EL «TUERTO» VUELVE A ESCENA
No trascurrieron cinco minutos, cuando ya los tres náufragos, milagrosamente libres de tantos peligros, se encontraban a bordo de un velero martabanés de elegantes formas, como ya tienen hoy todas las naves birmanas, y de punta bastante aguda y realzada.
Era un buque pequeño, de unas doscientas toneladas, de dos palos, con amplias velas latinas parecidas a las de ciertos barcos griegos, y lo tripulaban doce hombres de color oscuro y ojos un poco oblicuos.
El comandante era un viejo martabanés de simpático aspecto, a pesar de su color casi de negro humo. Vestía un amplio vestido de gruesa tela can rameados de colores brillantes, y cubría su cabeza un gran sombrero cónico, no muy a propósito para desafiar los vientos del Océano. Apenas tuvo delante de sí a los tres náufragos y se hizo cargo de que uno de ellos era blanco, sin decir ni una palabra los condujo a la caseta de popa, y los introdujo en una habitacioncilla llena de fardos de mercancías de varias clases, en el centro de la cual había una mesa con una especie de linterna chinesca que despedía una luz clara. Se apresuró a ofrecerles tres grandes vasos colmados de excelente arak, diciéndoles en su fantástico inglés:
—¡Beban ustedes: después de un baño largo, esto sienta muy bien!
En seguida dio un golpe en un gong pequeño, gritando:
—¡La cena para estos señores!
Los tres penados, muy sorprendidos por acogimiento tan simpático no siendo europeo aquel hombre, le dieron las gracias con unas cuantas palabras y vaciaron de un solo trago el delicioso licor. Realmente, tenían necesidad de aquella bebida después de baño tan largo y de tantos sufrimientos.
Apenas vaciaron los vasos, cuando entró el cocinero de a bordo llevando bizcochos, una tartera de arroz cocido y condimentado con guabiur guisado de pescados distintos, de hierbas y de aceite, muy pimentado, que es el alimento ordinario de los marineros martabaneses y birmanos, legumbres cocidas, que es plato de gran lujo, varias tazas de té y pipas.
A pesar de que aquel buen hombre había hecho señal a Will para que comiese en lugar de dar explicaciones, el contramaestre le contó que eran tres marineros de un barco inglés que había volcado hacía dos semanas en aquellos parajes durante una tempestad formidable mientras se dirigían a la isla de Ceylán, y que ellos eran los únicos supervivientes, pues los demás desaparecieron en los abismos del Océano.
Como puede comprenderse fácilmente, esta historia se la tragó por completo el buen comandante, que se mostraba vivamente conmovido con el relato de los dolorosos sufrimientos que experimentaron aquellos desgraciados en el casco de la nave náufraga.
—¿Así que ustedes se dirigían a Colombo? —dijo cuando terminó el contramaestre.
—Sí —respondió Will.
—Pues ése es mi camino.
—Me lo había figurado —dijo el contramaestre— al ver a su barco de usted navegando hacia Poniente.
—Llevo un cargamento de índigo para esa ciudad-prosiguió el martabanés, —y me alegro mucho de poder conducir a ustedes.
—Si no le molesta a usted, podría desembarcarnos en Manar —dijo Will—. Allí tenemos amigos que nos ayudarán, puesto que lo hemos perdido todo en el naufragio.
—Teniendo que pasar por el estrecho, no encuentro dificultad alguna para dejarlos a ustedes allí. Ahora váyanse a descansar y no piensen en nada. Son ustedes mis huéspedes.
Los condujo a una habitacioncilla contigua en la cual había unas hamacas, y se despidió dándoles cortésmente las buenas noches.
Apenas había salido a cubierta, cuando se encontró ante dos hombres que parecían esperarle.
Uno era blanco, de formas robustas, con un montón de cabellos rojos en la cabeza, y vestía el uniforme de vigilante de los presidios ingleses; el otro parecía un indio, o por lo menos un cingalés, de formas todavía más atléticas que su compañero, con enormes brazos y un torso como el de un búfalo; carecía de un ojo.
Ambos parecían frenéticos, porque embistieron enseguida con el martabanés lanzándole una sarta de insolencias.
—¡Estúpido!
—¡Imbécil!
—¡Debías dejarlos que se ahogasen!
—¡Por lo menos, hubiera terminado nuestra misión!
—¡Y te hubiéramos pagado la muerte de esos canallas!
El martabanés miraba asombrado, ya al uno, ya al otro, como si no comprendieses aquel violento acceso de ira.
—¡Explicaos! —dijo al cabo dirigiéndose hacia proa para que los náufragos, que estaban muy cerca, no pudiesen oír nada.
—¡Esos tres hombres que has salvado como un estúpido, son los que íbamos a buscar en las pesquerías de Ceylán! —dijo el hombre de color y tuerto—. El comandante de la penitenciaría de Port-Cornwallis te manifestó que embarcábamos en tu buque para realizar la caza de esos bribones, escapados hace unas siete semanas próximamente.
—Sí, me dijo eso; pero yo no tengo nada que ver con vuestros asuntos. Os he embarcado como pasajeros porque habéis pagado: tengo el compromiso de conduciros a Ceylán, y nada más —contestó el martabanés.
—¡Te digo que esos náufragos son penados, y que nosotros tenemos que prenderlos!
Él martabanés se encogió de hombros.
—Pues yo os repito que ésos son asuntos vuestros. Yo no soy súbdito anglo-indio, y no tengo por qué obedecer a nadie, quienquiera que sea.
»He encontrado en el mar a esos hombres muriéndose de hambre, y los he recogido, como hubiera hecho cualquier otro marino.
»Que sean o no penados, eso no me importa poco ni mucho.
—¿Y qué es lo que vas a hacer con ellos? —preguntó el hombre de los cabellos rojos.
—Los dejaré en Manar, porque me han pedido que los desembarque en las pesquerías.
—Yo haré que te premien si mandas que los aten y los entregas al gobernador de Colombo.
El martabanés arrugó el entrecejo.
—¡Las gentes de mi raza no cometen traiciones como ésa! —dijo secamente.
—¡Déjanos atarlos a nosotros mientras duermen! —dijo el compañero del vigilante.
—¡Jamás os lo permitiré! ¡Estáis a bordo de mi barco, y aquí solamente mando yo!
—¡Tienes razón! —dijo el vigilante, que había comprendido que aquel hombre no cedería—. Pensaremos en volver a prenderlos apenas pongan el pie en territorio inglés; pero has de prometernos que no les dirás que venimos a bordo, si no quieres tener graves disgustos. El Gobierno inglés no bromea nunca, y podría confiscarte la carga apenas llegases a Colombo.
—No les diré nada —contestó el martabanés.
—Nosotros estaremos escondidos en la cámara de proa hasta el momento de desembarcar —prosiguió el vigilante, y no saldremos hasta que lleguemos a los bancos de Manar.
—¡Está bien!
—¿Dónde desembarcarán los náufragos?
—En Manar.
—¡Pues los encontraremos! —dijo el vigilante. Al martabanés se le contrajeron los labios con una sonrisilla sardónica, y les volvió la espalda dirigiéndose hacía popa.
—¡Es el Diablo quien nos los ha enviado! —dijo el vigilante—. De seguro que no creías tener tanta suerte. ¿Verdad, Tuerto?
—¡Todavía no he vuelto de mi sorpresa! —Repuso el cingalés, pues era el rival de Palicur—. ¡Perros! ¡Al fin me vengaré! ¡Ya le había dicho al comandante de la penitenciaría que los encontraría; pero no creía volver a verlos tan pronto!
—¡También yo me vengaré de ese maldito mulato, que con su ginebra me hizo perder los galones! —Dijo el irlandés apretando los dientes—. ¡Condenado, tunante! ¡Mientras él se escapaba, yo me emborrachaba como un estúpido con la botella que me había regalado!
—Usted volverá a tener sus galones, y yo mi libertad. Me lo ha prometido el comandante si logro coger por los pelos a esos bribones. ¡Verá usted cómo al Tuerto no se le escapan!
»En cuanto los hayamos enviado a la penitenciaría me ocuparé de Juga. ¡A pesar de dos años de galera, no he podido ahogar la pasión que siento por ella!
»¡Mía, o de la muerte!
—Dime, Tuerto: ¿cómo has sabido que se dirigían a las pesquerías?
—Porque los sorprendí un día hablando de eso.
—¿El día aquél en que el malabar te tumbó a puñetazos?
—¡Sí! —dijo el cingalés, cuya fisonomía adquirió un aspecto feroz ante el recuerdo de su derrota—. Después pude seguir oyéndolos cuando los metieron en la celda, porque estuve tabique por medio de la suya. ¡Esos estúpidos no pensaban que se puede oír todo a través de una pared de madera!
—¿Y qué es lo que van a hacer en las pesquerías?
—Van a buscar la perla roja, sin la cual le es imposible a Palicur dar la libertad a Juga. Debe de saber dónde se ahogó el que la robó de la pagoda.
—¿Y tú no lo sabes?
—Lo ignoro, porque nunca he sido pescador de perlas, y por esa razón no he tenido relaciones con esos hombres.
—Pero si nosotros los arrestamos enseguida, ¿cómo te vas a arreglar para saber el sitio donde se encuentra la perla? Palicur no te lo dirá.
—No podemos hacer que los detengan mientras no tengan el pie en territorio cingalés —dijo el Tuerto—. Y él seguramente no desembarcará hasta que haya encontrado la perla. Cuando le prendamos se la cogeremos. Ya sabe usted que el comandante de Port-Cornwallis me ha dado plenos poderes, bajo la vigilancia de usted, para hacer como mejor me parezca en este asunto, con tal de prenderlos a todos.
—Que desembarquen en cualquier punto de la isla, y mandaré enseguida que los aten —dijo el vigilante—. Tengo en el bolsillo una carta del jefe de la policía de Colombo y de Areppuwa, y los haré detener antes de que se refugien en territorio del bajá de Candy.
»Quisiera saber por qué casualidad tan extraordinaria los hemos encontrado aquí sin la chalupa de vapor, y dónde se escondieron para poder ocultarse cuando los buscaba el Nizam.
—Supongo que habrán estado escondidos en alguna de las islas Nikobar —contestó el cingalés.
—¿Y qué le habrá sucedido a la chalupa?
—Se habrá ido a pique por no poder resistir algún ciclón, señor Foster. En estos mares son frecuentes las borrascas.
—¡Han tenido buena suerte, Tuerto!
—¡No les durará mucho; se lo aseguro a usted!
—También lo creo. ¡Vamos a vaciar una botella: todavía tengo algunas en la caja!
El penado y el vigilante se cogieron de bracete como dos viejos amigos, y descendieron a la caseta de proa, donde roncaban los marineros francos de guardia, que eran casi todos martabaneses.
El contramaestre y sus compañeros, ignorando el grave peligro que los amenazaba, durmieron como santos doce horas seguidas. Realmente, desde la fuga de la penitenciaría era la primera noche que descansaban en una hamaca.
Cuando salieron a cubierta estaba ya muy alto el Sol, y una brisa bastante fuerte empujaba al velero en dirección de Ceylán.
El Capitán, que parecía sentir una verdadera simpatía por aquellos desgraciados, mandó que les sirvieran una comida abundante; pero no les habló de la presencia a bordo del vigilante y de su compañero.
Durante el día el barquito, que era un admirable andarín, continuó corriendo hacia Poniente, y antes de que se pusiera el Sol la tripulación avistaba la punta de Palmira, que es la más septentrional de la gran isla de Ceylán.
A la mañana siguiente el velero embocaba el amplio canal de Manar, que separa la extremidad meridional de la península indostánica y la isla de Ceylán, bañando las costas de Oriente de la primera y las de Occidente de la segunda.
A las diez de la noche estaba a la vista el faro de la isla de Manar, y algunas horas después el velero anclaba en la bahía de Condatchy.
—Por esta noche permanecerán ustedes a bordo todavía —dijo el martabanés a Will, que se mostraba impaciente por desembarcar—. Creo que será mejor para ustedes. Ante todo, dígame: ¿tienen ustedes amigos de confianza entre los pescadores de perlas?
—¿Por qué me pregunta usted eso? —preguntó a su vez el contramaestre, un poco admirado por el tono misterioso del martabanés.
—Se lo diré mañana; por ahora no puedo explicarme más.
—¿Quiénes cree usted que somos nosotros? —preguntó Will, que sospechó algo.
—Para mí, náufragos a quienes debo proteger mientras sean mis huéspedes. Conteste usted a la pregunta que le he hecho. ¿Tienen ustedes amigos entre los pescadores?
—Sí —dijo Palicur, que asistía al coloquio—; casi todos me conocen.
—Entonces, es mejor que os haga descender en una barca cualquiera de pescadores que no en tierra. La ciudad de las perlas está llena de peligros en estos momentos —dijo el martabanés—. Allí no hay seguridad.
—¿Qué es lo que ha sucedido, entonces, en esa población? —preguntó Palicur con ansiedad.
—Les ruego que por ahora no me pregunten nada. Son ustedes huéspedes míos, y, por lo tanto, nada tienen que temer de mí. Váyanse a dormir; cuando pasen mañana las barcas de los pescadores para dirigirse a los bancos, les daré explicaciones que podrán serles de mucha utilidad.
Comprendiendo que era inútil insistir, Palicur, Will y Jody, muy preocupados con lo que les había dicho el martabanés, volvieron a su camarote; pero no lograron cerrar los ojos, aun cuando les parecía inadmisible en absoluto que aquel hombre hubiese podido adivinar que eran fugitivos del residió de Port-Cornwallis.
Cuando el cañonazo disparado desde la cercana estación de Agrippo anunció que las barcas de pesca iban a salir de la ciudad de las perlas para dirigirse a los bancos de Manar, todavía estaban despiertos los tres amigos.
Subieron enseguida a cubierta, y no notaron nada de extraordinario. El capitán del velero estaba sentado en el coronamiento de popa masticando un poco de betel, y cuatro marineros se disponían a echar al agua una chalupa.
—Ya salen de la bahía las barcas de pesca —dijo el martabanés yendo al encuentro de los náufragos, en tanto que un muchacho corría hacia ellos con humeantes tazas de té—. Si quieren ustedes desembarcar, prepárense para hacerlo.
Efectivamente; aun cuando apenas comenzaba a amanecer, se veía venir un gran número de barcas de vela tripuladas por veinte o treinta pescadores, que se dirigían lentamente hacia el mar.
Como el velero martabanés estaba anclado casi a la entrada de la rada, las barcas tenían necesariamente que pasar por delante de él.
—Capitán, le damos las gracias por habernos salvado la vida y por la cordial hospitalidad que nos ha concedido —dijo Will—; pero debe usted completar su buena obra explicándonos las enigmáticas palabras que pronunció ayer noche.
—Ahora que ya se han ido, nadie puede impedirme advertirles el peligro que los amenaza —dijo el martabanés.
Escupió la hoja de betel que estaba masticando, y prosiguió:
—Hace ocho días me obligó una tempestad furiosa a buscar abrigo en Port-Cornwallis.
—¡En Port-Cornwallis! —exclamaron a un tiempo Will, Palicur y Jody.
—El comandante del presidio supo por mis gentes que yo iba directamente a Ceylán, y mandó que me preguntasen si quería embarcar a un penado y un vigilante encargados de perseguir a tres fugitivos, los cuales, según se suponía, se dirigían a las pesquerías de Manar.
—¡Ah; maldito Tuerto! —rugió Palicur—. ¡Él ha sido el que nos ha vendido!
—¿Tuerto? —dijo el martabanés—. Precisamente así se llamaba el compañero del vigilante.
—¿Era un cingalés? —preguntó el contramaestre, que conservaba toda su sangre fría.
—Sí; muy grueso y con un ojo solo.
—¿Y el otro?
—Era un hombrazo con la nariz encorvada y el pelo y el bigote rojizos: un gran bebedor, porque mientras estuvo a bordo no ha hecho otra cosa que vaciar botellas de licor. Traía consigo dos cajas llenas.
A pesar de la gravedad de aquellas noticias, Jody no pudo contener una carcajada.
—¡Mi irlandés! —exclamó apretándose el vientre—. Estará furioso conmigo. ¡Cuidado con la nariz que ha tenido el gobernador del presidio al escogerle a él!
—Prosiga usted —dijo Will al martabanés—. ¿Dónde han desembarcado esos hombres?
—Desembarcaron ayer noche.
—¡Cómo! —exclamaron a un tiempo el contramaestre y Palicur, creyendo que habían entendido mal.
—Sí; ayer noche.
—¿Estaban a bordo cuando usted nos recogió? —preguntó Will.
—Y deben de haber reconocido a ustedes, porque querían que mandase atarlos.
—¡Ah, miserables! —exclamó el malabar—. ¡Si yo lo hubiese sabido, los hubiera tirado al agua! ¡Ha hecho usted mal en no decírnoslo antes!
—Me amenazaron con confiscarme el barco por medio de las autoridades inglesas de Colombo sí les decía algo, y ya saben ustedes que los anglo-indios no bromean.
—Tiene usted razón —dijo Will—. Le doy gracias por no haber accedido a lo que le pedían esos hombres.
—Quiero dar a ustedes un consejo. No se hagan presentes en la ciudad de las perlas. Esos hombres los esperan allí para prenderlos.
—Tengo muchos amigos entre los pescadores —dijo Palicur—, y nos protegerán; no tenga cuidado. ¡Ah! ¡Aquí está la barca de mi amigo Jopo! ¡Todavía la recuerdo!
»¡Señor Will, ahí tiene usted el hombre que nos salvará de las insidias de la policía anglo-india!
»Es el jefe de las corporaciones de pescadores de perlas, y nada tendremos que temer.
Pasaba, en efecto, una gran barca con sus amplias velas desplegadas y tripulada por unos cuarenta hombres entre nadadores y mandan, que son los encargados de sacar de los fondos a los primeros, y la guiaba un hermoso indio de elevada estatura, muy enjuto, de larga barba ya canosa, de ojos muy vivos y cubierta la cabeza con un turbante monumental de varios colores.
—¿Es en esa barca donde queréis embarcaros?
—Sí —contestó Palicur.
—Pues ya está dispuesta para conduciros una de mis chalupas. ¡Les deseo buena suerte!
Los tres ex-penados le dieron las gracias calurosamente, descendieron corriendo a la chalupa, y a los pocos minutos se encontraban seguros a bordo de la gran barca del jefe de los pescadores de perlas.