Mientras la doncella recogía el servicio de té, Freda Sawle se levantó y se acercó despacio entre las mesitas y las numerosas butacas hasta la ventana abierta. Unas cuantas franjas de nubes irradiaban una luz rosa por encima del jardín de rocalla, y el propio jardín se remansaba en el primer gris del crepúsculo. Era una hora del día que le provocaba una sensación de desasosiego.
—Supongo que mi hija se estará estropeando la vista ahí fuera —dijo, volviéndose hacia la luz más cálida de la estancia.
—Si tiene sus libros de poesía —dijo Clara Kalbeck.
—Ha estado analizando algunos poemas de Cecil Valance. Dicen que son muy buenos, pero no tanto como los de Swinburne o Lord Tennyson.
—Swinburne… —dijo la señora Kalbeck, con una risita de cautela.
—Todos los poemas de Cecil que he visto tratan de su propia casa. Aunque George dice que tiene otros, de interés más general.
—Tengo la sensación de que sé muchas cosas sobre la casa de Cecil Valance —dijo Clara, con la ligera aspereza que daba incluso a sus comentarios más agradables un toque de sarcasmo.
Freda recorrió la escasa distancia que la separaba del rincón musical de la habitación, la tronera con el piano y la oscura vitrina del gramófono. El propio George se había vuelto bastante crítico con Dos Acres desde su visita a Corley Court. Decía que cualquier rincón «se convertía enseguida en un recoveco». Aquel recoveco tenía su propia ventanita, y una ancha viga de roble lo cruzaba de parte a parte.
—Están tardando mucho —dijo Freda—, aunque George dice que Cecil no tiene noción del tiempo.
Clara miró con indulgencia el reloj de la repisa de la chimenea.
—Supongo que andarán por ahí.
—¡A saber qué estará haciendo George con él! —dijo Freda, y frunció el ceño ante su propio tono incisivo.
—Puede que haya perdido el otro tren en Harrow y Wealdstone —dijo Clara.
—Seguramente —dijo Freda, y por un momento aquellos dos nombres, con sus vocales cerradas, la r gutural, la W borrosa que era casi una F, le llamaron la atención como un diminuto emblema de la reivindicación de los derechos de su amiga sobre Inglaterra, Stanmore y ella misma. Se entretuvo colocando mejor las fotografías enmarcadas que formaban un semicírculo expectante en la pequeña mesa redonda. Su querido Frank, en un retrato de estudio, con la mano apoyada en otra pequeña mesa redonda. Hubert en un bote de remos y George en un pony. Los apartó un poco, para darle a Daphne una mayor relevancia. Solía complacerla la compañía de Clara y su disposición natural a quedarse sentada durante varias horas seguidas. No era peor amiga por el hecho de resultar tan patética. Freda tenía tres hijos, un teléfono y un cuarto de baño en el piso de arriba; Clara no disfrutaba de ninguno de aquellos lujos, y era difícil envidiarla cuando subía trabajosamente la colina desde la pequeña y húmeda Lorelei en busca de conversación. Esa noche, sin embargo, con la cena provocando tensiones en la cocina, el que no se moviera del sitio demostraba cierta insensibilidad.
—Es evidente que George está encantado con su amigo —dijo Clara.
—Ya lo sé —dijo Freda, volviendo a sentarse y recobrando de repente la paciencia—. Y yo también estoy encantada, claro. Antes parecía que no tenía ninguno.
—A lo mejor el haber perdido a su padre lo volvió tímido —dijo Clara—, y sólo quería estar contigo.
—Mmm, tal vez tengas razón —dijo Freda, picada por la sabiduría de Clara, y conmovida al mismo tiempo porque George pudiera adorarla—. Pero desde luego ahora está cambiando. Se le nota en la manera de andar. Y silba un montón, lo que suele indicar que un hombre desea algo con fuerza… Le encanta Cambridge, claro. Y el mundo de las ideas. —Visualizó los senderos que atravesaban y rodeaban los patios de los colleges como ideas, con los jóvenes siguiéndolas por las arcadas y las escaleras. Más allá estaban los jardines y las orillas del río, el vago resplandor de la libertad social, donde George y sus amigos se tumbaban en la hierba o junto a las que se deslizaban en bateas. Dijo con tiento—: Ya sabes que lo han elegido miembro de la Conversazione Society.
—Pues sí… —dijo Clara, con un ligero meneo de cabeza.
—No se nos permite saber nada de ella. Pero creo que se trata de filosofía. Cecil Valance es miembro de la Sociedad. Discuten ideas. Creo que George me dijo que discutían sobre: «¿Esta esterilla existe de verdad?». Ese tipo de cosas.
—Los grandes temas —dijo Clara.
Freda se rio con aire de culpa y dijo:
—Tengo entendido que es un gran honor ser miembro.
—Y Cecil es mayor que George —dijo Clara.
—Creo que dos o tres años, y todo un experto en ciertos aspectos de la Revuelta Hindú. Por lo visto pretende ser profesor del college.
—Y se ha ofrecido a ayudar a George.
—¡Es que son muy amigos!
Clara hizo una pequeña pausa.
—Sea por lo que sea —dijo—, George se está abriendo al mundo.
Freda mantuvo la sonrisa, mientras asimilaba la idea de su amiga.
—Es verdad —dijo—. ¡Por fin se está abriendo como una flor! —La imagen era tan hermosa como ligeramente inquietante.
Entonces Daphne asomó la cabeza por la ventana y gritó:
—¡Ya están aquí! —Parecía enfadada con ellas por no haberse dado cuenta.
—Ah, qué bien —dijo su madre, volviendo a levantarse.
—Ya era hora —dijo Clara Kalbeck, con una risa seca, como si hubieran puesto a prueba su paciencia con aquella espera.
Daphne echó un rápido vistazo por encima del hombro, antes de decir:
—Es increíblemente atractivo, la verdad, pero tiene una voz bastante gritona.
—Igual que tú, cariño —dijo Freda—. Y ahora vete a buscarlo.
—Yo me voy a marchar —dijo Clara en voz baja y en un tono muy serio.
—¡Qué tontería! —dijo Freda, dándose por vencida como había sospechado que haría, y levantándose para acercarse hasta el vestíbulo.
Dio la casualidad de que Hubert acababa de llegar del trabajo, y estaba de pie en la puerta principal con su sombrero hongo, arrojando prácticamente dos maletas marrones dentro de la casa.
—Me las he traído en la furgoneta.
—Ah, deben de ser las de Cecil —dijo Freda—. Sí, «C. T. V.», mira. Ten más cuidado… —Su hijo mayor era un muchacho fornido, con un bigote sorprendentemente rojizo, pero ella se dio cuenta en ese momento, a la luz de su última conversación, de que aún no había madurado y de que se quedaría completamente calvo antes de hacerlo—. Ha llegado un paquete muy misterioso para ti. Buenas noches, Hubert.
—Buenas noches, madre —dijo Hubert, inclinándose sobre las maletas para besarla en la mejilla. Era la pequeña pantomima de sus relaciones, que de alguna manera resaltaba el hecho de que Hubert no se divirtiera nada y quizá ni siquiera supiera que tenían algo de cómico—. ¿Es este? —preguntó, cogiendo un paquetito envuelto en reluciente papel rojo—. Parece más de señora.
—Eso esperaba yo, es de Mappin’s —dijo su madre mientras a su espalda, por la puerta del jardín que había permanecido abierta todo el día, iban llegando los demás: esperando un momento fuera, a la suave luz que se extendía por el sendero, George y Cecil cogidos del brazo, recortados contra el crepúsculo, y Daphne justo detrás, con los ojos muy abiertos y su propio papel en aquel drama, el de la persona que los había encontrado. Freda tuvo un momento la sensación de que Cecil era el que guiaba a George, en vez de que George les estuviera presentando a su amigo; y el mismo Cecil, cruzando el umbral con su clara ropa de lino y tan sólo el sombrero en la mano, parecía extrañamente despreocupado. Podría estar haciendo su entrada desde su propio jardín.