EN EL BANCO DE MANAR
Hoy día se pescan perlas en muchas partes: en el mar Rojo, en el golfo de California, en los bancos de la bahía de Panamá, en las costas de Australia, cerca de las islas de la Sonda, en Filipinas, en derredor del pequeño archipiélago de Gambir, etcétera.
Hasta en los ríos se encuentran: las hay en los de Escocia, en los germanos, en los del Canadá y en los de la fría Laponia; pero las más famosas pesquerías serán siempre las del golfo pérsico y las del gran banco de Manar, que se extiende entre el último trozo de tierra de la gran península indostánica y las costas occidentales de Ceylán.
En las primeras de las citadas pesquerías toman parte anualmente unos mil a mil quinientos barcos; pero las perlas que se encuentran en aquellas aguas, si duran mucho, en cambio, tienen un color más oscuro que las cingalesas, y por eso son menos apreciadas.
En cambio, en Manar el número de pescadores es doble, y la cantidad de perlas que se extrae es muy grande.
Bajo el mando de los antiguos bajaes de Ceylán no se hacía la pesca más que desde veinte en veinte años, con objeto de dejar tiempo a las ostras para reproducirse; caída en manos de los portugueses la isla, redujeron a diez años el plazo; conquistada más tarde por los holandeses, rebajaron el lapso a siete para obtener mayor lucro; los ingleses, sus actuales poseedores, permitieron la pesca anual, y determinaron dividir el banco en secciones, que dejan de registrarse sucesivamente para no agotar los viveros y para que los moluscos puedan reproducirse en paz.
Antes del día señalado para la apertura de la pesca el Gobierno inglés manda explorar el banco, que tiene treinta kilómetros de longitud, para saber en qué secciones pueden trabajar los pescadores, estableciendo una estrecha vigilancia que realizan pequeños barcos de guerra con objeto de que no se cometan infracciones.
Al resonar el cañonazo que anuncia la apertura de la pesca marchan a ocupar sus puestos en el banco cientos de grandes barcos, mandado cada uno por un mandah y tripulado por treinta hombres entre buceadores y marineros, y enseguida da comienzo la pesca en toda la línea.
Los buzos, que son indios de las costas de Malabar y de Coromandel en su mayor parte, se sirven para sumergirse más rápidamente de una piedra en forma de pilón de azúcar que pesa unos veinte kilogramos. La llevan suspendida de un cinturón-taparrabo, única prenda de indumentaria que visten, y, además, una red pequeña para las ostras y un gran cuchillo con que defenderse de los tiburones, que durante los meses de pesca acuden en bandadas, seguros de poder hacer un buen número de víctimas.
Apenas llega al fondo, el buzo abandona la piedra, que, como está atada a una cuerda, retiran los hombres que permanecen en la barca, y comienza a recoger apresuradamente la mayor cantidad posible de ostras.
Lo general es que los pescadores no desciendan a más de ocho metros de profundidad y no permanezcan bajo el agua más de sesenta o setenta segundos: sin embargo, hay algunos dotados de extraordinarios pulmones que llegan a resistir hasta dos minutos.
En las pesquerías de Anna, en Teramolis, había una mujer que descendía a veinticinco brazas y estaba registrando los bancos durante tres minutos; pero tan extraordinaria criatura era una excepción.
El ejercicio del oficio de estos desgraciados no es fácil. Las investigaciones que realizan en las sombrías profundidades submarinas son peligrosísimas, pues los tiburones y todo género de monstruos marinos reinan como soberanos, y hay que empeñar a veces luchas terribles con ellos para salvar la vida, si no se ha podido evitar a tiempo sus embestidas.
No hay año que no salgan pescadores mutilados del fondo de las aguas, y muchos que ni siquiera vuelven a la superficie, pues encuentran su tumba en el vientre de esos monstruos.
Y no es eso todo. La profesión de buzo es una de las más malsanas. Además del peligro de ser devorado o de perecer asfixiado, a menudo les sucede que al volver a la superficie sucumben por haber descendido a demasiada profundidad. Al fin de la jornada casi todos echan sangre por la nariz, los ojos y los oídos; esto es, por la superficie de todas las mucosas. Al cabo de cierto tiempo se les debilita la vista, se les cubre el cuerpo de llagas incurables, y mueren prematuramente.
Cada una de esas preciosas piedras que admiramos en las orejas o rodeando la garganta de bellas y ricas señoras representa atroces sufrimientos, y a menudo, vidas humanas sacrificadas.
Cuando vuelven las barcas a tierra, que es la hora del mediodía, pues la pesca no dura más que desde el alba hasta las doce, se procede a la labor de arrojar las ostras en agujeros, cuidando de que las conchas no toquen con la tierra, para lo cual se las defiende con paños, y se dejan pudrir al sol. Naturalmente, tales masas de moluscos y conchas, corrompiéndose, producen un hedor insoportable, que se extiende a distancias enormes.
Cuando ya las conchas están desecadas y medio descompuestas pueden abrirse con gran facilidad y sin miedo de estropear las perlas. No se crea, sin embargo, que todas las ostras contienen la codiciada piedra. Hay muchísimas vacías.
Ya limpias y pulidas, para lo cual se emplean unos polvos especiales, se redondean y se les da brillo; enseguida se hacen tres partes: dos se entregan al Gobierno inglés, que sostiene un batallón de agentes para que no le engañen, y otra queda para los pescadores.
No todas las perlas que se extraen del banco de Manar tienen igual color. A veces se encuentran de color amarillo pálido, amarillo oro, rojizas, azules, lila, y también negras, de un negro blancuzco: éstas se pagan carísimas.
De cuando en cuando suelen encontrarse perlas verdaderamente maravillosas y de inmenso valor. De estas pesquerías, como de las de Barheim, han salido algunas, como la que posee el sha de Persia, la cual tiene un diámetro de dos centímetros y medio, y costó la friolera de un millón quinientos mil francos.
A su vez las pesquerías de Ceylán produjeron la famosa Hope Peare, de la colección de Beresford. Tiene la forma de una pera, y una longitud de cinco centímetros por uno de circunferencia. La pescaron en 1899.
De esas mismas pesquerías procede la llamada perla rusa, que poseen actualmente los emperadores moscovitas. Pertenecía a un mercader de piedras preciosas que apreciaba de tal modo la joya, que cuando murió tuvieron que abrirle a la fuerza la mano en que la escondió, pues ni aun en la agonía quiso soltarla.
De Manar procedían las perlas que llevaba la emperatriz Eugenia, y que se vendieron en Londres en pública subasta.
De las pesquerías australianas, aun cuando más pequeñas, procede también la conocida con el nombre de Cruz del Sur, joya la más maravillosa que se conoce por lo extraño de su forma.
Se compone de siete perlas adheridas unas a otras formando como una especie de cruz. Todas las perlas son bellísimas, y no están deformadas sino por el sitio por donde se tocan. La compraron en doscientos cincuenta mil francos.
Esas mismas pesquerías australianas dieron la perla de forma de pera que posee lord Dudley, y que se pagó en cuatrocientos mil francos. Como puede suponerse, encontrar perlas semejantes es caso verdaderamente excepcional.
La barca a la cual habían trasbordado el malabar, Jody y el contramaestre era una de esas grandes barcas o chalupas que empleaban los pescadores de perlas de Manar, tripulada por treinta hombres, la mayor parte indios de Malabar y Coromandel.
El mandah que la guiaba había abrazado varias veces a Palicur, y llevándoselo enseguida debajo de la cubierta de popa, hizo seña al propio tiempo a Will y al mulato para que le siguiesen.
—¡Ya creí que no volvería a verte, Palicur! —dijo el mandah sin apartar los ojos del malabar—. ¿De dónde vienes? ¿Del fondo del mar, o del reino de las tinieblas? ¿Eres el mismo Palicur en persona, o su sombra? ¿No te has muerto en el presidio?
—¿Te han dicho que había muerto? —preguntó riendo el malabar.
—Aquí se corría esa voz; ahora, que yo no sé quién habrá sido el que la corrió. Pero ¿qué milagro has realizado para llegar hasta aquí? ¿Cómo has escapado? Todos sabíamos que te habían conducido a las islas Andamanes.
—Más tarde lo sabrás todo —dijo Palicur, cuya frente se había oscurecido—. Hay una cosa que me interesa saber. ¿Vive todavía aquella muchacha? ¡Dímelo, Moselpati; dímelo!
En aquel momento el rostro del malabar expresaba una ansiedad sin límites; tanta, que Will y Jody se sintieron hondamente impresionados.
—¡No temas, Palicur! —dijo el jefe de los pescadores—. La muchacha que amas vive todavía. Mi hermano, que tomó parte en una peregrinación a Annaro Agburro, la vio hace tres meses. Estaba más hermosa que nunca, y formaba en la procesión.
Un suspiro angustioso levantó el poderoso pecho del malabar.
—¡Viva! —exclamó—. ¡Viva todavía! ¡Sean benditos Shiva, Brahma y Visnú!
Después, señalando a sus compañeros, dijo:
—A estos dos compañeros debo la vida y la libertad. Delante de ellos puedes decirlo todo, porque conocen todos mis secretos.
El mandah alargó la mano al contramaestre y al mulato, estrechándoles cordialmente la diestra.
—Son ustedes mis amigos, y están bajo la protección del jefe de los pescadores de perlas —les dijo.
—Desde este momento los considero como huéspedes míos.
—Ahora —dijo el malabar—, hablemos.
—Te escucho, amigo mío.
—¿Qué es lo que ha sucedido con mi barca, que dejé confiada a la Asociación?
—Se la alquilé a un amigo mío de las costas de Coromandel, interesado en los productos de la pesca; y me complace decirte que aquellos pescadores han sido afortunadísimos, y, por consecuencia, tú también. Tengo en depósito cincuenta mil ochocientas rupias, que son de tu exclusiva propiedad, y que mañana te entregaré.
—Temía llegar aquí y encontrarme sin un céntimo —dijo Palicur—. Con esa suma tendré masque suficiente para libertar a la mujer que amo.
—¿Sigues pensando en lo mismo?
—¡Siempre, mientras tenga un átomo de vida! —respondió el malabar.
—Ya has visto por propia experiencia que es peligroso usar de la violencia con monjas, Palicur.
—¡Pienso rescatarla!
—Es preciso poseer la perla roja; ya lo sabes, mi pobre Palicur.
—¡Que es lo que vamos a buscar!
—¿A tanta profundidad? ¿Qué barco es el que puede descender hasta allá abajo? Ni tú ni nadie es capaz de resistir la presión del agua.
—De eso ya hablaremos más adelante, Moselpati —dijo Palicur—. Por ahora lo que te pido es que nos proporciones un refugio seguro que esté lejos de la ciudad de las Perlas. Puede ser que no nos conozca todavía la policía; pero, sin embargo, es menester ser prudentes, porque no tengo ganas de volver a presidio.
—Tienes razón, Palicur —contestó el mandah.
Estuvo callado durante algunos momentos, lanzando una mirada de sus negrísimos ojos sobre la superficie del mar, que brillaba de un modo esplendoroso bajo los primeros rayos del Sol; por fin, extendiendo una mano hacia Poniente, dijo:
—Allá, en aquella roca aislada que cubre la marea alta en sus tres cuartas partes cuando sopla el viento del Este, en una galería por la cual se va a la cumbre, y que no queda libre más que durante seis horas en las veinticuatro, encontraréis un asilo. Nadie irá a buscaros allí, porque solamente yo y mis hombres conocemos aquel paso.
—¿Y por el exterior no se puede escalar? —preguntó el contramaestre.
—No, señor.
—¡Un magnífico refugio! —dijo Jody, que miraba atentamente el sitio indicado—. ¡De seguro que no lo descubre la policía!
—Sin embargo, tienen ustedes que permanecer en mi barca hasta que caiga la noche. La baja marea no llega a su mínimum hasta entre once y doce.
—¿Y los víveres? —preguntó Will.
—Yo me encargo de todo, señor —respondió el mandah—. Ya estamos en el lugar de la pesca. Ahí tienen ustedes la despensa: cojan ustedes lo que quieran para desayunarse.
»Yo voy a dirigir a mis gentes, y hasta mediodía estaré ocupado.
»Además, nadie vendrá a inquietarlos. Pueden hacer lo que les parezca, con la misma confianza que si estuviesen en su propia barca.
Dio a todos la mano, y salió gritando:
—¡Echad a fondo las anclas! ¡A sus puestos los buzos!