11

UN «KOES-COPS»

Con gran sorpresa de ellos, la noche pasó sin que los negritos hiciesen tentativa alguna para desalojarlos de aquella posición. Sin embargo, antes de que las sombras de la noche se desvanecieran por completo habían visto varias veces numerosos grupos de salvajes que descendían hacia el río escondiéndose entre los cañaverales, y poco después volver al bosque sin haber disparado una flecha.

Aquellas misteriosas maniobras comenzaban a inquietar bastante a los viajeros. ¿Qué era lo que esperaban los enemigos? ¿El amanecer quizás? Con la luz no ganaban mucho oponiendo sus primitivas armas a las carabinas, cuyo alcance era de cerca de mil metros.

Los otros comenzaron a desaparecer, y por Oriente se rasgaban las tinieblas para dar paso a una hermosa luz que se extendía rápidamente por el cielo.

Pronto iba a aparecer el Sol.

Will y el malabar aguzaban la mirada, sin lograr descubrir a los negritos en la orilla, a pesar de que veían moverse las cañas.

Cuando la luz ya se hizo clara el contramaestre lanzó una exclamación de sorpresa y de cólera:

—¿Estaré equivocado? ¡Es el mismo; el jefe del poblado!

—¡Y con su mago o hechicero! —añadió el malabar—. ¡Ah, canalla! ¡Él ha sido el que ha organizado la traición!

—¡Qué lástima de tiburón!

—¡Mejor un tigre, señor Will; porque aquí no hay tiburones!

El jefe descendía con precaución hacia el río acompañado por el hechicero y con una rama de cinamomo en la mano, que es la bandera blanca de aquellos salvajes.

Después de haberse asegurado de que en los cañaverales cercanos no había ningún salvaje, el malabar se levantó con un dedo puesto en el gatillo de la carabina.

—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó.

—¡Impediros el paso! —contestó el negro, que parecía esperar a que le apuntase el mago.

—¿Por qué motivo?

—Porque no me habéis pagado el derecho de tránsito.

—¡Imbécil! ¡Pudiste haberlo dicho cuando nos detuvimos en tu poblado! ¿Y qué quieres para dejarnos pasar?

—La barca que echa humo.

El malabar soltó una carcajada.

—¡Tú estás loco! —le gritó—. ¿Cómo íbamos a arreglarnos para continuar el viaje?

—Andando —contestó imperturbablemente el jefe.

—¿De veras quieres la barca?

—Y si no me la dais espontáneamente, os la cogeré por la fuerza, y enseguida os mataré. Adikar así lo manda, y yo obedezco sus órdenes.

—¿Os manda Adikar a parlamentar?

—¡No se incomoda por tan poca cosa!

—Pues, entonces, ve a decirle que nosotros tratamos de este modo a los ladrones.

Al concluir de pronunciar estas palabras el pescador de perlas apuntó bruscamente el fusil y disparó dos tiros casi simultáneamente. Le falló el del jefe, e hirió al mago, que cayó rodando por la orilla sin dar un solo grito y desapareció en el agua, que en aquella parte debía de ser profunda.

Gritos y aullidos terribles resonaron entre la maleza, y como por encanto aparecieron unos cincuenta vadassos con los arcos tendidos.

—¡Boca abajo, Palicur! —gritó el contramaestre cogiéndole por las piernas.

El malabar se dejó caer por detrás de las cajas, en tanto que una nube de flechas atravesaba silbando por el río, yendo a clavarse en las defensas de la barricada, y atravesando la tienda en algunos sitios.

—¡Te has apresurado mucho, Palicur! —dijo Will—. ¡Podías haber esperado un poco y tratar de convencerlos!

—Hubiera sido tiempo perdido, señor. Esos bribones se creen más fuertes de lo que son. Ya que han comenzado la batalla, continuémosla, o no salimos de aquí.

—Pues estoy dispuesto a ello. ¡Jody!…

—Señor…

—Por tu parte, ¿ves salvajes?

—Veo que por los bancos avanzan algunos tratando de ocultarse.

—¡Procura no errar tiro!

—¡No me fallarán muchos, señor Will! —contestó el mulato—. ¡Ya sabe usted que no soy mal tirador!

Después de aquella andanada de flechas los vadassos volvieron a esconderse en medio de la maleza; pero, sin embargo, se los veía deslizarse para acercarse al río. Su jefe se había apresurado a buscar un refugio en medio de los árboles, pues, por lo visto, no quería sufrir la suerte de su desgraciado mago y consejero.

Trascurrieron algunos minutos sin que de una ni de otra parte volvieran a romperse las hostilidades; pero después las flechas comenzaron a silbar por encima y en derredor del campamento, y aun contra la chalupa.

Probablemente, eran envenenadas. Caían en buen número, juntamente con alguna azagaya lanzada con mucha destreza, pues los asaltantes se habían acercado bastante, resguardados por los cañaverales que avanzaban casi hasta la mitad del río.

El contramaestre y el malabar habían abierto el fuego, apuntando entre las cañas. De cuando en cuando un grito o un lamento les advertía que no todas las balas eran perdidas.

Ya habían disparado diez o doce tiros, cuando apareció en la orilla el jefe del poblado llevando en la mano el hacha que le habían regalado.

—¡Toma, tunante! —gritó el contramaestre irguiéndose sobre una rodilla y apuntándole—. ¡Esto te servirá de lección!

Herido en mitad del pecho por el habilísimo tiro del marino, el negrito alargó los brazos lanzando un alarido salvaje.

Permaneció un instante derecho y con los ojos muy abiertos, lleno de terror, y enseguida se dejó caer, desapareciendo arrastrado por la corriente.

Al ver caer a su jefe los negritos comenzaron a saltar fuera de los cañaverales para ponerse a salvo entre la maleza. De pronto resonaron en el bosque dos disparos, y dos balas pasaron silbando por los oídos del contramaestre.

—¿Quién dispara contra nosotros? —gritó éste colocándose a toda prisa detrás de la caja.

—¿Habrán disparado contra los salvajes, y no contra nosotros? —preguntó Palicur—. ¿Serán hombres blancos que vengan en nuestro socorro?

—No, Palicur: han disparado contra nosotros. He oído silbar las balas. ¿Tendrán fusiles los vadassos?

—Eso no puedo creerlo, señor.

Una tercera detonación resonó, y los expenados oyeron claramente el golpe de la bala al atravesar la caja.

—¿Quiénes serán esos perros que se alían con los salvajes? —se preguntó Will.

—Están escondidos en el bosque, señor. ¡Vea usted allá una nubecilla de humo!

—¡Haz fuego a ese sitio, malabar!

Dispararon cuatro tiros en dirección de la nube, y enseguida hicieron fuego con los fusiles de caza contra los negritos, que habían vuelto a avanzar hacia el río.

Al oír aquellas detonaciones acudió presuroso Jody.

—¡Dejadme sitio a mí también! —dijo—. Del otro lado no hay nada que hacer. Al sentir el primer escopetazo huyeron los salvajes como antílopes, y me parece que no tienen deseos de volver.

—Entonces, tira también tú —respondió Will—. Delante de nosotros hay fusiles.

—Ya me había hecho cargo de eso, señor.

Detrás de la barricada partió un nutrido fuego que obligó a echarse fuera de los cañaverales a los negritos, a pesar de los tiros que disparaban sus aliados escondidos en el bosque.

Aquellos pobres diablos, que no podían oponer a las balas más armas que palos con las puntas endurecidas al fuego, y débiles arcos, al sentirse heridos de lleno, sobre todo por el plomo de los fusiles de caza, escapaban por todas partes aullando como una legión de demonios, yendo a refugiarse en medio de la maleza y entre los árboles.

Bastaron diez minutos para limpiar, no sólo el río, sino la ribera, de aquellos adversarios, más ruidosos que temibles.

—Supongo que por un rato nos dejarán tranquilos —dijo el contramaestre cuando ya no vio ninguno—. Retirémonos detrás de la tienda y preparemos algo que comer. Tampoco nos provocan los que están armados de fusiles.

—¡Y no tiran mal, señor! —dijo Jody—. He oído silbar las balas varias veces por encima de nuestra cabeza. ¿Quiénes crees que puedan ser, Palicur? ¿Vadassos también?

—Ya te he dicho que no conocen las armas de fuego.

—¿Blancos, entonces?

—Supongo que sean candianos —respondió el malabar después de reflexionar un momento.

—Por todas partes se encuentran bandidos, y pueden haberse aliado con los salvajes esperando poder saquearnos, y sobre todo apoderarse de nuestras armas y de nuestras municiones.

—Creo que tienes razón —dijo el contramaestre.

—Es imposible que hombres que pertenezcan a mi raza se pongan de acuerdo con esos monos negros.

Sin embargo, estemos en guardia y retirémonos sin que nos vean.

Siempre defendidos por las cajas, fueron retirándose detrás de la tienda, que a su vez estaba resguardada por la chalupa, y aprovechándose de aquellos momentos de tregua comieron algunos bizcochos y sorbieron algunos vasos de brandy.

La mañana trascurrió sin que los negritos volviesen al ataque. Sin embargo, no se habían alejado de la orilla opuesta, porque de cuando en cuando se podía atisbar asomando por entre la maleza alguna cabeza lanuda, que desaparecía antes de que los asediados tuviesen tiempo de echar mano a los fusiles.

—¿Esperarán a la noche? —preguntó Will, que comenzaba a mostrarse inquieto y preocupado.

—¿Y vamos a estar esperándoles aquí? —preguntó Palicur.

—Jody, ¿tenemos mucho carbón?

—Un quintal por lo menos —contestó el maquinista.

—¿Serías capaz de encender la máquina sin correr el peligro de que te tiroteen?

—Pondré dos cajas delante de mí, y me esconderé detrás de ellas.

—Prepárate para hacer una buena escapada antes de que se ponga el Sol. Pasaremos a toda máquina haciendo fuego a derecha e izquierda.

—¡Está bien, señor Will!

Tampoco los molestaron en el centro del día. Únicamente vieron que por la parte de los bancos avanzaban algunas piraguas muy pesadas hechas con troncos de árboles, pero sin que en dichas canoas se viera un solo remero.

Debían de empujarlas los salvajes sosteniéndose sumergidos en el agua, por temor sin duda a recibir una descarga. La vista de aquellas canoas persuadió al contramaestre de que los enemigos tomaban todas las precauciones y medidas para realizar un ataque nocturno.

—¡Ya veremos si para entonces nos encontráis aquí! —murmuró—. Pondremos barricadas en ambos costados de la chalupa, colocando las cajas de modo que por entre ellas podamos hacer fuego.

Las piraguas no adelantaron mucho, siguiendo embarrancadas en los bancos a una distancia de trescientos o cuatrocientos metros y dispuestas para el momento en que creyeran oportuno los salvajes dirigirse hacia la punta de la peninsulilla.

A eso de las ocho Jody se deslizó en la chalupa empujando una caja con objeto de que no le tiroteasen con las flechas, y aprovechando la oscuridad encendió el horno.

Al mismo tiempo el malabar desarmó la tienda y acumuló todos los objetos en sitio donde pudieran embarcarse rápidamente.

Will se había emboscado entre las cañas con una carabina y un fusil de caza, por si los vadassos intentaban realizar una sorpresa.

Media hora después Jody advertía a sus compañeros que la máquina tenía toda la presión y que, por lo tanto, la chalupa estaba lista para emprender la marcha.

Trasportaron con grandes precauciones las cajas y las colocaron a lo largo de las bordas y a corta distancia unas de otras, con objeto de poder sacar por entre ellas los cañones de los fusiles, y enseguida se embarcaron.

—¡Jody, a toda máquina! —ordenó Will—. ¡Vamos a ver si son capaces de seguirnos!

—¿Estamos? —preguntó el maquinista.

—¡Adelante!

La chalupa se destacó de la punta de tierra y se lanzó en el río, en tanto que el contramaestre y el malabar se colocaban detrás de las cajas con las carabinas en la mano y al lado los fusiles de caza.

Casi al mismo tiempo se oyó una gritería espantosa, y una turba de salvajes que se habían acercado andando por debajo del agua rodearon la embarcación descargando furiosos golpes de azagaya, especialmente sobre las bordas.

—¡Mata, Palicur! —gritó el marino.

Con pequeñísimos intervalos se oyeron cuatro disparos que hicieron retroceder a los asaltantes; a su vez la chalupa arrolló con la popa a un grupo de seres humanos, lastimándolos de un modo horrible con la quilla, y se alejó rápidamente.

Will y el malabar saltaron hacia proa ametrallando sin compasión a los salvajes con los fusiles de caza, y Jody, dejando por un instante la máquina, hizo fuego con el cañoncito en dirección de los bancos, de los cuales se destacaban algunas piraguas.

Entre los feroces aullidos de los vadassos se oyeron varios tiros que partían del bosque; pero ningún proyectil alcanzó a los fugitivos.

—¡Más velocidad, Jody! —gritó Will descargando por última vez la carabina.

—Corremos el peligro de volar, señor —contestó el maquinista—. El horno está lleno de carbón, y me fríe como pollo en sartén.

La chalupa marchaba con rapidez vertiginosa saltando sobre el agua del río, y el pistón precipitaba los golpes haciendo girar la hélice con espantosa velocidad.

El vapor mugía en su montura de hierro, y las válvulas silbaban.

Aquella furiosa carrera duró un par de horas: al cabo Jody moderó la marcha, por miedo a que la embarcación chocase en cualquier banco y se deshiciera de un solo golpe.

—¡Ya estamos bastante lejos! —dijo el contramaestre—. Hemos recorrido lo menos veinticuatro millas, y no hay chalupa capaz de darnos alcance.

¡Palicur, sonda el río!

»¡Jody, sigue quemando carbón hasta que no nos quede ninguno! ¡Tengo prisa por concluir este viaje enojoso! ¿Estamos a mucha distancia del nacimiento del río?

—Hasta mañana por la noche tendremos agua bastante, señor —contestó el malabar—. Sin embargo, este río es de los de curso más corto.

—¡Entonces, Jody, adelante siempre! Palicur tiene buena vista para avisarnos los bancos que hay que costear.

Al otro día se detuvieron casi a cien kilómetros del lugar del ataque. No había más que bosques enormes y algunas parejas de monos inofensivos, los cuales no se metieron para nada con los navegantes. Ya no había que temer a los salvajes: necesitarían poseer alas para alcanzarlos a tanta distancia.

Los tres amigos, que llevaban dos noches sin dormir, descansaron durante seis horas, y después de hacer una gran provisión de leña seca volvieron a seguir el viaje.

El agua comenzaba a tener poco fondo; éste iba elevándose a cada instante, y el río se hacía cada vez más estrecho. Unos cuantos kilómetros más, y ya no sería posible continuar la navegación.

—Estamos llegando al final del viaje —dijo Palicur a eso de las cuatro de la tarde—. Dentro de poco tendremos que encomendarnos a nuestras piernas.

Efectivamente; tres horas después la chalupa, que ya hacía algún tiempo que avanzaba con gran trabajo por falta de agua, embarrancó a pocos pasos de la orilla derecha.

El río estaba obstruido por bancos cubiertos de hierbas acuáticas que no permitían el paso ni a un simple bote.

—¡Hemos concluido! —dijo Jody—. Ahora pongamos un poco de vapor en nuestros pies. ¿Estamos muy lejos todavía del famoso retiro donde se, halla tu bella cingalesa, Palicur?

—Dentro de tres o cuatro días llegaremos —contestó el malabar—. Conozco el camino, porque he hecho varias peregrinaciones a Annaro Agburro. No nos separan más que algunas cadenas de montañas. Llegaremos a tiempo para presenciar las grandes procesiones, a las cuales probablemente asistirá el rey de Candy con su corte. Verán ustedes un espectáculo imponente.

—¿Está desierto el país que tenemos que atravesar? —preguntó Will.

—No encontraremos más que fieras, señor.

—Las prefiero a los vadassos. ¡Vamos; desembarquemos, y pongamos en lugar seguro nuestra chalupa!

—¿Dónde, señor? ¿Quiere usted confiarla a los monos?

—Enterraremos la máquina y hundiremos el barco entre las hierbas acuáticas. Puede volver a sernos útil para regresar a la costa; porque supongo que no tendrás intención de hacerte monje.

—Para eso no hubiera emprendido este viaje.

—¡Atraca, Jody! —ordenó el contramaestre.

El maquinista lanzó la chalupa entre las cañas que crecían en grandes y espesas masas, y con no poco trabajo alcanzaron la orilla.

También allí había inmensos bosques que parecían no tener fin, y que no debían de estar habitados más que por animales salvajes.

Los tres amigos desembarcaron las armas y las municiones, tiraron al río las cajas que ya estaban casi vacías, desmontaron la máquina y la enterraron en una gran excavación, cubriéndola con una pequeña pirámide de piedras y ramas.

Sacada por último la tienda, muy necesaria en aquellos bosques húmedos, cargaron con trozos de peñascos y con grandes pedruscos la chalupa, y la echaron a pique en un sitio donde el agua tenía unos tres metros de profundidad.

—Nadie puede verla —dijo Palicur—. Dentro de pocas semanas la cubrirán las hierbas acuáticas, haciéndola invisible aun para las miradas más perspicaces.

Con objeto de reconocer el sitio si regresaban por allí, hicieron profundas incisiones con un hacha en los troncos de varios árboles, trazando signos especiales que el tiempo no podía borrar fácilmente.

—¿Sabrás conducirnos hasta aquí sin extraviarte? —preguntó Will al malabar así que terminaron todas aquellas operaciones.

—Un indio no se equivoca nunca —contestó el pescador de perlas—. Vendremos sin vacilar hasta aquí: no lo dude usted, señor Will.

—¿Qué distancia habrá de aquí al monasterio?

—Mañana por la noche llegaremos a la orilla del lago Kalaweve, y a los tres o cuatro días escalaremos la gran cadena del Senkgalla Navara.

—¿Y Annaro Agburro está en esa montaña?

—Sí, señor Will.

—¿Conoces bien el camino?

—He realizado cuatro peregrinaciones a ese monasterio, y no puedo extraviarme.

—¡Perfectamente! Comamos, y enseguida pongámonos en marcha.

Comieron aprisa, fumaron una pipa, y cargadísimos con las armas, la tienda y los pocos víveres que restaban se pusieron animosamente en marcha, resueltos a llegar a las elevadas montañas centrales.

En lugar de meterse por los bosques siguieron la orilla del río, pues el lago estaba al Este, y, además, porque la marcha era más fácil.

Aquella primera jornada no debía durar mucho. No habían recorrido un par de millas, cuando vieron que tenían cortado el camino por varias enormes masas.

—¿Qué es eso? ¿Rinocerontes quizás? —preguntó Will, que todavía no había podido distinguirlos bien a causa de la espesura de los árboles.

—No; son elefantes —respondió Palicur.

—¿Y cómo podremos sortearlos? Toda la orilla está llena de ellos, y nos impedirán llegar al bosque.

—Probemos a espantarlos.

—¿Con un tiro?

—Sí, señor Will.

—¿Y si en vez de espantarlos se revuelven contra nosotros?

—Nos echaremos al río.

—¡Al demonio con esos colosos!

—Venga Usted, señor, que no nos vean. Tú, Jody, quédate aquí con la tienda y los fusiles de recambio. Nosotros nos bastamos.

No parecía que los elefantes se hubiesen hecho cargo todavía de la presencia de los viajeros. Eran unos diez, todos gigantescos, con enormes orejas y sin colmillos.

Estaban alineados en la orilla absorbiendo una gran cantidad de agua con su poderosa trompa, y se rociaban mutuamente para refrescarse.

—Son koes-cops —dijo el malabar deteniendo al contramaestre—. No tienen colmillos como los otros; pero, sin embargo, son los más peligrosos, y basta la más pequeña cosa para que se enfurezcan.

—Entonces, no huirán al oír nuestros disparos.

—Al contrario; se lanzarían sobre nosotros —respondió muy preocupado el pescador de perlas.

—Busquemos otro paso cualquiera.

—¡Es imposible, señor! La floresta está llena de arbustos espinosos, y tan espesos, que no permiten avanzar.

—Entonces, ¿qué hacemos? Estos animales son capaces de hacernos perder algunas horas.

—Señor Will, deslícese usted por entre aquella maleza espinosa, y escóndase.

—¿Y tú?

—Voy a enfurecer a los koes-cops.

—¡Te harán pedazos!

—¡Bah! ¡No me verán!

El intrépido pescador de perlas, que no era novato en semejantes cacerías, esperó a que el contramaestre se hubiese ocultado entre la maleza, y enseguida fue deslizándose a lo largo de la orilla, siempre escondido entre los cañaverales, afortunadamente bastante altos para cubrirle por completo.

Como iba contra el viento, no corría el peligro de que los koes-cops le sintieran enseguida.

A cien pasos de distancia se tumbó detrás de un montón de hojas, y apuntó con el fusil al animal que estaba más cerca, procurando hacer blanco en la unión de los omoplatos, que es uno de los sitios más delicados de esos colosos.

Algunos instantes después dos formidables disparos resonaron bajo la bóveda de hojas del bosque.

Por medio de un salto rápido el malabar se tiró al fondo de la orilla buscando un refugio entre las cañas.

Era tiempo, porque, en lugar de huir, los koes-cops se lanzaron hacia el sitio donde habían visto relampaguear el fogonazo, en el cual ondeaba todavía una nubecilla de humo.

Pasaron como un huracán; peor todavía, como una tromba devastadora, derribándolo todo a su paso, maleza y árboles, barriendo cuanto encontraban, y agitando como furias la trompa, hasta que al fin desaparecieron en medio de la floresta, continuando su temible fuga.

Muy contento con el éxito obtenido, el pescador de perlas subió a escape la orilla para reunirse con el contramaestre y aprovechar sin pérdida de tiempo el paso que quedaba libre.

De pronto se detuvo pálido, anhelante.

Otra masa enorme, quizás mayor que las anteriores, y que hasta entonces debía de haber estado oculta entre los árboles, apareció de improviso en la margen del bosque y a unos quince pasos de distancia del desgraciado pescador. Era otro elefante; pero no un koes-cops, porque tenía unos magníficos colmillos, los cuales pesarían por lo menos cuatrocientas libras.

Si estaba solo, sería probablemente un viejo solitario, algún carl-cop, o sea una cabeza gris, como los llamaron los holandeses que colonizaron la isla, paquidermos excesivamente malos, peligrosísimos, que la emprenden a trompadas con todo.

Estos animales, arrojados de su manada por causas que todavía no se conocen, se ven condenados a vivir solos: por esta causa se irritan fácilmente, siempre están de mal humor, y no dudan nunca en atacar.

El carl-cop, de mala intención como todos los de su especie, parecía divertirse con la angustia del malabar. Le miraba fijamente con sus malignos ojillos, moviendo ligeramente la trompa y soplando de un modo ruidoso.

La acometida no debía de hacerse esperar mucho.

Sin apartar la vista del peligroso gigante, Palicur metió a toda prisa dos cartuchos en la carabina y se puso en guardia decidido a vender cara la piel, y en caso desesperado, a saltar al río.

Un bramido furioso le advirtió que el cabeza gris iba a embestirle.

Levantó el fusil, aun cuando se encontraba en una posición desventajosa para herir de muerte al paquidermo, que le presentaba el ancho pecho y la frente, puntos casi invulnerables en el elefante.

Al verle que erguía la trompa iba a hacer fuego, cuando resonó una detonación en dirección de las matas espinosas.

Al hacerse cargo del peligro que corría el indio, el contramaestre disparó su fusil, esperando que el carl-cop variase de rumbo.

El animalazo, herido en alguna parte, movió la cabeza como si quisiera espantar una mosca importuna, lanzó su grito de guerra y cargó con ímpetu terrible.

Palicur descargó a bulto su fusil, y sin esperar más se lanzó en medio de los cañaverales, desapareciendo casi por completo en el fango.

A su vez el carl-cop se tiró al río, levantando una tremenda cantidad de agua fangosa. Se hundió en gran parte, y habiendo saltado por encima de las cañas, volvió a la superficie para meter la trompa por entre las plantas acuáticas rebuscando al adversario con objeto de triturarle.

El pescador de perlas no había perdido la serenidad.

Mientras el coloso se sumergía atravesó rápidamente por entre los cañaverales, ganó la orilla, y se dirigió a la carretera hacia donde estaba escondido el contramaestre.

—¡A tierra, y no haga usted fuego! —dijo rápidamente Palicur.

Se metieron entre las raíces de un plátano que serpenteaban por el suelo como inmensas boas, y deslizándose llegaron a las lindes del bosque.

Al ver que no encontraba a su enemigo el elefante volvió a subir con gran trabajo la orilla, chorreando agua y lodo.

Parecía hallarse poseído de un furor espantoso. Movía la formidable trompa segando y haciendo añicos las cañas y la maleza, y pateaba con rabia haciendo retemblar la orilla. Levantaba y bajaba las enormes orejas con nerviosos movimientos y lanzaba berridos ensordecedores, despertando los ecos de los confines del bosque.

Creyendo que su adversario estaba todavía escondido entre las cañas, no quería alejarse del río, y proseguía registrando con obstinación las plantas, lanzando violentamente el agua y el lodo que absorbía.

—¡Está hidrófobo ese cabeza gris! —dijo el malabar—. ¡Si me hubiese visto subir la orilla, ya lo tendríamos encima!

—¡Eras perdido, amigo! —dijo el contramaestre—. ¡Todavía estoy tembloroso de la emoción! ¿Tan terribles son esos animales?

—El carl-cop, sí.

—¿Le habré herido?

—Lo supongo, señor Will. ¿Adónde le apuntó usted?

—Ni lo sé siquiera: hice fuego precipitadamente, a bulto.

—Le ha herido usted en el dorso. ¿No le ve cómo se baña? Está lavándose la sangre que le brota.

—Y ahora, ¿qué hacemos?

—Esperemos a que se acerque, y le haremos una doble descarga —contestó el malabar—. ¡Mírele: por fin se decide a volver al bosque!

Persuadido de la inutilidad de sus pesquisas, el carl-cop recorrió la orilla en un centenar de metros y continuó registrando entre las plantas; al cabo se dirigió hacia los grandes árboles.

El buen viejo no parecía estar muy contento. Soplaba ruidosamente, se pasaba la trompa por la parte herida y se detenía para mirar al río, esperando ver aparecer a su adversario.

De pronto se detuvo bruscamente y levantó la trompa como olfateando.

—¡Nos siente! —dijo Palicur—. El aire ha cambiado de dirección, y nos encontramos a favor de él. ¡Señor Will, prepárese usted para hacer fuego!

—¿Nos habrá olfateado?

—¡Mírelo usted! ¡Vuelve la cabeza hacia nosotros! ¡Le digo que nos ha descubierto! ¡Vamos; un buen tiro doble, y no apunte a la cabeza!

—¡No; a la unión de los omoplatos!

—¡Yo al de la derecha, y usted al de la izquierda!

Después de haber aspirado el aire a varias alturas con señales de una agitación muy viva, el paquidermo dio un gran berrido y se dirigió rápidamente hacia la espesura que servía de escondite a los dos amigos, llevando en alto la trompa y mostrando sus colmillos gigantescos.

—¿Está usted ya? —preguntó Palicur con calma.

—¡Sí! —contestó el contramaestre.

—¡Fuego!

El cabeza gris se encontraba a sesenta o setenta metros, y apresuraba a cada momento la carrera. El malabar y el marino le dispararon casi simultáneamente.

El elefante, seguramente herido, se encabritó como un caballo que recibe un fuerte espolazo; enseguida, en lugar de caer, se dirigió como un loco al interior de la floresta.

Otros disparos resonaron.

El carl-cop se detuvo, y dejando caer la trompa, que llevaba erguida, inclinó la enorme cabeza.

Así estuvo un momento, en tanto que otras dos balas le herían de nuevo. Se acercó a la orilla marchando penosamente, como si quisiera ir a lavarse las heridas; pero apenas llegó cerca de los cañaverales la enorme masa cayó en tierra, y rodando fue a parar al agua, en la cual levantó una verdadera ola.

—¡Muerto! —gritó Palicur lanzándose fuera de la maleza.

Cuando llegó a la orilla la corriente arrastraba el monstruoso cuerpo haciéndole girar sobre sí mismo como una peonza colosal.