6

Tras dejar el comedor, Daphne subió y bajó de nuevo con el chal morado con borlas negras de su madre y la sensación de estar haciendo cosas apenas permitidas. Le pareció que la sirvienta la miraba de manera crítica. Ya habían traído el café y los licores, y Daphne pidió distraídamente una copita de licor de jengibre que su madre le pasó con la ceja alzada y una sonrisa burlona reprimida. Hubert, que estaba de pie sobre la alfombrilla de la chimenea, jugueteaba con una pitillera, golpeando un cigarrillo contra la tapa y arrugando la cara como si estuviera a punto de quejarse o hacer una gracia o en cualquier caso de decir algo que nunca dijo. Cecil, que por lo visto no quería contaminar la casa, había aprovechado el momento para abrir el ventanal y fumarse un puro fuera; y George lo había acompañado. La señora Kalbeck estaba sentada en su sillón con una sonrisa de preocupación y tarareaba una de sus cantinelas habituales mientras inspeccionaba las distintas botellas. Al parecer todo el mundo estaba muy borracho. Para Daphne la enseñanza de aquellas cenas de adultos era su manera de lanzarse sobre las bebidas y lo que ocurría una vez lo habían hecho. No le importaba que se produjera un aumento generalizado de la simpatía y del ruido ni que la gente dijera lo que pensaba, a pesar de que algunas de las cosas que pensaba George eran muy raras. Lo que le molestaba era que su madre se pusiera colorada y hablase demasiado: acontecimiento que a los demás, que también estaban borrachos, parecía traerles sin cuidado. Le salía la galesa que llevaba dentro de un modo un poco bochornoso. Si sonaba alguna música solía ponerse a llorar.

—¿Por qué no ponemos algo de música? —dijo en ese momento—. Pensaba ponerle a Cecil mi disco de Emmy Destinn.

—Pues la ventana está abierta —dijo Daphne—, la oirá desde fuera. —A ella también le apetecía salir al jardín, y se había puesto el chal con la vaga idea romántica de hacerlo.

—Ayúdame con el aparato, niña.

Freda cruzó volando la habitación, rozando la mesita redonda que tenía las fotografías encima. Tenía las caderas anchas y llevaba un corsé muy ceñido, y la cola recogida de su vestido se retorcía como el recuerdo de un revoloteo. Daphne la observó abstraída unos segundos en los que la figura de su madre, conocida en una mayor profundidad y de una manera más inconsciente que cualquier otra cosa en su vida, le pareció una mujercita decidida que estuviera ante ella en una tienda o en el teatro.

—Bueno…, ¡tengo que escribir algunas cartas! —dijo Hubert.

La señora Kalbeck le dedicó una sonrisa insulsa para dar a entender que seguiría allí cuando volviera.

El gramófono, con su camuflaje vertical de caoba, era un regalo reciente de su vecino Harry Hewitt; aparte del brazo que sobresalía a la derecha, tenía todo el aspecto de un bonito y antiguo armarito Sheraton, y parte de la gracia de ponerlo a funcionar para la gente consistía en levantar la tapa y abrir los cajones y enseñar lo que era realmente. No tenía un altavoz visible, y los cajones eran en realidad puertas que ocultaban el misterioso compartimento cubierto por una serie de listones del que salía la música.

Ahora su madre estaba encorvada, sacando discos de la parte de abajo, intentando encontrar la «Balada de Senta». Había sólo unos doce discos, pero evidentemente todos parecían iguales, y ella no llevaba las gafas puestas.

—¿Vamos a escuchar El holandés? —preguntó la señora Kalbeck.

—Si mi madre consigue encontrarlo… —respondió Daphne.

—Ah, qué bien. —La anciana señora se recostó en su asiento con una copa de jerez y una sonrisa paciente. Había escuchado todos los discos varias veces, el de John McCormack y el de Nellie Melba, así que la emoción se mezclaba con una sensación de rutina que por lo visto le resultaba casi igual de agradable.

—¿Es este…? —dijo Freda entrecerrando los ojos por culpa de la letra pequeña de la etiqueta.

—Déjame a mí —dijo Daphne, agachándose a su lado y apartándola con un codo hasta que se alejó.

Era el favorito de Daphne porque algo que no podía describir se desencadenaba en su interior cuando lo escuchaba, algo muy diferente a lo que le sucedía con la canción de La Traviata o «Linden Lea». En cada nueva ocasión anhelaba volver a toparse con la intensa y casi dolorosa novedad de aquella emoción en concreto. Colocó el disco sobre el plato, le dio otro buen sorbo a su copa, tosió vergonzosamente y luego levantó el brazo del gramófono hasta que hizo tope.

—Ten cuidado, niña… —dijo su madre, apoyando una mano sobre la repisa de la chimenea y los ojos fijos como si ella misma estuviera a punto de cantar…

—Es una muchacha muy fuerte —dijo la señora Kalbeck.

Daphne bajó la aguja y enseguida se acercó a la ventana, a ver si podía distinguir a los chicos fuera.

La orquesta, en eso estaban todos de acuerdo, dejaba mucho que desear. La cuerda chillaba como un silbato de hojalata, y el metal golpeteaba como si hubieran arrojado algo por las escaleras. Daphne sabía ser comprensiva al respecto. Había escuchado a una orquesta de verdad en Queen’s Hall, la habían llevado a ver El oro del Rin al Covent Garden, donde habían sonando seis arpas, así como yunques y un gong gigante. Uno aprendía a ignorar los defectos de los discos si sabías a qué equivalían todos aquellos golpes y aquellos pitidos.

Pero cuando Senta empezaba a cantar era fascinante; Daphne dijo esa palabra para sí con un estremecimiento añadido de placer. Envuelta en el chal, tomó asiento en la ventana, con una sonrisa misteriosa en la cara ante los primeros arrumacos del licor de jengibre. Ya había bebido alcohol antes, media copa de champán cuando Huey había alcanzado la mayoría de edad, y una vez, hacía mucho tiempo, ella y George habían hecho un pequeño pero temerario experimento con el coñac de la cocinera. Como la música, una copa era tan maravillosa como inquietante. Cayó presa de los escalofriantes gritos de la muchacha, Jo-ho-he, Jo-ho-he, que eran como una clara advertencia de la tragedia que estaba por suceder; pero al mismo tiempo tenía una sensación deliciosa de que no había nada por lo que preocuparse. Se quedó mirando con indiferencia a los demás, a su madre como apuntalada ante el embate de las olas del mar, a la señora Kalbeck con la cabeza inclinada en un gesto de apreciación de persona mayor… Daphne se daba cuenta de la gracia que tenía ser espontáneo y hubo de reprimir una serie de cosas que de repente le apeteció decir. Se quedó mirando con el ceño fruncido la alfombra persa. Había dos partes que se repetían; por un lado estaba la música de la tempestad, en la que veías a los hombres colgados de las jarcias, y luego, cuando la tormenta se aplacaba, entraba la melodía más hermosa que había escuchado nunca, bajando y subiendo, arrebatada y libre y, aun así, tremendamente triste; y en todo caso y en cierta forma, inevitable. No sabía lo que decía Senta, aparte del sonido recurrente de la palabra Mann, pero percibía la presencia de un amor apasionado e intuía un aire de leyenda que siempre la atrapaba. A Emmy Destinn la veía como a una indomable desamparada, con el pelo largo y oscuro, marcada de alguna manera por aquel nombre tan peculiar. Casi enseguida emitió una nota muy alta, el metal rodó por las escaleras y Daphne fue corriendo a levantar la aguja del disco.

—Es una pena que esté acortada —dijo la señora Kalbeck—. En realidad hay dos estrofas más.

—Sí, querida, ya lo has dicho más veces —dijo Freda de una manera bastante brusca; y luego, suavizando el tono como de costumbre—: Es todo lo que pueden comprimir en el disco. Para mí ya es una maravilla que lo consigan.

—Entonces, ¿lo escuchamos otra vez? —preguntó Daphne, mirándolas.

—¿Por qué no? —respondió su madre, en un tono de inofensiva conspiración femenina y con un toque más arrogante debido (por lo que veía Daphne) a una pequeña aglomeración de copas vacías. La señora Kalbeck asintió, inútilmente de acuerdo. Los discos eran una cosa realmente prodigiosa, pero sólo tragos diminutos del mar de la música.

Durante la repetición, Daphne cruzó la estancia muy despacio, cogió su copa, la apuró y la volvió a dejar en su sitio con una compleja sensación de tristeza y complacencia que estaba totalmente justificada por la inquietante balada de Wagner. Se escabulló hacia el jardín justo cuando la música se precipitaba hacia su final.

—¿Tú crees que deberías salir, cielo? —se lamentó su madre. Sucedía simplemente que el atractivo de la otra conspiración, aquella de la que había sido partícipe con los chicos en el bosque, era mucho más poderoso que seguir en compañía de las dos mujeres mayores—. ¡A lo mejor llovizna! —añadió Freda con un tono que insinuaba una avalancha.

—Ya lo sé —le gritó Daphne, aprovechando aquella excusa—. ¡He dejado a Lord Tennyson ahí fuera, con la humedad que hay! —Las cosas le salían solas.

Pasó rápidamente por delante de las ventanas de la casa, y luego se quedó quieta en el borde del césped. La hierba estaba seca cuando se encorvó y la tocó; seguía estando demasiado caliente para formar rocío. Caliente, pero no acogedora. Al ver la casa desde el exterior recordó sus anteriores punzadas de soledad, cuando se estaba poniendo el sol y se encendieron las luces dentro. Tenía que buscar sus libros, que seguirían donde los había dejado, junto a la hamaca. Quería estar preparada para la lectura de Tennyson que Cecil había propuesto; ya se la estaba imaginando… «Voy a ser la Reina de Mayo, madre, voy a ser la Reina de Mayo…» o «“¡Cae maldición sobre mí!”, gritó la dama de Shalott»…, totalmente diferentes, claro; no acababa de decidirse. ¿Pero dónde estaban los chicos? Parecía que la noche se los había tragado por completo, dejando tan sólo el susurro de la brisa en las copas de los árboles. Lo único que podía ver eran vagas siluetas negras y grises, aunque el olor de los árboles y la hierba inundaban el aire. Le daba la sensación de que la naturaleza revivía en un secreto flujo de perfume mientras la gente, la mayoría de la gente, permanecía aturdida en sus casas. Había olores a ligustro y a tierra y a rosas que aspiraba sin nombrarlos mientras descendía embriagada por el césped. Le palpitaba el corazón por el innegable atrevimiento de encontrarse allí fuera, yendo un poco a la deriva; enseguida llegó al banco de piedra y se detuvo para escrutar el entorno. Allí arriba había cada vez más estrellas que se iban dejando ver entre pálidos rastros de nube como si ya se hubieran acostumbrado a su presencia. Oyó una especie de gemido justo delante de ella, rápidamente ahogado, y una carrera de risitas reconocibles; y por supuesto aquel olor adicional, diferente del de la hierba seca y la vegetación, la bocanada viril del puro de Cecil.

Avanzó unos pasos hacia la masa de árboles donde estaba colgada la hamaca. No sabía si la habían visto. Curiosamente, era como aquel minuto de incertidumbre de antes, en el bosque, cuando Cecil acababa de llegar y ella no había sabido muy bien si los estaba espiando de verdad. Le oyó decir a Cecil algo gracioso sobre un bigote, «un bigote encantador»; George murmuró algo y Cecil dijo:

—Supongo que lo lleva para parecer mayor, pero precisamente consigue el efecto contrario, parece un niño jugando al escondite.

—Mmm… Pues no creo que nadie lo ande buscando —dijo George.

—Ya… —dijo Cecil, y luego vino una serie de risitas y gemidos ahogados que duró diez segundos hasta que George dijo en voz alta, cogiendo aliento:

—No, no, además Hubert es un auténtico mujeriego.

¡Un mujeriego! Aquella palabra sinuosa y cargada de veneno se quedó en los márgenes sombríos del vocabulario de Daphne. Se la imaginó un momento, y tras ella aún vino otra imagen más vaga, la de un hombre bailando con una mujer con mucho escote. La ebriedad de su propia noche cobraba intensidad, dando bandazos, en aquella habitación imaginaria donde en realidad estaba la mujer de la visión, pero no Hubert, evidentemente, que era el hombre más torpe del mundo cuando se trataba de bailar. Se produjo un silencio extraño, en el que oyó latir su propio pulso en los oídos. Se dio cuenta de que una parte de ella misma necesitaba saber más. Y entonces…

—¿Eres tú, Daphne? —preguntó George.

—Ah, ¿estáis ahí? —dijo ella, y siguió avanzando bajo las ramas bajas que amparaban la hamaca de aquel lado—. He dejado mis libros aquí, con la humedad que hay.

—Pues yo no los he visto —dijo George, y ella oyó que la cuerda de la hamaca crujía por el roce con el árbol.

—Claro, ¿cómo los vas a ver si es de noche? —Se rio socarronamente y deslizó el pie hacia delante en el terreno invisible—. Pero yo sé dónde están. Es como si los estuviera viendo.

—Bueno —dijo George.

Volvió a avanzar un poco y apenas pudo distinguir el bulto de la hamaca mientras basculaba y luego se estabilizaba de nuevo. Una vez más, se encorvó para tantear la hierba y casi se cayó de bruces, sorprendida y divertida por su propia ebriedad.

—¿No está Cecil contigo? —preguntó astutamente.

—¡Uh…! —dijo Cecil suavemente, justo por encima de ella, y le dio una calada a su puro; ella miró hacia arriba y vio la brasa escarlata de la punta y, un poco más allá, durante tres segundos, el brillo en sombras de su rostro. Luego la punta desapareció de un tirón y se desvaneció, y la oscuridad rellenó el hueco donde había entrevisto sus rasgos, mientras aquel fuerte olor seco se expandía en el ambiente.

—¡Estáis los dos en la hamaca! —Se irguió con la sensación de que le habían hecho trampa, o por lo menos la habían ignorado, en aquel nuevo juego que se habían inventado. Alargó la mano buscando el entramado, donde se abría en abanico hacia los pies de los muchachos. Sería muy fácil (y divertido) balancearlos, o incluso hacer que volcaran, aunque al mismo tiempo sentía una necesidad apremiante de subirse con ellos. Cuando era pequeña había compartido la hamaca con su madre, que le había leído cosas; ahora estaba muy atenta al puro encendido.

—Os aviso… —dijo. La punta del puro apenas visible titubeó en el aire como un insecto poco luminoso y luego volvió a resplandecer, pero ahora fue la cara de George la que vio a su pálida y diabólica luz—. Ah, creía que era el puro de Cecil —dijo sencillamente.

George se rio a carcajadas con tres resoplidos de humo. Y Cecil carraspeó como en actitud de apoyo y aprecio.

—Es que lo era —dijo George con su tono más paradójico—. Yo también estoy fumando el puro de Cecil.

—Vaya… —dijo Daphne, sin saber qué matiz dar a sus palabras—. Será mejor que no se lo diga a mamá.

—Bah, la mayoría de los jóvenes fuman —dijo George.

—¿En serio? —dijo ella, decidiendo que el sarcasmo era la mejor opción. Se quedó mirando, afligida y atormentada, mientras el siguiente fulgor le permitía vislumbrar un momento las mejillas y los despiertos ojos de Cecil tras un evanescente soplo de humo. Sin previo aviso El holandés errante comenzó de nuevo, con un volumen sorprendentemente alto a través de las ventanas abiertas.

—¡Dios mío! ¡Ya es la tercera vez…! —dijo George.

—¡Cielo santo! —dijo Cecil—. Les encanta.

—Es la señora Kalbeck, evidentemente —dijo George, como para eximir a los propios Sawle de un comportamiento tan obsesivo—. Sabe Dios lo que pensarán los Cosgrove.

—A mamá ya le encantaba Wagner antes de conocer a la señora Kalbeck —dijo Daphne.

—A todos nos encanta Wagner, cariño. Pero ya es bastante repetitivo de por sí sin necesidad de poner el mismo disco diez veces.

—Es la «Balada de Senta» —dijo Daphne, no del todo inmune a sus efectos esa tercera vez; de hecho, aún más conmovida de repente a cielo abierto, como si flotase en el aire y formase parte de la naturaleza, y queriendo que la escucharan todos juntos para disfrutar de ella. La orquesta sonaba mejor desde allí, como un auténtico conjunto musical oído en la distancia, y Emmy Destinn parecía todavía más desatada y vehemente. Por un momento se imaginó la casa iluminada que les quedaba detrás como un barco en la noche.

—Cecil —dijo afectuosamente, empleando su nombre de pila por primera vez—, supongo que entenderá las palabras.

—Ja, ja, ja, están tan claras como el barro —dijo Cecil, con un bufido cariñoso pero desconcertante.

—Es una loca enamorada de un hombre al que no ha visto en su vida —dijo George—, y al hombre le han echado una maldición y sólo lo puede salvar el amor de una mujer. Y ella se hace ilusiones de ser esa mujer. Ahí tienes.

—Da la impresión de que de ahí no va a salir nada bueno —dijo Cecil.

—Pero espera… —dijo Daphne.

—¿Quiere probar? —le preguntó Cecil.

Daphne, asimilando lo que le acababan de contar de Senta, se apoyó en la cuerda.

—¿La hamaca?

—El puro.

—¿Se lo dices en serio? —farfulló George, un poco asustado.

—¡No creo!

Cecil le dio una calada ejemplar.

—Ya sé que se supone que las chicas no fuman.

Ahora la hermosa melodía palpitaba por todo el jardín, desbordante de deseo y rebeldía y de una mayor sensación de belleza, fruto de un escenario inesperado. En realidad no le apetecía el puro, pero le preocupaba dejar pasar esa oportunidad. Era algo que ninguna de sus amigas hubiera hecho, de eso no cabía la menor duda.

—Es una bonita canción —dijo Cecil, y ella se dio cuenta de que arrastraba despreocupadamente las palabras. Le volvió a pasar el puro a George.

—Bueno, venga —dijo ella.

—¿De veras?

—Sí, por favor.

Se apoyó en George y sintió cómo se estremecía la hamaca entera; alargó el brazo firmemente para coger aquel objeto tabú ligeramente repugnante que él tenía sujeto entre el pulgar y el índice. A esas alturas podía entrever a los dos muchachos apretujados, bastante ridículos y, desde luego, borrachos, pero a la vez estables y asentados, como un viejo recuerdo de sus padres incorporados en la cama. Tenía el olor de aquella cosa cerca de la cara y casi tosió antes de probarla, pero luego apretó la punta rápidamente con los labios, con un sentimiento de culpa, deber y arrepentimiento.

—¡Uf! —dijo, apartándola de golpe de ella y tosiendo ásperamente con aquella pequeña calada de humo. Aquel humo amargo era horrible, pero también lo fue la sensación inesperada que le produjo aquel objeto, seco al tacto pero húmedo y putrefacto en sus labios y en su lengua. George se lo cogió con una risa un poco compungida. Cuando volvió a toser, se volvió e hizo otra cosa menos propia de una dama: escupió en la hierba. Quería que no le quedara absolutamente nada en el cuerpo. Se alegró de estar a oscuras y se limpió la boca con el dorso de la mano. Lejos de ella, en la acogedora casa familiar, Emmy Destinn seguía cantando como si nada, ajena al comportamiento de Daphne.

—¿Quiere otra calada? —le preguntó Cecil, como si se alegrara de su reacción.

—¡Me parece que no! —le respondió Daphne.

—La segunda le gustará mucho más.

—Lo dudo.

—Y la tercera, más todavía.

—Y antes de que te des cuenta —dijo George—, te pasearás por Stanmore con un maloliente cigarro colgando de los dientes.

—¡Ya estoy oliendo el puro de la señorita Sawle! —dijo Cecil en tono de guasa.

—Eso no va a pasar nunca —dijo Daphne.

Pero en definitiva estaba muy contenta allí de pie, escrutando de un modo un tanto inquisitivo aquella oscuridad llena de humo.

—¿El licor de jengibre está considerado una bebida fuerte? —preguntó. Debía de ser la bebida la que le proporcionaba aquella espontaneidad encantadora que le permitía hablar o moverse sin haber decidido hacerlo.

—Ay, querida Daph… —dijo George. Y antes de saber lo que hacía, ya se había encaramando, jadeando y riéndose, al extremo de la hamaca que le quedaba más cerca, donde estaban los pies de los chicos.

—¡Cuidado! —dijo George—. Eso es mi pie…

—Va a romper el maldito chisme —dijo Cecil.

—¡Por el amor de Dios…! —dijo George, basculando hacia un lado para intentar bajar de un salto, y en un segundo Daphne fue a parar al suelo. Cecil también se cayó y le dio bastante fuerte con el pie en las costillas.

—¡Ay, ay, ay! —dijo ella, pero no se dejó asustar y ya se estaba riendo otra vez mientras los chicos se buscaban a tientas, y luego dejó que la levantaran del suelo. Sabía que había oído cómo se rasgaba el chal al caerse, y que esa era una parte de su escapada que no iba a quedar impune, pero tampoco le importaba demasiado.

—Tal vez deberíamos entrar —dijo Cecil— antes de que ocurra algo escandaloso de verdad.

Se fueron guiando mutuamente por el prado con golpecitos y susurros. George se paró un momento a remeterse la camisa y ajustarse bien los pantalones.

—En Corley tenéis un salón de fumar, claro —dijo—. Allí nunca pasarían estas cosas.

—En efecto —dijo Cecil solemnemente. Emmy Destinn ya había terminado, y en su lugar Daphne vio cómo la figura de su madre se acercaba a la ventana iluminada y escrutaba el exterior en vano.

—¡Estamos aquí! —gritó Daphne. Y en aquella oscuridad bajo miles de estrellas, con un muchacho a cada lado, sintió que podía hablar en representación de los tres; había una confianza muy cómica que parecía una renovación del pacto que habían establecido tácitamente a la llegada de Cecil.

—Pues daos prisa —dijo su madre en un tono alocado e ingenioso—. Quiero que Cecil nos lea algo.

—Ahí estamos… —murmuró Cecil, enderezando su pajarita. Daphne le echó un vistazo. George había asumido la responsabilidad de ir delante de ellos, y, mientras lo seguían, Cecil le pasó una mano grande y caliente por la cintura y la dejó allí, justo donde le había dado con el pie, hasta que llegaron al ventanal abierto.