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EN EL RÍO KALAWA

Aun cuando la isla de Ceylán es una de las mayores del continente asiático, no tiene ríos importantes: el Mahowilla es el de curso de mayor consideración.

Todos los otros, como el Calani Ganga, el Patipal, etc., no llegan a recorrer la mitad de la isla. De estos ríos es uno el Kalawa. El trayecto que riega es pequeño, y su cauce, muy irregular y no muy abundante de agua, especialmente durante la estación de los calores, a pesar de que, según se cree, está alimentado por el lago Kaloweve.

Sin embargo, no era de temer que la chalupa adquirida por el mandah no tuviese agua suficiente en que navegar para subir la corriente hasta una distancia respetable, pues apenas calaba dos pies, a pesar de la máquina, de las provisiones y de los tres hombres que la tripulaban.

Aun cuando herido, Jody asumió enseguida sus funciones de maquinista, y Will las de timonel. Palicur se había ido a proa para vigilar el camino, con objeto de dar aviso en el caso de que apareciese algún banco, evitando que embarrancase la chalupa.

Las orillas del río estaban cubiertas de bosques espesísimos, los cuales debían de ser muy extensos. Árboles enormes alargaban sus innumerables ramas casi hasta tocar el agua. Veíanse grupos colosales de cocoteros, de árboles del pan, que por lo feraz del suelo crecían sin cultivo alguno; sagú, palma sacarina y otras altísimas con las hojas abiertas en forma de sombrilla, beteles y montañas de plantas sarmentosas que se enlazaban unas con otras como monstruosas serpientes.

Pocos eran los pájaros que, apoyados en las ramas más altas, silbaban o cantaban: en cambio, multitud de monos saqueaban los cocos y los artocarpos, produciendo un ruido endiablado. La mayor parte eran de los llamados langur, muy esbeltos, ligeros, de larguísima cola, con la cara y las manos negras y el pelaje del cuerpo amarillento.

Esos cuadrumanos llegan a tener metro y medio de estatura: pero, lo que parece increíble, apenas pesan más de diez kilogramos. Considerados como animales sagrados, porque, según la leyenda, condujeron a Ceylán a la bella Sita, mujer de Rama, abusaban de su impunidad meándose sobre los expenados, y a veces apedreándolos con frutas y pedazos de cortezas.

En cambio, en los bancos de arena se veían de cuando en cuando grandes cocodrilos con enorme boca, que cerraban ruidosamente al acercarse la chalupa, apresurándose a desaparecer bajo el agua antes de que Will o Palicur echasen mano a las carabinas.

—¡Si éstos son todos los enemigos que hemos de encontrar, en el río, no creo que tengamos que pelear mucho! —dijo el contramaestre, que miraba con atención a ambas orillas—. ¡Bastará un disparo para que todos emprendan la huida!

—¡Despacio, señor Will! —contestó Palicur—. ¡Todavía no hemos llegado al territorio donde reina Adikar!

—¿Quién es Adikar?

—El jefe más poderoso de los vadassos.

—¿Es temible ese hombre?

—Es el Napoleón de Ceylán.

—¡Cómo! —exclamó el contramaestre—. ¿Un salvaje inmundo se parangona con el más célebre guerrero de los tiempos modernos?

—Es una historia interesante, señor Will.

—Que puedes contar, pues por el momento no tenemos nada en qué ocuparnos. La chalupa no tiene necesidad de nuestros brazos: ¿verdad, Jody?

—La máquina marcha muy bien, señor Will, y el carbón abunda.

—¡Cuenta, Palicur! ¡Pasaremos mejor el tiempo!

—Pues cuentan —dijo el malabar— que hace muchos años, empujado por una violentísima tempestad, un barco francés fue a estrellarse contra la barra del Kalawa, a pesar de los esfuerzos de la tripulación.

Las orillas del río, especialmente la boca, la ocupaba una pequeña tribu de vadassos que obedecía a un jefe llamado Adikar, joven altamente ambicioso, dotado de valor extraordinario y que gozaba fama de ser muy cruel.

Por su buena estrella, en lugar de perecer a manos de aquellos negros salvajes, que los respetaron, bien por su color, o quizás porque no eran ingleses, los náufragos encontraron protección en el jefe y los trataron como amigos.

»Adikar saqueó en cuanto pudo el barco, el cual no había quedado en condiciones de navegar, y en compensación ofreció a los franceses tierras, cabañas y animales, a condición de disciplinar a sus soldados y enseñarles a combatir como los hombres blancos.

»Un día el jefe, que ya había aprendido un poco la lengua francesa, los sorprendió hablando del gran Emperador.

»—¿Quién es ese guerrero famoso que, según he oído, ha llenado el mundo con su nombre? —preguntó Adikar, que había escuchado la conversación.

»—Un joven francés que por su propio valor llegó de la nada a la mayor grandeza, y que ha vencido a todas las naciones europeas —contestó uno de los náufragos.

»—¡Alabado sea ese valiente! —dijo entonces el jefe de los salvajes—. ¡Es preciso que yo haga otro tanto!

»Y he aquí cómo en la mente del ambicioso salvaje surgió la idea de emular la gloria del gran Emperador francés.

»Poco tiempo después declaró la guerra a las tribus vecinas, pues por aquel entonces los vadassos se dividían en varias tribus independientes unas de otras, logrando con una serie de batallas afortunadas constituir un reino sólido y tan populoso como el de Candy.

»Al saber la caída de Napoleón, el orgulloso jefe, que era muy inteligente y procuraba estar al corriente de los acontecimientos mundiales, dicen que exclamó:

»—¡Ahora ya no somos más que dos a contender en la Tierra: mi hermano Jorge y yo!

Will soltó una carcajada.

—¡Qué modesto era ese salvaje! —dijo—. ¿Se creía omnipotente? ¿Por qué no hizo la guerra a la India?

—Lo hubiera intentado si hubiera tenido barcos —respondió Palicur—. Lo cierto es que aquel terrible guerrero fue extendiendo las fronteras de su reino hasta las costas septentrionales de Ceylán, y que más de una vez derrotó a las tropas del rey de Candy, llegando hasta amenazar a la capital, dando mucho que hacer a los ingleses.

—¿Y a los súbditos de su hermano el rey Jorge? —preguntó Will riendo.

—¡De qué manera tan horrible los trató, señor! —respondió el malabar—. Por aquel tiempo los ingleses intentaban extenderse por el interior de la isla, encontrándose muy pronto en contacto con los vadassos.

»Prevenido de que una colonia de hombres blancos se había establecido en el Kalawa, Adikar rogó a los colonos que fueran a su poblado para conocerlos; pero con la condición de dejar las armas fuera del recinto, como exigía la etiqueta.

»Pocos minutos después aquellos desgraciados se vieron acometidos a traición por los salvajes, que los hicieron morir entre los más atroces tormentos.

»Orgulloso con el resultado obtenido, y creyéndose invencible, acometió poco después a otra colonia de emigrantes, matándolos a todos, incluso a las mujeres y a los niños.

—¡Bonito secuaz y émulo de Napoleón! —dijo el contramaestre, interesado vivamente en el relato—. ¿De modo que ahora es más poderoso que el rey de Candy?

—No; su imperio se ha quebrantado bajo los golpes de un valiente colono llamado Poster, que puso las peras a cuarto a ese bárbaro acometiéndole a la cabeza de setecientos emigrantes que habían jurado vengar a sus compatriotas, tan brutalmente asesinados.

»Fue una batalla épica, que duró desde el amanecer hasta la puesta del Sol; pero al fin las carabinas inglesas vencieron a las flechas y a las lanzas de los guerreros vadassos. Al caer del día yacían tendidos cinco mil negros en el campo de batalla, y los restantes se salvaban huyendo.

—¿Y ahora? —preguntó Jody.

—Ahora Adikar no es más que un jefe de poca importancia, impotente para medirse con los hombres blancos, y vive en una aldea retirada en una de las orillas de este río.

»Ya está muy viejo y, además, ciego; pero, sin embargo, todavía se hace temer.

Mientras charlaban la chalupa proseguía remontando el río a poca velocidad, con objeto de no consumir demasiado carbón, aun cuando la máquina tenía un horno suficientemente ancho para poder admitir leña.

Las orillas seguían estando desiertas. No se veía cabaña alguna bajo las altas bóvedas de hoja, las cuales se sucedían sin interrupción. Tampoco habían visto hasta entonces ningún animal peligroso.

Los únicos que abundaban eran monos y cocodrilos; los pájaros escaseaban.

Hacia las cinco de la tarde la chalupa pasó por delante de un tamarindo colosal cuyo tronco estaba cubierto de cráneos humanos, clavados en la corteza del árbol por medio de grandes espinas.

—¿Es algún cementerio de los vadassos? —preguntó Will estupefacto—. ¡Es un modo algo raro de colocar los muertos!

—No, señor Will —dijo Palicur—: ese árbol recuerda una nueva crueldad de Adikar.

—Entonces, ¿son cabezas de enemigos?

—Ni siquiera eso: son cráneos de súbditos suyos.

—¿Y por qué ha matado tantos hombres? Mira: también allí veo otro árbol cubierto de cabezas humanas.

—Y otros muchos más veo yo —dijo Jody.

—¡Aquí hay centenares y centenares de cráneos!

—No; millares y millares —corrigió el malabar.

—Ésos recuerdan la muerte de ese jefe cruel.

—¡Cuenta, Palicur, cuenta! —dijo Will—. Así conoceremos a esos antropófagos, y sabremos cómo arreglarnos si tenemos que habérnoslas con ellos.

—No sé si con razón o sin ella, después de haber fundado el gran reino de que he hablado Adikar fue acusado de haber envenenado a su madre.

»No queriendo permanecer bajo el peso de tan grave acusación, decidió demostrar de tal modo su dolor, que siempre lo recordase el pueblo.

»Reunió sus bandos, se fue a la vivienda materna, y en cuanto vio que su madre exhalaba el último suspiro se rasgó los vestidos, rompió las insignias reales, y dio tales gritos, que aterrorizaron a todos.

»Sus guerreros no encontraron cosa mejor que imitarle, y durante veinticuatro horas millares y millares de personas lloraron por orden del monarca la muerte de la vieja.

—¡Apostaría a que con tantas lágrimas formarían un lago en derredor de la real cabaña, o, por lo menos una laguna! —dijo Jody.

—Al día siguiente, después de haber sido llorada la muerta-prosiguió Palicur—, y de haberse celebrado las danzas fúnebres, Adikar mandó degollar a un gran número de esclavos; enseguida dividió su ejército en dos fracciones, y dio la señal de la batalla para que en su viaje al otro mundo tuviera la difunta una escolta digna de su jerarquía.

»Por la noche quedaban sin vida en la plaza del poblado siete mil guerreros.

»Todas las cabezas se clavaron en los troncos de los árboles de la orilla del río, y al propio tiempo se cavaba un gran hoyo: depositaron en él el cadáver de la reina madre, quedando de guardia del fúnebre despojo, también en el subterráneo, cincuenta muchachas escogidas entre las más bellas de la tribu.

»Aquellas desgraciadas tuvieron que vivir un año en tan horrendo lugar, y, lo que parece increíble, soportaron las emanaciones de la descomposición de aquel cuerpo.

—¡Demonio! ¡A ver si nos obliga a nosotros a velar en la tumba de alguna de sus mujeres! —dijo estremeciéndose el contramaestre.

—Adikar no se atrevería a tanto —respondió Palicur—. Ya ha aprendido a temer a los hombres blancos.

El Sol iba a ponerse, y los tres expenados dirigieron la chalupa hacia la orilla derecha en busca de un sitio donde acampar.

Ambos lados del río estaban cubiertos de colosales árboles, los cuales crecían tan juntos, que no era posible el paso. En vista de ello decidieron pernoctar en un islote de pocos metros cuadrados, lleno de maleza, y sobre todo de plátanos de inmensas hojas. Por lo menos, allí estaban seguros de que no los sorprenderían los vadassos, suponiendo que los hubiera en las cercanías.

En aquel islote había nubes de tórtolas y de rolliers que revoloteaban por las alturas, y centenares de papagayos verdes que saludaban, dando chillidos, las primeras sombras de la noche.

Iba a atracar la chalupa, cuando Palicur, que se encontraba en la proa sondeando el agua, hizo seña a Jody para que parase la máquina.

—¿No hay fondo? —preguntó el contramaestre, que empuñaba la barra del timón.

—He visto un alarmante burbujeo —contestó el malabar frunciendo el entrecejo.

—¿Y qué significa eso?

—¡Cocodrilos, señor Will!

—¡No se atreverán a acometernos!

—¡Quién sabe!

Apenas había dicho esto cuando la chalupa recibió un golpazo colosal que hizo caer al malabar y al mulato, que se habían puesto en pie en aquel momento.

—¿Habrá hipopótamos en este río? —preguntó el contramaestre—. Sin embargo, no he oído decir que los haya en Asia.

—Es algún cocodrilo muy grande, señor Will —dijo Palicur.

Se inclinaron sobre las bordas y miraron con atención al agua, en tanto que el maquinista se apoderaba de un arpón que el previsor mandah había agregado a las armas de fuego.

Era como una lanza de larga hoja, dentellada para que produjese heridas más hondas y más anchas.

—¡Si le doy con esto, le hago que se le pase para siempre la gana de importunarnos! —dijo Jody—. ¡Para esos repugnantes lagartazos es esto mejor que una carabina!

Después del choque de la chalupa se había enturbiado el agua de tal modo, que no podía distinguirse el fondo. El anfibio, suponiendo que realmente se tratase de un gran cocodrilo, había removido el fango con algún coletazo.

—¿Ves algo, Palicur? —preguntó el contramaestre montando su carabina.

—No, señor —contestó el malabar, que se había colocado prudentemente detrás de la borda, conociendo la extraordinaria audacia de aquellos monstruos acuáticos.

De pronto emergieron bruscamente dos enormes mandíbulas a estribor de la chalupa, alargándose con rapidez hacia el contramaestre, que estaba inclinado sobre el agua.

Jody, que tenía levantado el arpón, dirigió un lanzazo terrible a las abiertas fauces del cocodrilo, haciéndole saltar un buen número de dientes e hiriéndole en el paladar.

El anfibio dio una especie de mugido, escupió un chorro de sangre y se sumergió enseguida, desapareciendo de la vista de todos.

—¿Habrá tenido suficiente? —preguntó Jody—. ¡Nunca he visto en los ríos de la India un cocodrilo tan grande!

—Ni yo tampoco —dijo Will—. ¡Debe de medir lo menos ocho metros!

—¿Volverá a atacarnos?

—Tienen la piel muy dura esos monstruos —contestó Palicur—. Si nos ha acometido, es porque debe de estar muy hambriento, pues raras veces atacan a las embarcaciones.

—Haz funcionar la hélice: un solo golpe nada más, Jody, y alcancemos el islote —dijo Will—. En tierra podremos hacerle frente sin tanto peligro.

—En seguida, y…

No concluyó la frase, porque se sintió caer sobre el contramaestre, que estaba detrás de él.

Habían levantado la chalupa, tumbándola de costado, y los tres hombres fueron rodando de un lado a otro.

En el mismo instante se oyó un largo crujido en el casco, y de un solo golpe saltó una tabla.

El gigantesco cocodrilo volvió a aparecer, e intentaba hacer pedazos la embarcación, demasiado débil para resistir a aquellos dientes, tan duros como si fuesen del mejor templado acero.

Will se levantó enseguida. Soltó la carabina y empuñó un hacha, arma más a propósito para hacer frente a esos grandes y peligrosos saurios, cuyo cuerpo está defendido por escamas óseas capaces de resistir las balas de los mejores fusiles.

La situación era terrible, porque el cocodrilo, furioso con las heridas que había recibido, sacudía la chalupa como si fuese una paja, a pesar de lo cargada que iba.

Ya había atravesado con los dientes otra tabla, y estaba haciéndola astillas.

A su vez el malabar se había levantado empuñando una carabina.

Saltó sobre las cajas para que no le alcanzasen los dientes de la fiera, e hizo fuego casi a quemarropa en dirección de un ojo.

La bala partió un trozo de la cavidad ósea, sin penetrar en la masa encefálica. Era una herida muy grave, pero no lo suficiente para matar a semejante animal.

—¡Señor Will! ¡Jody! ¡Cuidado! —gritó, en tanto que volvía a cargar precipitadamente el arma.

—¡Toma! —gritó el contramaestre levantando a escape el hacha y dejándola caer con fuerza desesperada.

Se oyó un golpe seco, y la caja craneana del saurio se hendió en una longitud de veinte o treinta centímetros.

Al mismo tiempo resonó un segundo disparo. El malabar había descargado de nuevo el arma entre las fauces abiertas del monstruo, haciéndole tragar juntamente el proyectil, el humo y el fuego.

El herido se volvió panza arriba sacudiendo algunos coletazos, y enseguida se dejó ir a fondo.

—¡Creo que ya tiene lo que necesitaba! —dijo el contramaestre—. ¡Por Baco! ¡Qué dientes! ¡Ha perforado una tabla como si fuese una simple hoja de papel, y la ha arrancado de un tirón!

—Ese daño lo arreglo yo enseguida, señor Will —contestó Jody—. Ahí viene una caja con algunos útiles de carpintero.

—Atraquemos —dijo Palicur.

El islote estaba a unos cuantos pasos. Con un golpe de palanqueta Jody lanzó la chalupa hacia el islote, y la embarrancó en la arena entre las plantas acuáticas.

Los expenados saltaron a tierra después de haber amarrado la chalupa, para que no la arrastrara la corriente, que era bastante fuerte.

Dieron un vistazo a aquel pedacito de tierra, y seguros de que entre la hierba no había serpientes, prepararon el campamento e izaron la tienda.

—Mientras preparáis la cena veré si puedo matar algún ave —dijo el contramaestre—. He visto varios ánades por el lado que nos separa de la orilla.

—Le acompaño, señor Will —dijo el malabar—. Jody puede cocinar solo.

Cogieron dos fusiles de caza, y aprovechando los últimos resplandores del crepúsculo dispararon algunos tiros sobre los volátiles acuáticos, que eran abundantísimos.

Recogieron siete u ocho ánades, y se disponían a volver al campamento, cuando les pareció ver deslizarse una persona por entre la maleza de la orilla y desaparecer rápidamente.

—¿Un hombre? —preguntó el contramaestre montando rápidamente el fusil.

—Tal me ha parecido —contestó el pescador de perlas, que miraba con atención el bosque—. ¿No sería un mono?

—¡Hum! ¿Tan alto? Nunca los he visto tan grandes, señor Will. ¿Nos vigilará alguien?

—Puede ser algún vadasso que ande a caza de algún animal salvaje. ¡No nos preocupemos! Mañana por la mañana temprano marcharemos y dejaremos atrás a ese espía. Sin embargo, velaremos y haremos nuestros cuartos de guardia, teniendo muy abiertos los ojos.