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LA PESCA DE LAS PERLAS

Más de dos mil barcas de dos mástiles con amplias velas latinas se escalonaron en las márgenes del banco. Escoltábanlas cuatro remolcadores del Gobierno inglés encargados de vigilar a los pescadores y prestarles ayuda si la necesitasen. La profundidad del sitio en que habían anclado era de unos siete a ocho metros.

A bordo de aquellas embarcaciones reinaba una agitación febril. La pesca se cerraba al mediodía, y todos se apresuraban preparando las redes y las piedras para no perder tiempo.

Centenares de buzos, la mayor parte indios y casi todos muy altos y de musculatura admirablemente desarrollada, se lanzaron al agua, y la pesca dio comienzo entre los gritos de los marineros que permanecían a bordo para recibir las ostras.

Terminado su desayuno, Palicur, Will y el mulato salieron del camarote para presenciar aquella pesca emocionante.

Los diez buceadores del mandah, todos hombres escogidos, trabajaban con una energía extraordinaria, multiplicando las inmersiones. Apenas subían a la superficie para echar las ostras en la barca y tomar aliento, volvían a sumergirse, en tanto que los marineros retiraban a toda prisa las piedras de que aquéllos se servían para descender.

Moselpati los animaba con gritos, con amenazas y con buenas palabras, corriendo incesantemente de popa a proa, vigilándolo todo, y lanzando de cuando en cuando una mirada a las ostras que se acumulaban rápidamente en la bodega y en la cubierta.

—¡Qué ligeros son estos buceadores! —dijo el contramaestre del Britannia, que asistía por vez primera a aquel espectáculo.

—¡Moselpati sabe escoger, señor Will! —dijo Palicur—. ¡Siempre tiene los mejores!

—He observado que uno de esos hombres ha permanecido cerca de tres minutos debajo del agua. ¿Cómo se arregla para no reventar?

—Tiene buenos pulmones: eso es todo. Habrá venido ejercitándose desde pequeño para alcanzar esa resistencia extraordinaria.

—¿Y cuánto ganará al cabo de la temporada ese pobre hombre?

—Cuando le haya ido bien, unas quinientas rupias, señor Will. Si el Gobierno inglés no fuese tan ladrón, los buzos podrían reunir una fortunilla.

—El Gobierno se reserva dos terceras partes; ¿verdad?

—Sí —contestó Palicur.

—¿Sobre las perlas, o sobre las ostras?

—Sobre las ostras. Si no fuera así, se guardaría las perlas de más valor.

—¿De modo que tanto el Gobierno como los pescadores juegan un albur?

—Sí; pero, por desgracia, les toca a los pescadores bastante a menudo la carta mala.

—¿No se puede adivinar a ojo cuáles son las ostras que tienen perlas? —preguntó Jody.

—¡Es imposible! —respondió Palicur—. Ni el ojo más experimentado puede conocer si las ostras tienen perlas o no.

—¿Y el Gobierno inglés manda abrirlas antes de venderlas? —preguntó Will.

—No; vende las ostras por lotes de mil al mejor postor.

—¿Y qué es lo que saca de esa venta?

—Según el año. Recuerdo que una vez un indio muy rico, y probablemente agente de algún bajá, compró toda la parte que correspondía al Gobierno en veinticinco millones de francos; y hace algunos años, como la pesca había sido abundantísima, otro negociante la adquirió en cuarenta y seis millones seiscientos sesenta y cinco mil francos.

—Dime, Palicur —preguntó Jody—, ¿cuánto pagan generalmente por las perlas más gruesas?

—De mil a mil quinientas rupias; pero las revenden en triple y cuádruple precio en los mercados de Asia, África y Europa.

—Y de las perlas de que se descartan, ¿qué se hace? —preguntó Will.

—Las destinan para componer filtros para los indios elegantes y medicinas para los cingaleses.

—¡Medicinas! —exclamó el contramaestre—. ¡Vamos; tú bromeas!

—No, señor Will —contestó seriamente el malabar—. Los indios y los cingaleses atribuyen a las perlas propiedades extraordinarias, sobre todo en Medicina.

»Las emplean contra enfermedades de índole maligna, febriles o purulentas; reducidas a polvo, se usan como antídoto contra las mordeduras de las serpientes venenosas; además, se hace con ellas un agua llamada de perlas, diluyendo varias en jugo de naranja, en vinagre y en otros ácidos, y añadiéndoles azúcar, agua de rosas, melaza y canela.

—¿Y tú crees en la eficacia de esos filtros?

—¿Yo? —dijo Palicur encogiéndose de hombros—. Para mí, las perlas no representan otra cosa que rupias.

Mientras charlaban continuaba con gran actividad la pesca en todo el frente del banco, dentro del espacio comprendido por las boyas que señalaban los límites. De cuando en cuando se producía una gran agitación en algunas partes, y se oían gritos:

—¡El tiburón! ¡El tiburón!

Los buzos se remontaban a toda prisa a la superficie refugiándose en los barcos, y los remolcadores corrían a toda máquina para poner en fuga al voraz monstruo que había producido el terror; pero al cabo de algunos minutos la pesca volvía a reanudarse más activamente que antes.

Algunos buzos valientes, armados con grandes cuchillos y lanzas cortas, se sumergían audazmente para perseguir al escualo, desarrollándose bajo el agua luchas épicas que casi siempre terminaban con que el monstruo aparecía flotando en la superficie con el vientre abierto.

Al llegar las once ya los buceadores trabajaban con gran fatiga, incluso los de Moselpati. No se sumergían con la misma rapidez que antes, y al remontarse parecía que no podían respirar.

No pocos de aquellos desgraciados arrojaban sangre por los oídos y las narices, y otros, apenas izados a la barca, caían sin sentido como heridos por el rayo.

Al dar las doce un cañonazo disparado desde el fortín de Agrippo dio por terminada la pesca de aquel día.

Además, a aquella hora cambia la dirección del viento, y es el momento oportuno para regresar a la costa.

Inmediatamente las barcas izaron las velas, y la imponente flotilla, escoltada por los remolcadores ingleses, lentamente se alejó del banco, puesta la proa hacia Levante.

Moselpati esperó a que las espesas filas de embarcaciones se cerrasen, y enseguida lanzó la suya hacia Poniente, como si quisiera hacer creer que se dirigía a las costas indias en lugar de anclar ante la ciudad de las Perlas.

Apenas su barca se había apartado del banco, cuando descubrió el mandah una chalupa de vapor que arbolaba la bandera inglesa, cubierta de popa a proa con un toldo que colgaba por ambos lados para defender del Sol a los que la tripulaban. Aquella chalupa se destacó de la flotilla y tomó el mismo rumbo que la barca.

—Esa chalupa tiene todas las trazas de querer vigilarnos —dijo a Palicur, que iba bajo la cubierta de popa con el contramaestre y el mulato—. ¿Temerán los ingleses que simule irme hacia Poniente para volver al banco a reanudar la pesca? ¡Son tan desconfiados!

Al ver la chalupa de vapor, que los seguía a poca máquina para no adelantarse, el malabar y Will se estremecieron y se miraron con cierta ansiedad.

—¡No es posible! —dijo por último el contramaestre, que adivinó lo que pensaba el malabar.

»Nadie puede haber sabido que al cabo de mil extraordinarias vicisitudes hayamos logrado refugiarnos aquí.

—Tranquilízate, Palicur: no corremos peligro alguno.

—¿Qué temen ustedes? —preguntó el mandah, que había escuchado con atención al contramaestre.

—Que esa chalupa nos vigile a nosotros, y no a tu barca —contestó Palicur.

—¿Apenas habéis llegado, y ya quieres que lo sepa la policía de la ciudad de las Perlas? No; a quien vigilan es a mi barca para impedirme que vuelva al banco a pescar.

»Ya lo verás. En cuanto el piloto se convenza de que nuestro rumbo es efectivamente el de Poniente, no tardará en dejarnos en paz.

»Además, hay aquí hombres bastantes para tirar al mar a esos amigos si intentaran subir a bordo. Tranquilícense ustedes: están bajo la protección de los pescadores de perlas.

»¡Comamos, amigos; ya es la hora!

Se había comenzado la repartición de víveres entre los treinta hombres que componían la tripulación de la barca, y un negro, tan negro como un tizón, preparó la mesa para el mandah y sus huéspedes bajo la cubierta de popa.

Los cuatro hombres, a quienes el aire del mar les había abierto un apetito formidable, acometieron con vigor el currí, preparado exclusivamente para ellos por el cocinero de a bordo y condimentado con abundantes y exquisitos pescados; pero a todo esto sin perder de vista la chalupa de vapor, que continuaba siguiéndolos obstinadamente y siempre a una distancia de tres cables.

A su bordo iban seis personas; pero como el toldo era muy bajo, no se podía verles la cara.

—Es de esperar que se cansen —dijo Moselpati así que hubo terminado de comer—. ¡Me disgustaría que nos siguiesen hasta el islote!

Ofreció a sus huéspedes cigarrillos hechos con una hoja de palma y tabaco rojo, mandó servir el café, y después hizo que los fugitivos le contasen sus extraordinarias aventuras, interesándose vivamente en el relato.

—¡El Tuerto! —dijo así que terminó Palicur—. Yo he oído ese nombre, o, mejor dicho, ese sobrenombre. Muy grueso, tuerto, muy musculoso…

¿Dónde he visto yo a ese cingalés?

—¿Le has conocido? —preguntó Palicur.

—¡Déjame recordar! ¡Un cingalés… sin un ojo! ¡Gloria de Buda! ¡Sí! ¡Debe de ser el mismo! También a ese le condenaron por haber matado a unos tiruwanska.

De pronto se levantó de un salto mirando a Palicur.

—¡Ya me acuerdo! ¡Le he visto en casa del viejo Chitol! —gritó.

—¿En casa del padre de mi novia? —exclamó el malabar con un gesto feroz.

—Sí; y más de una vez —dijo el mandah—. Ese cingalés era un pescador.

—¿Es decir, que, entonces?…

—¡Tiene poco que adivinar! Ese condenado hombre era tu rival en amores —dijo Will—. ¡Ahora comprendo todo su encarnizamiento contra ti, mi pobre Palicur!

—¡Y yo sin saber nada! Porque nunca me habló de él el viejo Chitol.

—¡Y ese zorro cingalés, sin clarearse nunca! —dijo Jody.

—Sepamos, amigo —volvió a decir el mandah después de algunos instantes de silencio—. ¿De qué medios piensas valerte para libertar a la muchacha? Me has dicho que con la perla roja. ¿Estás seguro de encontrarla?

—¿No sabes tú el sitio donde se sumergió el ladrón?

—Conozco el sitio. Se fue a fondo en la extremidad oriental del banco, cerca de las tres escolleras.

—¿Tiene mucha profundidad el agua en esos lugares? —preguntó Will.

—Sesenta y cuatro brazas.

—Un buzo provisto de una escafandra puede llegar al fondo.

—¿Y dónde va usted a encontrar ese traje y la bomba que necesita?

—En Colombo debe de haber todo eso —respondió Will—. Otras veces las he visto allí. Yo me encargo de encontrar todo lo que haga falta.

—¿Usted, señor Will? —exclamó Palicur—. ¿Y si le descubren?

—Fletaré una barca de vela, y desembarcaré de noche.

—Yo le proporcionaré la barca —dijo el mandah—: la tripularán hombres de toda confianza.

»Además, le disfrazaré a usted de modo que nadie pueda reconocerle. ¡Sangre de Buda! ¿No cesarán ésos de seguirnos?

Moselpati se había levantado tendiendo el puño cerrado hacia la popa.

—¿Te refieres a la chalupa? —preguntó Palicur.

—¡Sí, porque ya me parece demasiado larga esta persecución! ¡Concluiré por armar a mis gentes! ¡Tengo a bordo muy buenos fusiles para daros un disgusto, espías del Demonio!

No parecía sino que la tripulación inglesa había oído aquella amenaza, porque la chalupa de vapor viró de bordo en aquel mismo momento y se dirigió a toda máquina hacia el banco.

Palicur y sus dos compañeros respiraron con satisfacción, porque la obstinación de los que los seguían había comenzado a inquietarlos.

El mandah siguió atentamente con la vista la marcha de la embarcación sospechosa, y cuando la vio ya tocando en las márgenes del banco mandó poner la proa hacia el islote, que se veía surgir de las aguas a unas dos millas de distancia hacia el Oeste.

Como tenían que esperar a la baja marea, que no se produciría hasta las once de la noche, y al propio tiempo querían engañar a los que vigilaban desde la chalupa, que había anclado cerca del tercer sector del banco, continuó dirigiendo la barca hacia Poniente como si realmente se encaminase hacia las costas de la India, las cuales ya se dibujaban vagamente en aquella dirección.

Así que se hizo de noche la barca viró de bordo, y con las luces apagadas desanduvo el camino para acercarse al escollo, el cual ya no se veía, pues la Luna no salía hasta muy tarde.

A eso de las diez de la noche un fragor sordo de resaca advirtió a la tripulación que el islote estaba cercano. Las olas del Océano índico, agitadas por la brisa nocturna, rompían con mil ruidos contra los rocosos flancos cortados a pico de aquel promontorio.

El mandah, que no quiso exponer su barca al peligro de que las olas de la rompiente o lo fresco de la brisa la empujasen hacia aquel enorme escollo, mandó echar al agua el bote que tenía a bordo en medio de la cubierta, puso dentro víveres, tres carabinas y gran abundancia de municiones, y hecho esto mandó bajar a cuatro indios, e invitó a Palicur, a Will y al mulato a que le siguiesen.

—Dentro de veinte minutos estarán ustedes en sitio seguro —dijo—, y desafío a la policía de la ciudad de las Perlas a que venga a buscarlos.

Al empuje de cuatro marineros que manejaban vigorosamente los remos la embarcación emprendió el camino, en tanto que la barca viraba de bordo por prudencia remontándose con lentitud hacia el Septentrión.

El mandah, que se había puesto al timón, dirigió la chalupa de modo que, rodeando el islote, se dirigiese hacia el Mediodía: superó la resaca, y se metió en una pequeñísima enseñada, deteniéndose ante una negra abertura que de cuando en cuando embestían las olas produciendo un rumor sordo.

—Tendrán ustedes que tomar un baño —dijo a los tres expenados—. Todavía no ha llegado la marea a su máximo descenso.

—¡Bah! —dijo Will—. ¡Hemos tomado tantos baños desde nuestra evasión, que no nos asusta tomar otro!

—¡Quietos vosotros! —ordenó Moselpati a sus hombres—. ¡Apoyad firme con los remos, y esperad a que yo vuelva!

Sacó una linterna de debajo de un banco, la encendió, dio las carabinas, las municiones y unos cestos con víveres a los tres expenados, y saltó el primero en aquel oscuro antro, sumergiéndose hasta la cintura.

Palicur, el contramaestre y Jody le siguieron inmediatamente, en tanto que los cuatro marineros apoyaban con fuerza los remos en el fondo para resistir a las olas que sin cesar rompían contra el islote.

El mandah y sus compañeros se encontraron en una especie de galería cuyo piso se elevaba rápidamente. Comenzaron a subir unos escalones que debían de haber sido hechos por la mano del hombre, pero que el mar corroyó y cubrió de una sustancia viscosa. La ascensión se hacía difícil; pero a pesar de eso avanzaban, guiados siempre por Moselpati.

Al engolfarse por la abertura las olas de la resaca producían un estruendo que no les permitía entenderse.

El mandah subió con la linterna unos veinte escalones, y salió del agua, desembocando en una plataforma defendida en la parte del mar por un pequeño muro.

Otra escalera abierta en la roca viva subía por el flanco, de la roca hasta alcanzar la cumbre.

Apenas el mandah puso el pie en el primer peldaño, cuando se detuvo y lanzó una sorda imprecación.

—¿Qué te sucede, Moselpati? —preguntó Palicur.

—¡No ves aquel punto luminoso que se desliza allá abajo hacia Levante!

—¿El farol de alguna barca, quizás?

—¿Y si fuese el de la chalupa de vapor?

—¡Eso es lo que yo creo! —dijo Will arrugando el entrecejo—. Si fuese el farol de un velero o de un vapor grande, estaría mucho más alto.

—¿Vigilará a usted esa chalupa, o nos vigilará a nosotros, mandah? —preguntó Jody—. Eso es lo que hay que averiguar.

—¡Vamos a ver! —dijo Palicur—. ¿Tú crees que nos hayan visto arribar a este islote?

—Con esta oscuridad, es imposible: vigilarán a mi barca, que es más visible que la chalupa.

—¡Apague usted la linterna! —dijo Will—. ¡Podrían verla!

—Tiene usted razón —contestó el mandah, apresurándose a obedecer.

Durante algunos minutos estuvieron inmóviles mirando hacia aquel punto luminoso que se alejaba hacia el Mediodía, y enseguida volvieron a emprender la ascensión.

Al cabo de algunos momentos llegaron a lo alto del enorme escollo, cuya plataforma estaba llena de piedras de mampostería que se desprendían de los muros desnudos, de arcadas que aún subsistían por un milagro de equilibrio, de terraplenes y de bastiones pequeños.

—Esto debió de haber sido un fortín —dijo Will.

—Sí; lo construyeron los portugueses cuando conquistaron Ceylán —respondió el mandah—. Aquí nadie vendrá a inquietar a ustedes, y pueden esperar sin cuidado a que yo vuelva.

—¿Cuándo vas a volver? —preguntó Palicur.

—Mañana por la noche a esta hora estaré aquí con una barca de vela para que el señor Will pueda ir a Colombo. Si no encuentran ustedes una escafandra, es imposible registrar los fondos en que debe de hallarse la perla roja.

—Encontraré dos escafandras, no lo dude usted —contestó el contramaestre—; y con las escafandras, la bomba de aire. Entiendo un poco de esas cosas.

—Sobre todo, tráeme las rupias —dijo Palicur.

—Mañana por la mañana iré a sacarlas de la casa de Banca. Perderé un día de pesca; pero, por complacerte, no tengo inconveniente en quedarme sin un centenar de perlas.

»¡Amigos, buenas noches, y cuenten conmigo! En este momento la marea está casi baja del todo, y si no me apresuro, voy a encontrar cerrado el paso.

Estrechó la mano de los tres hombres, y descendió a escape la escalera desapareciendo en las tinieblas.

Palicur y sus amigos se acercaron al borde de la plataforma, y vieron a la chalupa dirigirse en busca de la barca, que continuaba bordeando a tres o cuatro cables de distancia.

—¿Tienes confianza plena en ese hombre? —preguntó Will al malabar.

—¡Absoluta, completa, señor! ¡Es un amigo fidelísimo! ¿Por qué me pregunta usted eso?

El contramaestre no contestó. Se había levantado y miraba hacia el Mediodía.

—¡Esto es un misterio que comienza a inquietarme! —murmuró—. No puedo explicarme esa obstinación, y, sin embargo, es imposible que sepa nadie que hemos llegado hasta aquí.

»¡En fin, sabremos defender nuestra libertad!