UNA LUCHA ESPANTOSA
Como hemos dicho, no habiendo visto nada sospechoso, y convencido de que se había equivocado, Jody volvió al campamento y ocupó su puesto esperando pacientemente su turno para meterse bajo las lonas de la tienda de campaña.
No habían trascurrido diez minutos cuando se vio obligado a levantarse otra vez. Del río procedía cierto rumor que, como antes, despertó sus sospechas.
Resuelto a descubrir la causa de aquel ruido, se dirigió hacia la orilla, con la firme persuasión de que le espiaba algún salvaje.
Apenas llegó al borde de la pendiente, figúresele que por la otra parte del río se deslizaba algo bajo la espesa sombra de los árboles.
Como todos los negros y mulatos, Jody tenía una vista bastante fina. Entonces fue cuando dio el primer grito, obligando al irlandés a detener de golpe la chalupa.
No recibiendo contestación, el bravo mulato, convencido de que aquel barco pretendía pasar sin ser visto por delante del campamento, y temiendo que lo tripulasen los formidables salvajes de que hablaba el malabar, había vuelto a subir, después de haber llamado a Moselpati, dispuesto a no dejar de vigilar con cuidado la otra orilla.
Quería convencerse por completo de si se había equivocado, o de si, en efecto, se trataba de una embarcación.
Fingió que se dirigía hacia el campamento; pero apenas estuvo bajo los primeros árboles se lanzó en la floresta y recorrió la orilla del río en un espacio de más de quinientos metros.
Se hallaba en medio de un laberinto de malezas, cuando oyó detrás de sí un ruido como de hojas y ramas que le hizo estremecerse.
—¡Alguien ha venido siguiéndome! —murmuró empuñando la carabina—. ¿Será alguno de los que tripulaban aquella chalupa misteriosa? ¡Temo haber cometido una tontería no despertando a Palicur y al señor Will!
»¿Y si los sorprendiesen durmiendo?
Una angustia inmensa se apoderó del mulato.
Era preciso volver a toda prisa para despertar a sus compañeros; pero por el momento no parecía cosa fácil, porque tenía cortada la retirada.
Sin embargo, como no era hombre que estuviese perplejo mucho tiempo, tomó enseguida una resolución.
—Volvamos dando un rodeo por el bosque —dijo—. ¡Si me acometen, me defenderé!
Volvió la espalda al río, sin cuidarse ya de la chalupa, y se internó en la floresta, mirando de cuando en cuando detrás de sí.
Recorrió unos cincuenta pasos, y de nuevo y a muy poca distancia crujieron hojas y ramas secas como si las pisase alguien, y estallaron cañas que se quebraban.
Se detuvo en el acto gritando:
—¿Quién anda ahí?
Nadie contestó. Iba a reanudar la interrumpida marcha, y por tercera vez los crujidos estallaron: seguidamente un animal de enormes dimensiones caía a diez o doce pasos de distancia, después de haber dado un salto tremendo.
Jody sintió helársele la sangre en las venas; pero en el acto se repuso, prefiriendo tener que hacer frente a una fiera antes que a un grupo de salvajes.
Se apoyó en el tronco de un árbol con el fusil tendido, y miró a su adversario, que a su vez le miraba también con ojos fosforescentes que lanzaban reflejos verduscos.
No tuvo necesidad de muchos esfuerzos de imaginación para reconocer qué clase de animal era el que le acometía: era un tigre monstruoso.
La fiera estaba agazapada, con la cola baja, abiertas las fauces, y movía la cabeza con rítmico balanceo.
En aquella postura permaneció un instante sin quitar ojo del mulato. Sus pupilas relumbraban con mayor intensidad. De pronto tendió la cola y dio un salto colosal.
Jody la esperaba a pie firme, resuelto a vender cara su vida. Trató de alejar de sí la idea del peligro para tirar con calma. Hizo fuego dos veces, pues la carabina era de dos cañones.
La fiera dio un aullido que repercutió bajo las copas de los árboles, y huyó a saltos por el bosque.
—¡Creo que tiene bastante! —murmuró el mulato enjugándose la frente, bañada en sudor.
Volvió a cargar a escape el arma, y seguro de que ya no volvería a incomodarle, volvió hacia el río, marchando por la orilla.
Will y Palicur debían de haber oído los disparos y, probablemente, se habrían levantado. Quería llegar para tranquilizarlos.
Jody se había hecho todas estas reflexiones sin tener en cuenta el hambre y la obstinación de la fiera. Efectivamente; se hallaría a unos cuatrocientos metros del campamento, cuando, con gran sorpresa, vio aparecer de nuevo al tigre.
—¿Le habré herido ligeramente nada más? —se preguntó retrocediendo.
Buscaba un refugio; pero no lo encontraba. A su izquierda iba el río encajonado entre las orillas, ambas muy elevadas; a derecha e izquierda no había otra cosa que maleza baja, que no podía ofrecerle amparo alguno en el caso de un segundo ataque.
El tigre llegaba de frente y gruñendo con sordo furor.
Su cuerpo se alargaba y encogía como si fuese el de una serpiente; con la cola se sacudía los costados, y con las garras arañaba la tierra cual si quisiera abrir un agujero.
Jody gritó:
—¡Señor Will!, ¡Palicur!
Un aullido horrible que lanzó la bestia y ahogó su voz anunció la acometida.
—¡Vamos contigo! —exclamó Jody.
Y casi simultáneamente descargó los dos cañones de su carabina. No tuvo tiempo de ver el efecto, porque enseguida sintió que caía sobre él de un modo violento el monstruoso tigre.
En vez de paralizarle la inminencia del peligro, le infundió una fuerza sobrehumana.
Se revolvió con rapidez sobre sí mismo, logrando librarse del formidable apretón del animal, y al verse en el borde de la pendiente se dejó resbalar hasta el río, con la esperanza de tener tiempo para ganar la otra subida.
Por desgracia suya, las aguas eran bajas en aquel sitio, y la fiera, que debía haber huido ante la nueva descarga, volvió a seguirle para alcanzarle.
El pobre mulato, medio oculto entre las hierbas acuáticas, avanzaba, observando siempre los movimientos de su adversario: ya estaba a punto de entrar en las aguas profundas, cuando le alcanzó el tigre y le detuvo con un zarpazo.
El golpe había sido tal, que se le escapó de entre las manos la carabina; arma inútil, por otra parte, pues se le había mojado la pólvora.
El aspecto del tigre era terrible. Se había puesto furioso con las heridas de la primera descarga: una le abrió un boquete en la frente, y otra, en un costado. Rechinaba con rabia los dientes, y maullaba de un modo feroz.
Jody empuñó resueltamente el gran cuchillo de caza, arma de fabricación inglesa, de algunas pulgadas de ancho y punta agudísima, y empezó a darle de puñaladas, con intento de degollarle.
De nuevo le había aferrado, y las uñas de la fiera le rasgaban la chaqueta y las carnes, al propio tiempo que sentía en el rostro el ardiente hálito de la bestia.
La espantosa lucha en medio del agua duró pocos segundos. El cuchillo de Jody le producía heridas horribles, por las cuales le salía a borbotones la sangre.
En derredor de los combatientes se tiñó de rojo el río.
De pronto aflojó la fiera, dio un último rugido y se desplomó en el fondo de la corriente, quedando casi cubierta por las aguas.
Casi en el mismo instante oyó el valeroso mulato una voz que gritaba:
—¡Jody! ¡Jody!
—¡Palicur!
Apenas tuvo fuerzas para contestar, pues sentía que rápidamente se desmayaba.
Dos sombras humanas se deslizaron por la pendiente abajo y le recibieron entre sus brazos.
—¡Por el vientre de un tiburón! —exclamó el contramaestre, sintiendo humedecidas las manos por un líquido caliente—. ¡Esto es sangre! ¡Eh, Jody! ¿Qué ha sucedido?
El mulato balbuceó algunas palabras incomprensibles, y cayó desvanecido en los robustos brazos de Palicur.
—¡Está herido, señor Will! —gritó con espanto el malabar.
—¡Ya lo he visto! —contestó el contramaestre lanzando en derredor una rápida mirada.
»¡Ah! ¡Ya lo comprendo! ¡Este desgraciado ha sido acometido por un tigre! ¡Mírale allí, Palicur!
¡Él fue quien hizo fuego sobre tan terrible fiera!
»¡Pronto! ¡Llevémosle al campamento! Puede estar herido de gravedad.
El malabar cogió al mulato y subió la orilla seguido por el contramaestre, que había recobrado el cuchillo y la carabina, aun cuando estaban bajo el agua.
En un abrir y cerrar de ojos recorrieron la distancia que los separaba del campamento, y llegados junto a la hoguera desnudaron al mulato.
El desvanecimiento lo había producido, más que otra cosa, la emoción, porque las heridas consistían en rasguños, aun cuando algo profundos, pues la gruesa tela de la chaqueta había amortiguado la acción penetrante de las garras. Se reducían las llagas a unos cuantos desgarrones en los brazos y en los hombros.
—¡No es grave! —dijo el contramaestre—. Tráeme agua y rompe en tiras una manga de tu camisa. Mañana ya podrá seguirnos, si por fortuna llega la chalupa.
Palicur bajó al río y llenó un frasco de agua. El contramaestre lavó con mucho cuidado las heridas y las vendó perfectamente; enseguida hizo beber al mulato un sorbo de gin.
Un estornudo ruidoso, acompañado de un golpe de tos, advirtió a los dos expenados que su compañero iba a volver en sí.
—¡Es fuerte este medio blanco y medio negro! —dijo riendo Will.
—¡Y valiente! —añadió Palicur—. Debe de haber sostenido la lucha cuerpo a cuerpo con la fiera.
Jody abrió los ojos.
—¿Está muerto? —preguntó, haciendo ademán de levantarse.
—Creo que a estas horas ya habrá hecho su entrada en el paraíso de los felinos, en el supuesto de que los felinos tengan paraíso —dijo Will.
—¡Por Baco! ¿Cómo le has matado, bravo Jody?
—¿Le he matado?
—Está bañándose en el río.
—¡Qué miedo, señor Will! ¡Me había agarrado con tal fuerza, que no pude echármelo de encima!
—Pero ¿por qué has ido tan lejos? —preguntó Palicur—. Antes has debido despertarnos.
—Me fui lejos porque me pareció haber visto una chalupa que marchaba rozando la otra orilla, y quería asegurarme.
—¡Una chalupa! —exclamó Will—. ¿Estás seguro de que no te has equivocado?
—No puedo afirmar si era una chalupa. Pudiera ser también un cocodrilo muy grande.
—O alguna canoa tripulada por pescadores vadassos —dijo Palicur—. ¡No nos inquietemos demasiado!
»Cuando esos salvajes son pocos en número, no se atreven a atacar.
»Vuelva usted a acostarse, señor Will; y tú, Jody, procura descansar. Ahora hago yo este cuarto de guardia.
—¿Podrás dormir? —preguntó el contramaestre al mulato.
—No me incomodan mucho las heridas, señor Will. Nosotros tenemos la piel muy dura, y somos menos sensibles que los hombres blancos.
Le condujeron debajo de la tienda, le tumbaron sobre un montón de hojas frescas y perfumadas, y enseguida el malabar se sentó junto al fuego, dando comienzo a su guardia.
Poco después de salir el Sol, Will, que hacía el último cuarto, oyó hacia la boca del río un agudo silbido que anunciaba la llegada de alguna chalupa de vapor.
Al cabo de cinco minutos se detenía cerca de la orilla una hermosa embarcación tripulada por el mandah y sus vigorosos marineros indios remolcando una pequeña pinaza.
—¡Buenos días, amigos! —gritó Moselpati subiendo la orilla—. Hemos tenido vientos contrarios, y por eso hemos tardado.
—¿Has cargado todo? —preguntó Palicur, que se apresuró a salir de la tienda.
—Tenéis víveres, armas, toldo, cobertores; todo cuanto se necesita para un largo viaje por regiones desiertas.
—¿Y el cañoncito también? —preguntó seguidamente Will.
—Con quinientas cargas —contestó el pescador de perlas.
—¿Has tenido noticia del Tuerto?
—Ninguna, Palicur. He hecho buscarle, pero en vano, por toda la ciudad de las Perlas. Debemos suponer que habrá ido a que le ahorquen lejos de Ceylán. ¿Cuándo pensáis marchar?
—Dentro de algunas horas —contestó Palicur—. ¿Te espera tu barca?
—Sí; tengo prisa por volver al banco de Manar. Ya he perdido demasiados días, y dentro de tres semanas se cierra definitivamente la pesca.
—Siquiera, comeremos juntos —dijo Will—. ¡Será la comida de despedida!
Después de haber atado la chalupa de vapor y el botecito los cuatro indios concluyeron de descuartizar al jabalí que había cazado la víspera el malabar, y en pocos momentos dispusieron una abundante comida, añadiendo a las costilletas pescado fresco de la boca del río y algunas botellas de la provisión que llevara el mandah.
Jody, que no parecía hallarse muy molesto por las heridas, tomó parte en la comida, haciéndole los honores en toda regla.
A mediodía los expenados embarcaron en la chalupa, que se apartó de la orilla remontando la corriente a gran velocidad.
Llevaban un buen repuesto de carbón, y la máquina funcionaba admirablemente. Por su parte Moselpati y los marineros indios se alejaron en el bote.
Cambiaron los últimos saludos, y barca y chalupa se alejaron.