EL ATAQUE DE LOS «VADASSOS»
Al día siguiente, después de una noche muy tranquila, los expenados volvieron a emprender el viaje y remontaron el río con bastante velocidad, deseosos de dejar a distancia al individuo que habían visto desaparecer por entre los árboles. El agua seguía siendo profunda, aun cuando hubiese que costear en varios sitios los bancos de arena y tuviese Will que maniobrar de continuo y sondar Palicur a cada momento.
Ambas orillas seguían ofreciendo el mismo aspecto de siempre. Los árboles sucedían a los árboles, la mayor parte de colosales dimensiones, con hojas grandes, desmesuradas, que impedían penetrar a los rayos del Sol, y pobladas de papagayos chillones y de pequeñas bandadas de monos que molestaban a los viajeros tiroteándolos con frutas y cortezas.
A mediodía, rebasando una gran curva, la chalupa se encontró de improviso ante unas casitas o cabañas situadas en la orilla derecha.
—¡Alto! —gritó precipitadamente el malabar, que no esperaba encontrar viviendas en aquel sitio.
Era demasiado tarde para retroceder. Algunos hombres, más negros que los cingaleses que se paseaban en la orilla, saludaron la aparición de la chalupa con gritos ensordecedores.
—¡Es imposible escapar! —dijo Will-Además, tenemos buenas armas, y, si quieren molestarnos, les cambiaremos el entusiasmo a cañonazos. ¿Son vadassos?
—Sí, señor Will —respondió el pescador de perlas.
—¿No será éste el poblado de ese jefe terrible de quien has contado tantas historias sangrientas?
—No; ése está más lejos.
—¡Atraquemos! Con algunos regalos creo que he de amansar a esos salvajes, y obtener quizás algunas noticias de ellos.
La chalupa continuó adelante, y se detuvo ante una especie de desembarcadero hecho con troncos de árboles clavados en el fango del río.
En la orilla se habían reunido dos o tres docenas de salvajes, que miraban con curiosidad a los tres expenados, y sobre todo al contramaestre, cuyo color blanco debía de haberles producido gran efecto.
Todos eran de estatura más bien baja; tenían el cabello lanoso, la nariz corta y muy alargadas las ventanillas; boca grande y labios gruesos, pero no salientes; los ojos, pequeños y horizontales; eran delgados y un poco cargados de espaldas. Los jóvenes eran bastante agradables; en cambio, los viejos, delgadísimos, con el vientre hinchado y la cara surcada por arrugas profundas; los que aparentaban una vejez demasiado precoz, repugnaban.
Casi todos esos salvajes, pertenezcan a la isla que quieran, viven como los animales de los bosques, errando a capricho, sin albergues estables, comiendo miel, raíces e insectos, hasta los más asquerosos, y van completamente desnudos.
Los que se habían reunido en el embarcadero no se distinguían de los otros, a no ser por algún tatuaje. No llevaban taparrabos siquiera, ni brazaletes, ni collares.
Sus mismas armas eran de las más primitivas entre los pueblos incultos.
El malabar, que conocía un poco el idioma de aquellas gentes, les ofreció algunos bizcochos, que comieron ávidamente, y enseguida les dijo que quería hablar con el jefe.
—Va a venir con el adivino de la tribu —contestó el más viejo—. ¡Mírele: allí viene!
De una cabaña malísimamente construida, y que más que vivienda parecía un montón de hojas, salió un grupo que se dirigió hacia el río.
Precedían dos negros llevando un gura, originalísimo instrumento músico compuesto de un arco con una cuerda, un tubo y una pluma, y que, soplando dentro del tubo, produce sonidos tan melodiosos como los de un violín.
Detrás iba el adivino o mago de la tribu: un hombrecillo de vara y tercia escasa de estatura. Era un personaje importantísimo; pues tenía el poder de trasladar el alma de un muerto al cuerpo de un vivo, hacer llover cuando era preciso salvar la cosecha, conjurar los maleficios y combatir los espíritus malignos que habitan en las selvas.
Seguía después un tercer músico, que armaba un ruido insoportable golpeando con furia un gran pedazo de árbol socavado, de tres pies de alto y cubierto por un lado con una piel.
Tenía todo el cuerpo lleno de curiosas pinturas que querían representar monstruos, y los cabellos trenzados con plumas, rabos y huevos de animales. En el cuello, brazos y piernas lucían collares y brazaletes hechos con conchitas blancas.
El último era el jefe. Más alto que sus súbditos, de color más oscuro y mirada fosca, se contoneaba con una especie de manto rojo que parecía una criba por los agujeros que tenía, y llevaba al cuello una cola de tigre como enseña de su poder, y quizás de su ferocidad.
Palicur descendió al embarcadero llevando una botella de brandy; le seguía Will, que por precaución se había echado al hombro dos carabinas de dos cañones, y Jody permaneció de guardia en la chalupa detrás del cañoncito, que había sido cargado con balines, para ametrallar a los salvajes en el caso de que hiciesen demostraciones hostiles.
El jefe, que avanzaba con cierta vacilación, siempre detrás del mago o hechicero, al ver a Palicur se quitó el arco que llevaba a la espalda colgado como en bandolera.
—Somos amigos —dijo el malabar—, y no tenemos deseo de haceros mal ni a ti ni a los tuyos. ¡Toma y bebe!
El salvaje, que debía de conocer las botellas, con un palo rompió el gollete de la que le ofrecían, esparció por el suelo algunas gotas, quizás en homenaje de alguna divinidad, y enseguida la vació con tal gana, que el hechicero no sabía qué hacer para no quedarse sin su parte de bebida.
—Este licor es mejor que el otro —dijo después de haber bebido más de la mitad—. ¡Eres muy generoso!
—¿Cuál otro? —exclamó el malabar—. ¿Te han ofrecido alguna otra botella?
—Sí; ayer por la mañana.
—¿Quién?
—Unos hombres que tripulaban un barco de fuego parecido al tuyo —contestó el salvaje.
—¿Eran blancos esos hombres?
—Uno sólo.
—¿Y los otros?
—Me parecieron candianos.
Palicur miró al contramaestre, y le tradujo las respuestas del vadasso.
—¿Será algún inglés encargado de hacer una exploración por el río? —dijo Will—. Trata de obtener explicaciones más claras.
El malabar volvió a interrogar al salvaje; pero éste, demasiado ocupado en saborear a sorbos el brandy, contestó con tanta vaguedad, que no se pudo sacar en limpio gran cosa. Intentó preguntar al hechicero; pero no obtuvo mejor resultado.
—La tripulaban cuatro hombres, uno de los cuales era blanco-le contestaban. Y esto fue todo lo que pudo saber.
Sin embargo, el jefe no rehusó proporcionarles un guía para que pudieran pasar libremente por el río, mediante el recalo de un hacha, arma preciosísima para aquellos salvajes, que no conocían la elaboración de los metales.
Cambiaron además algunas fruslerías por frutas y pollos, y algunas horas después los tres expenados salían de la aldehuela para emprender de nuevo su viaje.
El guía que les había dado el jefe era un guerrero lleno de cicatrices, feo como un mono, de mirada oblicua nada tranquilizadora, y que llevaba al cuello su única prenda de indumentaria: la cola de una pantera negra; indicio de hombre valiente.
—¡Éste es un compañero que no me inspira ninguna confianza! —dijo Jody—. ¡No pudo habernos dado peor acompañante!
—En el primer poblado que encontremos nos desembarazaremos de él si nos da motivo de sospecha —contestó el malabar—. Quizás pueda sernos útil para pasar por delante de las aldeas sin que nos incomoden.
La chalupa, cargada de leña, seguía su marcha subiendo el río con bastante velocidad.
El vadasso, que parecía, conocer perfectamente el río, indicaba de cuando en cuando la ruta, advirtiendo la presencia de los bancos por medio de un grito.
Aquel día pasó sin incidentes notables y sin que los navegantes encontrasen un ser viviente. Los bosques se sucedían unos a otros, poblados solamente por monos.
Iba a caer la tarde, y ya Will dio orden a Jody para que dirigiera la chalupa hacia la orilla con objeto de establecer el campamento en las lindes de la floresta, pues la chalupa iba demasiado cargada para poder dormir dentro de ella, cuando el salvaje dio un grito especial, señalando al propio tiempo un grupo de plátanos pequeños, cuyas hojas se movían como si alguien tratara de abrirse paso.
—¿Qué es? —preguntó Will mirando a Palicur.
El malabar interrogó al vadasso, que se limitó a decir:
—¡Sonar!
—¿Qué dice? —preguntó el contramaestre.
—Dice que allí en medio hay un oso —contestó Palicur.
—No sabía que hubiera de esos animales en esta isla.
—Al contrario; abundan, señor, y pertenecen a la misma raza de los que se encuentran en las montañas de la India.
—¿Son muy peligrosos?
—No mucho.
—Entonces, no le dejemos escapar. Las patas de esos animales no son un bocado despreciable. ¡Pronto, Jody; a tierra!
La chalupa embarrancó la proa en la arena de la orilla, que en aquel sitio descendía suavemente, y el contramaestre y el malabar cogieron las carabinas, y saltaron con cuidado sobre la maleza que cubría la orilla.
El oso debía de haberse hecho cargo de la presencia de aquellos hombres, porque dejaron de moverse las hojas de los plátanos.
—¡Apresurémonos, señor Will, o si no, se nos escapa! —dijo el malabar—. ¡Los sonar son muy ágiles!
No era empresa fácil meterse rápidamente por la espesura. Enormes árboles alargaban sus raíces hasta el río formando una especie de barrera casi impenetrable, pues se ligaban unas con otras, entrelazándose con altas plantas parásitas que pendían como grandes festones.
Sin embargo, avanzaron un centenar de pasos. De pronto oyeron un ligero silbido, y vieron deslizarse con rapidez una sombra por entre un gran grupo de colosales bambúes que tenían diez y ocho o veinte metros de altura.
—¿Has visto, Palicur? —preguntó Will, que se había detenido en el acto.
—Sí; ha huido un hombre.
—¿Te ha lanzado una flecha?
—Sí, señor Will.
Casi al mismo tiempo oyeron un segundo silbido, y vieron escapar otra sombra por entre la espesura.
—¡Diablo! —exclamó Will—. ¡Éstos no son osos!
—¿Nos habrán tendido alguna emboscada? —se preguntó Palicur, que se había puesto detrás del tronco de un árbol.
—¿Serán quizás cazadores que, como nosotros, espiaban al oso?
—Eso no era motivo para dispararnos flechas, señor Will. Nosotros no somos sonar.
—¿Qué hacemos?
—¡Quisiera ver la cara a esos bribones, y al mismo tiempo cazar al oso!
—¡Entonces, adelante! —contestó el contramaestre.
Volvieron a emprender la marcha abriéndose paso con mucha dificultad, pues cada vez era más espeso el bosque, y paso a paso se alejaban de la ribera.
Las tierras de Ceylán, vírgenes todavía en su mayor parte, son asombrosamente fértiles.
Después de avanzar otros trescientos o cuatrocientos pasos el contramaestre y Palicur se detuvieron ante una verdadera muralla de troncos de árboles de enormes dimensiones, y tan juntos, que impedían de todo punto dar un paso más.
—¡Es imposible ir más adelante! —dijo Will de mal humor—. Tenemos que deslizamos como serpientes, y corremos el peligro de que nos sorprendan y nos claven una flecha.
—¿Dónde se habrán escondido esos bribones? —preguntó el malabar, que escudriñaba los árboles cercanos sin poder descubrir nada.
—A estas horas ya estarán lejos. Deben de ser tan ágiles como los monos.
—¿Y el oso?
—¡Oh! ¡No seremos nosotros los que nos regalaremos con sus zampas!
—¡Lo siento! —dijo Palicur—. ¡Es tan deliciosa la carne de esos animales!
—Volvámonos: no es prudente detenernos mucho tiempo aquí. Iremos a acampar en la orilla opuesta.
—¡Silencio, señor Will!
—¿Hay alguna otra cosa de nuevo?
—Me parece que he oído romperse una rama.
—¿Delante de nosotros?
—No; detrás.
—¿Será el sonar?
—Vamos a verlo, señor, y abramos los ojos. Sé que algunas tribus de vadassos usan flechas envenenadas, y no quisiera que nos hiriesen.
Apenas se habían vuelto, cuando se oyó un ligero silbido por el aire. Instintivamente el contramaestre inclinó la cabeza, y vieron que por encima de ellos pasaba una flecha, que fue a clavarse en el tronco de un cinamomo.
Se volvió rápidamente, y viendo que se movían algunos bambúes, hizo fuego en aquella dirección, tirando casi a ras de tierra.
Un grito ronco siguió al disparo, y enseguida se oyó un gemido. Los bambúes ondearon fuertemente, y después volvieron a su inmovilidad.
—Ha herido usted a alguien —dijo el malabar, que había levantado la carabina para a su vez hacer fuego también.
—Ese grito pueden haberlo lanzado para engañarnos —contestó Will.
Se acercó al árbol, arrancó la flecha y la examinó con cuidado.
Era una caña larga que terminaba en un hueso pequeño de forma cilíndrica, y lateralmente en un hierro muy aguzado.
Apenas tocó el hueso, se cayó éste.
—Una flecha de los vadassos, y, además, envenenada —dijo el malabar—. Mire usted, señor Will: el hueso está cubierto de una especie de grasa compuesta con un veneno extraído de las serpientes y mezclado con jugo de ciertas plantas.
»Es un proyectil peligroso, porque una vez que entra en las carnes no se puede arrancar enseguida, por causa del hierro.
—¡Bribones; querían matarnos!
—¡Querido Palicur, vámonos antes de que alguna flecha nos hiera! ¡Quizás no estén sólo los negros!
Emprendieron enseguida una prudente retirada, deteniéndose de cuando en cuando detrás de los troncos de los árboles para ver si los seguían, y alejándose de las espesuras entre las cuales podían estar ocultos para atacarlos.
Un cuarto de hora después, y sin otros incidentes, llegaban a la orilla en el momento en que el mulato iba a dejar la chalupa para correr en su busca, temiendo que les hubiera sucedido alguna desgracia. Al verlos aparecer salió a su encuentro enseguida, preguntándoles si habían disparado.
Así que supo la incalificable agresión se oscureció su rostro.
—¡Aquí hay algo que me inquieta! —dijo—. ¿Han encontrado ustedes al negrito que les he enviado?
—No le hemos visto —contestaron a un mismo tiempo el contramaestre y el malabar—. Apenas se oyó el disparo, marchó.
—Debía habernos encontrado, porque no nos habíamos distanciado mucho: unos trescientos o cuatrocientos metros —dijo Will.
—¡Es extraño! ¿Nos habrá abandonado ese hombre? ¡La cosa se embrolla! —dijo Palicur.
Se puso los dedos en la boca y lanzó dos silbidos agudísimos; pero no obtuvo contestación.
—Señor Will —dijo—, temo una traición. ¡Vámonos enseguida!
—Ese negro puede haberse extraviado —dijo Jody.
—¡Un hombre como él, práctico en el país! ¡Quiá! ¡Eso no! —dijo el malabar—. Si no ha vuelto, es que ese canalla se ha unido a los dos vadassos que pretendían meternos un poco de veneno en el cuerpo.
—¿Entrará el jefe de aquella aldea en alguna emboscada contra nosotros? —preguntó Will.
—No me asombraría, señor —contestó Palicur—. Alejémonos y busquemos un refugio; si es posible, en un islote.
—No será difícil encontrarlo —dijo Jody haciendo retroceder a la chalupa.
—Y poned los fusiles al alcance de la mano —ordenó el contramaestre—. Puede haber salvajes en la otra orilla.
La embarcación volvió a tomar el largo remontando el río y sosteniéndose a la misma distancia de las dos riberas, las cuales, por fortuna, estaban bastante separadas, lo cual hacía imposible que os alcanzase una flecha.
Will y Palicur se pusieron a proa con las carabinas en las rodillas, y de cuando en cuando sondaban el agua.
Ningún peligro parecía amenazarlos, al menos por el momento, porque entre las cañas acuáticas se paseaban tranquilamente algunos grandes pájaros, y en las ramas de los árboles también había bastantes.
Si hubiera salvajes escondidos entre la maleza de las orillas, las aves no estarían con tanta tranquilidad.
Ya había remontado la embarcación una gran curva, cuando se oyó entre los árboles como el resonar de golpes metálicos que parecían producidos por un martillo golpeando en una piedra.
—¿De qué es ese ruido? —preguntó Will.
—Es un pájaro, una especie de buitre —contestó el malabar.
—¡Pues no lo hubiera creído!
—Y éstos le parecerán a usted tocadores de arpa; ¿verdad, señor Will? ¿Oye usted?
Unas notas muy dulces, que parecían efectivamente producidas por un instrumento de cuerda, resonaron en la orilla izquierda.
El contramaestre miró con gran sorpresa y detenidamente a Palicur.
—Son unas aves de color de escarlata las que cantan —dijo el malabar—. Contestan a los buitres.
—Mejor dicho, a los hombres —corrigió Jody en aquel momento.
—¡Cómo! ¿Crees tú, maquinista, que?…
—Digo que ni los pájaros escarlata, ni los buitres entran en este negocio. Ese tintineo metálico me parece que lo producen azagayas chocando una con otra.
—¿Y esos arpegios?
—Son los de un rabochino (especie de guitarra).
—Puedes equivocarte, Jody —dijo Palicur.
—No —respondió el mulato—. Escucha bien, malabar. Te digo que se contestan los negros desde ambas orillas.
—¿Creerán que pueden apoderarse de nuestra chalupa? —preguntó el contramaestre.
—Son capaces de intentarlo —dijo Palicur, que ya participaba de la opinión del maquinista—. ¡Busquemos enseguida un islote, señor Will, no nos conviene acampar en ninguna orilla!
—¡Acelera un poco la marcha, Jody! —ordenó el inglés.
Las señales habían terminado. En las riberas no aparecía ningún pájaro de los cantores, lo cual justificaba el temor del mulato. Únicamente los llamados luri, pájaros muy grandes, negros y de pico amarillo, volaban pesadamente entre las cañas.
Había caído la noche, y la Luna surgía por detrás de las altas copas de los árboles. Enormes murciélagos desembocaban por entre las plantas describiendo violentos zigzags sobre la superficie del río.
La chalupa avanzaba rapidísimamente dejando tras sí una estela espumosa; pero no se veía aparecer islote alguno, ni hacia la izquierda ni hacia la derecha.
Ya iban a anclar en medio del río, cuando a algunos kilómetros de distancia distinguieron una punta de tierra que se unía a la ribera por una serie de bancos cubiertos de plantas acuáticas que apenas emergían del agua.
—Acamparemos allí —dijo Will señalando a aquella especie de peninsulita—. Si los salvajes quieren acometernos, tienen que hacerlo pasando por los bancos, y entonces los fusilaremos fácilmente.
En pocos momentos recorrió la chalupa la distancia y se detuvo dulcemente en aquella punta, la cual estaba cubierta de plátanos silvestres y grupos de altísimos bambúes.
Los expenados echaron el ancla, ataron con dobles cuerdas la proa, y enseguida tomaron posesión de aquel pedacito de tierra, haciendo huir con su presencia a algunas parejas de alcedos de plumas azul turquí, únicos habitantes de aquel sitio.
Jody y Palicur arreglaron rápidamente la cena, hicieron una gran recolección de leña seca para sostener el fuego toda la noche, y enseguida se tumbaron cerca de Will, que había encendido su pipa.
—Durmámonos lo más tarde posible —dijo el malabar.
—¿Temes que nos acometan esos bribones? —preguntó el contramaestre.
—No estoy tranquilo, señor Will: conozco la testarudez y la crueldad de los vadassos.
—¡Me alegraría mucho de poder darles una lección dura para hacer entender a esos canallas que somos hombres que sabemos defender nuestra piel y nuestra propiedad!
—¡Prefiero no tener que habérnoslas con esos demonios!
—Espero que nos dejarán tranquilos.
Así estuvieron hasta media noche, y por fin, no viendo nada de particular en la orilla a la cual se unía la península por medio de los bancos, Jody, que no estaba completamente curado de sus heridas, se retiró bajo la tienda.
El malabar y el contramaestre se colocaron uno hacia la parte del río y otro hacia la de los bancos para poder dominar el mayor espacio posible.
Iba a desaparecer la Luna detrás de una espesa nube, cuando Will vio llegar al pescador de perlas.
—¿Hay alguna novedad? —le preguntó.
—Sí, señor Will. Juraría que había visto en la otra orilla un punto luminoso que se apagó enseguida.
—¡Entonces, esos vigilan a lo que parece!
—Lo sospecho, señor.
—¿A qué esperarán para acometernos?
—Eso es lo que ignoro.
—Si no se aprovechan de la oscuridad, no sé cuándo van a hacerlo.
—¿Oye usted?
Un lúgubre aullido semejante al del lobo retumbó en la orilla opuesta.
—¿Es un bighama? —preguntó el contramaestre.
—¡Hum! —hizo el malabar—. ¡Ese aullido ha sido demasiado breve!
—¿No crees que sea un lobo cingalés?
—No, señor Will.
—Entonces, ¿crees que sea una señal? —preguntó el contramaestre.
—Tengo esa convicción. ¡Eh! ¿No lo decía yo?
Una risa aguda y burlona rompió el silencio de la noche y vibró algún tiempo entre las tinieblas.
—Sí —dijo el contramaestre—; tienes razón, Palicur: los negritos se contestan de una orilla a la otra.
—Están organizando algo en contra nuestra.
—¿Emprendemos la marcha, señor Will?
—Prefiero permanecer aquí y ver la cara a nuestros acometedores —contestó el marino—. Es mejor desembarazarnos de ellos ahora que tenerlos siempre encima.
»Saquemos las cajas de los víveres y hagamos una barricada. Debemos guardarnos de sus flechas, ya que los vadassos hacen uso del veneno.
—¡Y mortal, señor Will!
—¡Manos a la obra, Palicur!
En la chalupa había ocho cajas con víveres, ropas, objetos diversos y útiles de carpintería, etc., además de tres colchonetas y algunos barriles. Ambos expenados lo desembarcaron todo, y levantaron en derredor de la tienda una especie de trinchera suficiente para ponerlos a cubierto de las flechas, y la reforzaron con bambúes y montones de hojas.
Como aquellos salvajes no poseen arcos bien construidos, y, por lo tanto, son de muy poco alcance, con los obstáculos colocados podía bastar muy bien para evitar los dardos.
—¡Ahora que avancen! —dijo Will, que parecía hallarse satisfecho de la obra—. Con nuestras carabinas y los fusiles de caza no tenemos nada que temer.
»¿Estás seguro de que no tienen armas de fuego?
—Por lo menos, hace dos años ignoraban su manejo —respondió el malabar—. No creo que los candianos y los ingleses les hayan enseñado a servirse de ellas, ni que se las hayan vendido.
—Demos una vuelta por la punta. Tú vas de izquierda a derecha, y yo lo haré en sentido contrario.
Después de montar las carabinas el pescador de perlas y el marino emprendieron la exploración hasta encontrarse en la mitad del camino.
—¿Nada? —preguntó Will.
—He oído un chapuz, señor.
—¿Dónde?
—Hacia la orilla opuesta.
—Eso es que alguien se ha echado al agua.
—Quizás haya sido un cocodrilo.
El contramaestre se dirigió hacia la orilla y miró al río; pero la espesa sombra que proyectaba la espesura no le permitió ver nada.
—¿Ha visto usted algo?
—No —respondió el marino.
—Pues tengo la seguridad de que no me he equivocado.
Como para confirmar lo que decía Palicur, en aquel mismo momento volvió a oírse por segunda vez el aullido triste y monótono del bighama.
Casi enseguida se vio vagamente, que en la otra orilla algunas sombras descendían por entre la maleza, desapareciendo en los cañaverales que obstruían parte del río.
—¡Despierta enseguida a Jody! —dijo el contramaestre—. ¡Esos tunantes tratan de sorprendernos!
—¡Repleguémonos inmediatamente hacia la tienda, señor! —dijo el pescador de perlas—. ¡Vendrán nadando entre dos aguas, pues son tan ágiles como los peces!
En cuatro saltos llegaron a la barricada, apagaron el fuego y despertaron al maquinista.
—¡Arriba, muchacho! —dijo Will—. ¡Éste no es momento a propósito para soñar!
—¿Vienen, señor? —preguntó bostezando el maquinista.
—Sí; frótate los ojos, y, además, no desperdicies los cartuchos.
—¡Se estaba mejor sobre la quilla de aquel barco! ¡Al menos allí no había negritos dispuestos a asaltarnos con flechas envenenadas!
—¡Silencio! ¡Coge la carabina y mira hacia los bancos; pueden atacarnos por los dos lados!
Se echó detrás de una caja al lado del malabar, en tanto que el mulato se apostaba detrás de la tienda para vigilar el paso de la peninsulilla.
Los negritos habían cesado de hacer señales; pero en la orilla opuesta se oía moverse las cañas y se distinguían sombras humanas avanzar hacia el río y retroceder después, desapareciendo en medio de la espesura.
—Seguramente tratan de averiguar si estamos despiertos o dormidos —dijo el contramaestre.
—¿Serán muchos?
—Eso es lo que temo, señor —respondió el pescador de perlas—. Si fuesen pocos, no se atreverían a acometernos.
—¡Está bien; preparémonos a fusilarlos!