George fue el último en bajar, y aun así se detuvo en las escaleras un minuto. Estaban casi listos. Vio a la sirvienta cruzando el vestíbulo con un salero, percibió el olor de pescado guisado, oyó la avasalladora risa aguda de Cecil, y sintió un escalofrío por su propio atrevimiento al haber traído a aquel hombre a casa de su madre. Entonces pensó en lo que Cecil le había dicho en el bosque, en la media hora que habían conseguido sacar para ellos solos fingiendo que él había perdido el tren, y sintió que un estremecimiento de placer le recorría el cráneo, los hombros, la columna vertebral entera con aquella irresistible promesa secreta. Bajó de puntillas y entró en el salón con una sensación casi mareante de los peligros que se cernían ante él.
—Ah, George —murmuró su madre, con una pizca de reproche; él se encogió de hombros y sonrió tontamente, como si su único delito hubiese sido hacerles esperar.
Hubert, de espaldas a la chimenea vacía, los había enredado a todos en una conversación sobre el transporte de la región.
—Así que le han dejado tirado en Harrow y Wealdstone, ¿eh? —Sonrió, radiante, por encima de la copa de champán que sostenía en el aire, tan orgulloso de los rigores de la vida en Stanmore como de sus bendiciones.
—No me ha importado nada —dijo Cecil, mirando un momento a George y sonriendo de una forma rara.
—Como dijo alguien muy ingenioso suena como una especie de tortura medieval. ¡Harrow y Wealdstone[1]!, ¿no se da cuenta?
—¡Pues ahórrame esa piedra! —dijo Daphne.
—Nos encanta Harrow y Wealdstone, independientemente de lo que haya dicho esa persona tan ingeniosa.
George se quedó un momento apoyando la mano abierta en el hueco de la espalda de Cecil y le echó un vistazo a la copa de su amigo. Tamborileó con los dedos, tocando unas notas secretas de excusa y promesa.
—Bueno, el lema de los Valance —dijo Cecil— es «Aprovecha el día». Nos educaron para que no perdiéramos el tiempo. Se asombrarían ustedes de las muchas cosas que uno puede hacer, incluso en una estación de ferrocarril de cercanías.
Les dedicó a todos su mejor sonrisa y cuando Daphne dijo: «¿A qué clase de cosas se refiere?», continuó sonriendo como si no la hubiera oído.
—Me imagino que ha venido por el lado del monasterio —dijo Hubert, alegremente decidido a seguir cada paso de su viaje.
—Sí, así ha sido, de hecho —dijo Cecil, muy llanamente.
—¿Sabe que la reina Adelaida vivió ahí? —dijo Hubert, frunciendo el ceño un momento para dejar claro que tampoco quería darle demasiada importancia.
—Eso tengo entendido —dijo Cecil, con la copa ya casi vacía.
—Creo que más tarde se convirtió en un hotel excelente —dijo la señora Kalbeck.
—Y ahora en una escuela —dijo Hubert con un pequeño resoplido de pesimismo.
—¡Qué destino más triste! —dijo Daphne.
¡Santo cielo!, pensó George, aunque lo único que dejó salir de su boca mientras cruzaba la estancia fue una especie de risita distraída. Se sirvió lo que quedaba de la botella de Pommery y le echó un vistazo a la ventana, donde se reflejaba la habitación iluminada, idealizada y el doble de grande, extendiéndose tentadoramente por el jardín a oscuras. Le temblaba la mano, y se puso de espaldas a ellos mientras cogía la copa casi llena, manteniéndola derecha con la otra mano. Era imposible imaginar una debilidad así en Cecil, y la conciencia de ello hizo que George aún se avergonzara un poco más. Se volvió y se quedó mirándolos, y pareció que todos le miraban, como si se hubieran congregado allí a petición suya y estuvieran esperando una explicación. Lo único que había pretendido era una tranquila cena familiar para presentarles a su amigo. Por supuesto, no había contado con la vieja señora Kalbeck, que por lo visto pensaba que la propia Dos Acres era un hotel; era el colmo cómo había buscado, de aquella manera solapada y supuestamente inconsciente tan suya, que la invitaran a quedarse, mientras su madre le prestaba generosamente un echarpe y le echaba unas gotas de Coty, su propio perfume habitual. Entonces observó con horror que le preguntaba a Cecil por las Dolomitas, con la cabeza ladeada; sus grandes dientes marrones hacían que sus sonrisas fueran tan torpes como amenazantes. Pero Cecil pegó enseguida la hebra con ella en alemán, convirtiendo prácticamente su presencia en una ventaja. Cecil, claro, vivía en Berkshire: no corría mucho peligro de que Frau Kalbeck se le presentase justo antes de las comidas en Corley Court. Hablaba un alemán bonito, cuidando de una manera entre pedante y divertida la lenta llegada del final de sus frases. Cuando la doncella anunció la cena, la señora Kalbeck hizo que pareciera una especie de intrusión inesperada en la feliz comunión de sus mentes.
—¿Por qué no se sienta aquí, señora Kalbeck? —estaba diciendo Hubert de pie junto a su silla en la cabecera de la mesa, esbozando una sonrisa mientras observaba cómo ocupaban sus sitios.
George también sonreía, un tanto atolondrado por su copa de champán. Sintió una pizca de vergüenza y de pesar por no tener padre y tener que valérselas siempre por sí mismo. Tal vez fuera el recuerdo de Corley, con su enorme comedor oriental, lo que hacía que aquella reunión pareciera asfixiante y falta de espacio. Cecil se encorvó un poco cuando entró en la estancia, quizá en un gesto inconsciente ante la escala más acogedora del tamaño de Dos Acres. Un padre como el de Cecil le imprimía un tono más tranquilizador a las cenas, al ser tan rico y todo un experto en ganado de cuernos cortos. Tenía unas inmensas patillas grises, peinadas hacia fuera, como si fueran un par de cepillos. Hubert tenía veintidós años, y llevaba un blandengue bigote pelirrojo; iba todos los días a la oficina en tren. Eso mismo, evidentemente, era lo que había hecho su propio padre, y George trató de imaginárselo en la silla de Hubert, diez años más viejo que cuando lo había visto por última vez; pero la imagen era borrosa e inútil, como cualquier recuerdo muy trillado; los ojos azul claro se perdían rápidamente entre las flores y las velas que abarrotaban la mesa.
Aun así, su madre era muy hermosa, y realmente toda una belleza comparada con Lady Valance, «el General», como la llamaban Cecil y su hermano, o a veces «el Duque de Hierro», en razón de un parecido muy vago con el primer Duque de Wellington. Esa noche Freda llevaba sus pendientes de amatista, y su cabello entre dorado y rojizo parecía brillar con luz trémula, como el vino de su copa, iluminado por las velas. El General, naturalmente, era una abstemia estricta; así que George se preguntó si al mismo Cecil le habría impresionado ver a su anfitrión bebiendo antes de la cena. Bueno, tendría que acostumbrarse. Estaban haciendo cosas, con su mejor estilo festivo, por él: las servilletas retorcidas en forma de lirio, los pequeños objetos de plata, cuencos y cajas de dudoso uso, abrillantados y colocados entre las copas y los candelabros. George se inclinó hacia delante y movió ligeramente hacia la izquierda un jarrón con rosas blancas y yedra serpenteante que le estorbaba la visión de Cecil al otro lado de la mesa. Cecil le sostuvo la mirada unos segundos, y sintió una sacudida de peligro y de consuelo a la vez. Luego vio que su amigo cerraba los ojos despacio un momento y se volvía para responder a Daphne a su derecha.
—¿Tienen cúpulas en forma de molde de gelatina? —quería saber ella.
—¿En Corley? —dijo Cecil—. A decir verdad, sí las tenemos. —Pronunció la palabra «Corley» como otros hombres decían «Inglaterra» o «el Rey», con una viveza respetuosa y una sencilla confianza en su causa.
—¿Cómo son exactamente? —preguntó Daphne.
—Bueno, son absolutamente extraordinarias —respondió Cecil, desdoblando su lirio—, aunque supongo que no son propiamente cúpulas.
—Son una especie de compartimentos en el techo, ¿no? —dijo George, sintiéndose bastante tonto por haber presumido de ellas ante su familia.
Hubert murmuró algo, abstraído, y se quedó mirando a la criada del salón, a quien habían llamado para que ayudara a la doncella a servir la cena y que estaba cogiendo bollitos de pan y colocando cada uno en su plato con un pequeño jadeo de alivio.
—Imagino que estarán pintados en colores bastante llamativos —dijo Daphne.
—Pues sí, niña —dijo su madre.
Cecil miró jocosamente al otro lado de la mesa.
—Son rojos y dorados, creo, ¿no, Georgie?
Daphne suspiró y vio cómo la sopa dorada fluía del cucharón al cuenco de Cecil.
—Me encantaría que tuviéramos cúpulas de esas —dijo—. O compartimentos.
—Aquí iban a quedar un poco mal, niña —dijo George, levantando la cara hacia la vigas de roble de arriba—, en el ambiente artesanal de «Dos A».
—Yo preferiría que no —dijo su madre—. Haces que parezcamos un piso encima de una tienda.
Cecil sonrió, dubitativo, y le dijo a Daphne:
—Bueno, tiene que venir a Corley y verlas en persona.
—¡Mira qué bien, Daphne! —dijo su madre, en un tono de reproche y de triunfo.
—¿Tiene usted hermanos o hermanas? —preguntó la señora Kalbeck, imaginándose quizá la visita.
—Sólo somos dos —respondió Cecil.
—Cecil tiene un hermano menor —dijo George.
—¿Se llama Dudley? —dijo Daphne.
—Sí —admitió Cecil.
—Creo que es muy guapo —dijo Daphne, ya más confiada.
George se quedó horrorizado al ver que se ponía colorado.
—Bueno… —dijo Cecil, dándole un primer sorbo a su sopa un poco contrariado, pero, afortunadamente, sin mirarlo a él. De hecho, cualquiera podría haber dicho que Dudley era increíblemente guapo, pero George se sintió avergonzado al escuchar cómo le repetían sus propias palabras a Cecil—. Un hermano menor puede ser como una especie de maldición —añadió Cecil.
Hubert asintió riéndose y se recostó en su silla, como si hubiera hecho él la gracia.
—Dud es tremendamente sarcástico, ¿verdad, Georgie? —prosiguió Cecil, echándole una mirada pícara por encima de las rosas blancas.
—Siempre está poniendo a prueba la paciencia de tu madre —dijo George con un suspiro, como si conociera a la familia desde hace años, y consciente de que aquel «Georgie» repetido, que su propia familia nunca empleaba, estaba haciendo que lo vieran a una luz nueva.
—¿Su hermano también está en Cambridge? —preguntó la madre de George.
—No, está en Oxford, gracias a Dios.
—¿Ah, sí? ¿Y en qué college?
—Pues está en el… —dijo Cecil—. Creo que le llaman algo así como el… ¿Balliol?
—Desde luego ese es un college de Oxford —dijo Hubert.
—Pues entonces es ese —dijo Cecil.
George se rio disimuladamente con una admiración nerviosa por la cara de cavilación que puso por encima de su cuello almidonado y su reluciente pajarita negra, con los botones de la camisa centelleando a la luz de las velas, y sintió una patadita en el pie por debajo de la mesa. Soltó un gritito ahogado y luego carraspeó, pero Cecil ya se estaba volviendo con una sonrisa melosa hacia la señora Kalbeck, y entonces, mientras Hubert empezaba a decir alguna estupidez, George sintió la suela del zapato de Cecil presionando muy fuerte contra su tobillo otra vez, de modo que la travesura secreta adquirió un toque más escabroso, como solía suceder con Cecil, y tras unos segundos de tanteo y cohibición George apartó el pie a su pesar.
—Estoy seguro de que está totalmente en lo cierto —dijo Cecil con otro solemne meneo de cabeza.
El hecho de que ya se estuviera burlando de su hermano hizo que George casi se marease de la emoción, como si estuvieran a punto de exigirle un cambio radical en sus lealtades, y enseguida se levantó para ayudar a servir el vino del pescado, con el que las sirvientas no acababan de apañárselas.
La señora Kalbeck atacó una trucha pequeña con su fruición habitual.
—¿Caza usted? —le preguntó a Cecil abiertamente, en un tono casi vivaz, como si ella se pasara la vida montando a caballo.
—Salgo con la White Horse Hunt de cuando en cuando —dijo Cecil—, aunque me temo que mi padre no lo aprueba.
—No me diga.
—Se dedica a la cría de ganado, ¿comprende?, y le dan pena los animales.
—Pues qué tierno de su parte —dijo Daphne, meneando la cabeza en un amago de aprobación.
Cecil le sostuvo la mirada con aquella superioridad afable que George sólo podía intentar emular.
—Como no anda por ahí a caballo con los sabuesos, en el pueblo se ha ganado la fama de ser un gran erudito.
Ella sonrió como hipnotizada; estaba claro que no tenía la menor idea de a qué se refería.
—Bueno, Cess, es que es bastante erudito —dijo George.
—Tienes razón —dijo Cecil—. Su Alimentación y cuidado del ganado ya va por la cuarta edición; así que es la obra literaria de más éxito de la familia Valance de lejos.
—Querrás decir de momento —dijo George.
—¿Y su madre comparte su opinión sobre la caza? —preguntó la señora Sawle provocativamente, quizá sin saber muy bien qué partido tomar.
—¡Santo Dios, no! Qué va, ella está totalmente a favor de las matanzas. Le gusta que salga con una escopeta cuando puedo, aunque se lo ocultamos a papá en la medida de lo posible. Soy un tirador bastante bueno —dijo Cecil, y echando otra furtiva mirada en torno a la mesa para ver que los tenía a todos en el bote añadió—: El General me mandó salir con una escopeta cuando era muy pequeño, para matar a un montón de grajos que armaban mucho jaleo… Conseguí abatir cuatro.
—¿De veras? —dijo Daphne, mientras George esperaba la frase siguiente.
—Pero escribí un poema sobre ellos al día siguiente.
—¡Ah, bueno!
Una vez más, no sabían muy bien qué pensar; mientras George explicaba rápidamente que el General era el nombre que le daban a la madre de Cecil, sintiéndose sumamente incómodo tanto porque el hecho de que así fuese como por estar fingiendo que no se lo había contado antes.
—Debería haberme explicado —dijo Cecil—. Mi madre tiene un don natural para el mando. Pero es un auténtico encanto cuando llegas a conocerla. ¿No te parece, George?
George pensaba que Lady Valance era la persona más aterradora que había conocido en su vida: dogmática, piadosa, imperdonablemente franca e inmune a cualquier tipo de broma, incluso cuando se las explicaban; sus hijos habían aprendido a tomarse su seriedad como algo tremendamente gracioso.
—Bueno, tu madre dedica la mayor parte de su tiempo y su energía a las buenas obras, ¿no es cierto? —dijo George con aquella prudente piedad suya.
Cuando se sirvieron el plato principal y un nuevo vino, George sintió de repente que la cosa estaba yendo bien; lo que en un principio había parecido un reto sin precedentes estaba convirtiéndose en un humilde éxito. Era evidente que todos admiraban a Cecil, y la plena confianza de George en la absoluta maestría de su amigo respecto a lo que debía decir o hacer superaba su propio terror a decir o hacer algo escandaloso, aunque sólo fuera con la intención de resultar divertido. En Cambridge Cecil solía ser escandaloso, y en cuanto a sus cartas…, las cosas que escribía en ellas a George le recordaban ahora vagamente a una troupe de figuras enmascaradas, de obscenidades pompeyanas, que se ocultaran de la vista tras las cortinas y entre las sombras del rincón de la chimenea. Pero de momento todo iba bien. Tal como los sones profundos en la elegía de Tennyson, Cecil tenía muchas voces… La punta del pie de George buscaba la de su amigo de vez en cuando, y era recibida con un meneo juguetón, más que con un puntapié. Le preocupaba que su madre estuviera bebiendo demasiado, pero el vino era un buen clarete, muy alabado por Hubert, y un ambiente cordial, visiblemente novedoso para Dos Acres, reinaba en la reunión. Sólo las miradas y las sonrisitas que su hermana le dedicaba a Cecil, y aquella coqueta manera suya de inclinar la cabeza a un lado, le molestaban de verdad. Entonces, horrorizado, le oyó decir a la señora Kalbeck:
—¡Y creo que usted y George son miembros de una antigua sociedad!
—Mmm…, mmm… —dijo George, aunque en realidad era a Cecil a quien estaban poniendo a prueba. El hecho de que no le mirara le pareció un reproche en sí mismo.
Tras unos segundos, y casi con una mueca de disculpa, Cecil dijo:
—Bueno, me atrevería a decir que tampoco pasa nada porque lo sepan.
—¡Dado que la sinceridad es nuestro lema! —añadió George, echándole una mirada de furia reprimida a su madre, que le había prometido guardar el secreto. Cecil debía de haber visto, de todos modos, que encajar aquel comentario con cierto humor era más sensato que ignorarlo olímpicamente.
—¡Por supuesto, sinceridad absoluta! —dijo.
—Entiendo… —dijo Hubert, que claramente no tenía ni idea del tema—. ¿Y respecto a qué son tan sinceros?
Entonces Cecil sí que miró a George.
—Bueno, eso —dijo— me temo que no nos está permitido contarlo.
—Es riguroso secreto —dijo George.
—Cierto —dijo Cecil—. De hecho, ese es nuestro otro lema. La verdad es que no deberían haberles dicho que somos miembros. Es una infracción muy seria —añadió con una chispa acerada de auténtico disgusto en su tono festivo.
—¿Miembros de qué? —preguntó Daphne, sumándose al juego.
—¡Exactamente! —dijo George, casi demasiado aliviado—. No hay sociedad que valga. Confío en que no se lo hayas comentado a nadie más, madre.
Ella sonrió, no muy convencida.
—Creo que solamente a la señora Kalbeck.
—Bueno, la señora Kalbeck no cuenta —dijo George.
—¡Pero George…! —Su madre por poco tiró su copa de vino con el vuelo de su manga. Por suerte, sólo le quedaban unas gotas en el fondo.
George sonrió abiertamente a Clara Kalbeck. Era una muestra graciosa de aquella sinceridad que en Cambridge dominaba sobre los principios de la amabilidad y el respeto, pero que tal vez no se comprendía fácilmente aquí, en las afueras.
—No, ya sabe lo que quiero decir —le dijo tranquilamente a su madre, y le echó una rápida mirada entre sonriente y enojada.
—La Sociedad es secreta —dijo Cecil pacientemente— para que nadie pueda armar mucho jaleo con su deseo de entrar en ella. Pero, desde luego, yo se lo conté al General en cuanto me eligieron. Y ella debió de contárselo a mi padre, puesto que también cree mucho en la sinceridad. Mi abuelo también fue miembro en los años cuarenta. Igual que muchas personas distinguidas.
—No tenemos nada que ver con la política, sin embargo —dijo George—, ni con la fama mundana. Somos totalmente democráticos.
—Cierto —dijo Cecil con una nota de pesar—. Muchos escritores importantes han sido miembros, desde luego. —Miró hacia abajo, cerrando los ojos un momento en señal de modestia; pero, al mismo tiempo, echándose un poco hacia delante, le pegó a George una patadita maliciosa por debajo de la mesa—. ¡Lo siento mucho! —dijo, porque George se había quejado, y antes de que nadie entendiera muy bien qué había ocurrido la charla derivó hacia otros temas, dejando a George con una sensación de rencor culpable y, aparte de eso, una misteriosa visión de pantallas, como de un tren pasando detrás de otro: el gran secreto colectivo de la Sociedad y aquel otro secreto inefable aún perfectamente oculto a la vista.
Cuando se sirvió el pudin George ya estaba deseando que se terminara la cena y preguntándose cuánto tiempo tardaría en arreglárselas educadamente para tener a Cecil para él solo. Él y Cecil lo devoraban todo a una velocidad de vértigo, mientras que los demás se entretenían gustosa y caprichosamente con su comida. En la última parte de la cena, lo sabía muy bien, su madre podía caer en trances de seducción y morosidad: un estremecimiento de placer por el mero hecho de estar sentada a la mesa, traviesas peticiones de un poco más de vino… Después de eso, media hora con el oporto sería realmente insoportable. Las afables banalidades de Hubert eran tan agotadoras como el parloteo fisgón de Daphne. «Esto os va a interesar», solía decir él, antes de embarcarse en un relato chapucero de algo que ya sabía todo el mundo. A lo mejor esa noche, como eran tan pocos, se podían levantar de la mesa todos juntos, ¿o a Cecil eso le parecería de pésima educación? ¿Estaba espantosamente aburrido? ¿O quizá muy contento y a gusto, y desconcertado e incluso molesto por el deseo evidente de George de terminar de cenar y librarse de su familia lo antes posible? Cuando su madre echó la silla hacia atrás y dijo: «¿Nos levantamos?», con una cauta sonrisa a la señora Kalbeck, George le echó una mirada a Cecil y vio que le devolvía una sonrisa que un desconocido habría considerado amistosa, pero que para George era señal inequívoca de una total determinación de salirse con la suya. Tan pronto las tres mujeres salieron de la estancia, Cecil le hizo una simpática seña a Hubert con la cabeza y dijo:
—Tengo una costumbre horrible, anatema en sociedad, a la que sólo se puede ceder recatadamente en el exterior, bajo un manto de oscuridad.
Hubert sonrió angustiado ante aquella confesión inesperada, mientras sacaba de su bolsillo una pitillera de plata que dejó, bastante avergonzado, sobre la mesa. Cecil a su vez sacó el estuche de cuero que contenía, como un par de cartuchos de escopeta, una abrazadera de puros. Parecían diseñados, de un modo casi chocante, para una exclusiva sesión à deux.
—Pero, mi querido amigo —dijo Hubert un poco perplejo y con un tímido gesto de su mano para indicar que era muy libre de hacer lo que le viniera en gana.
—No, en serio, sería incapaz de viciar el ambiente de un entorno tan… —Cecil se interrumpió un segundo— de un entorno tan íntimo. Su madre lo encontraría de muy mal gusto. Se extendería por toda la casa. Incluso en Corley, ¿sabe?, somos tremendamente estrictos al respecto. —Y clavó la mirada en Hubert con una sonrisita malvada, como insinuando que para él también era un momento excitante, una oportunidad de saltarse las normas a la vez que, en cierta forma, seguía obrando correctamente.
George no estaba muy seguro de que Hubert lo viera realmente de aquella manera, y sin esperar más componendas de su parte dijo:
—Tendremos una charla como es debido mañana por la noche, Huey, cuando venga Harry.
—Por supuesto que sí —dijo Hubert. Sólo parecía ligeramente ofendido, desconcertado pero tal vez aliviado, incluso conforme con aquel pacto entre los hombres de Cambridge.
—¡Ya verá como no nos andamos con muchas ceremonias por aquí, Valance! Puede salir a soltar toda la peste que quiera ahí fuera, que yo… que yo me marcho tranquilamente a fumarme un cigarrillo con las damas.
Y les hizo una floritura con la pitillera con un aire de alegre autosuficiencia.