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OTRO ATAQUE MISTERIOSO

Una luz vivísima que surgió repentinamente de entre las secas gramíneas que cubrían el suelo del hondo vallecito se elevaba en el extremo opuesto, tiñendo el cielo de rojo y disipando las tinieblas.

Era una verdadera cortina de fuego de varios metros de elevación, que el vientecillo nocturno que bajaba de las montañas avivaba, amenazando hacerla invadir el espacio comprendido entre aquellas rocas cortadas a pico.

¿Cómo se había producido aquel incendio? Los tres desgraciados, que acababan de escapar de un gravísimo peligro, no tenían el juicio bastante sereno para discernirlo.

El hecho era que el fuego se dilataba avanzando con rapidez, y todo hacía temer que cortara el paso a los tres amigos, encerrándolos en un círculo de llamas antes de que pudiesen alcanzar la salida o la entrada de aquella especie de pozo.

Las pitones, que dormían entre las rocas o bajo la hierba, despertadas por aquella brusca invasión de luz y por el crujir de los vegetales, surgían por todas partes irguiéndose sobre la cola como si quisieran informarse de lo que acaecía.

Parecía como si por obra de magia se hubiese cubierto el vallecito de troncos de árboles privados de ramas y hojas; pues aquellas serpientes gigantescas se mantenían rígidas, mirando a la cortina de llamas cual si no comprendiesen de qué naturaleza era el peligro que las amenazaba.

—¡Seguidme! —gritaba Palicur, que se había serenado enseguida—. ¡Encomendaos a las piernas, y acordaos de que el que caiga aquí es hombre muerto!

—¡Lo sospechaba! ¡Esos malditos salvajes nos han preparado esta emboscada! —dijo—. ¡Arriba ligeros, y ojo con las serpientes!

Los tres se lanzaron hacia la salida del valle; corrían como antílopes y echaban miradas de terror a derecha e izquierda, temiendo siempre que les cayera encima alguna serpiente.

Oleadas de humo muy caliente los envolvían de cuando en cuando, y sobre ellos revoloteaban millones de chispas, al paso que caía la ceniza hecha brasa.

Los reptiles se hicieron cargo al fin, de que iban a alcanzarlos las llamas, y se pusieron en movimiento silbando de un modo rabioso y retorciéndose como desesperados para ganar la salida.

El espectáculo ponía espanto en el ánimo. Si por una casualidad aquel enjambre se hubiese movido más pronto, ninguno de los expenados hubiera podido escapar de las irresistibles espirales de aquellos monstruos que avanzaban a saltos.

Jody, Palicur y Will, además de ser muy fuertes, tenían muy buenas piernas, y llevaban mucha ventaja a los reptiles.

—¡Más aprisa! ¡Más aprisa! —repetía sin cesar Palicur, que iba delante de los dos—. ¡El fuego avanza rápidamente!

En efecto; la inmensa cortina incandescente avanzaba con gran velocidad, devorándolo todo a su paso.

Varias pitones habían caído entre las llamas retorciéndose entre ellas, y un nauseabundo olor de carne quemada se esparcía por la atmósfera.

Por fin, haciendo un último esfuerzo, los expenados llegaron a la entrada del vallecillo. Las llamas estaban ya a muy pocos pasos, y fue milagroso que no cayeran asfixiados por el humo que los envolvía, cegándolos al mismo tiempo.

Ante ellos se abría una estrecha garganta que serpenteaba por entre montañas elevadísimas, y donde no se veía otra cosa que enormes peñas y tierra desnuda de toda vegetación.

Ya se lanzaban por ella, cuando a su espalda resonaron dos disparos, seguidos poco después de otros dos.

Palicur dio un grito y se detuvo, llevándose una mano a la oreja derecha.

—¿Estás herido? —le preguntó Will.

En vez de contestar, el malabar se volvió rápidamente con la carabina empuñada.

Descubrió una nubecilla de humo en la cima de una roca que dominaba el valle de las pitones y a una altura de trescientos metros.

Sobre la roca distinguió varios bultos de personas.

—¡Ah, ladrones! —gritó furioso.

Dos disparos resonaron despertando los ecos en las montañas, y un hombre que saltó de la roca volteando sobre sí mismo fue a caer poco después entre las llamas.

—¡Anda! ¡Toma! —gritó el hábil tirador.

Se puso la carabina en bandolera y echó a correr, oprimiéndose la oreja. Algunas gotas de sangre le caían sobre la chaqueta.

—Palicur, ¿dónde te han herido? —le preguntaron a un tiempo Jody y el contramaestre, que le seguían a la carrera.

—¡No es nada! ¡Corran ustedes! ¡Después, cuando nos hallemos detrás de aquellas rocas!… ¡Corran ustedes! —contestaba el malabar sin detenerse.

Aquella carrera desenfrenada duró unos diez minutos. Así que rebasaron una curva que describía la garganta se detuvieron detrás de un peñasco lo bastante alto para resguardarlos de otra descarga.

—¿Qué es? —preguntó el contramaestre volviéndose hacia el pescador de perlas.

—¡Bah! ¡No es nada, señor Will! La bala me ha roto el lóbulo de la oreja. Es una herida dolorosa y que sangra mucho, pero de ningún peligro.

»La verdad es que si acierta a variar la dirección de la bala centímetro y medio más adentro, me hubieran saltado la cabeza como se quiebra una nuez de coco.

—Déjame ver la herida.

—¡Pero si ya le he dicho que no es nada, señor Will!

—Es preciso contener la hemorragia. Jody, ponte a vigilar en lo alto del peñasco, y al primer hombre que veas aparecer, pégale un tiro como si fuera un tigre.

—Le prometo no errar la puntería, señor Will —contestó el maquinista—; a pesar de que esos canallas han pagado con la vida de un hombre el pedazo de oreja de Palicur.

En tanto que el valiente joven se subía en el peñasco escondiéndose en una grieta el inglés sacó de la mochila de ropas un pedazo de lienzo, y ligó diestramente la herida después de haberla lavado con agua mezclada con algunas gotas de gin.

—Unos cuantos centímetros más adelante, y ya no pertenecerías al número de los vivos. ¡Has tenido suerte, mi buen Palicur!

»¿Has visto bien al hombre a quien has herido?

—No, señor Will. Me cegaba la ira en aquel momento.

—Sin embargo, era un hombre; ¿verdad?

—De eso sí que no dudo.

—¿Quién crees que sería? ¿Alguno de esos malditos salvajes que nos acometieron en el río?

—Eso es un poco difícil decirlo, señor Will —dijo el pescador de perlas—. De lo que respondo es de que en medio de las llamas cayó un hombre, que a estas horas no estará vivo. Debo de haberle herido de muerte.

—Ésos han sido los que han puesto fuego a las hierbas.

—Sin duda alguna, señor Will; porque me figuro que las pitones no llevarían fósforos en los bolsillos.

—¿Y los tiros, quiénes los dispararían?

—Debían de ser candianos, señor, y de ningún modo vadassos. Los salvajes nos hubieran asaeteado.

—¡Quisiera aclarar este misterio!

—Por ahora pensemos en batir retirada, señor Will. En lo alto de las montañas no se atreverán a atacarnos esos bribones, ni siquiera…

El maquinista lanzó una voz, interrumpiendo la frase de Palicur.

—¡Amigos, a escape!

—¿Qué hay de nuevo, Jody? —preguntó Will.

—¡Que se acercan las serpientes!

—Pero ¿no se han abrasado esas malditas?

—Por lo visto, no, señor Will —respondió el maquinista—. Muchas se han quedado en el fondo de ese valle, que más bien parece un pozo, y se están asando al humo; pero veo asomar otras por la garganta de salida. ¡Se conoce que a esos animales no les gusta el calor!

—¡Baja enseguida!

El mulato, que oía que los reptiles se acercaban rápidamente, dando saltos de extraordinaria altura, se dejó resbalar a lo largo de la roca, cayendo en pie entre ambos amigos.

—¡Apenas tenemos un minuto de tiempo para escapar! —les dijo.

—¿Has visto a los que nos dispararon los tiros? —preguntó el contramaestre.

—No, señor Will.

—¿Puedes andar, Palicur?

—La herida de la oreja no me entorpece las piernas, señor —dijo el malabar—. Estoy muy ágil.

—¡Entonces, a la carrera!

Ya se oían a poca distancia los estridentes silbidos de las pitones que se habían salvado del incendio.

Palicur y sus compañeros, que tenían más miedo a los reptiles que al fuego, se lanzaron a escape a lo largo de la estrecha garganta del vallecito, saltaron por los peñascos y las grietas del terreno, y remontaron la cuesta con no poca fatiga.

Al llegar la media noche, anhelantes y con las fuerzas agotadas, hicieron alto en la cumbre de una colina que dominaba el paso.

—¡Basta! —dijo el contramaestre, que no estaba acostumbrado a tan largas carreras—. No soy hombre de tierra, sino de mar, y ni siquiera indio o hijo de África. ¡La popa de esta nave interminable concluye aquí, y yo ya no puedo seguir adelante!

—No le pido más tampoco, señor Will —contestó el malabar sonriendo—. ¡El mejor marino de la flota anglo-india no hubiera podido realizar semejante esfuerzo!

—¿Se habrán detenido las serpientes? —preguntó Jody.

—No habrán andado mucho —contestó Palicur—. Su fuerte no es la carrera, y apenas se hayan encontrado seguras habrán vuelto a reanudar el sueño.

—Y nosotros haremos otro tanto —añadió el contramaestre—. Aquí arriba no corremos peligro de que nos sorprendan.

—Además de que no cometeremos la imprudencia de echarnos todos a dormir —dijo el malabar—. Yo, que soy el que mejor resiste, haré la primera guardia. Descansen ustedes. No me acometerá el sueño: se lo aseguro.

Jody desplegó la tienda, cortó algunas ramas de un tamarindo pequeño que crecía allí cerca, y tendió las telas en un instante.

En tanto que juntamente con el contramaestre se metía bajo las lonas, el malabar hizo un reconocimiento por la altura; enseguida se sentó en un peñasco desde donde podía dominar el paso, guardándose muy bien de encender fuego para que no le tomasen como punto de mira los misteriosos enemigos.

La noche estaba en calma, y el silencio no era interrumpido por más ruido que el lejano de las cascadas. Hacia el valle de las serpientes todavía se divisaban reflejos rojizos y algunos nimbos de chispas que el vientecillo empujaba a través de las sombras como un grupo de estrellas errantes.

El incendio se apagaba con rapidez, no encontrando más hierba en qué hacer presa.

Al mediar la noche el malabar, no habiendo notado nada sospechoso, despertó a Jody, y a las tres el contramaestre le sustituyó en la guardia, sin que hubiera sucedido nada de particular.

Los misteriosos enemigos no habían vuelto a dejarse ver. ¿Se habían ido por las montañas, o habían atravesado el valle de las pitones? ¿Habrían aprovechado la oscuridad pasando silenciosamente por el pie de la colina sustrayéndose a la vigilancia del malabar y de sus compañeros?

Aun cuando muy inquietos acerca de la dirección que tomaran aquellos bribones, ignorando, como ignoraban, sus intentos, poco después de despuntar el Sol volvieron a emprender el camino los tres amigos a través de las elevadas montañas, ansiando llegar al famoso monasterio.

Tres días emplearon en atravesar aquellas cumbres llenas de selvas, aguijoneados de continuo por el miedo de caer en alguna emboscada. Llegaron por fin al valle, cerrado de una parte por la cordillera central de la isla y por el río Mahowilla por la otra, que de nuevo aparecía después de describir una gran curva.

Se acercaban a Candy a grandes pasos. En las vecinas montañas se alzaba Annaro Agburro y el bogaha, árbol que, según la leyenda, sirvió de refugio a Buda.

El país se hacía más poblado. Grandes aldeas habitadas por candianos se sucedían unas a otras, sobre todo a lo largo del río y en los flancos de las montañas, viéndose espléndidas pagodas, talladas la mayor parte en las rocas; en otros sitios se adivinaban los restos de las ciudades antiguas, desaparecidas acaso hacía millares de años.

Ceylán, lo mismo que su vecina la India, es muy rica en obras prodigiosas de cantería. No es raro encontrar en medio de los bosques más espesos ruinas colosales de palacios y pagodas de soberbia arquitectura medio sepultadas en un caos de vegetación, cuyos años no es posible saber, y estatuas laminadas de oro, representando siempre a Buda.

En una de esas estatuas se encontró un diente enorme, que los cingaleses creyeron que había pertenecido al dios, y que los portugueses cogieron violentamente a sus adoradores, restituyéndolo a cambio de setecientos mil ducados; cantidad que no les fue posible utilizar, pues se vieron obligados a devolverla por haber decidido el Tribunal de la Inquisición que se quemase aquel objeto al cual se rendía un culto supersticioso.

Once días después de haber atravesado el valle de las serpientes pitones el malabar y sus compañeros saludaban, por fin, el monasterio de Annaro Agburro y el inmenso árbol que extendía sus innumerables ramas sobre la techumbre del famoso monasterio.