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LA PERLA ROJA

Al otro día al mediodía los alrededores del monasterio estaban llenos de una multitud de peregrinos que se debatían contra las puertas tratando de romper las líneas de malabares y de negros de la guardia y desafiando los latigazos que caían sin piedad sobre su cabeza y espalda.

La noticia de que la famosa perla que en otro tiempo adornaba la frente de Buda había sido encontrada y que la iban a restituir se había esparcido, poniendo en movimiento a todos aquellos fanáticos adoradores del dios.

La entrada en el monasterio estaba prohibida a todo el mundo, exceptuando al Rey, sus ministros, dissevas y grandes dignatarios del Estado, que se habían apresurado a tomar sitio en la gran sala en espera del afortunado pescador de perlas. Poco antes de que el Sol llegara a la mitad de su curso, Will renovó la ligadura de la herida del malabar, que durante la noche no había experimentado más que una ligera fiebre. Era preciso creer que aquel diablo de hombre poseía una fibra más que excepcional y un ánimo casi único.

Apenas terminada la operación, un grupo de ocho malabares de la guardia se presentó en la cabaña con la orden de dar escolta hasta el monasterio a los tres poseedores de la perla famosa.

Los malabares eran unos arrogantes jóvenes, e iban armados hasta los dientes con largas carabinas indias, pistolones y cortos sables semejantes a los que usan los cochinchinos y annamitas.

Palicur, presa de una especie de exaltación, parecía no sentir dolor alguno. Se levantó ayudado por el contramaestre y el mulato, apretando contra el pecho la bolsa de acero que contenía la perla, y apoyándose en el brazo de ambos se dirigió resueltamente hacia el monasterio, rodeado por los soldados de la guardia.

La gente que se agolpaba en la plaza, comprendiendo que aquél debía de ser el hombre que encontrara la célebre joya, se apresuraba a retirarse para dejarle sitio, inclinándose profundamente como ante un ser divino bien querido y protegido de la divinidad.

Las cuerdas de los látigos que la escolta agitaba sin cesar pronunciando el nombre del Rey, no hacían falta para abrir camino a los tres expenados y a su guardia.

En la puerta del monasterio esperaban al malabar media docena de tiruvanska con objeto de conducirle a la gran sala. Al ver a Will, un hombre blanco, no pudieron reprimir un movimiento de sorpresa, e hicieron ademán de detenerle; pero Palicur dijo enseguida:

—Éste es el hombre que me ha ayudado a encontrar la perla, y, además, también es un adorador de Buda.

—Entonces, venid —dijo el más viejo de los seis monjes—. Están esperándoos el Rey y el gran sacerdote.

En tanto que la guardia contenía a la multitud que trataba de penetrar en el monasterio los tres amigos fueron introducidos en el corredor, y enseguida en la gran sala, en la cual se veía la gigantesca estatua del dios.

Ante la enorme mole, sentados en escaños dora dos, estaban el anciano Monarca y el gran sacerdote, y en derredor de ellos agolpábanse centenares de monjes, grandes dignatarios, los dissova y los ministros.

Palicur hizo seña a sus amigos, que habían ido sosteniéndole hasta allí, y recogiendo todas sus fuerzas y energías adelantó con paso bastante seguro hacia el Rey, y después de haberse inclinado tres veces hasta casi tocar con la frente en el suelo tendió la diestra y alargó la bolsa de acero, diciendo:

—¡He ahí la perla!

El Soberano, que estaba visiblemente conmovido, la cogió y abrió la bolsa. Pronto un grito de asombro salió de sus labios.

—¡Maravillosa! ¡Una perla de color de sangre! —exclamó llenó de admiración.

El gran sacerdote se había inclinado hacia el Monarca para mirar la magnífica joya.

—¡Sí; la misma! ¡Es la que brillaba en la frente de Buda! —exclamó—. ¡La reconozco, aun cuando su color se haya vuelto más oscuro! ¡Ese punto azul casi invisible me lo confirma!

Todos, monjes, ministros y dissovas se habían agolpado en derredor del Rey y del gran sacerdote lanzando exclamaciones de asombro.

Nunca se había visto perla de aquel color, a pesar de las bellísimas que producía el banco de Manar.

—¿La hija de Chitol es mía? —preguntó Palicur.

—¡Tuya es, hombre valeroso! —dijo el Rey—. La tendrás, y yo le daré una dote de princesa para compensarte de tu generosidad; porque otro cualquiera, en vez de devolver la perla, la hubiera vendido a los árabes o a los europeos.

—¡Entonces, deseo verla! ¡Ruego que la traigan: es mi prometida, y hace dos años que la lloro!

El gran sacerdote hizo una seña a los monjes para que le dejasen éstos, y golpeó con un martillo de plata un gong que estaba suspendido ante la estatua de Buda.

Poco después se abrió una puerta, y aparecieron dos sacerdotes llevando de las manos a una muchacha cingalesa que vestía el pintoresco traje de las candianas, todo adornado con campanillas de plata, y en la cabeza una especie de diadema que terminaba en una cúpula.

Era una bellísima figurita, de formas flexibles, bien desarrollada, de piel ligeramente bronceada, con esas extrañas esfumadoras que tienen algunos terciopelos, tan comunes en las mujeres indias.

Sus magníficos cabellos caían hasta más abajo de la ancha faja de seda azul que le ceñía las caderas. Tenía los ojos muy brillantes, de luz intensa, y las facciones, muy correctas y de rara dulzura en la hija de un pescador.

Palicur dio un grito.

—¡Juga!

Después hizo ademán de precipitarse hacia la muchacha, que a su vez fue corriendo a su encuentro con los brazos extendidos; pero en aquel momento las fuerzas le hicieron traición, y cayó en brazos de Jody, que le recogió en el acto.

Al mismo tiempo hacia el fondo de la sala surgió un gran tumulto. La guardia trataba de impedir el paso a alguien que intentaba entrar violentamente.

De pronto una voz poderosa que hizo estremecer al contramaestre gritó:

—¡Paso al representante del Gobierno inglés!

¡Sitio, os digo; o de lo contrario, os declararemos la guerra!

El Rey se levantó vivamente poseído de gran emoción, y los dissova le rodearon desnudando las espadas como para protegerle contra algún peligro.

—¡Dejad entrar al representante del Gobierno inglés! —gritó.

Al oír aquella orden las filas de los malabares fe abrieron y un hombre penetró con aire de orgulloso poderío, levantando entre los presentes un murmullo de indignación.

Vestía Una especie de uniforme semejante al de los oficiales anglo-indios, y le seguían tres cingaleses armados con cimitarras.

Al verle el contramaestre apenas pudo ahogar una blasfemia. En aquel supuesto representante del gobierno inglés reconoció a Foster, el irlandés, el vigilante a quien tan hábilmente se la habían jugado la noche que escaparon del presidió de Port-Cornwallis emborrachándole con ginebra de Holanda. El bribón se acercó al Rey tocando apenas la visera de su casco de corcho, y sin preámbulo alguno, y señalando sucesivamente a Palicur, que seguía desvanecido, a Will, que parecía herido por un rayo, y a Jody, dijo:

—¡En nombre de mi Gobierno pido a V.M. que mande arrestar a esos tres hombres y que los conduzcan inmediatamente a Colombo!

—¿De qué delito se les acusa? —preguntó el Monarca arrugando el entrecejo y mirando al irlandés severamente.

—Son tres penados que hace algunos meses han huido de la penitenciaría de Port-Cornwallis, y por esa razón pertenecen al Gobierno inglés.

—¿También ese hombre blanco, que debe de ser tu compatriota? —preguntó el Rey señalando a Will.

—¡También ése!

—Will se estremeció. Dio algunos pasos adelante, y apuntando con el índice como con una pistola al pecho del irlandés, gritó:

—¡Ese hombre miente afirmando que es un representante del Gobierno inglés! ¡No trae mandato alguno de arresto! ¡Al contrario; yo le acuso de que varias veces ha intentado robarnos la perla roja, queriendo asesinar, y no más tarde que ayer noche, a este malabar! ¿Queréis Una prueba, señor? ¡Mirad!

Se inclinó sobré Palicur, el cual todavía no había vuelto en sí, le abrió la chaqueta, desató con precaución las vendas, y enseñó la herida que le produjo el Tuerto.

—En seguida prosiguió, abrumando con una mirada irónica al irlandés:

—Esta mañana han encontrado cerca de las ruinas de la ciudad un hombre muerto. ¿Sabéis, señor, quién le ha estrangulado? Este malabar, para impedir que aquel miserable le matase y le robara la perla, que ya en aquella hora había sido prometida al gran sacerdote.

»Este valiente pescador quedó herido en la lucha de una puñalada; pero logró castigar a su adversario.

»¿Quiere saber Vuestra Majestad quién era el agresor? El cómplice de este individuo, que afirma ser el representante del Gobierno inglés.

—¿Es cierto, Jody?

—Sí —respondió el mulato—. Aquel infame era un ladrón, como lo es éste.

Un profundo silencio acogió lo dicho por ambos amigos, interrumpido únicamente por los sollozos de la joven, que se había arrodillado al lado del cuerpo inmóvil del pescador de perlas. De pronto un gran vocerío iracundo resonó en la inmensa sala, y una multitud amenazadora rodeó al poco afortunado irlandés blandiendo espadas y puñales. La inminencia del peligro devolvió al vigilante algún valor.

—¡Esos hombres han mentido! —exclamó—. ¡Yo soy el representante del Gobierno inglés, y ellos son unos bribones matriculados en presidio!

Con un ademán hizo callar el Rey a sus súbditos y detener las espadas que estaban a punto de hacer pedazos al desgraciado borrachón.

—Estos hombres —dijo señalando a los tres expenados— me han dado pruebas de ser unos caballeros, porque si no fuesen tales, no hubieran traído la preciosa perla, cuyo valor no puede estimarse.

»Además, han probado también que los han acometido, pues todos los presentes acaban de ver la herida recibida por uno de ellos.

»Ahora muéstrame tu mandato de arresto y los documentos que acrediten que eres quien dices.

—No los tengo por ahora —balbuceó confundido el irlandés—. Más adelante tendré unos y otros.

—Está bien: cuando los tengas vuelve a enseñármelos. ¿Quién ha de dártelos?

—Las autoridades de Colombo.

El Rey mandó acercarse a los malabares de la guardia que estaban en la puerta.

—Conducid a este hombre hasta la frontera para que pueda ir a buscar los documentos que le hacen falta. Te doy de tiempo cuarenta y ocho horas para trasponerla.

Y mientras el irlandés, confundido y avergonzado, era conducido fuera del monasterio, añadió volviéndose hacia Will:

—Veremos si cuando vuelva estáis todavía aquí. Por ahora sois mis huéspedes, mientras no se restablezca de su herida ese animoso pescador.