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LA CHALUPA MISTERIOSA

Apenas volvió el mandah a bordo de su barca dio la orden de encender los faroles reglamentarios y de poner la proa hacia Levante, pues quería llegar a la ciudad de las Perlas al alborear el día.

Del Septentrión soplaba una brisa fresca, la cual favorecía el viaje de regreso. El mar estaba en calma, y solamente de cuando en cuando el eterno oleaje del Océano Indico pasaba rumoroso bajo el casco del barco, levantándole bruscamente y dejándole caer enseguida entre abundantes espumas.

La Luna comenzaba en aquel momento a mostrarse a flor de agua, rojiza todavía, tiñendo el horizonte y la líquida superficie de reflejos de oro, los cuales se convertían en argénteos rápidamente.

Sentado bajo la cubierta y teniendo una mano en la larguísima barra del timón, el mandah fumaba flemáticamente en una gran pipa adornada de perlas, y arrojaba al aire bocanadas de humo que el astro nocturno teñía con reflejos azulados.

Vigilaba, y vigilaba con gran atención. El punto luminoso volvía hacia el Norte, y sobre dicha luz se veían revolotear de cuando en cuando algunas chispas que se apagaban enseguida.

Le sucedía lo que a los tres expenados: no estaba tranquilo. Le parecía imposible que aquella chalupa de vapor-pues de una chalupa de vapor se trataba-le hubiera seguido con tanta obstinación con el sólo objeto de impedirle que pudiese pescar perlas fraudulentamente fuera de las horas reglamentarias.

¿Cuál era el motivo que la impulsaba a no perder de vista su barca? A esta pregunta que se hacía sin cesar no encontraba el pescador contestación alguna.

—Si no hubiese visto con mis propios ojos flotar a popa la bandera inglesa, creería que esas gentes tenían intención de abordarme para saquear mi barca —dijo—. Pero intentar un golpe semejante aquí, tan cerca del banco que está custodiado por los remolcadores del Gobierno, es imposible. ¡Y, sin embargo, no deja de seguirme!

En efecto; el punto luminoso aparecía a popa de la barca, e iba siguiéndola avanzando a media máquina.

Para demostrar a aquellos espías que no tenía intención alguna de defraudar al Gobierno, Moselpati maniobró de modo que se alejó mucho del banco, y a eso de las tres de la mañana puso la proa hacia la costa de Ceylán, dirigiéndose a la ciudad de las Perlas.

Comenzaban a palidecer las estrellas cuando avistó el faro que señalaba la entrada de la rada.

—¡Ya estaréis contentos, curiosos! —dijo lanzando una mirada airada al punto luminoso—. ¡Malditos ingleses! ¡Siempre sospechando!

Casi en el mismo instante vio elevarse sobre la chalupa una nube de chispas; enseguida, agrandarse a toda prisa el punto luminoso, pasar como un relámpago a babor de la barca, y desaparecer en el fondo de la rada.

Moselpati dejó el timón a uno de sus pilotos y se acercó a proa para mandar la maniobra, pues la pequeña bahía estaba poblada de barcas que ya se disponían a salir para ir al banco a continuar la pesca.

Ya había sonado el cañonazo en la estación de Agrippo.

Maniobrando hábilmente la barca, bogó por entre las primeras escuadrillas de pescadores, y fue a anclar a cuarenta pasos de la playa.

La ciudad de las Perlas es una ciudad efímera, pues sólo existe mientras dura la época de la pesca, desapareciendo con tanta rapidez como surge.

Es un conjunto de barracas improvisadas hechas con tablas, con esteras y con paja, y tiene grandes cercas para depositar las ostras; sus calles no concluyen nunca, y por ellas discurre una multitud cosmopolita.

Nace en un abrir y cerrar de ojos cuarenta y ocho horas antes de comenzar la pesca.

Aquella magnífica y enorme playa, desierta durante cinco meses, en los cuales solamente la recorren las olas del Océano Indico y la alumbra abrasándola un Sal de fuego, se cubre con un número enorme de viviendas, y, como en todas las poblaciones orientales, no falta un bazar donde se venden las cosas más disparatadas de ambos mundos.

Árabes, indios, persas, turquestanes y europeos caen allí como una nube, poniendo a dura prueba la paciencia de la policía, la cual tiene sobrado que hacer vigilando a tantas personas, entre las cuales se ocultan no pocos bribones.

La mayor parte de esa muchedumbre la componen mercaderes de perlas que se disputan con encarnizamiento las más bellas, procurando engañarse mutuamente. El insoportable olor que despiden millones y millones de ostras que se corrompen dentro de los cercados, y las incomodidades de todo género en esa improvisada ciudad, parecen no molestar lo más mínimo a todos aquellos compradores, procedentes de los rincones más apartados del Globo en busca de codiciadas presas.

El mandah hizo descargar las ostras recogidas el día anterior en un recinto de su propiedad. En cuanto se terminó la operación bajó a tierra, abriéndose paso por entre una muchedumbre de gentes que llenaban la orilla, y se fue en derechura hacia una barraca hecha con esteras y cañas de bambú entrelazadas de la mejor manera posible, ante la cual dormitaban varios buzos y patrones de barcos.

Entró haciendo seña para que le siguiera a uno de los patrones, y después de un breve diálogo volvió a salir, diciéndole:

—¿Me has comprendido? ¡Silencio absoluto! Cien rupias de ganancia, y esta noche, en el islote donde te espera la persona que ha de ir a Colombo.

»Te recomiendo que sean hombres escogidos; y ten cuidado, porque la Asociación de pescadores tiene fijos en ti los ojos.

—¿Y el dinero que he de entregar a tus amigos?

—Lo retiras de casa de Sada, el banquero de la Asociación. Es suficiente con que le enseñes este anillo —contestó el mandah, quitándose de un dedo un aro de oro que tenía una estrella hecha con seis perlitas.

—¡Vete, y mucha discreción!

Iba a regresar a su barca, cuando se le acercó un europeo de hercúleas formas, con un bosque de pelos rojos y bigotes del mismo color, vestido de franela blanca, y cubierta la cabeza con un casco de tela, también blanca, rodeado de un gran velo verde.

—¡Perdóneme usted, patrón! —le dijo poniéndosele delante—. Usted es un pescador de perlas; ¿verdad?

—Sí —contestó Moselpati después de haberle mirado atentamente.

—Deseo que me dé usted datos y noticias para hacer una información acerca de la pesca de las perlas. Soy corresponsal de varios periódicos que me han enviado exclusivamente para hacer ese trabajo.

Iba el mandah a abrir los labios para contestar, cuando el inglés añadió:

—Yo pago esas noticias, y, por lo tanto, no le haré perder el tiempo. Me bastará media hora de conversación.

—En este momento estoy ocupadísimo: lo siento muchísimo.

El inglés arrugó el entrecejo, y dijo casi con voz amenazadora:

—Soy un europeo que está bajo la protección del Gobierno, y creo que un indio no rehusará cien rupias por unas cuantas palabras. ¿O es que usted se siente millonario?

—¡Eso ya es otro cantar! —dijo Moselpati—. Ningún pescador de perlas rehusará una suma como esa, la cual muchas veces no ganamos en veinticuatro horas de trabajo.

En seguida, hablando consigo mismo, murmuro:

—¡Pierdo la jornada de la pesca; pero gano otra más segura! ¡Shiva me protege!

El inglés esperaba la contestación golpeándose ligeramente los pantalones con una fusta que tenía en la mano.

—Acepto, porque solamente emplearemos media hora —dijo el mandah—: de otro modo no aceptaría, pues me esperan mis hombres.

—También ellos tendrán diez rupias para que puedan echar un trago de arak.

—¡Éste es un millonario! —pensó Moselpati—. ¡No todos los días tropieza uno con fortuna semejante! ¡Aprovechémonos, ya que pierdo la pesca del día de hoy!

Y alzando la voz dijo:

—Estoy a disposición de usted, sir, durante media hora; y si usted necesita una hora, también. El inglés echó una mirada en derredor como si buscase un sitio donde sentarse, y dijo:

—¿No le sería a usted molesto seguirme hasta mi posada? Comeríamos juntos.

—¡Vamos allá! —contestó el mandah, que hasta entonces no había podido probar bocado.

—Pues sígame usted.

El inglés se puso al lado del indio: por su condición de europeo, iba abriéndose paso por entre la multitud con la pequeña fusta que llevaba. Siguió subiendo hacia la parte oriental de la ciudad de las Perlas, fumando de paso con flema británica una pipa corta cargada de un tabaco malísimo.

Sin apresurarse atravesó varias calles flanqueadas por improvisadas casucas, y por último se detuvo ante un barracón con un recinto de esteras y bambúes. En la puerta se veía una gran perla hecha con una mezcla de nácar triturado y algún otro amasijo especial.

Entró como quien entra en su casa, y se sentó ante una mesa que había en una especie de gabinete, cuyas paredes eran también de esteras y bambúes acomodados lo mejor posible.

Acudió enseguida un indio que parecía tratar con mucha deferencia al inglés, y le preguntó que deseaba.

—Dos biftecks y unas botellas del mejor licor —contestó el corresponsal de los diarios con cierta gravedad—; y sobre todo, que no venga nadie a molestarnos. Díselo así al propietario, porque de lo contrario, me marcharé.

No habían trascurrido cinco minutos, cuando el indio volvió con dos costilletas y dos botellas llenas de polvo, y los vasos correspondientes.

—Ante todo, coma usted patrón —dijo el inglés a Maselpati—. Ahora vaciemos estas botellas y así que se queden sin gota, vendrán otras.

El mandah no se hizo repetir la invitación, y trinchó con gran contento un bifteck. Mientras tanto el inglés le interrogaba y tomaba apuntes en un librito de memorias, mirando de cuando en cuando el reloj. Detrás de las costilletas había mandado llevar currí de pescado, y, por último, una gran botella de arak.

—¡Vale cinco rupias, debe de ser excelente! ¡Pruebe usted, patrón!

Moselpati, que como todos los hombres de mar, le gustaban las bebidas alcohólicas, se echó al cuerpo un vaso de un solo tirón; pero inmediatamente hizo una mueca.

—¡Rayo de Shiva! ¿Qué es lo que han mezclado con este licor?

—¿Eh? —hizo el inglés.

—¡Está tan amargo como si hubiesen diluido algún veneno!

—¡Será el paladar de usted! —contestó con calma el inglés mirándolo irónicamente.

—¡Rayo de Visnú! ¡No es mi boca, sir! ¡Me da vueltas la cabeza como si hubiese bebido una pinta de gin!

—¡Ahora lo probare yo; y si el hostelero me ha engañado lo echo a puntapiés de fuera de la barraca!

No fue preciso que el inglés probase el licor. El mandah se había quedado rígido de repente, y sus ojos se pusieron vidriosos. Parecía que le había matado una corriente eléctrica.

—¡Imbécil! —murmuró el inglés riendo—. ¡Has caído en una trampa como un ratón que hace su primera escapada!

Dio con los nudillos en la mesa, y entró un cingalés de musculatura pesada y poderosa, y además tuerto.

—¿Está ya hecho? —preguntó dirigiéndose al inglés.

—¡Ya no se mueve mi querido Tuerto!

—Está usted seguro, señor, de que este es el mandah que los acogió en su barca.

—Desde que desembarcaron en la ciudad de las perlas he venido siguiéndolos. ¡A mí no se me escapa un hombre en cuanto me pongo tras de su pista! Tira el contenido de esa botella y manda que venga el carro. ¿Has pagado al patrón de la posada?

—Sí, y no hablará. Además, cree de buenas que se trata de una broma —contestó el cingalés.

—¡Eres un tunante redomado, Tuerto! —dijo el inglés, o mejor dicho, el irlandés, el vigilante de presidio a quien Jody había jugado la perrada de emborracharle.

—¡Quiero volver a llevar a presidio a ese perro de Palicur! —contestó el cingalés con voz ronca—. ¡Él allí, y yo libre, pues tengo en el bolsillo la promesa del Comandante de que me indultarán!

—Y yo quiero volver a llevar a Jody, juntamente con ese condenado de contramaestre —dijo el irlandés—. ¡En fin, basta! ¡No es hablando como hemos de prenderlos y conducirlos de nuevo a la gran isla Andamana!

El Tuerto salió rápidamente, y al cabo de algunos minutos volvió a entrar diciendo:

—Está delante de la puerta.

—Coge a este imbécil por las piernas, y yo le cogeré por debajo de los brazos.

—¿Y si nos ven y nos preguntan?

—Diremos a esos curiosos, si los hay, que está borracho —contestó el irlandés—. ¡Arriba; ayúdame!

Levantaron al pobre mandah, que no daba señales de vida, y le sacaron fuera de la tienda de comidas.

Ante la puerta había un gran carro con la caja pintada de azul, con un toldo grueso sostenido por columnillas, y tirado por cuatro pares de zebúes.

Los guiaba un muchacho cingalés armado con una larga aijada.

El irlandés y el Tuerto tendieron al mandah en un petate colocado dentro del carro, bajaron la lona, y se sentaron a la delantera, diciendo al muchacho:

—¡Echa a andar!

Los zebúes partieron al trote corto, y, haciendo resonar ruidosamente el pesado vehículo, se dirigieron hacia el extremo occidental de la ciudad de las Perlas.

Nadie había puesto atención en lo sucedido, a pesar de la enorme multitud cosmopolita que invadía la calle, pues todos estaban preocupados con las contratas de perlas y ostras.

La caminata duró veinte minutos. El carro se detuvo ante una cabaña aislada, mejor construida que la generalidad, y rodeada de una empalizada muy alta que ocultaba el interior a toda mirada indiscreta.

El irlandés y el Tuerto sacaron del carro al mandah y le llevaron a la cabaña, en tanto que el muchacho, a quien habían dado una rupia, se alejaba presurosamente aguijoneando a los bueyecillos.

Aquella vivienda no parecía que hubiese estado habitada hasta entonces: no había más enseres que una estera y cuatro medias nueces de coco cerradas con cubierta de arcilla.

El Tuerto y el irlandés colocaron al mandah en la estera, y se quedaron mirándole con gran atención durante algunos minutos.

—¿Puedes hacer que vuelva en sí? —preguntó por último el vigilante.

—¡Eso es muy fácil, señor Foster! —contestó el cingalés.

Rebuscó en su faja, y sacó un frasquito que contenía un licor rojizo; desnudó el cuchillo de que iba armado, e introdujo la punta entre los dientes del mandah, que los tenía fuertemente cerrados.

—¡No me estropees la combinación! —dijo el irlandés.

—¡No tenga usted miedo! —contesto el Tuerto.

Haciendo un esfuerzo entreabrió los dientes del pescador de perlas, y le echó dentro de la boca cinco gotas de aquel filtro misterioso.

Moselpati se estremeció como si hubiera recibido una descarga eléctrica; abrió los ojos, que había tenido medio cerrados hasta entonces, y sin necesidad de ayuda se sentó de un salto, llevándose ambas manos al corazón.

—¡Ardo! —exclamó.

—¡Eso pasa enseguida! —respondió el cingalés sonriéndose—. ¿Cómo estás, viejo mío? ¿Me conoces? Han trascurrido muchos meses, es verdad; pero debes de tener todavía buena memoria. ¡Mírame bien, Moselpati!

El mandah se había quedado inmóvil, con la boca abierta y los ojos espantados y fijos en el cingalés.

—¡Vamos; un esfuercito de memoria! —dijo el Tuerto con aire de mofa—. ¡Es imposible que ya no te acuerdes de Kolloma, a quien has visto varias veces en la cabaña del viejo Chitol!

El mandah seguía mirándole sin decir palabra. Sin embargo, su rostro se alteraba poco a poco, adquiriendo una expresión de angustia que no pasó inadvertida para el vigilante y su compañero.

—¿Quieres un vaso de agua para que se te suelte la lengua y se te aclare la memoria? —le preguntó el cingalés, siempre en tono de mofa—. ¿Es posible que ya se haya fosilizado tu memoria? ¡Recuerda, viejo; recuerda!

—¡Sí; ya te he visto otras veces! —contestó por último Moselpati—. Entonces eras pecador; y ahora, ¿qué eres? Me dijeron que te habían llevado al presidio de Port-Cornwallis. ¿Cómo es que te encuentro aquí?

—¡Eso es cosa que no te interesa! —dijo el cingalés.

—¿Te han indultado, o has huido? —Si hubiese huido, no hubiera venido a esta ciudad, donde pululan guardias y policías. ¡Ah, Moselpati; la vejez entontece demasiado pronto a ciertos hombres! En fin, ¿sabes quién soy?

—Sí —contestó el mandah—. Te he visto, efectivamente, varias veces en la vivienda del viejo Chitol. Y ahora me explicarás por qué me has traído aquí, y por qué este inglés me ha dado a beber un narcótico.

—¡Despacio, viejecito! Por ahora deja tranquilo a este señor, que no tiene ninguna gana de darte explicaciones, y, en cambio, contesta a lo que voy a preguntarte: ¿Quiénes eran aquellas tres personas que tomaste a bordo de tu barca cuando te dirigías hacia el banco?

Moselpati se estremeció y miró fijamente durante algunos instantes al cingalés; pero enseguida se hizo cargo de que aquel silencio podría hacer sospechar a los dos bribones, y contestó enseguida:

—Tomé a bordo a dos buenos buzos y un marinero muy hábil que me hacían falta.

—¿Y de dónde venían? —preguntó el Tuerto.

—De Martabán, donde me los contrató un amigo mío que está en Birmania.

—¿Estás seguro?

—¿Qué quieres decir con eso, Tuerto? —preguntó el mandah con voz airada.

—¡Que quieres engañarme!

—¿Para qué?

—¡Lo sabrás enseguida! Uno de esos hombres es un inglés.

—Sí; es un buen piloto.

—¿Y se llama?

—Hollydae.

—¿Y los otros dos?

—Todavía no les he preguntado su nombre.

El Tuerto soltó la carcajada.

—¡Viejo imbécil! —gritó—. ¿Me crees un chiquillo? Ya que tú no sabes quiénes son, te lo diré yo. El inglés se llama Will; el mulato, Jody, y el tercero, Palicur; y se han escapado del presidio de Port-Cornwallis. ¿Es así, viejo Moselpati?

El infeliz mandah comprendió por la entonación con que fueron dichas estas palabras que el objeto que había inducido a aquellas gentes a apoderarse de su persona por medio de la traición de que fue víctima era en primer término la persecución de sus amigos y protegidos.

Sintió que violenta cólera enardecía su sangre, y tomó la generosa resolución de sacrificarse por ellos, si tanto fuera necesario.