espantosa mezcla de preocupación y orgullo.

Después fue al excusado, y a la luz gris que entraba por el cuadrado de cristal esmerilado de la puerta sacó los papeles arrugados del bolsillo y se quedó sentado dándoles la vuelta, girándolos y leyendo las palabras tachadas. Tenía una sensación muy clara de estar entregándose a «una curiosidad ociosa», que era algo que la cocinera censuraba mucho. El desagradable hedor colectivo que tenía debajo, apenas sofocado con cenizas de carbón de la cocina, hacía que sus actos le pareciesen más furtivos y perversos. Ni siquiera estaba muy seguro de por qué hacía aquello. La manera de hablar de los caballeros era diferente de la normal, y George también era distinto ahora que su amigo había venido… «Una hamaca en sombras», descifró Jonah. «Un alerce en la cabecera y a tus pies un sauce». Le costaba encontrar una relación con algo conocido, y sólo se le vino a la mente la inquietante asociación cuando leyó un poco más. El señor Cecil estaba escribiendo sobre la hamaca del jardín que el propio Jonah le había ayudado a colgar al señor Hubert a comienzos del verano. Se preguntaba qué diría sobre ella. «Un abedul a tus pies. Y sobre tu cabeza un sauce». ¡No acababa de aclararse! Luego, escrito en el borde superior de la hoja: «¡Así como el piojillo se come los sauces, se comen los ácaros las almohadas!», esto estaba tachado con una raya ondulada. La oscura preocupación de que estuviera diciendo algo chocante, que podía haber ácaros en las camas de la casa, en las mejores almohadas de pluma de la señora Sawle, tomó cuerpo un momento y se desvaneció rápidamente. Recordó que era poesía, pero no estaba seguro de si eso le daba más o menos visos de credibilidad. Había otro pedazo de papel rasgado por la mitad, y juntó los dos bordes, preguntándose si Wilkes habría hecho alguna vez algo así, cuando vaciaba la papelera de su señor.

Dentro de aquella floresta espesa canora

alrededor de dos benditos acres de tierra inglesa,

y dirigiéndonos vagando por su borde más extremo,

bajo un seto oscuro de ciprés mirto alheña,

con un amasijo de avellanas suspendidas en lo alto,

recorreremos el largo secreto oscuro y salvaje sendero del amor

cuyos secretos a nadie se le revelarán jamás,

entre el grajo de la puesta de sol tardío y el gallo diligente.

Un amor vital como la primavera

y tan secreto como xxx (algo),

cordial, vigoroso, verdadero y osado,

aunque tímido ante la proclamación de sus bondades…

Luego venía una tachadura muy densa, como si no sólo hubiera habido que borrar las palabras de Cecil, sino sus mismas ideas. Jonah oyó el ruido familiar de la puerta del fregadero y pasos en el camino de losas; y enseguida el bulto de una figura grandona en el exterior (¿sería la cocinera o la señorita Mustow?), le tapó la luz; así que le tembló la mano al volver a meter los papeles en el bolsillo mientras zarandeaban el pestillo.

—¡Un momento! —gritó, preguntándose un instante si debía tirar los pedazos de papel al retrete, pero luego se lo pensó mejor.