6

LA PERLA ROJA

Comenzaban a palidecer las estrellas con los primeros reflejos del alba cuando el pequeño y veloz velero llegaba a la extremidad oriental del gran banco y anclaba a tres o cuatro cables de un grupo de escollos pequeños, cuyas puntas agudas y negras surgían de entre las aguas.

Ya habían anclado varias barcas de pescadores de perlas en las márgenes del banco, puesto que aquella punta estaba comprendida en la sección fijada por el Gobierno anglo-indio para la rebusca de los moluscos. Las tripulaciones estaban tan ocupadas con los preparativos de la pesca, que nadie había parado la atención en la llegada de la pinaza, la cual podía tomarse perfectamente por un simple barquito de pescadores indios, más cuidadosa de pescar peces que perlas; tanto más, cuanto que el patrón había mandado tender algunas redes.

Durante el viaje nocturno el contramaestre puso la bomba de aire en condiciones de funcionar, y asimismo los tubos, los trajes de caucho y las escafandras, provistas de enormes lentes.

Todo estaba dispuesto.

—¡Ya estamos! —dijo el mandah volviéndose hacia Palicur y Will—. Si no encontráis aquí la perla, es inútil buscarla en otra parte.

—¿Es éste el mismo sitio donde se hundió el ladrón? —preguntó el contramaestre.

—No puedo equivocarme —respondió el mandah—. Yo tripulaba una de las barcas que le iban a los alcances, y aquí mismo, delante de esa roca, se fue a fondo.

—¿Lograremos encontrarla? —preguntó Palicur con voz temblorosa.

—Aquí el mar está en calma casi siempre, y es posible que el cadáver esté cubierto por algunas capas de arena; a no ser que…

—¡Diga usted! —exclamó Will, viéndole vacilar—. ¿Y si algún tiburón ha devorado el cadáver? Palicur se pasó una mano por la frente, inundada de sudor frío.

—Tenemos que registrar mucho en la arena —dijo Will—. ¿Está usted cierto de que aquel hombre llevaba todavía la perla escondida en la herida del costado?

—Que tuviera en su poder la perla, nadie lo duda; que si no, no hubiera huido: ahora, que la llevase todavía oculta en la llaga, de eso sí que no hay seguridad. Dicen que apenas llegó a la ciudad de las Perlas se la había hecho extraer, y yo creo mejor esta versión que la otra. ¿Sabe usted por qué razón?

—¡Habla! —dijo Palicur.

—Porque cuando le vi saltar en el agua tenía en la mano como una bolsa de mallas de acero, que me pareció que contenía algo. ¿Quién asegura que no la llevase allí? —dijo el mandah.

—Si eso fuera exacto, aumentarían las probabilidades de encontrarla —contestó Will—, porque si el cadáver ha sido devorado por los tiburones, la bolsa podremos encontrarla entre la arena. ¡No te desanimes, Palicur! ¿Qué quiere esa barca?

Uno de los veleros que pescaban en las orillas del banco, y que no llevaba en la popa el distintivo de la Asociación de Pescadores de Perlas, había levado el ancla y se adelantaba lentamente hacia la barca de Moselpati.

Al oír la pregunta de Will todos se habían vuelto vivamente; pero el velero se detuvo a tres o cuatro cables de distancia, y echó de nuevo a fondo el ancla.

—Han buscado un sitio mejor, y nada más —dijo Moselpati—. Esos pescadores no se cuidan de nosotros.

Sin embargo, para que no pudieran ver lo que sucedía a bordo de la pinaza mandó a los marineros que cubriesen el puente con el toldo, haciéndole echar de popa a proa.

Mientras tanto Will y Palicur, ayudados por Jody, se habían puesto las escafandras, se hicieron colocar los pesados cascos, y aseguraron los tubos para la conducción del aire.

Con antelación dio el contramaestre todas las instrucciones precisas, y había enseñado al maquinista el modo de manejar la bomba.

Se pusieron en la cintura dos grandes cuchillos, ante la eventualidad de que los acometiera algún monstruo en su excursión submarina, y quedaron dispuestos para descender.

Así que los ataron les colgaron de los cinturones dos palas pequeñas para remover la arena, y acto continuo dio orden de echarlos al agua, al propio tiempo que el mandah y el patrón de la pinaza ponían en movimiento la bomba.

Pronto desaparecieron los dos expenados, descendiendo lentamente al fondo con las precauciones debidas.

Poco después Will y el malabar hicieron pie en un banco de arena situado a veinticinco metros de profundidad. El banco estaba lleno de algas cortas, crustáceos y moluscos.

El malabar, que en la cubierta de la pinaza se encontraba casi imposibilitado de moverse por lo pesado de las suelas de plomo, quedó sorprendido al ver que había vuelto a adquirir su agilidad de siempre.

Después de recorrer el fondo en unos veinte metros registrándolo con la pala, el contramaestre se acercó al pescador, haciéndole señas con una mano para indicarle un levantamiento del banco en forma de túmulo, que estaba cubierto de crustáceos.

Pudiera suceder que el raptor de la perla famosa hubiera ido a parar a aquel sitio, y que la movible arena le hubiese enterrado antes de que su cadáver volviera a la superficie. Además, en el banco, que era muy plano, no había otra desigualdad más que aquélla.

Después de cambiar una seña ambos buzos se dirigieron hacia la pequeña elevación, dispersando con unos cuantos golpes de pala la masa de crustáceos, y se pusieron a trabajar febrilmente, a pesar de experimentar como una especie de opresión y sofocación, por su falta de hábito en aquel modo de respirar, que no era cómodo ni mucho menos.

El trabajo no era fácil, pues el fango, enturbiando el agua, les impedía verse algunas veces: sin embargo, lograron desmoronar el túmulo y hacer una excavación bastante profunda.

Iban a alargarla un poco más, cuando el contramaestre se detuvo bruscamente, precipitándose enseguida en el hueco abierto.

Esperó durante algunos minutos a que el fango volviera a sedimentarse, y enseguida indicó al malabar un cráneo humano. ¿Era el del ladrón, o el de algún pobre pescador de perlas ahogado en aquella profundidad? Fuese lo que quisiera, los dos expenados, después de cambiar mutuamente algunas señas, registraron la arena con ansia febril, esperando encontrar la bolsa de mallas de acero que el mandah había visto.

Hacía media hora que trabajaban, ahondando siempre la excavación, cuando Will se hizo adelante como el rayo: por poco no se arrancó el tubo de goma que le proveía de aire, y tiró a un lado un montón de huesos humanos; enseguida hundió las manos en la arena y extrajo un objeto que brillaba. Seguramente dio un grito; pero quedó ahogado por la pesada caperuza de metal.

En la diestra tenía una bolsa de mallas de acero, dentro de la cual había un objeto, a juzgar por el bulto que hacía.

Palicur se le fue encima y le quitó la bolsa, que abrió rápidamente.

No se había equivocado el mandah. Por entre las mallas asomó una perla de belleza maravillosa, de color de sangre, y tan gruesa como un huevo pequeño de gallina. ¡Era la celebrada perla roja! Ambos ex penados se echaron en brazos uno de otro, chocando sus pesados cascos de cobre.

Seguramente se hablaban: quizás gritaban; pero no podían oírse.

Pasado el primer momento de emoción, Will fue a dar un tirón de la cuerda que le unía a la pinaza para indicar a Jody que los elevaran a bordo, cuando al volverse le pareció ver que surgía la sombra de una persona por detrás de un montón de algas, y que se bajaba enseguida.

—¿Será un tiburón, y no un hombre? —pensó echando mano al cuchillo.

Por el movimiento del contramaestre comprendió Palicur que los amenazaba algún peligro, y a su vez tiró de cuchillo.

A punto de ser elevados, los envolvió una cantidad enorme de fango, y una ola imprevista los derribó, rompiendo los tubos del aire y abriéndoles los vestidos.

Parecía como si una mina o algún gran cartucho de dinamita hubiese estallado en el fondo del mar. Haciendo un supremo esfuerzo intentaron quitarse las escafandras de cobre; pero la asfixia los sorprendió, y cayeron tragando por litros el agua.

Cuando Palicur volvió en sí se encontró bajo la cubierta de la pinaza, tendido en un petate y con el patrón del velero al lado, que le frotaba vigorosamente el pecho, con objeto de hacerle vomitar el agua que le hinchaba el vientre.

—¡Por Shiva! —exclamó alegremente el marinero viéndole abrir los ojos—. ¡Creía que le había subido a bordo demasiado tarde! ¿Qué es lo que hicieron ustedes saltar en el fondo del mar? ¡Por poco se hace pedazos la pinaza!

Palicur quiso contestar; pero no pudo hacer otra cosa que emitir sonidos guturales.

—¡No se fatigue! —le dijo el indio—. ¡Tenemos tiempo de charlar! Y usted, señor, ¿cómo lleva a su ahogado?

La voz de Jody contestó a algunos pasos de distancia:

—Me parece que ha tragado más agua que el malabar. Sin embargo, no desespero de volverle a la vida. ¡Frote usted, mandah, y tírele de la lengua! ¡Así, muy bien! ¿Ve usted? ¡Ya comienza a respirar!

—¿Le ha quitado usted las ropas?

—Había pocas ropas que quitarle —respondió Jody—. El caucho estaba hecho jirones.

—¿Y la bolsa?

—La tengo en la mano.

—¿Es efectivamente esa perla? —preguntó el patrón de la pinaza.

—Sí; la misma.

Al oír estas palabras un temblor sacudió el cuerpo del malabar, que abrió la boca y repitió dos veces:

—¡La perla! ¡La perla!

—¡Antes beba usted esto, amigo! —le dijo el patrón de la pinaza alargándole un frasquito—. ¡Es buen gin, que le reanimará enseguida!

El malabar bebió unos tragos de gin, y se incorporó mirando al contramaestre Will, que estaba en manos de Jody y Moselpati, los cuales se afanaban por volverle a la vida.

—¿Vuelve en sí? —preguntó con voz bastante clara.

—Ya está fuera de peligro —contestó el mulato—. Debe de haber bebido con más abundancia que tú. Me parece que lo mejor será dejarle tranquilo por ahora. En cuanto haya digerido toda esa sal se pondrá admirable de bueno.

—¿Y tú, puedes hablar?

—No experimento dificultad ninguna —contestó Palicur—. Nosotros los buceadores y nadadores estamos acostumbrados a las libaciones abundantes de agua de mar; así es que los pulmones funcionan normalmente enseguida. ¿Está la perla en lugar seguro?

—La tengo yo —dijo Moselpati—. ¡No tengas cuidado! Ahora dime qué es lo que ha sucedido en el fondo del mar. Porque nosotros hemos visto elevarse un enorme chorro de agua que lanzó a la pinaza casi encima del banco, y por poco se rompen las cuerdas que os ataban. ¿Qué es lo que hicisteis estallar?

—¡Nosotros! —exclamó Palicur—. La columna de agua salió del fondo. No estábamos ciegos ni borrachos. Íbamos a volver a la superficie, cuando nos vimos envueltos por una nube espesísima de fango, y derribados impetuosamente —contestó el malabar—. Me pareció que había hecho explosión algo como una mina o un cartucho de dinamita.

—Pero ¿quién lo hizo estallar? —preguntó con interés Jody—. Nosotros estábamos subiéndoos a la superficie, y desde la pinaza no se tiró nada: de eso respondo.

—Y nosotros también —añadieron el patrón y Moselpati.

—¿No visteis a alguien por allá abajo? —preguntó Jody.

—Yo no; pero recuerdo que el señor Will me señalaba con el dedo una cosa que no tuve tiempo de distinguir, porque, como ya os digo, nos envolvió el fango, y casi al mismo tiempo reventaron nuestros vestidos de caucho y los tubos.

—¿Se habrá producido una erupción volcánica en el fondo del mar? —preguntó Jody, que se quedó pensativo.

—En ese caso, hubiera continuado —dijo Palicur—. ¿Está tranquilo el mar?

—Perfectamente tranquilo.

—¿Habrán querido asesinaros para impediros que cogieseis la perla?

—¿Quién? —preguntó Moselpati.

—¿Crees?…

Se interrumpió de repente dándose una palmada en la cabeza.

—Esa barca que pescaba a tres o cuatro cables de distancia se ha escapado; ¿verdad? —preguntó volviéndose hacia el patrón de la pinaza.

—Y ya no se la ve siquiera —contestó el marinero—. ¿Qué quieres decir con eso, Moselpati?

—Que no ha sido más que alguien que iba en esa embarcación quien ha tirado un cartucho de dinamita, o hecho reventar alguna mina preparada de antemano —dijo el mandah—. ¡Ya me habían alarmado sus sospechosas maniobras!

Palicur lanzó un bramido de furor.

—¡El Tuerto! ¡Sí; no ha podido ser nadie más que él!

—¿El Tuerto? —repitió una voz.

Todos se volvieron. El contramaestre del Britannia se había sentado, y miraba con cierta sorpresa a Palicur y a las personas allí reunidas.

—¡Vivo! ¡Vivo todavía! —exclamó con voz desfallecida.

—¿Cómo se encuentra usted, señor Will? —le preguntaron enseguida Jody y el malabar.

—¡Lleno, como un odre bien repleto! —respondió esforzándose para sonreír—. Debo de tener varias pintas de agua en el cuerpo.

—¡Bah! ¡La digeriremos con calma!

—Señor Will —dijo Jody—, ¿ha visto usted a alguien antes de hacer la señal para que los izásemos?

—Sí —contestó el inglés después de reflexionar durante algunos instantes—. ¡No era un tiburón; era una figura humana: estoy seguro de ello! ¡Uf; me parece que voy a reventar!

—¿Cree usted que fuese el Tuerto?

—No he podido… verle… Sin embargo, sospecho que haya sido él… ¡Sí; un cartucho de dinamita… que por poco… nos hace pedazos! Después de un momento de silencio añadió:

—¿Y la perla?

—¡Moselpati, enséñale la perla! —exclamó Palicur.

El mandah sacó de su ancha faja la bolsa de anillos de acero, y enseñó a los dos expenados la famosa joya con la cual podía rescatarse a la linda hija de Chitol.

Era una perla soberbia, de forma de pera y del grueso de un huevo regular, con reflejos sanguinolentos, color nunca visto entre tantas perlas como se pescan en el banco de Manar.

El carbonato de calcio había absorbido, seguramente, poco a poco la sangre de la horrible herida que se produjera el ladrón, y perdido su brillo nacarado, tomando aquel color, que debía aumentar inmensamente su valía.

—¡Nunca he visto nada igual! —exclamó Will—. ¡Palicur, esta perla vivificada con la sangre vale muchos millones!

—¡No, señor Will —respondió el malabar—; no vale más que la libertad de mi prometida, de la muchacha que amo tanto, y sin la cual no podría vivir!

—Entonces, vamos a ofrecérsela a los tiruwanska del monasterio de Annaro Agburro. Tu felicidad se encuentra bajo las sombras del bogaha.

—Quería proponerle a usted que fuésemos a hacerlo enseguida, señor Will, si consiente usted en acompañarme.

—¿Por qué no? —preguntó el contramaestre—. Mi fuga de presidio os la debo a ti y a Jody. Sin vosotros, ¿qué hubiera podido hacer yo solo?

»¡Vamos a ver! ¿Cuál es el camino más corto para ir a Candy sin pasar por Colombo?

—Remontando el Kalawa.

—¿Un río?

—Sí, señor Will —respondió Palicur—. Un caudaloso río que conozco a palmos, y que llega hasta muy cerca de las montañas de Sengakogulla Navarra, las cuales denominan planicies de Candy.

—Amigo Palicur —dijo Jody volviéndose al malabar—, no olvides que soy maquinista.

—¿Por qué me dices eso? —preguntó el malabar.

—Porque si todavía hay algún millar de rupias, podrías adquirir en la ciudad de las Perlas una chalupa de vapor, la cual podría dirigir yo hasta el nacimiento del río.

—Y yo me encargaré de adquirirla —dijo Moselpati—. Esas bestias que comen fuego no faltan en estas costas.

—Decide, Palicur.

—Todavía tengo dinero para comprar tres chalupas —contestó el malabar—, suponiendo que no cueste más de mil doscientas rupias cada una.

—Basta con una, y una canoa para las provisiones —dijo Jody—. ¡Por Baco! ¡No te creía tan rico!

—¡Señor! —dijo el patrón de la pinaza—. ¿Cómo oriento el rumbo del velero? Ya estamos lejos del banco.

—¡A la boca del Kalawa! —contestó Palicur—. ¡Por ahora, la ciudad de las Perlas es demasiado peligrosa para nosotros!

—¡Y con el Tuerto a la espalda! —añadió Will—. Ese canalla, viendo que no nos encuentra muertos en el fondo del mar, no se dará por vencido todavía. Usted, Moselpati, se encargará de enviarnos una buena chalupa de vapor.

—Con armas —dijo Palicur—. Las orillas del río están habitadas por tribus belicosas que podrían darnos algunos disgustos. Los batnapuras no gozan de buena fama.

Después de un momento de silencio volvió a decir:

—¡La felicidad vuelve a lucir después de las torturas del presidio! ¡Mía, o de la muerte; pero antes mataré a ese perro cingalés!