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UN SUPLICIO HORRIBLE

Al oír el mandah estas palabras no pudo reprimir un movimiento de espanto y de cólera al propio tiempo.

Si aquel tunante conocía tan bien a los tres expenados, había gran peligro de que las autoridades inglesas fuesen a buscarlos a su refugio para enviarlos de nuevo a presidio. Sin embargo, aun cuando comprendiese perfectamente que todo intento para engañar a aquel bribón era inútil en absoluto, procuró resistir.

—¡Tú estás loco! —dijo al Tuerto—. Esos hombres no se han escapado de ningún presidio: son personas honradas que pescaban perlas en la bahía de Martabán, y no se llaman como dices. Estás equivocado; ¡pero muy equivocado! Ve a buscar a otra parte a esos hombres; mas no a mi barca.

—No es preciso; porque si ésos no fuesen realmente los tres presidiarios, bastaría con una sola palabra para demostrarte que no me equivoco.

—Dila.

—¿Por qué te has apresurado a esconderlos? Así que concluyó la pesca, ¿por qué no regresaste a la ciudad de las Perlas, como las demás barcas lo hicieron?

—¿Quién te ha dicho eso? —gritó el mandah.

—Te hemos seguido y vigilado.

—¡La chalupa de vapor! —dijo incautamente Moselpati.

—Íbamos nosotros en ella, querido mío —respondió el Tuerto—. Yo sabía que esos fugitivos iban a bordo del velero martabanés, y apenas desembarqué aquí fleté la chalupa, y llegué a tiempo para verlos trasbordar a tu barca.

»Puedes tirar ya tus cartas, mi viejo. La partida la he ganado yo, y por ahora no pienso dejarte margen para que te tomes el desquite.

Moselpati había quedado como herido por un rayo ante aquella revelación inesperada. Durante algunos instantes fue incapaz de encontrar una sola palabra; pero enseguida, mirando fijamente al rostro de aquel miserable, le dijo en tono de desafío:

—¿Y qué? Aun cuando sea como tú dices, ¿qué? ¿Qué es lo que exiges de mí? ¡Ten cuidado!, porque no estamos en medio de un bosque ni en un desierto, y en la ciudad de las Perlas no faltan policías.

—¡La policía tiene otras cosas que hacer en estos momentos para venir a ocuparse en averiguar lo que hacemos, viejo mandah! —dijo el irlandés—. ¡No tengas cuidado, que no ha de venir a interrumpirnos!

—Pero, en fin, ¿qué me queréis? —bramó el pescador, que comenzaba a perder la paciencia—. ¿Sois gente honrada, o canallas?

—Un poco de lo uno y de lo otro —contestó el cingalés riendo a mandíbula batiente—. ¡No te alborotes tanto, viejo, y prosigue contestando! ¿Qué es lo que han venido a hacer aquí esos hombres?

—¡Anda a preguntárselo a ellos!

—Tú debes de saberlo.

—¡Yo no conozco sus secretos!

—¡Cuidado, Moselpati! —dijo el cingalés con voz amenazadora—. ¡No sales de aquí sin que digas por qué han venido a esta ciudad en lugar de irse lejos! Palicur ha venido, seguramente, para ver de libertar a la hija de Chitol.

—Entonces, si lo sabes, es inútil queme importunes —dijo el mandah.

—Quiero saber de qué medio va a valerse para libertarla; y como tú eres amigo suyo, quiero que me lo digas. Esa muchacha, a quien yo amo con más intensidad que ese indio maldito, no debe ir a parar a él. ¡O mía, o de la muerte! ¿Me entiendes, viejo?

—¡Pues ve a buscarla, ya que tanto te interesa! —dijo el mandah—. Para mí las mujeres son las ostras perlíferas, y no quiero otras. Soy un pescador de perlas; ¿me entiendes, Tuerto?

—Sabe secretos que no quiere descubrir —dijo el cingalés volviéndose al vigilante—. ¡Bah! ¡Esos animalillos, tan pequeños como bravos, le harán gritar mejor que nada! ¡Respondo de ello!

—¡Eres un canalla, Tuerto!

—Poco importa ser o no un hombre honrado: lo que ahora me interesa es que me digas cómo va a componérselas Palicur para libertar a la hija del viejo Chitol.

—¡Ve a preguntárselo a él, bribón!

Un relámpago terrible brilló en el único ojo del cingalés.

—¡Ah! —exclamó con voz ronca—. ¿No quieres decírmelo? ¡Bueno; vamos a ver si tu voluntad es más fuerte que el sueño! ¡Hay suficientes reptiles en esas nueces de coco!

—¿Qué es lo que quieres hacer, canalla? —gritó el mandah.

—¡Espera un poco!

Se inclinó hacia el irlandés, y le susurró unas cuantas palabras al oído.

El vigilante hizo un gesto de aprobación, se puso el sombrero que había dejado en un ángulo de la cabaña, encendió la pipa, y se fue, cerrando tras sí la puerta ruidosamente.

—Moselpati —dijo el cingalés con una sonrisa feroz—, ¿cuánto durará tu firmeza? El narcótico debe de haberte dejado con un deseo irresistible de dormir. ¡No tardarás en cerrar los ojos!

—Sí; me siento sin fuerzas, y tengo mucho sueño —dijo el mandah.

—Entonces, acuéstate; pero ten en cuenta que habrá quien te impida cerrar los párpados, a no ser que prefieras contarme qué es lo que piensa hacer ese perro de Palicur para dar la libertad a la hija de Chitol.

—¡Calla, o concluiré por hacerte pedazos, miserable!

—¡Yo callar! ¡Hacerme pedazos! ¡Tú quieres divertirte, mi pobre Moselpati! —dijo el cingalés—. Estamos los dos solos, y haré contigo lo que me parezca. ¡Puedes llamar a la policía!

—¡Mañana mandaré que te arresten, miserable!

—¿Mañana? ¡Es demasiado pronto, querido viejo!

El cingalés encendió una lámpara que había sobre una piedra, y se acurrucó como una bestia feroz en acecho en un extremo de la estera, clavando en el mandah una mirada llena de odio.

El pescador de perlas, a quien el narcótico que le habían suministrado le producía una gran pesadez en los párpados, se había tendido. Experimentaba un deseo irresistible de dormir; pero procuraba reaccionar enérgicamente contra aquel sopor, pues no olvidaba la amenaza del cingalés.

Éste no parecía cuidarse, al menos por el momento, del prisionero. Sentado sobre los talones, fumaba con placidez, y tenía fija en su víctima una mirada abrasadora.

No hablaba; pero sonreía maliciosamente, acariciando de cuando en cuando con feroz voluptuosidad dos medios cocos que tenía al lado.

Molesto por aquella mirada con que parecía querer magnetizarle, Moselpati hacía prodigiosos esfuerzos para tener abiertos los ojos, preguntándose lleno de angustia cuánto tiempo podría resistir.

El efecto del narcótico no se había desvanecido por completo, a pesar del licor que le suministrara el cingalés; y el desgraciado pescador sentía que el sueño iba poco a poco apoderándose de él por completo. Bostezaba hasta descoyuntarse las mandíbulas, y los párpados se le hacían más pesados, al paso que se le nublaba el cerebro como si le invadiese una niebla.

El Tuerto no le quitaba ojo, y reía maliciosamente viendo los inútiles esfuerzos que hacía el pescador.

—¡Déjame dormir! —dijo ya, llegado un momento en que no pudo más.

—Sí, te dejaré dormir; pero antes me dirás con qué medios cuenta Palicur para libertar a la hija de Chitol —contestó el cingalés.

—Repito que no sé nada. ¡Te lo juro!

—Es inútil que jures; y lo mismo te digo de la cháchara inútil. ¡O confiesas, o por todas las serpientes de Ceylán te aseguro que no te dejo cerrar los ojos!

—¡Ten en cuenta que algún día me veré libre, y entonces!…

El cingalés se echó a reír.

—¡Por ahora estás en mis manos, y no te escaparás tan fácilmente! ¿Confiesas? ¿Sí, o no?

—¡Primero, déjame dormir!

—¡No!

—¡Te lo ruego!

—¡No! —contestó ferozmente el cingalés—. ¡No!

—¡Tanto da! ¡Dormiré lo mismo!

—¡Haz la prueba!

El mandah se había dejado caer pesadamente con los ojos cerrados. No podía resistir a la somnolencia.

—¡Ah! ¿Lo mismo te da, y te duermes? —dijo el cingalés apretando los dientes—. ¡Espera un poco!

Cogió un muellecito de acero; abrió una de las nueces de coco, sujetando, sin embargo, la tapa de arcilla, y echó dentro una mirada. El recipiente estaba lleno de grandes arañas negras, aterciopeladas, y de escorpiones de distintas dimensiones y colores que luchaban ferozmente entre sí.

El cingalés pasó revista con el muelle dentro del recipiente, y extrajo un gran escorpión de color oscuro. De un tirón quitó un zapato al mandah dejándole al aire el pie derecho, y le acercó el insecto al dedo pequeño, diciendo:

—¡Entonces, muerde!

El escorpión, furioso al sentirse oprimir el cuerpo con el acero, clavó las garras en el dedo, apretando ferozmente e inyectando en la piel una gota de veneno. Moselpati se enderezó de repente lanzando un alarido de dolor.

—¡Ah, perro!

—¡Te había prevenido que no durmieses! —dijo fríamente el cingalés volviendo a meter el escorpión en el coco—. Si vuelves a cerrar los ojos, haré que te muerda una escolopendra. ¡Mira: tengo un buen repuesto en este recipiente!

—¡Que te mate un rayo de Shiva, canalla!

—¡Pero más tarde; por ahora no tiene tiempo para pensar en mí!

—¡Haré que te arresten!

—La policía está ocupada en vigilará los ladrones de perlas, y yo no soy ladrón.

—¡Eres un asesino! —bramó el mandah, que se retorcía con los dolores de la mordedura y hacia sobrehumanos esfuerzos para libertarse de las ligaduras.

—¡Palabras; nada más que palabras! ¿Quieres confesar?

—¡Ya te he dicho que no sé nada!

—¡Una hermosa araña negra! —dijo el cingalés—. ¡Ésta morderá muy bien; mejor que el escorpión!

—¡No! ¡No! —chilló el mandah.

—¿Hablarás?

Moselpati permaneció mudo. Tenía la frente cubierta de sudor, babeaba, y su rostro expresaba un terror sin límites.

—¿Hablarás? —repitió el cingalés agitando de un modo amenazador la araña.

—¡Sí! —articuló por fin el mandah, que ya se veía perdido—. ¡Hablaré!

—Dime cómo piensa Palicur libertar a la hija de Chitol.

—¡Con la perla roja! —respondió Moselpati—. ¡Miserable, que me obligas a traicionar a un amigo desgraciado!

—No he de ir a decírselo; te lo prometo. ¡La perla roja! ¡Me lo había imaginado! Entonces, ¿tú sabes dónde está? ¡Dímelo, o vuelvo a comenzar!

—¡En la extremidad del banco! ¡Entre éste y las tres rocas! ¡Allí se ahogó el hombre que la había robado!

—¿Podrá encontrarse su cadáver todavía?

—Eso no lo sé.

—La llevaba metida en un costado; ¿no es verdad?

—Sí.

—¿Estás seguro?

—Eso es lo que me han dicho: ya sabes demasiado.

—Todavía no; tienes que concluir de decirlo todo.

—¿Qué más quieres saber?

—¿Cómo hará Palicur para encontrarla? Dicen que en ese sitio el agua es demasiado profunda para que pueda descender un buzo.

—¡Pues no lo sé!

—¡Hum! ¡Tú eres un tunante, y lo sabes mejor que yo! ¡Vamos a ver! ¿Cómo va a descender Palicur a tanta profundidad? ¡Tuno puedes ignorarlo; y si no cantas, te planto diez escolopendras y otras tantas arañas en los pies! ¡O hablas, o dejas aquí el pellejo! ¡Vamos, decídete! ¡He perdido ya demasiado tiempo!

—¡Pero si te digo que no lo sé!

—También decías que lo ignorabas todo, hasta que te obligó a hablar la mordedura del escorpión. ¡Vamos, viejo; vacía el saco, o volvemos a comenzar!

Resuelto a obtener lo que deseaba, el cingalés acercó al pie derecho del mandah una araña de modo que le clavase las zampas en la planta.

Ante aquel contacto el pescador de perlas experimentó una fuerte sacudida, y prorrumpió en un verdadero alarido:

—¡No! ¡No!

—¡Entonces, habla! —repitió el implacable cingalés.

—Utilizarán una escafandra.

—¡Ah! ¡No había pensado en ese aparato, inventado por los malditos hombres blancos! Yo no sé qué es; pero el irlandés me lo dirá.

»¡Adelante, mi valiente Moselpati! ¿Y después? ¡Cuidado con lo que dices, porque la araña tiene una gana furiosa de morder! Por lo menos, dime si Palicur tiene alguna probabilidad de encontrar esa perla famosa. Ese cadáver puede haber sido devorado por los tiburones.

—Pudiera ser que sí.

—Dime adonde van a ir a buscar la escafandra. Aquí no debe de haberlas.

El mandah estaba bañado de sudor frío, y dudó si cometería o no aquella última traición.

—¡Muerde! —dijo el cingalés aplicando resueltamente la araña al pobre hombre.

—¡Basta, perro!

—Si concluyes de revelarlo todo…

—Will irá a buscarla a Colombo.

—¡Ah! ¡El inglés! ¡Muy bien! ¡Procuraremos que le arresten antes que salga de aquella ciudad! ¡Se está muy bien en presidio! ¡Ja, ja! ¡Y creían que iba a quedarme yo comiendo sopas hechas con aceite de coco y digiriéndolas a palos! ¡Ahora ya puedes dormir, mi pobre viejo: ya sé lo que necesitaba saber!

El pescador de perlas no contestó: se había dejado caer como un cuerpo muerto.

El cingalés echó sobre él una mirada irónica.

—¡Estúpido! —dijo—. ¡Te has dejado coger como si fueses un chiquillo! ¡Decididamente, cuando se envejece se vuelve uno idiota! ¡Yo tendré la perla y la hija de Chitol; el otro, los tres fugitivos!

¡No pueden ir mejor nuestros asuntos!

Cerró con grandes precauciones las nueces de coco para que no pudieran escapar los insectos, cogió un rollo de estera y se tumbó cerca del mandah, diciendo:

—¡Me dejará dormir tranquilamente! ¡El irlandés no volverá hasta mañana por la mañana!

¡Estos blancos son demasiado delicados para contentarse con un rollo de esteras para dormir!

Vació un vaso de licor que tenía escondido en un ángulo de la habitación, apagó la pipa y se puso a dormir. El mandah roncaba sonoramente.

Nadie, en efecto, turbó su sueño; y cuando poco después del alba entró el irlandés, que tenía la llave de la puerta, todavía no se había despertado.

—¡Arriba, Tuerto! —dijo dándole con el pie—. ¡Duermes demasiado, querido!

El cingalés se estiró, bostezando hasta descoyuntarse las mandíbulas, y se puso en pie.

—¿Qué hay? —preguntó el irlandés.

—Lo ha confesado todo. Para usted los penados, y para mí la perla; ¿no es esto?

—He prometido ayudarte.

—En la roca no hay ahora más que dos.

El vigilante arrugó el entrecejo.

—Entonces, ¿quién es el que falta?

—Will, el contramaestre.

—¿Adónde se ha escapado? ¡Cuéntamelo todo!

¡No me gusta perder el tiempo!

El Tuerto le dijo todo lo que había logrado saber por el mandah.

—¡Ah! ¿Conque va a buscar escafandras? ¡Haré que le prendan antes que salga de Colombo!

—No, señor; después: en cuanto hayan encontrado la perla.

—¡Pero si ya sabes dónde está!

—No me fío de la información del mandah. Quiero verlos descender.

—Entonces, ¿tú también necesitas una escafandra?

—Eso era lo que quería decir.

—Me cuidaré de ello. Conozco ese mecanismo, pues también he sido marinero en mis tiempos. Sé que las hay perfeccionadas y que no necesitan del antiguo pontón con la respectiva máquina para conducir el aire.

—Es justo: primero, la perla; después los prenderemos.

—¿Y qué es lo que vas a hacer con este hombre?

—Tenerle prisionero hasta que hayamos encontrado la perla robada y hayan arrestado a sus amigos. La cabaña es sólida, y, atado como está con buenas cuerdas, no le será fácil escaparse. Además, yo le vigilaré muy de cerca.

—¿Cuándo piensa usted marchar a Colombo?

—En seguida. No creo que sea difícil fletar una barca. Aquí no puedo encontrar la escafandra que necesitas.

—Y yo, ¿qué es lo que tengo que hacer?

—¿Crees que es accesible el islote donde se han refugiado Palicur y Jody?

—No; tiene los muros cortados a pico. Conozco bien esa madriguera —contestó el cingalés.

—¿Y cómo se las han arreglado esos malditos para subir?

—Eso es lo que me he preguntado varias veces, señor. No hemos visto colocar ninguna escala de mano, y, además, a bordo de los barcos de los pescadores de perlas no las hay.

—Pues ellos no han podido ir volando como si fuesen gaviotas.

—Debe de haber algún pasadizo.

—Si tú lograses descubrirlo… —murmuró el vigilante.

—Eso es lo que voy a hacer esta noche. Debe de haber un pasadizo conocido solamente por el mandah. ¡Me lo dirá, aun cuando tenga que echarle encima todas mis arañas, escorpiones y escolopendras!

—¡Cuidado con matarle! No quiero tener disgustos con la policía, porque al concluir este asunto tengo que darle cuenta de cómo lo he llevado a cabo.

»Adiós, Tuerto, y vigila bien al prisionero. ¡Si se nos escapa, tú pierdes la perla, y yo, quizás los tres penados!