7

Después de desayunar a la mañana siguiente, se encontró a Cecil en una tumbona del césped, escribiendo en una libreta marrón. Se sentó también en un murete cercano, con ganas de ver trabajar a un poeta y lo bastante cerca para desanimarlo; él se volvió al poco rato, le sonrió y cerró el libro con el lápiz en medio.

—¿Qué tiene ahí? —le preguntó.

Ella sostenía su propio librito, un álbum de autógrafos encuadernado en seda malva.

—No sé si lo convenceré…

—¿Me deja ver?

—Si le apetece, puede poner sólo el nombre. Aunque evidentemente…

Fue como si el largo brazo de Cecil y su mano de venas azules tirasen de ella. Se sonrojó cuando le ofreció el libro, con una mezcla de orgullo e ineptitud.

—Sólo hace un año que colecciono autógrafos.

—¿Y a quiénes tiene?

—Tengo a Arthur Nikisch. Supongo que es el más importante.

—¡Anda! —dijo Cecil con la firmeza alegre que esconde cierta incertidumbre. Ella se inclinó sobre el respaldo de la tumbona para enseñarle la página. Esa mañana tenía la misma actitud de un tío, confidencial pero sin asomo de intimidad. Por lo visto, la situación escandalosa de la noche anterior nunca se había dado. Percibió otra vez su olor, como si siempre acabara de regresar de una de sus correrías o peleas, que ella se imaginaba bastante tempestuosas. Era algo tan típico de los chicos lo de tener su honor y cerrarte la puerta por la que se veía algo interesante que te habían dejado presenciar hacía un momento. Aunque tal vez fuera una especie de reproche por sus tonterías de la noche anterior.

—Lo conseguí cuando fuimos a El oro del Rin.

—Ay, ya… Es un peso pesado, ¿no?

—¿Herr Nikisch? ¡Bueno, es el director de orquesta!

—Bueno, he oído hablar de él —dijo Cecil—. De paso, le diré que tengo muy mal oído.

—Ah… —dijo Daphne, y miró un momento la oreja izquierda de Cecil, que estaba bronceada y un poco quemada por el sol en la parte de arriba—. Creía que los poetas tenían buen oído —añadió, frunciendo el ceño ante el inesperado ingenio de sus propias palabras.

—Sé cómo suenan los poemas —dijo Cecil—. Pero me temo que todos los Valance carecemos de oído musical. Lo del General ya es una exageración. Fue una vez a ver Los gondoleros, pero dijo que nunca más. Le pareció que aquello no se acababa nunca.

—Pues entonces está claro que tampoco le gustaría Wagner —dijo Daphne, recuperando una benévola sensación de superioridad, tras la inicial de desilusión. Y como no estaba totalmente segura de haber llegado al fondo de la cuestión, prosiguió—: ¿Aunque anoche dijo que le gustaba el gramófono?

—Bueno, no me espanta, pero tampoco me entusiasma. Disfrutaba de la compañía. —La oreja se le puso un poco colorada al decirlo, y ella pensó que tal vez se trataba de un cumplido, y también se sonrojó—. ¿Le gustó la ópera cuando fue?

—Tenían un aparato nuevo para que las doncellas del Rin nadasen, pero no lo encontré muy convincente.

—Debe de ser difícil nadar y cantar al mismo tiempo —dijo Cecil, volviendo la página—. ¿Y quién es este tipo tan bizantino?

—Es el señor Barstow.

—¿Debería conocerlo?

—Es el vicario de Stanmore —dijo Daphne, sin saber muy bien si los dos admiraban la elaborada caligrafía.

—Entiendo… Y ahora…, Olive Watkins, se podría leer a veinte pasos.

—No me apetecía mucho tenerla, porque se supone que todos son personas mayores, pero se empeñó… —Debajo de su firma, Olive había escrito haciendo mucha fuerza contra el papel: «En el peligro se conoce al amigo». Se veían las marcas que había dejado la pluma en las siguientes páginas—. Desde luego tiene la mejor colección que he visto en mi vida —dijo Daphne—. Hasta tiene a Winston Churchill.

—Válgame Dios… —dijo Cecil respetuosamente.

—Ya sé.

Cecil pasó un par de páginas.

—Pero mire, tiene a Jebland. Ese es especial, pero de otra manera.

—Es el otro mejor que tengo —admitió Daphne—. Me lo mandó sólo una semana antes de que se le rompiera la hélice. Así que he aprendido que no se puede esperar con los aviadores. No son como otros autógrafos. Así fue como Olive se quedó sin el de Stefanelli.

—¿Y Olive tiene el de Jebland?

—No, no lo tiene —dijo Daphne, intentando suavizar el tono triunfal en señal de respeto por el aviador muerto.

—Ya veo que es bastante morboso —dijo Cecil—. Hace que me entre un poco de angustia.

—¡Pero si todos los demás siguen vivos!

Cecil cerró el libro.

—Bueno, déjemelo, y le prometo que pensaré algo antes de marcharme.

—Si le apetece escribir alguna poesía… —Rodeó la tumbona y se quedó mirándole a la cara.

Estaba manoseando otra vez su propia libreta mientras la miraba de reojo, sonriendo en tensión a contraluz. Ella percibió la superioridad momentánea que tenía sobre él, y se quedó mirando con una nueva especie de libertad sus labios entreabiertos y el nacimiento de aquel cuello fuerte y bronceado en su suave camisa azul. Seguro que estaba escribiendo un poema, el lápiz aguardaba en la rendija del cuaderno. Le dio la sensación de que no podía preguntarle por él. Pero tampoco podía dejarlo a solas.

—¿Ha visto el resto del jardín?

—Pues sí. Fue lo primero que hice con Georgie, dar una vuelta por él.

—Ah…

—Mucho antes de que usted se levantara. Fui a sacarlo de la cama.

—Ya…

—Soy un pagano, ¿comprende?, y adoro el amanecer. Y estoy tratando de inculcarle ese culto a su hermano.

—Pues no sé cómo lo va a conseguir.

Cecil cerró los ojos lánguidamente mientras le sonreía, de modo que ella tuvo una sensación añadida de misterios ocultos.

—A lo mejor mañana también podría sacarme de la cama.

—¿Cree que a su madre le parecería bien?

—No le importaría nada.

—Pues ya veremos.

—Podría enseñarle muchas cosas. —Tanteó la hierba con la mano antes de sentarse junto a la tumbona de Cecil—. No creo que George ya le haya enseñado todo Dos Acres.

—Seguramente no… —dijo Cecil con una risita.

Daphne se quedó mirando soñadoramente el panorama como para animarlo: el prado seco de al lado, la pequeña colina del jardín de rocalla, la fila de oscuros abetos que tapaban el cobertizo y el garaje de los Cosgrove. Para ella el «Dos» del nombre de su casa siempre había sido algo reconfortante, una manera discreta de presumir ante las compañeras de colegio que vivían en la ciudad o en casas adosadas, la prueba de una generosa abundancia. Pero en presencia de Cecil sintió el primer asomo de inseguridad. Sentada a su lado, tenía la esperanza de conseguir que compartiera su punto de vista, pero al mismo tiempo se preguntaba si, en vez de eso, no había empezado a compartir ella el suyo.

—¿Sabe que el jardín de rocalla fue una aportación de mi padre?

—Debió de llevarle mucho trabajo —dijo Cecil.

—Sí, le costó muchos esfuerzos. Todas esas piedras rojas tan grandes vinieron de Devon… ¡Y se encargó personalmente de todo!

—Serán un extraño enigma geológico en tiempos futuros —dijo Cecil.

—Sí, supongo que sí.

—Serán como los monolitos de Stonehenge.

—Mmm… —dijo Daphne, percibiendo la ironía cuando esperaba algo mejor. Insistió—: Mi padre no era un esteta como mi madre, pero ella le dio carta blanca en el jardín. En cierta forma es su monumento.

Cecil se quedó mirándolo con una expresión sumisa.

—Supongo que no se acordará muy bien de su padre —dijo—. Debía de ser muy pequeña.

—Qué va, le recuerdo muy bien. —Levantó la cabeza hacia él, asintiendo—. Cuando volvía a casa del trabajo solía tomarse su Old Smuggler mientras yo estaba en el baño.

—¿Quiere decir que bebía whisky en el cuarto de baño?

—Sí, mientras me contaba un cuento. Teníamos una niñera, claro, que era la que me bañaba. La verdad es que creo que teníamos bastante más dinero entonces que ahora.

Cecil hizo aquella mueca fugaz de conmiseración meramente abstracta que ella ya había percibido cuando se trataba de hablar de dinero o del servicio.

—No me imagino a mi padre haciendo eso —dijo.

—Bueno, su padre no va a trabajar, ¿no?

—Eso es cierto —dijo Cecil, y sonrió seductoramente.

—Evidentemente, Huey trabaja mucho. Mi madre dice que alguno de nosotros necesita casarse.

—Pues seguro que usted se casará —dijo Cecil sosteniéndole la mirada con sus ojos marrones y alzando un poco la ceja para darle énfasis y un toque de humor; así que a ella se le aceleró el corazón y siguió hablando a toda prisa.

—Algún día, supongo. Me imagino que todos acabaremos casándonos. —Quería decirle que les había oído la noche anterior, y explicarle que estaban equivocados, tanto él como George; Hubert no era ningún mujeriego, en realidad era una persona sumamente respetable. Pero le daba miedo aquel tema del que apenas sabía nada y le preocupaba que pudieran malinterpretarla.

—¿Pero George tiene alguna novia? —le preguntó Cecil tras una pausa.

—Pensábamos que usted lo sabría —dijo, y luego se arrepintió de haberle dado a entender que habían estado hablando de él. Desde luego Cecil tenía algo que hacía que se hablase de él. Arrancó unas cuantas briznas de hierba y le echó una mirada, sintiendo aún la gran novedad que suponía su presencia y el gran interés que provocaba. Él cambió de postura en la tumbona, puso el tobillo derecho sobre la rodilla izquierda, dejando entrever su pantorrilla morena. Llevaba unos zapatos blancos de loneta con los tacones gastados. Sería divertido hablar de George el uno con el otro a sus espaldas—. Todos pensamos que quizá hubiera alguien cuando empezó a recibir cartas, ¡pero evidentemente eran suyas!

Dio la sensación de que aquello complacía e incomodaba a Cecil a la vez, y miró hacia la casa por encima del hombro.

—¿Y qué pasa con su madre, entonces? —dijo en un tono inesperadamente delicado—. Aún es bastante joven y muy atractiva, la verdad. Podría volver a casarse. Debe de tener muchos pretendientes, ¿no?

—¡No creo! —Daphne frunció el ceño y se puso colorada ante aquella pregunta. Una cosa era hablar de las posibilidades del pobre George, y otra muy distinta preguntar por las de una señora de mediana edad a quien apenas conocía. Estaba fuera de lugar, y además lo último que le apetecía era tener un padrastro. Se imaginó a Harry Hewitt de pie en el jardín de rocalla de su padre, o todavía peor, ordenando su demolición. Aunque en la práctica, y casi con toda seguridad, tendrían que trasladarse todos a Mattocks, con aquellas estatuas y aquellos cuadros tan extraños. Se quedó sentada contemplando los zapatos blancos de Cecil y pensándoselo muy bien. Él no la agobiaba para que le diese una respuesta. Vio que era un nuevo tipo de conversación para el que aún no estaba preparada, como determinados libros, escritos en inglés naturalmente, pero demasiado propios de adultos para que ella los entendiese.

—No pretendía fisgonear —dijo él—. Ya sabes que Georgie y yo y todo nuestro grupo somos tremendos a la hora de hablar con franqueza.

—No pasa nada —dijo ella.

—También puede decirme que no es de mi incumbencia.

—Pues hay un hombre que va a venir a cenar esta noche al que yo creo que le gusta mucho mi madre —dijo, y una sensación de traición tiñó los segundos siguientes.

—¿El tal Harry?

—Sí, ese —respondió, sintiéndose aún más avergonzada.

—El hombre que os regaló el gramófono.

—Sí, la verdad es que nos ha regalado un montón de cosas. Le regaló una escopeta a Hubert, y… muchas cosas. Las obras completas de Sheridan.

—Me imagino que Huey apreciará algunos de esos regalos bastante más que otros —dijo Cecil, de nuevo de modo familiar e informal.

—Bueno… A mí me regaló un estuche de tocador con un frasco de perfume demasiado fuerte para mi edad, y unos cepillos con el dorso de plata.

—Parece Papá Noel —dijo Cecil, y con una pizca de aburrimiento y mirando alrededor añadió—: Qué tipo más simpático.

—Mmm. Es muy generoso, supongo, pero no es nada simpático. Ya lo verá. —Levantó la vista hacia él, extrañamente indignada todavía tanto con Cecil como con Harry, pero él estaba mirando a lo alto del soto donde se habían conocido la noche anterior, como si se tratara de algo mucho más intrigante—. Viaja mucho a Alemania, se dedica a importar y exportar, ¿sabe? Por eso nos trae tantas cosas.

—¿Y cree que todos esos regalos son su forma de… cortejar a su mamá?

—Eso me temo.

El espléndido perfil de Cecil, la nariz despótica y el ojo ligeramente prominente parecían listos para emitir un juicio; pero, cuando se volvió y le sonrió, ella percibió que él recobraba súbitamente su interés y amabilidad.

—Pero, mi querida niña, no tiene nada que temer a no ser que piense que ella le corresponde.

—¡Pues no lo sé…! —Estaba azorada por haber llegado tan lejos y por aquella palabra inesperada, niña, que era como la llamaba su madre, con bastante naturalidad, aunque a menudo con una pizca de reprobación. La había llamado así un par de veces la noche anterior, cuando intentaba que Cecil se sintiera como en casa haciéndole varias preguntas. Él debía de haberla oído. Y ahora sentía que le sacaba una ventaja retórica no del todo agradable; la había menospreciado precisamente cuando intentaba animarla.

Cecil sonrió.

—Vamos a hacer una cosa. Lo observaré con atención, sin ningún tipo de prejuicios, y luego le diré lo que me ha parecido.

—De acuerdo… —dijo Daphne, llena de dudas con respecto a aquel acuerdo.

—¡Ah! —dijo Cecil, sentándose más adelante en la tumbona. George venía andando por el césped, con la chaqueta echada por encima del hombro, y silbando alegremente. Luego se quedó mirándolos a los dos, con una pregunta oculta de algún modo en su sonrisa.

—¿Qué es eso que siempre andas silbando? —le preguntó Daphne.

—No lo sé —respondió George—. Es una canción que canta mi asistente de Cambridge. «Cuanto te veo, mi corazón pega un vuelco».

—¿En serio? Pensaba que, puestos a silbar, escogerías algo más bonito —dijo, y viendo la oportunidad de retomar el tema de la noche anterior añadió—: Como El holandés errante, por ejemplo.

George se llevó la mano al corazón y se puso a silbar el precioso fragmento de la «Balada de Senta», mirándola fijamente con las cejas levantadas y meneando despacio la cabeza, como para hacerla partícipe de su propia concentración. Tenía un silbido meloso y agudo que subía y bajaba en picado, pero le ponía tanto vibrado que hacía que la canción pareciera bastante tonta, y al poco rato ya no pudo mantener los labios apretados por más tiempo y el silbido se convirtió en una risa entrecortada.

—Ja… —masculló Cecil, por lo visto un tanto incómodo, poniéndose de pie y deslizando su cuaderno en el bolsillo de la chaqueta. Luego, con una sonrisa distante, dijo—: Pues yo… no sé silbar, me temo.

—¡Claro, si tiene mal oído! —dijo Daphne.

—Voy a llevar este precioso libro dentro —dijo, cogiendo el pequeño álbum de Daphne. Y lo vieron cruzar el césped y entrar por la puerta del jardín.

—Y bien, ¿de qué le has estado hablando a Cess? —preguntó George, volviendo a mirarla con su sonrisa divertida.

Ella se puso jugar con la hierba que tenía delante, haciéndose de rogar. Lo primero que le vino a la cabeza, con una sorprendente intensidad, fue que su propia relación con Cecil, que se iba desarrollando independientemente de la de George aunque no de una manera enteramente satisfactoria, debía mantenerse lo más en secreto posible. Tenía la sensación de que había algo que no debía ser objeto de racionalización o de burla.

—Hemos estado hablando de ti, claro —contestó.

—Ah —dijo George—, pues tiene que haber sido interesante…

Daphne soltó un pequeño bufido al oír aquello.

—Por si quieres saberlo, Cecil me ha preguntado si tenías alguna novia.

—Ah —dijo George, más alegremente esta vez—, ¿y qué le has dicho? —Se estaba ruborizando, y se volvió en un vano intento de ocultarlo. Se puso a contemplar el jardín, como si acabara de fijarse en algo interesante. Fue una reacción inesperada, y Daphne, a pesar de su intuición de hermana, incluso tardó un momento en comprender, y entonces gritó:

—¡O sea que la tienes, George!

—¿Qué? No digas tonterías —dijo George—. Anda, cállate.

—¡La tienes, la tienes! —dijo Daphne, sintiendo enseguida cómo la alegría de aquel descubrimiento quedaba ensombrecida por la sensación de ser dejada atrás.