EL VALLE DE LAS SERPIENTES «PITONES»
Ya libre el paso, y no queriendo acampar en aquel sitio frecuentado por tan temibles colosos, el contramaestre, Jody y el malabar se pusieron animosamente en marcha, con la esperanza de llegar antes de la puesta del Sol al nacimiento del río.
Por fortuna, al retirarse de aquel modo los elefantes abrieron un sendero que marchaba paralelamente al río, aun cuando interceptado en parte por troncos y arbustos, pues dichos gigantes tienen la costumbre de derribar con la trompa cuanto les impide el paso; así, pues, los tres expenados pudieron avanzar con relativa rapidez y sin verse en la precisión de poner mano a las hachas.
Además, aquellas espesuras no eran tan inextricables como supusieron en un principio, pues la mayor parte de los árboles pertenecían a la especie de las higueras sagradas, que ocupan mucho espacio y crecen a gran distancia unas de otras. Hacia el anochecer el inglés y sus compañeros acamparon en la orilla del río en un pequeño descampado en el cual tan sólo se veían algunos grupos de bambúes de gran tamaño. Debían de hallarse ya poco distantes de las fuentes del Kalawa, porque el río no tenía apenas agua y su anchura no alcanzaba a diez metros.
—Ya es hora de que lo dejemos —dijo el malabar—. Hacia Oriente está el lago Kalaweve, y nosotros tenemos que seguir en esa dirección, para doblar después hacia el Mediodía con objeto de subir a las estribaciones de la montaña Sengakogulla Manara.
—¿Qué tiempo invertiremos en la travesía? —preguntó Will.
—Ya le he dicho que dentro de cuatro días estaremos a la vista del monasterio, si no nos detienen los pitones.
—¿Las serpientes pitones? ¿Qué tienen que ver esas serpientes colosales con nuestro viaje?
—Tienen que ver, porque tendremos que atravesar el valle donde viven: un mal sitio, en el cual todos los años dejan los peregrinos no pocos compañeros. Abundan tanto como los hongos en mi país.
»Es un paso que está lleno de peligros. En mi último viaje he tenido que matar no pocos de esos reptiles —dijo Palicur.
—¿Y no se puede buscar otro camino?
—Es imposible, señor Will. Las montañas que rodean ese sitio están casi cortadas a pico, y ni los monos pueden trepar por ellas.
—¿Es cierto que son enormes las pitones de las rocas? —preguntó Jody.
—He visto algunas que medían treinta pies de longitud.
—¡Diez metros!
—Y de un volumen como el tronco de un hombre.
—¿Son venenosas también?
—No; pero tienen tanta fuerza, que son capaces de reventar entre sus anillos, no ya a un rinoceronte, sino a un búfalo, y ya conoces la robustez de esos rumiantes.
—Pasaremos por la noche, cuando estén adormecidas —dijo el contramaestre, que no parecía preocuparse mucho con el peligro que tenían en perspectiva.
Cenaron sin que ocurriese nada; por precaución dieron una batida en los alrededores y establecieron los cuartos de guardia, echándose a dormir mientras uno de ellos velaba por la seguridad de todos.
Durante la noche hubo alguna alarma producida por la aparición en la orilla opuesta del río de dos grandes animales, panteras o tigres, que tuvieron el buen acuerdo de no atravesar el río, limitándose a gruñir.
A las seis de la mañana los tres amigos se apartaron definitivamente del Kalawa, internándose en los grandes bosques que le separan de la cadena de Sangakogulla.
Durante dos días lucharon desesperadamente con la espesura abriéndose paso con mucha fatiga por entre una multitud de árboles, plantas trepadoras y maleza, hasta que por fin llegaron al lago de Kalaweve, lago muy extenso y todavía poco conocido, ignorándose qué río o ríos le alimentan. En las orillas de este lago descansaron veinticuatro horas, renovando al mismo tiempo las provisiones, que ya habían agotado. No faltaba caza en aquellas orillas, pues en un gran trecho no había fuente, río ni lago de agua dulce más que aquél: por esta circunstancia les fue relativamente fácil disparar algunos tiros, sobre todo contra los búfalos, los cuales abundaban especialmente en las lagunas próximas.
Al día siguiente se pusieron otra vez en marcha a través de una región que parecía hallarse desierta por completo, y que interrumpían de cuando en cuando alturas que cada vez se elevaban más.
El centro de esa gran isla es montañoso. Por todas partes hay elevados picos, a los cuales domina el llamado «de Adán» por los europeos, «de Santo Tomás» por los mahometanos, y «de Hemelele» por los cingaleses. Es una enorme montaña de forma cónica que se divisa a más de treinta leguas de distancia, cuyos rocosos y selváticos costados se suben por escaleras abiertas a pico, y también con escaleras de mano sujetas a cadenas de hierro.
En la cumbre hay una llanura de ciento cincuenta pies de largo por ciento diez y ocho de ancho, con un estanque de clarísima agua donde se bañan devotamente los budistas. Allí enseñan la huella de un gigantesco pie humano que dejó impresa Adán antes de salir del Paraíso terrenal a consecuencia del pecado que le hizo cometer Eva.
En efecto; según los budistas, y también según los hombres de ciencia, el Paraíso terrenal se cree que existió en esa isla maravillosa, la cuales sin duda alguna la más fértil de cuantas existen en el globo terráqueo, y cuya vegetación no tiene semejante.
Cierto que por otros estudios e investigaciones más recientes se viene en consecuencia de que el Paraíso estuvo en la Lemuria, vastísimo continente situado entre Australia y el África meridional; pero ese continente desapareció, como la Atlántida y Madagascar, Ceylán y las islas de la Sonda, con los últimos restos que de él subsisten. Este es quizás el motivo por el cual la Paleontología todavía no ha encontrado reliquias positivas y seguras de nuestros varios y sucesivos antepasados, a quienes debió de tragarse el Océano Indico por efecto de algún espantoso cataclismo.
Guiados por el malabar, que no vacilaba en el rumbo y dirección que debían seguir, aun sin ver la brújula que el contramaestre llevaba consigo, y después de haber contemplado el Mahowilla, que es el río más importante de la isla y cuyas fuentes se encuentran en la cumbre del Adán, los tres viajeros llegaron al fin al pie de la imponente cordillera del Sengakogulla, cuyas cumbres cubiertas de bosques se elevan a cuatro mil cuatrocientos pies sobre el nivel del mar.
—No veo ningún paso —dijo Will, que se detuvo para admirar aquellos montes—. ¿Tenemos que ascender hasta esas cumbres?
—No lo lograría usted, señor —respondió Palicur—. Los flancos de ese coloso son inaccesibles, a lo menos por esta vertiente. No hay más paso que el valle de las pitones.
—Sí; ya recuerdo que has hablado de ese valle. ¿Cuándo llegaremos?
—Dentro de un par de horas.
—¿Corremos grave peligro? —preguntó Jody, que sentía una repugnancia invencible hacia todos los reptiles.
—Pudiera ser, amigo —dijo el malabar—. Ten por seguro que no nos dejarán pasar sin atacarnos.
—¿Y cómo es que se hallan reunidas aquí en número tan grande? —preguntó el contramaestre.
—Cuentan que un famoso encantador de serpientes las detuvo con sus hechizos con objeto de tener una colección inmensa para traficar y venderlas, pues se pagan muy bien por los europeos, que las destinan a los museos y colecciones juntamente con otras fieras.
»Reunió varias parejas y rodeó con una gran empalizada todo el valle, que está muy profundo; pero un día se le encontró hecho una oblea. Sus prisioneras se vengaron de él. Solas ya las serpientes, se multiplicaron de un modo extraordinario. Lo positivo es que el valle está lleno de pitones, y que cuesta peligros sin cuento atravesarle.
—Si nos atacan, ya nos defenderemos —dijo Will—. Ningún reptil resiste a una buena bala cónica bien disparada. ¡En marcha, amigos!
La subida de los primeros escalones de la gran cordillera no fue muy peligrosa, pues los bosques que tapizaban los flancos no eran tan espesos como los del llano. Hacia el Mediodía la pendiente se hizo bruscamente tan rápida, que puso a dura prueba los músculos y pulmones de los viajeros.
Las montañas iban acercándose con las cumbres cortadas casi a pico, cayendo por los lados entre simas y abismos espantosos que parecían no tener fondo.
Gran número de cascadas se precipitaban en las profundidades, produciendo un ruido ensordecedor al propagarse por entre aquellas rocosas pirámides, que lo devolvían centuplicado por el eco.
Los tres expenados se internaron en un vallecito estrecho cubierto solamente de escasa maleza, la cual subía serpenteando por entre las quiebras de las montañas. Aminoraron la velocidad de la marcha para vigilar las cumbres, pues no sería difícil que allí hubiera vadassos que podrían arrojarles encima algún peñasco.
El ocaso estaba ya muy próximo, cuando de improviso se encontraron ante una especie de precipicio muy ancho, cercado por rocas cortadas a pico y erizado de piedras enormes que parecían desprendidas de lo alto por alguna sacudida sísmica.
No se veían más que algunos árboles: en cambio, abundaban las grandes gramíneas, entonces agostadas por los abrasadores rayos del Sol.
—¡Ahí abajo está el peligro! —dijo Palicur, que se había detenido mirando con cierto recelo aquellas hierbas.
—¿Es éste quizás el valle de las serpientes? —preguntó Will.
—Sí, señor.
—Por ahora no veo ninguna.
—Descansan sueltas por debajo de las gramíneas.
—¿Esperamos a la noche?
—Sí, señor Will. Sería una gran imprudencia atravesar el valle durante el día. Les recomiendo el silencio más profundo.
—Y yo os recomiendo que carguéis bien las armas —dijo Jody.
—¡Preparemos la cena! —exclamó el contramaestre.
Con objeto que no los sorprendiesen aquellos reptiles colosales se subieron a una peña que estaba aislada en la entrada del valle y comieron un poco de carne que habían asado por la mañana, pues no se atrevieron a encender lumbre.
Habían fumado ya sus correspondientes pipas y se disponían a partir, cuando de repente resonó un disparo de fusil al otro lado del valle.
Se levantaron a escape, procurando ver entre las sombras de la noche, que ya envolvían por completo las montañas, de dónde había partido el tiro.
—¿Quién habrá sido el que ha hecho fuego? —preguntó Will un poco inquieto—. ¿Habrá por aquí algún europeo?
—¿O algún candiano? —dijo a su vez Palicur—. ¡Escuchemos!
Se pusieron a escuchar, esperando volver a oír otro disparo o algún grito; pero ningún rumor turbó el silencio que reinaba en el valle. Tan sólo resonaba en lontananza el monótono caer del agua de una cascada.
—¿Habrá sido algún cazador? —dijo Palicur—. En estos montes no faltan animales salvajes.
—¿Habrá despertado a las pitones ese disparo?
—Pudiera ser, señor Will; y le aconsejo que esperemos un poco antes de ponernos en marcha.
—No tenemos prisa: todavía podemos fumar otra pipa.
Dejaron trascurrir media hora, y en este espacio de tiempo no volvió a oírse disparo alguno: enseguida comenzaron a descender en medio del mayor silencio al fondo de aquel precipicio.
No era de creer que durmiesen todos los reptiles, pues a cada paso que avanzaban oían de cuando en cuando los tres amigos el crujir de las secas gramíneas y algún que otro silbido.
Palicur se detenía con frecuencia, porque se le figuraba que surgía de improviso una de aquellas monstruosas serpientes, y no volvía a caminar hasta haberse asegurado de su equivocación. El contramaestre y el mulato se sentían mal, y a su vez deteníanse para escuchar, dispuestos a huir al menor asomo de peligro.
Recorrieron felizmente casi la mitad del vallecito, que se prolongaba todavía cosa de media docena de kilómetros, cuando por décima vez Palicur se detuvo empuñando la carabina.
—¿Qué? ¿Nos acomete alguna? —preguntó Will en voz baja acercándosele rápidamente.
—¡Baja por aquella roca!
—¿Es una serpiente?
—¡Sí, señor Will! ¡Trata de cortarnos el camino!
A quince pasos de distancia se alzaba una roca en forma de espuela muy aguda. Aun cuando no había Luna, a la luz de las estrellas distinguieron Jody y el contramaestre, no sin sentir que la frente se les bañaba en sudor y sin dejar de experimentar un escalofrío de espanto, un enorme cilindro que se alargaba hacia las gramíneas que tapizaban el fondo del valle.
—¡Dispara, Palicur! —dijo Will.
—¡No, señor! —contestó el malabar—. ¡Se despertarían las demás, y todavía estamos a la mitad del camino!
—Quizás no nos haya visto. ¡Ocultémonos, y no respiréis siquiera!
En aquel sitio las hierbas eran bastante altas para que pudieran esconderse. Los tres amigos se ocultaron uno junto a otro con el índice en los respectivos gatillos de sus carabinas, decididos a vender cara la vida.
La serpiente proseguía su descenso desenvolviendo muellemente sus anillos, y siempre con la cabeza escondida entre la hierba. Era una de las más grandes que había visto Palicur, pues debía de tener lo menos diez metros de largo y el grueso de una palmera bien desarrollada.
—¡Malabar, se dirige hacia nosotros! —susurró Jody—. ¿No ves cómo se mueve la hierba hacia adelante?
—Espero a verle la cabeza —contestó el pescador de perlas.
—¡Yo le romperé la espina dorsal! —dijo Will.
—¡Señor Will, economice los tiros!
Iba a apuntar, cuando de pronto el reptil se irguió completamente sobre la cola y se dejó caer a plomo sobre los tres desgraciados.
—¡Fuego! —gritó Will.
Resonaron dos disparos casi simultáneamente: el marino y el malabar habían hecho fuego casi a un tiempo.
El monstruoso reptil había vuelto a levantarse silbando rabiosamente y azotando las gramíneas con su poderosa cola.
—¡Herida! —gritó Jody.
—¡Huyamos! —ordenó Palicur—, y…
No pudo terminar la frase. A pesar de tener una mandíbula hecha pedazos, la serpiente le cogió con la cola, envolviéndole las piernas con tal fuerza, que le derribó.
—¡Socorro, señor Will! —gritó desesperadamente el infeliz, que sentía destrozadas las tibias por el apretón espantoso de la monstruosa culebra—. ¡Me mata!
El contramaestre tomó el hacha que llevaba en la cintura e hizo ademán de lanzarse, cuando a su vez se sintió cogido y lanzado al aire. Otra culebra le sorprendió por detrás, yendo en socorro de su compañera.
El marino lanzó un grito horrible.
—¡Muerto!…
Por fortuna, Jody se había quedado un poco detrás. Tenía una carabina de dos cañones, y el valiente mulato no perdió la serenidad.
Al oír el grito del contramaestre se volvió a toda prisa, resuelto a no dejar que el reptil aplastara a su amigo.
—¡Toma, canalla! —bramó—. ¡Ésta es la suerte de los traidores!
Un relámpago rasgó las tinieblas, seguido de una detonación. La serpiente, herida en el cráneo de un modo espantoso, aflojó rápidamente los anillos y dejó libre al inglés.
—¡Ahora la otra! —gritó el maquinista, que conservaba una admirable sangre fría.
Giró sobre sí mismo y disparó con rapidez el segundo tiro. El reptil de la roca que cogió al malabar, herido de nuevo un poco más abajo de la garganta, dio un silbido tremendo y cayó sin vida al suelo como una masa inerte.
—¡Señor Will! ¡Palicur! —gritó el mulato mientras cargaba apresuradamente la carabina.
Los dos amigos estaban en pie, y con la culata de los fusiles descargaban furiosos golpes en las serpientes, temerosos todavía de volver a ser cogidos entre sus espirales.
—¡Huyamos! —gritó el maquinista—. ¡Oigo avanzar a otros reptiles! ¡Encomendémonos a las piernas!
—¡Sí, a escape! —dijo el malabar—. ¡Las pitones se nos vienen encima por todas partes!
Apenas se habían puesto a correr como desesperados, cuando de pronto gritó el contramaestre:
—¡El valle está ardiendo! ¡Estamos perdidos!