EL TRÁGICO FIN DEL «TUERTO»
Antes de la llegada de los portugueses, esos audaces conquistadores, los primeros en llevar las armas europeas al Océano índico, emulando en valor y también en crueldad a los conquistadores españoles que deshicieron los Imperios americanos, Annaro Agburro era la ciudad santa de los cingaleses, o, mejor aún, de los budistas, que todos los años iban en masa a visitarle.
Poseía soberbias pagodas exornadas con piedras preciosas, grandiosos monasterios, inmensos palacios, estatuas colosales que representan al dios venerado; pero cuando Alburquerque, el gran capitán portugués, lanzó a sus aventureros en las regiones centrales de las islas, la ciudad desapareció. Bajo la rabia de aquellos ávidos depredadores, pagodas, palacios, monasterios y estatuas, de los cuales todavía subsisten las ruinas, desaparecieron para siempre.
Tan sólo el árbol bogaha, no se sabe por qué milagro, quedó en pie.
Como ya hemos dicho, ese árbol había sido trasportado por los vientos desde muy lejanas regiones, arraigando en aquel sitio para proteger con su sombra a Buda, que se había detenido durante una temporada en las regiones centrales de la isla.
En el monasterio, erigido a corta distancia del famoso bogaha, están sepultados algunos reyes de Candy, que han merecido tal honor por haber mandado esculpir imágenes del dios, y que los creyentes han tomado como genios buenos encargados de la custodia de aquel lugar sagrado.
Con profunda emoción, y desde lo alto de una colina, saludó el pescador de perlas el árbol sagrado.
A su sombra vivía la muchacha a quien él quería tanto, la hija del viejo Chitol.
—Te late el corazón fuertemente; ¿no es verdad, mi pobre amigo? —le preguntó el contramaestre, que le observaba con atención.
—¡Sí, señor Will! —contestó con voz alterada el malabar—. ¡Me parece un sueño encontrarme aquí después de tan larga ausencia y de tantos sufrimientos! ¡Me parece que es demasiada felicidad, y que tiene que sucederme alguna desgracia antes de ver a mi adorada prometida!
—¿Qué es lo que temes ahora que hemos llegado? La perla está en nuestras manos.
—¡Es verdad; pero, sin embargo, tengo muchísimo miedo!
—¡Es la felicidad, que te lo hace ver todo negro! —dijo Jody—. ¡Animo, Palicur! ¡Bajemos al valle, y después, adelante hacia aquellas ruinas! Antes de que anochezca estaremos en Annaro Agburro.
Iban a comenzar el descenso de la colina, cuando un ruido ensordecedor producido por un gran número de trompas, flautas y gongs redoblados con gran fuerza repercutió en el valle.
—¿Pasa algún regimiento? —dijo el contramaestre bromeando.
—Debe de ser alguna gran peregrinación —contestó el malabar, que escuchaba atentamente—. En esta época los dissova, o sean los grandes del reino, vienen a visitar el árbol sagrado. Se acercan, porque el ruido aumenta.
Además de los instrumentos dichos se oía el redoblar de los tambores, y notas raras que parecían producirse por el choque de triángulos de acero.
—Ese que viene debe de ser algo más que un dissova —dijo Palicur—. Será el rey de Candy.
—¿También viene alguna vez al monasterio? —preguntó Will.
—Ahí tiene enterrados algunos de sus ascendientes.
—¡Abrid los ojos! —gritó el mulato en aquel mismo momento, al propio tiempo que se ponía en pie en la roca—. ¡Avanza un magnífico cortejo!
Un pelotón de candianos espléndidamente vestidos y adornados con un prodigioso número de campanillas avanzaba con banderas blancas y grandes estandartes, en los cuales se veían pintadas de rojo algunas figuras representando el Sol, elefantes, tigres y muchos otros animales espantosos. Seguíalos inmediatamente otro grupo compuesto de soldados armados de látigos sin mango, hechos con una cuerda delgada de lino, que hacían silbar en el aire como si amenazasen a alguien.
Después aparecieron dos o tres docenas de músicos con largas trompas, tam-tam, gongs, tambores y triángulos de hierro que golpeaban con gran prisa, haciendo vibrar todos los ecos del valle.
—Es un cortejo real —dijo Palicur—. Dentro de poco veremos al rey de Candy.
—Le saludaremos —dijo Will—, a los poderosos indostanes no les desagrada el homenaje de un hombre blanco. Bajemos para poder verle más de cerca.
Mientras bajaban al valle proseguía avanzando el cortejo y produciendo un ruido ensordecedor. Desfilaban pelotones de magníficos caballeros con divisas de varios colores y turbantes con penachos. Los seguían enormes elefantes cubiertos por grandes telas rojas y flecos de plata; de las orejas llevaban suspendidos los paquidermos inmensos colgantes plateados, y cada uno iba montado por dos adigar del reino, o sean los ministros del Estado, dissovas, gobernadores de distrito, dissovas udda o jefes de las tropas, y después seguían nuevos portaestandartes y músicos, pelotones de soldados malabares y africanos de la guardia personal del Rey.
El contramaestre y sus dos compañeros se habían detenido en la cima de una roca que dominaba el camino que recorría el cortejo, cuando apareció el elefante real.
Era un animal de dimensiones gigantescas; iba aparatosamente adornado con gualdrapas de terciopelo carmesí y franjas de oro; placas de igual metal en la frente, cubiertas de gruesas turquesas, y otros adornos que le caían por la maciza frente; en las patas llevaba aros de plata.
Bajo una cupulilla con cortina de seda, que sostenían cuatro columnitas, iba sentado el Monarca. Era un hermoso viejo de sesenta años, de color ligeramente bronceado, con larga barba blanca que le daba un aspecto majestuoso, y vestía de gran gala.
En la cabeza llevaba un extraño tocado, adoptando la forma de cuatro cuernos, con un grupo de plumas delante; la casaca parecía un tanto arlequinesca, pues las mangas eran de distinto color; amplios pantalones de seda blanca y una espada de antigua forma completaban su traje.
Al ver que el contramaestre se quitaba el sombrero para saludarle, el Monarca, muy agradecido a este homenaje de un hombre blanco, inclinó sonriendo la cabeza y le miró mucho con cierta curiosidad.
Los tres amigos dejaron desfilar dos grupos de caballeros y una compañía de negros que escoltaban al elefante real, y se pusieron detrás del cortejo para llegar reunidos a las alturas de Annaro Agburro.
—¿Irás enseguida al monasterio? —preguntó Will a Palicur casi al llegar a la cumbre.
—Sí, señor —respondió el malabar—. Iré a advertir al gran tiruvanska que he logrado recuperar la famosa perla, y que estoy dispuesto a restituirla a condición de que me entreguen la hija del viejo Chitol. ¡No podría dormir si antes no tuviese alguna noticia de la muchacha!
—Amigo mío, comprendo tu impaciencia. Sin embargo, harás bien en dejarnos la perla. No sabemos lo que puede suceder.
—¡Admiro su prudencia, señor Will!
Hacia el anochecer llegaron a la meseta. Todos los alrededores de la arruinada ciudad y del monasterio hervían de peregrinos, pues era la época de las grandes procesiones religiosas.
Veíanse gentes pertenecientes a todas las razas venidas de países lejanos. La religión budista cuenta más adeptos que la de Brahma, Shiva y Visnú.
Sin contar los cingaleses, que eran muchísimos, había centenares y centenares de birmanos, siameses, cochinchinos, javaneses, sumatras e indios, luciendo todos sus pintorescos y extravagantes trajes.
Ni siquiera faltaban chinos, pues, como es sabido, en el Celeste Imperio hay millones de budistas.
No les fue fácil a los tres amigos encontrar un sitio en que recogerse, ni siquiera una choza. Por fin lo hallaron en una cabaña de ramas y hojas llena de peregrinos. Con esteras se hicieron un pequeño departamento, que reforzaron con palos y piedras para evitar que les robasen mientras dormían, pues ni en los lugares santos faltan ladrones.
Cenaron deprisa un poco de arroz con pescado, y enseguida Palicur se levantó diciendo:
—Apenas tengo tiempo de acercarme al monasterio, porque después de la puesta del Sol cierran el santuario, y no lo abren antes del amanecer.
Entregó a Will la famosa perla, que seguía guardada en la bolsa de mallas de acero; se metió por precaución el cuchillo en la faja que le rodeaba la cintura, y salió, prometiendo volver pronto.
En derredor del árbol sagrado que se erguía en el centro de aquella planicie extendiendo sus inmensas y frondosas ramas hasta una distancia notable había algunos grupos de peregrinos, pues la mayor parte se habían retirado ya a las cabañas y albergues levantados entre las ruinas, disponiéndose a cenar y a descansar de sus largos y fatigosos viajes.
Como ya hemos dicho, el malabar había estado otras veces en aquel sitio: así, pues, atravesó la plaza y se detuvo ante el umbral del monasterio, donde varios sacerdotes, revestidos con amplias túnicas amarillas, rapada la cabeza y con los brazos y los pies desnudos, estaban orando arrodillados sobre un pedazo de paño blanco: todos ellos tenían al alcance de la mano el inseparable abanico hecho con hojas de palmera, y del cual se servían como de quitasol cuando viajaban.
El edificio, aun cuando muy espacioso, pues se alojaban en él varios centenares de tiruvanska, no tenía nada de particular, ni por su arquitectura ni por su lujo. Era más bien bajo, de techo plano, como los templos budistas chinos, con columnas de madera pintadas de rojo y sin ningún dorado.
Lo único que atraía la mirada era una enorme estatua de Buda tendida en una especie de lecho y sosteniendo la cabeza con la mano izquierda.
Al ver que el malabar avanzaba con paso precipitado, uno de los sacerdotes se levantó, dirigiéndole una mirada colérica.
—¿Quién eres tú, que vienes a turbar las plegarias de los tiruvanska? —le preguntó con tono de reconvención.
—Soy un hombre que hará feliz al gran sacerdote de Annaro Agburro —contestó resueltamente el pescador de perlas—. Tengo que hablarle enseguida.
—¿Eres algún mensajero del Rey?
—Ante todo, soy un indio, y, por tanto, no soy súbdito ni enviado del monarca de Candy.
—¡Entonces, vuelve mañana!
—Es que lo que tengo que decir al gran sacerdote es demasiado urgente para poder esperar tanto —respondió Palicur con firmeza.
—¡No importa; vuelve mañana!
—En ese caso, ve a decir al gran sacerdote que un pescador de Manar le trae la hermosa perla que robaron de este monasterio, pues la he encontrado en el fondo del Océano.
Al oír esto todos los monjes se pusieron en pie de un salto mirando asombrados al pescador.
—¿Has encontrado tú la perla? —exclamaron a una voz.
—Sí, yo —contestó Palicur.
Entre los monjes reinó un breve silencio. Todos miraban al malabar como preguntándose si estaba loco o si quería divertirse; pero viéndole tan tranquilo y seguro de sí mismo, se persuadieron de que debía de haber algo de verdad en lo que decía.
—Sígueme en seguida —dijo por último el que primero le había interrogado—. Pero ten cuidado, porque si te burlas de nosotros te entregaremos a la justicia del Rey.
—No he venido hasta aquí para engañaros: te repito que la perla está en mi mano.
—Entonces, vamos.
Atravesaron la puerta y penetraron en un gran corredor iluminado por pequeñas lámparas, y cuyas paredes lucientes estaban cubiertas de inscripciones en lengua sánscrita.
El monje le hizo subir unas gradas y le introdujo en una vasta sala, en medio de la cual se alzaba otra estatua del dios colocada en la misma actitud que la anterior.
Ante ella y sobre un tapiz magnífico veíase arrodillado un sacerdote viejo, cuya cabeza rodeaba una cinta de oro. Se daba aire lentamente con un talapawa, abanico muy parecido al que usan los sacerdotes budistas del Pegú.
—¿Qué quieres? —preguntó el anciano interrumpiendo sus rezos—. ¿Me traes algún mensajero del Rey?
—No, gran sacerdote —respondió el monje—. Te presento a un hombre que afirma que ha encontrado la gran perla que ornaba la frente de nuestro dios, y que, como sabes, robó aquel extranjero sacrílego.
—¡No es posible! —exclamó—. ¡No debe de ser aquélla!
—Gran sacerdote, tú la pesarás, y verás cómo el peso es el mismo. Únicamente ha cambiado de color, pues de rojiza que era, ahora es roja por completo, lo que la avalora aún más —respondió Palicur.
—¿Y cómo ha podido cambiar de color?
—Porque ha absorbido la sangre del que la robó. Mejor que yo sabes, gran sacerdote, que el ladrón se produjo una herida para esconderla en ella y poder ocultarla.
—Es verdad. ¿Y dónde tienes esa perla?
—Está en manos de dos amigos míos, de los cuales uno es un hombre blanco.
—¿Se aprovecharán de tu ausencia para huir? —preguntó el gran sacerdote con acento de temor.
—Son demasiado fieles para robarme.
—¿Y dónde la has encontrado?
—En el extremo del banco de Manar. He podido saber el sitio exacto donde se ahogó el ladrón por medio de un antiguo pescador de perlas, que era uno de los que le perseguían.
—¿Y qué pedirás como recompensa?
—La libertad de la hija del viejo Chitol, que se encuentra entre las bayaderas de este monasterio —contestó Palicur—. Esa muchacha fue robada durante una fiesta religiosa.
—Lo sé.
—Si tú, gran sacerdote, consientes en lo que pido, la perla ornará de nuevo la frente de Buda; si rehúsas, mis amigos la harán pedazos, y nadie la poseerá.
—¡No! —gritó el viejo—. Tuya será la hija de Chitol, y el Rey, que es generoso, te ofrecerá una buena recompensa. ¡Júrame que mañana traerás la perla!
—¡Lo juro por Brahma, Shiva y Visnú, la trinidad india, en la cual creo!
—Rogaré al Rey que esté presente para que pueda recompensarte como mereces.
—Yo no faltaré. ¿Está aquí la hija de Chitol? —preguntó Palicur con voz hondamente conmovida.
—Sí, está.
—¿Puedo verla un momento nada más?
—Cuando hayas traído la perla. No hemos olvidado que quisieron robarla, y tenemos que tomar nuestras precauciones.
El malabar exhaló un largo suspiro; pero, conviniéndole no hacerse traición, no quiso insistir más.
—¡Hasta mañana! —dijo.
—Al mediodía —contestó el gran sacerdote despidiéndole con un gesto.
El monje que le había introducido en el monasterio volvió a acompañarle hasta la puerta, en cuyo umbral hacían guardia algunos soldados del Rey.
El malabar, un poco triste por no haber podido ver a la mujer amada, se alejó rápidamente, absorto por completo en sus pensamientos.
La pequeña planicie estaba desierta, pues ya el Sol se había ocultado hacía algunas horas. Ni debajo del árbol sagrado había un solo peregrino de los varios que había visto en el momento de atravesar la plaza para ir al monasterio.
La noche era muy oscura, pues las estrellas se hallaban cubiertas por largos jirones de nubes un poco densas.
Apenas anduvo trescientos o cuatrocientos metros, cuando se le figuró oír detrás de sí el rumor de unos pasos ligerísimos, rumor que, a pesar de lo leve, no se había escapado a su fino oído.
Se detuvo mirando con recelo en derredor suyo; pero, no viendo nada que pudiese alarmarle, tomó por una especie de avenida que flanqueaban altas palmeras, y que conducía a las cercanías de la arruinada ciudad, donde estaba la barraca en que le esperaban Will y el maquinista.
Comenzaba ya a verla a través de las tinieblas, cuando de pronto se sintió cogido por los hombros, y dos manos vigorosas le derribaron de golpe.
—¡La perla, o te mato! —dijo a su oído una voz amenazadora.
Como ya sabemos, Palicur, además de poseer una fuerza extraordinaria, mejor dicho, verdaderamente hercúlea, era al propio tiempo tan ágil como una pantera.
Al sentir al adversario oprimirle el pecho y plantarle entre las costillas la punta de un cuchillo o de un puñal, se volvió por medio de una sacudida rapidísima y abrazó tan fuertemente a su enemigo, que le arrancó un grito de dolor.
Al mismo tiempo le cogió la mano derecha como con unas tenazas, deteniendo el arma con que quería clavarle en el suelo.
Lanzó una blasfemia que parecía un rugido.
—¡El Tuerto! ¡Ah, horrible chacal!
—¡Sí; el Tuerto, que te cogerá la perla y que volverá a llevarte a Port-Cornwallis! —dijo el cingalés apretando los dientes y procurando desasir la muñeca de aquella presión terrible.
—¡Ahora me pagarás todas tus traiciones, miserable!
Palicur sabía que era más fuerte que el cingalés. Aun cuando su sorpresa por encontrarse ante aquel odiado enemigo, a quien creía todavía en la ciudad de las Perlas, fuera muy grande, comprendiendo que si era vencido no le darían cuartel, mordió ferozmente una oreja del cingalés, y aprovechándose del agudo dolor que le produjo le cogió con mayor rabia, haciéndole crujir las costillas.
Entonces ambos enemigos se empeñaron en una lucha espantosa. Rodaban por el suelo intentando estrangularse, pues uno había perdido el cuchillo y el otro no podía sacar el suyo de la faja, que era donde lo llevaba escondido.
Se mordían, intentaban ponerse uno sobre el otro, se golpeaban, rugían como dos fieras enfurecidas, como si fuesen dos tigres que se disputan una presa.
Palicur, cuyo furor redoblaba sus fuerzas, clavaba las uñas en los costados de su adversario, y cuando podía le magullaba la cara, deshaciéndole narices y ojos y dejándole medio ciego.
De pronto el Tuerto lanzó un grito de triunfo. Al rodar por tierra tropezó con el cuchillo, que se le había escapado de las manos.
—¡Ya estás muerto! —exclamó.
Y clavó la hoja en el costado izquierdo del malabar, un poco más arriba del corazón. De la herida brotó un chorro de sangre.
Fue la primera y la última puñalada. El herido había cogido al cingalés en aquel momento por el cuello, y sus poderosos dedos se hundieron como garras en la carne, apretándole con esfuerzo sobrehumano.
—¡Perdón…! per… —balbuceó el miserable.
—¡Muere, infame! —rugió el malabar recogiendo sus últimas fuerzas—. ¡Muere!
El Tuerto rugía bajo aquella presión irresistible. Se le saltaban los ojos de las órbitas y sacaba la lengua.
Sufrió un último espasmo, y sus facciones se contrajeron horriblemente. Lanzó un ronquido, o mejor dicho, un grito ahogado, y quedó inmóvil.
Palicur le echó a un lado, se levantó con mucho trabajo comprimiéndose con ambas manos la herida, por la cual se le escapaba la sangre rápidamente tiñéndole la chaqueta, y tambaleándose se dirigió, andando con mil esfuerzos, hacia la choza donde le esperaban sus amigos.
Por fortuna suya, Jody, inquieto por la tardanza y temiendo que le hubiera sucedido alguna desgracia, había salido, por consejo del contramaestre, llevando una carabina.
Al ver acercarse una sombra humana que avanzaba amenazando a cada paso caer, tendió el arma gritando:
—¿Quién vive?
—¡Yo… Palicur!… —contestó el malabar.
El mulato le alcanzó en unos cuantos saltos.
—¡Palicur! ¿Qué tienes? —le preguntó, recibiéndole entre sus brazos en el momento en que tropezaba con una raíz.
—¡Calla…, no grites…: me han herido!… ¿El señor Will?
—¿Quién te ha herido?
—¡Vamos a la cabaña!… ¡No será nada!… ¡Pierdo mucha sangre!…
—¡Apóyate en mi brazo!
El contramaestre, que había oído la exclamación del mulato, estaba ya en el umbral de la cabaña con una luz en la mano.
—¡Le han herido, señor Will! —dijo Jody muy conmovido—. ¡Está todo lleno de sangre!
—¡Condenación y muerte! —exclamó el marino palideciendo—. ¡Tenía el presentimiento de una desgracia!
Ayudaron a entrar al pescador, y le tendieron en un buen montón de hojas que les servía de lecho.
—¡No hagamos ruido; es preciso que nadie se entere de lo que ha sucedido! —dijo el contramaestre—. Primero deja que examine la herida, y después veremos si puede decir quién le ha puesto en esta situación —y dirigiéndose a Palicur—. ¡Por ahora te prohíbo que abras la boca para pronunciar una palabra!
Desabrochó la chaqueta del indio, rasgó con una rápida cuchillada la camisa, que estaba empapada en sangre, y puso la herida al descubierto.
—¡Vaya una magnífica puñalada! —dijo—. ¡Un centímetro más baja, y te atraviesa el corazón, mi pobre amigo!
»La herida, sin embargo, no es peligrosa. Yo entiendo de esto, porque más de una vez he tenido que hacer de enfermero a bordo del Britannia.
»Jody, ve a buscar agua y dame pañuelos. Debe de haber algunos limpios en mi morral.
Mientras el maquinista llevaba una cazuela llena de agua y los pañuelos el contramaestre unió hábilmente los labios de la herida, lavó con cuidado la sangre, y enseguida hizo un vendaje, sin qué el malabar, que conservaba una sangre fría maravillosa, lanzara un solo gemido.
—¿Puedes hablar? —le preguntó el contramaestre así que concluyó.
—Tanto como usted quisiera, señor Will —respondió el pescador de perlas—. Nosotros, los de nuestro oficio, tenemos la piel muy dura. No me duele apenas, a pesar de que la hoja ha entrado bastante en el costado.
—¿Quién te ha acometido?
—El Tuerto.
—¡El! —exclamaron a un tiempo Jody y el marino.
—Sí, el mismo. Apenas había salido del monasterio, cuando cayó sobre mí y me derribó, intimándome que le entregase la perla.
—¿Y ha huido?
—Creo que le he estrangulado.
—¡Crees! ¡Nosotros haremos que sea verdad! ¿Dónde ha caído?
—A cuarenta pasos de aquí.
—¡Jody, coge una pistola y ve a rematar a ese miserable si todavía respira! —dijo el contramaestre—. ¡Ese reptil debe desaparecer para siempre de la superficie de la tierra!
—¡Le saltaré los sesos! —contestó el mulato saliendo rápidamente—. ¡Bastantes disgustos me ha dado ese canalla!
—¿Cómo te han recibido en el monasterio? —preguntó Will al herido.
—Mañana a mediodía esperan la perla. El gran sacerdote ha consentido en restituirme la muchacha, y, además, me ha prometido un regalo de parte del Rey.
»Señor Will, me considero tan feliz, que quizás por eso no siento dolor alguno.
—Pero estando herido como estás, no puedes ir allá.
—¡Iré, señor Will! —dijo el malabar con suprema energía—. ¡Ustedes me sostendrán!
En aquel momento oyeron resonar fuera un disparo, y poco después entraba Jody con la pistola todavía humeante en la mano.
—Quizás estuviese muerto —dijo el mulato sonriendo con ferocidad—: sin embargo, para asegurarme más, le he metido una bala en el cráneo.
»¡Era un demonio; pero ya no nos importunará más!