EL CUARTO DE GUARDIA DE JODY
—¿Ves algo, Jody?
—Sí, un punto negro.
—¿Un barco de vela?
—Todavía no puedo decírselo.
—¡No tienes vista de marino!
—Está muy lejos, señor Will, y, además, ya comienza a anochecer.
—Todavía queda un rayo de Sol.
—Voy a arribar yo también.
El contramaestre, que estaba cómodamente tendido bajo un magnífico sagolo, puso a un lado el abanico de hojas de talipot con el cual procuraba refrescarse un poco, pues el calor era excesivo; aspiró una gran bocanada de humo de su corta pipa, y se levantó.
Descendió hasta la orilla del Kalawa, que estaba llena de maleza y de árboles de tronco recto como astas de lanzas y muy altos, y miró afanosamente.
El río desembocaba en el mar en aquel mismo sitio, murmurando sus aguas entre una multitud de bancos y pequeños escollos que formaban una barra inaccesible, incluso para los barcos de pequeño tonelaje.
Algunos rollier, pájaros bellísimos por lo vario y vivo de los colores de su plumaje, revoloteaban por encima de una pareja de monos llamados nandries, los cuales tienen una larga barba blanca que les corre de oreja a oreja, y que se entretenían en hacer endiablados ejercicios gimnásticos entre las ramas de un enorme tamarindo.
El contramaestre llegó a donde estaba Jody, el cual se sostenía agarrado a las ramas de un árbol pequeño, porque el declive de la orilla es muy rápido, y dirigió la vista hacia el mar, que chispeaba vivamente bajo los últimos rayos del Sol, ya a punto de sumergirse por entero tras la líquida extensión del Océano.
—Aquello parece una chalupa —murmuró después de haber observado atentamente el punto negro que descubriera el maquinista.
—¿Una chalupa de vela?
—No, de vapor.
—¡Entonces, es la nuestra!
—No me parece que se dirige hacia este lado; por lo menos, ahora —respondió Will—. Va hacia el Septentrión, pero acercándose a la costa.
—Sin embargo, el mandah debía estar ya aquí; ¿no le parece a usted? Hace cinco días que estamos esperándole.
—La barca del mandah no tiene una máquina en el vientre. Puede haber encontrado vientos contrarios o calmas. Por otra parte, aquí se está muy bien, y, además, tenemos en nuestro poderla perla. Enciende el fuego. Palicur no tardará en traernos la cena.
—Iremos a acampar al bosque perfumado, señor Will. Así tendremos a mano las especias.
En aquel momento desaparecía el Sol, y el punto negro se hizo invisible. Los dos ex penados volvieron a subir la orilla, y se dirigieron hacia un grupo de árboles de mediana elevación y de ramaje muy espeso, cubiertos de hojas largas, pero ovaladas, y de fruta muy carnosa de lindo color azul oscuro con motas blancas, la cual esparcía un aroma penetrante.
Era un bosquecillo de cinámomos, o mejor dicho, de árboles de canela, planta que abunda en las islas de Ceylán, y que son la principal riqueza de los habitantes, que exportan la corteza en cantidades fabulosas.
La canela de aquellas tierras es la mejor del mundo se cultiva en Sumatra, en el Malabar, incluso en el Brasil y en las Antillas; pero en esos sitios la recolección es siempre muy escasa y de calidad inferior y no puede competir con la producida en Ceylán.
Después de haber apaleado con gruesas varas la hierba, por temor a que se escondiese en ella alguna serpiente manilla, cuyo veneno es más activo que el de todas las culebras conocidas, o que estuviese adormilada alguna de las enormes serpientes de las rocas, cuya longitud alcanza treinta pies, y cuya fuerza es tal que trituran entre sus anillos a los más poderosos animales, los dos expenados armaron una cómoda tienda de campaña, y enseguida encendieron fuego. Apenas habían terminado estos preparativos, cuando oyeron gritar a Palicur:
—¡Aquí está la cena: llego a tiempo!
El malabar apareció en las lindes del bosquecito con una carabina en una mano y llevando a cuestas un animal tan corpulento, que otro que no fuese él no hubiera podido llevarlo.
—¿Qué es lo que nos traes, Palicur? —preguntó Will.
—¡Un hermoso jabalí, que me hizo correr más de cuatro horas para poder atraparle! —respondió el malabar tirando al suelo el animal. Jody, armado de un gran cuchillo, se adelantó hacia la pieza para descuartizarla.
—¿No hay todavía noticia alguna del mandah?
—¡Nada! —contestó el contramaestre—. Hemos visto una chalupa que parecía de vapor; pero no debía de ser la nuestra, porque me pareció que se dirigía hacia el Norte. ¿Tienes mucha prisa, mi bravo Palicur?
—¡Es verdad! —contestó el malabar exhalando un suspiro—. ¡Tengo deseos de entregar la perla cuanto antes a los monjes de Annaro Agburro!
—¿Durará mucho nuestro viaje?
—Unos quince días por lo menos; y eso si no nos sucede alguna desgracia.
—¿Desgracia? Somos tres, todos fuertes y con buenas armas, y dueños de una chalupa de vapor. ¿Sabes que he encargado a Moselpati que nos traiga también un cañoncito?
—Ha hecho usted muy bien, señor Will. El país que tenemos que atravesar lo habitan los vadassos.
—¿Quiénes son los vadassos?
—Salvajes que no se parecen a los verdaderos cingaleses ni a los candianos, porque tienen el color muy negro. Viven a lo largo de los ríos y en las montañas, lo mismo que las fieras.
—¿Son belicosos?
—Bastante, señor Will, y se hacen temer de los cingaleses a pesar de tener malas armas, pues no conocen los fusiles.
—¡Nos guardaremos de ellos! —dijo Jody, que estaba asando una docena de costilletas, sirviéndole de asador la baqueta de su carabina—. ¡Si quieren importunarnos, les haremos oler la pólvora!
Quitó las costillejas del fuego, las puso en unas hojas de plátano, sacó de una caja una buena ración de bizcochos, y se sentó entre Will y Palicur.
Acabada la cena los tres expenados añadieron más leña al fuego, pues aquella floresta estaba poblada de feroces búfalos, de tigres, de osos y de leopardos, y enseguida encendieron las pipas.
Charlaron un poco, y pensando que la chalupa no se habría atrevido a meterse en aquel río tan lleno de bancos y escollos, caso de que hubiera llegado a la costa, Will y Palicur se tumbaron bajo la tienda, en tanto que Jody hacía el primer cuarto de guardia.
En la floresta reinaba un silencio profundo, interrumpido solamente por el ruido del agua que por entre multitud de obstáculos desembocaba en el mar.
Sin embargo del silencio, el maquinista no cerraba los ojos. Se apoyaba en el tronco de un cinamomo, y fumaba con el fusil sobre las rodillas, pero con el oído alerta.
Hacía ya un par de horas que velaba, cuando se le figuró oír un rumor hacia la parte de la orilla del río.
—¿Será algún leopardo? —se preguntó—. ¡Es un vecino que no me gusta, y no quisiera que se me acercase a traición!
Por un instante tuvo el pensamiento de despertar a Palicur; pero se avergonzó de interrumpir el sueño de su compañero para que fuera en su ayuda.
—¡Cuando se tiene una buena carabina en la mano, y además un cuchillo, se puede hacer trente a una fiera! —murmuró—. ¡Un leopardo no es un elefante!
Se levantó; y como siguiera oyendo el débil rumor de antes, fue poco a poco hacia el río, escondiéndose detrás de la maleza y de los troncos de los árboles.
Llegado al borde de la pendiente se detuvo para mirar hacia abajo. No había Luna; pero las estrellas difundían ese vago resplandor que en las regiones tropicales y ecuatoriales adquiere una transparencia notabilísima.
—¡Debo de haberme equivocado! —murmuró—. ¡Sería algún cocodrilo que intentaría trepar por la cuesta!
Escuchó durante algunos minutos; pero no oyendo ni viendo nada, volvió hacia el campamento, satisfecho de no haber tenido necesidad de entablar una lucha que podría ser peligrosa. Apenas se había sentado ante la tienda iluminada por la hoguera, cuando se apartaron dulcemente las hojas de un plátano dejando ver un rostro humano.
Era el del Tuerto.
—¡No me había equivocado! —susurró el cingalés con una feroz sonrisa—. ¡Queridos míos, sois todavía muy poco fuertes para mediros conmigo!
»¡Ya veremos si os dejo llegar hasta Annaro Agburro! ¡El camino es largo, y tenemos tiempo para pensar mil cosas!
»¡Allí veo a Jody; bajo la tienda estarán los otros! ¡Os adelantaremos!
Volvió a descender hacia la ribera sin hacer ruido; siguió costeándola cosa de unos seiscientos pasos, mirando con cuidado dónde posaba los pies, pues podía encontrarse ante algún voraz cocodrilo, y enseguida desapareció por entre una gran masa de verdura que le cerraba el paso, deslizándose por entre ella con la agilidad de una serpiente.
—¿Quién vive? —preguntaron.
—¡El Tuerto!
El irlandés se irguió detrás de la maleza apuntando el fusil.
—¿Qué hay?
—Están allá arriba, acampados en las márgenes de la floresta. ¡Ya le decía a usted que los encontraríamos!
—¿Están todos?
—Jody, Palicur y el inglés —contestó el Tuerto.
—¿Estás seguro?
—He visto al mulato.
—¿Y por qué están ahí detenidos?
—Esperarán alguna chalupa, pues no he visto ninguna atracada en la orilla.
—¿Los ayudará todavía ese mandah maldito?
—No lo dudo —respondió el Tuerto—. ¡Si pudiera volver a cogerle, no se escaparía otra vez! ¡Él lo ha estropeado todo!
—¡Y tú también! —contestó airadamente el irlandés—. ¡Debiste haber hecho estallar la dinamita más cerca de ellos!
—¡Me hubieran descubierto!
—¿Con la escafandra?
—¡Bueno; las recriminaciones son ahora inútiles! Pensemos en recobrar la perla y en prenderlos a todos. ¿No le bastará a usted con eso?
—¡Oh! ¡No volveré a Port-Cornwallis sin ellos; lo aseguro, Tuerto! ¡Quiero tomarme un buen desquite, y obtener, no sólo el grado, sino también un adelanto en la carrera, juntamente con una gratificación!
—Le prometo a usted ponerlos en sus manos.
—¿Cuándo?
—Apenas hayamos atravesado la región de los vadassos. Encontraré además entre mis compatriotas quien me ayude con toda energía.
—¿Tienes amigos fieles entre ellos?
—Y parientes también.
—Entonces, debemos prender a Will y a sus compañeros —dijo el irlandés después de reflexionar un instante.
—¡Es preciso! —contestó el cingalés.
—¿Podremos pasar sin que nos vean?
—Pasaremos rasando la orilla opuesta. Allí hay árboles muy grandes que proyectan una sombra espesísima.
—¡Probemos! —dijo el irlandés.
Se alejaron, siguiendo siempre el río, y se detuvieron ante una chalupa de vapor tripulada por dos cingaleses medio desnudos, pero llenos de brazaletes y ajorcas y de una red de correas adornadas con gruesos clavos dorados que los envolvían en todas direcciones.
El irlandés dijo unas cuantas palabras, en tanto que el Tuerto se ponía al timón: enseguida la chalupa, que tenía el horno encendido, atravesó el río y se dirigió hacia la orilla opuesta, sombreada por grandes árboles que se inclinaban sobre el agua.
—¡A poca máquina! —mandó el irlandés dirigiéndose hacia los cingaleses que iban al servicio de ésta—. ¡En la otra orilla hay gente que vigila!
La chalupa subía con lentitud haciendo girar blandamente la hélice; además, el ruido del río al estrellarse sus aguas en la barra ahogaba las pulsaciones de la máquina, y la sombra de los árboles no dejaba ver el humo de la chimenea.
Sentado en la proa y con un fusil entre las piernas, el irlandés miraba con atención a la otra orilla.
Pronto vio la lumbre del campamento.
—¡Qué lástima no poder sorprenderlos! —murmuró—. ¡Se habría concluido todo, y me evitaría este viaje! ¡Ese tunante de cingalés se aprovecha de mi bondad! ¡Y, sin embargo, es lo cierto que sin su ayuda quizás no hubiese logrado volver a encontrarlos!
Se levantaba, tratando de ver a Jody, cuando se oyó una voz en el campamento.
—¿Quién vive?
—¡Para la máquina! —ordenó precipitadamente el irlandés.
La chalupa se detuvo en el acto. Por suerte de ellos, las sombras en aquel sitio eran muy densas y los árboles extendían sus grandes ramas hasta muy cerca de la mitad del río, lo que hacía invisibles a los cuatro hombres aun para los ojos más avizores. Por lo tanto, era imposible que Jody hubiese podido ver la embarcación.
Lo que quizás le alarmaría sería el rugir de la máquina.
Sucedió un breve silencio, y la voz del mulato se oyó de nuevo:
—¿Es usted Moselpati?
—¡Que no conteste nadie! —dijo el irlandés, que se había tendido detrás de la borda.
—¡Si pudiese pegarle un tiro! —murmuró el Tuerto—. ¡Él fue el que me tiró al agua, y quisiera saldar la cuenta!
—¡Ese hombre me pertenece; o mejor dicho, pertenece al presidio de Port-Cornwallis! —contestó el vigilante—. ¡Tú no tienes ningún derecho sobre él!
Otra vez preguntó el mulato:
—¿Es usted Moselpati?
No oyendo respuesta alguna, descendió hasta el río agarrándose a la maleza, y se detuvo entre las hierbas acuáticas.
Allí se pudo verle parado durante algunos minutos, como procurando indagar la causa de aquel rumor sospechoso, y enseguida volver a subir la orilla y desaparecer entre los árboles.
—¡Se ha ido! —susurró el vigilante inclinándose hacia el Tuerto—. ¿Nos ponemos en marcha? —Esperemos un poco. Hay que dejarle tiempo para que pueda llegar al campamento.
—¿Ha oído usted? ¡Esperan a ese perro de mandah! —dijo el Tuerto apretando los dientes—. Era fácil adivinarlo.
Estuvieron sin moverse unos diez minutos, y enseguida la chalupa se puso en marcha, ocultándole siempre en la sombra.
Así recorrió unos seiscientos metros, y ya el irlandés se disponía a ordenar que pusieran la máquina a todo vapor, cuando vio una sombra que se agitaba en la orilla opuesta.
Lanzó una blasfemia diciendo:
—¡Jody todavía! ¿Nos habrá visto ese tuno? ¡Ya empieza a subírseme la sangre a la cabeza!
—¿Quiere usted que le mate? —preguntó de nuevo el cingalés.
—¡No; esperemos!
De pronto oyeron un grito, seguido inmediatamente de un bramido ronco.
—¿Un tigre? —preguntó el irlandés.
—Sí, señor —respondió el Tuerto.
—¿Habrá acometido a Jody?
—¡Tanto mejor! ¡Así quedaré vengado y tendré un enemigo menos!
Escucharon; pero no volvieron a oír nada.
—¡A toda máquina! —ordenó el irlandés—. ¡Que ese curioso se las arregle como pueda!
La chalupa tomó impulso y remontó rápidamente el río, desapareciendo enseguida en las tinieblas.