LA CAZA DE LOS TIBURONES
¿Qué era lo que había sucedido? ¿Cómo aquella armazón, que había resistido durante tantas semanas a la invasión de las aguas, a juzgar por las algas que la cubrían, se hundía precisamente en el instante en que los náufragos estaban a punto de salvarse?
Al oír el grito del contramaestre Palicur y Jody habían saltado hacia adelante, desembarazándose rápidamente de los vestidos para estar dispuestos a lanzarse al agua antes de que el hoyo que el velero debía abrir al hundirse los absorbiera también.
—Señor Will —dijo el pescador de perlas—, ¿está usted seguro de que este casco va a faltarnos bajo los pies?
—¡Estoy segurísimo de que no me equivoco! —Contestó el contramaestre—. ¡Callad y escuchad!
Aplicaron el oído conteniendo la respiración.
En la base de estribor oyeron un regurgitar sordo, acompañado de cuando en cuando de roncos silbidos y de algunos crujidos ligeros.
—Es el aire encerrado que se escapa a través de alguna grieta o abertura —dijo el contramaestre.
—¿Y cómo puede haberse producido esa abertura precisamente en este momento? —preguntó Jody.
—¡Quién sabe! Alguna costilla que se habrá podrido por efecto de tan larga inmersión en el mar, o que se haya quebrantado con el golpazo de nuestra piragua; aun cuando me parece que el agua penetra con mucha lentitud. Es verdad que el barco se ha acostado un poco; pero hasta ahora no veo que haya descendido.
—Eso es cierto, señor Will —dijo Palicur—. La línea de algas está lo mismo, al menos por aquí.
—Pero no hacia la proa —dijo Jody—. Me parece que se ha inclinado hacia el bauprés y que, en cambio, se ha levantado un poco por la popa.
—Entonces, es que la abertura se hizo a proa —dijo el malabar.
—¡Se me ocurre una cosa! —exclamó de pronto el contramaestre.
—¿Qué, señor Will?
—Que han sido los sword-fish los que han producido esa avería en el casco. Pudiera haber sucedido que alguno de ellos, con el ímpetu que traían persiguiendo a los peces voladores, haya atravesado con su espada los tablones, abriendo un agujero.
—Es posible.
—El arma que llevan es de una dureza excepcional. Yo he visto a uno de esos animales atravesar el costado de una chalupa.
—Si el agujero lo produjo alguno de esos peces, el barco se hundirá muy lentamente, y pueden recogernos antes. ¡Ah! ¿Dónde está? ¡No veo ninguna de sus luces!
Los tres hombres clavaron la mirada hacia Levante buscando ansiosamente el velero. Veíanse muchas estrellas que se remontaban lentamente hacia el cielo, pero ningún punto rojo o verde que indicase los faroles de posición del buque.
—¿Ha desaparecido? —preguntó con terror Jody.
—¡Espera! —dijo el contramaestre—. Hay barcos que se contentan con llevar un solo farol coloreado en la proa, y que casi siempre es de luz blanca, la cual puede confundirse con la de las estrellas.
—Además, ha cesado el viento, y ese velero puede encontrarse en plena calma —añadió Palicur, un poco tranquilizado por lo que había dicho el marino—. La brisa no comenzará a soplar hasta que despunte el día.
—¿Y si entretanto se nos va el barco de debajo de los pies? —Dijo Jody—. ¡Ya sabéis que yo soy un pésimo nadador!
—Ahí está tu caja, que podrá servirte de apoyo —respondió Will—. Si saliese la Luna…
—Sale muy tarde, señor Will —dijo Palicur.
Una nueva y más brusca oscilación del barco hacia proa los hizo caer otra vez unos sobre otros.
—¡Nos hundimos! —gritó Jody.
—¡Esperadme! —dijo el contramaestre, que conservaba toda su sangre fría.
Se dirigió hacia la rueda de proa, y vio enseguida que el mascarón, que representaba un águila con las alas desplegadas y que hasta entonces estuvo visible en parte, se había sumergido por completo.
—¡Maldita suerte! —exclamó—. Se ha hundido el casco más de dos pies en un cuarto de hora. Por lo visto, la avería es más considerable de lo que pensaba. Debe de ser un madero que ha cedido, y no el simple agujero de la espada de un sword-fish.
Se inclinó hacia el mar y se puso a escuchar.
Hacia la rueda de proa se oían rumores roncos acompañados de un fragor sordo, producido probablemente por el agua que caía en la bodega.
—¡Se hundirá pronto el maderamen de la carga y se alargará la abertura! —murmuró el contramaestre mientras se le bañaba la frente en sudor—. ¡Es imposible que podamos seguir flotando hasta que amanezca!
Con tan tristes presunciones volvió hacia donde estaban sus compañeros, que le esperaban con ansiedad.
—¿Se hunde? —preguntó Palicur.
—¡Dentro de un par de horas, esto habrá concluido! —respondió el contramaestre dando un suspiro.
—¿Echamos la caja al agua?
—No; esperemos hasta el último momento, con objeto de permanecer en el mar el menor tiempo posible. Ya sabes que no se han alejado todavía los tiburones.
—Antes de que se pusiera el Sol los he visto navegando a lo largo a una distancia de dos a trescientos metros.
—Señor Will —dijo Jody—, ¿será verdad, como dicen, que cuando los tiburones persiguen obstinadamente a una chalupa o balsa es señal de que más tarde o más temprano tienen presa segura?
—¡Cosas de marinos supersticiosos! —contestó el contramaestre encogiéndose de hombros—. Nos han seguido a nosotros como podían haber seguido a otros cualesquiera. ¡Ah, no! ¡Aquello no es una estrella! ¡Es la luz de un farol! ¡Amigos, el velero está allí, en el mismo sitio, sostenido por la calma!
—Procuremos alcanzarle, señor Will —dijo Palicur—. ¿A qué distancia cree usted que se encuentra?
—Una docena de millas; pero, sin embargo, no dejaremos este casco hasta que se vaya a pique. El viento es muy débil; pero, aunque sea poco, algo avanzará ese buque, y esperando, tendremos menos camino que recorrer.
—¿Sigue hundiéndose esto?
—Despacio: por algún tiempo no tenemos nada que temer.
Se sentaron en la quilla, teniendo delante de ellos la caja del maquinista, que era una especie de valija de unos dos pies de ancho por un metro de largo, laminada de zinc e impermeable, y con dos grandes asas de hierro en la cabecera.
La embarcación no cesaba de hundirse, siempre con lentitud, tumbándose de proa y un poco de babor. Se oía caer el agua en la bodega, produciendo un rumor que impresionaba hondamente, y que repercutía en el corazón de los náufragos.
Cuando la nave había dado la vuelta poniendo al Sol la quilla, quizás al impulso de una fortísima racha de huracán, debía de llevar todas las escotillas herméticamente cerradas, y seguramente la cantidad de aire acumulado en la estiba era lo que la sostenía a flote. Por lo tanto, el contramaestre estaba equivocado al creer que estaba cargada de madera.
Trascurrió media hora; después, una hora larga, larguísima, para aquellos desgraciados. El farol blanco brillaba siempre a gran distancia, el viento no tenía trazas de levantarse, y el casco seguía descendiendo en medio de largas y blandas ondulaciones. Ya debía de haber penetrado en la bodega gran cantidad de agua, y aquel enorme peso le arrastraba lentamente, pero de un modo inexorable, a les profundos abismos del Océano índico. De pronto Will se levantó diciendo:
—¡Ánimo, amigos! ¡Ya es hora de que nos vayamos! El barco comienza a oscilar, y ésta es la señal de que se halla a punto de irse a pique rápidamente.
Los costados del velero crujían, y allá en la estiba se oía la masa de agua que murmuraba sordamente, debatiéndose contra los puntales del entrepuente y los encajes de los mástiles. Parecía que el barco se quejaba de su triste suerte.
Los tres penados se levantaron.
—¿Habrá avanzado aquel buque? —preguntó Palicur.
—Ahora se distingue mejor el farol. Jody, coge la pistola, pues podríamos necesitarla; coge también algunos cartuchos, y ten cuidado de no mojarlos.
—¿Me sostendrá la caja? —preguntó el maquinista.
—Sí; ponte a caballo. Nosotros dos iremos cogidos a las asas. ¡Listos: echémonos al agua!
Desataron un extremo de la cuerda, que dejaron colgando a través del casco, y descendió primero el malabar llevando la caja consigo.
Como el mar estaba muy tranquilo, le fue fácil echarla al agua; Jody, que le seguía de cerca, se puso a caballo casi de un salto, sin soltar la pistola con una docena de cartuchos. El último en meterse en el mar fue Will.
—¡Aprisa! —dijo—. ¡Alejémonos antes de que se hunda el barco!
Se agarraron con una mano a las asas, y se dirigieron rápidamente mar adentro remolcando la caja.
El casco del velero, ya casi lleno de agua, comenzaba a hundirse rápidamente. La proa se había sumergido casi por completo, mientras que la popa, por efecto del movimiento de contrapeso, se había levantado mucho, mostrando todo el timón y la extremidad del palo de mesana.
—¡Pronto! ¡Pronto! —decía Will.
Se habían alejado unos cuatrocientos metros, cuando vieron que la nave se hundía deprisa y casi verticalmente, al tiempo que resonaban mil crujidos. La popa, saliendo de golpe fuera del agua, mostró durante unos momentos el último mástil, al cual estaban sujetos todavía los penoles con algunas tiras de lona de las velas; enseguida la mole entera se hundió, formando un vórtice inmenso.
Una oleada circular se extendió sobre el Océano, alargándose hasta perderse de vista; después volvió hacia el vórtice, mugiendo y arrastrando un momento la caja y a los tres hombres que iban agarrados a ella, y se deshizo con un estampido parecido al detonar simultáneo de varias piezas de artillería.
—¡Durante algunos instantes he temido que nos absorbiera el vórtice! —dijo Jody, que estaba temblando aún—. ¡Ver hundirse un barco, produce un efecto terrible!
—Estaba condenado a eso hacía ya algún tiempo —contestó Will.
—¿Le habrá precedido la tripulación en ese descenso espantoso a los abismos?
—¡Pudiera ser! Cuando una nave se acuesta, concluyendo por volcarse, no deja tiempo para poder echar al agua las chalupas. ¿Sigues viendo el farol, Jody, tú que estás más alto que nosotros?
—Sí, señor Will; y siempre lejos.
—¿Estamos en buen rumbo?
—Sí.
—Oreo que nos recogerán antes de que amanezca. Sin embargo, la caja nos sirve a las mil maravillas como punto de apoyo, y podremos resistir cuatro o cinco horas. ¿Verdad, Palicur?
—Por mi parte, el doble —contestó el pescador de perlas.
—¿Qué hora será? —preguntó Jody.
—Debe de ser próximamente la media noche —dijo Will mirando a las estrellas.
—¡Eh! —hizo en aquel momento el maquinista agitándose y armando precipitadamente la pistola.
—¿Qué te sucede?
—Detrás de nosotros veo que brilla la boca de uno de esos malditos tiburones, señor Will.
—¡Condenados monstruos! —rugió con ira el contramaestre—. ¡Estaba escrito que no habían de dejarnos tranquilos! Palicur, ¿conservas el cuchillo?
—Sí, señor Will.
—Está dispuesto para lo que ocurra, y detengámonos. Generalmente esos animales tienen buen olfato, pero pésima vista. Dejemos pasar a ése que viene persiguiéndonos.
—¿Ves él otro, Jody? —preguntó el malabar.
—No; en ninguna dirección.
—Se nos acercará por debajo del agua.
Estas palabras helaron la sangre en las venas del contramaestre. Podía suceder que, en efecto, mientras el compañero exploraba la superficie, el otro se les acercase por debajo del agua y de una sola dentellada cercenase las piernas a cualquiera de los nadadores.
—¡Confieso que tengo miedo! —dijo Will.
—¡Espere usted, señor! —respondió el malabar—. ¡Voy a enterarme!
Soltó el asa y se dejó ir a fondo sin producir ruido alguno. El contramaestre le sintió deslizarse cerca de sus piernas, y al cabo de medio minuto le vio reaparecer a unas cuantas brazas de distancia de la caja.
—¡Nada! —dijo estornudando.
—¿Y el otro?
—Rondando; pero, por ahora, sin acercarse —respondió Jody.
—Entonces, sigamos marchando —dijo el contramaestre—. Procuremos alcanzar lo más pronto posible a ese velero. ¿Y la Luna? Duerme esta noche, pues el horizonte está despejado.
—Pronto saldrá, señor Will —dijo Jody—. Allá veo en dirección del velero una ligera claridad que se refleja en el agua.
—Si avanza el tiburón, adviértenoslo. ¡Remolca, Palicur!
Se pusieron a nadar, avanzando siempre hacia Levante, mientras el astro nocturno hacía su aparición mostrando poco a poco su figura de hoz.
Jody, que se volvía a mirar de cuando en cuando en aquella dirección, sin perder de vista por eso la fosforescente boca del monstruo, pudo ver enseguida en medio de la estría de plata que proyectaba la Luna en el Océano, dos anchas manchas blancas encima de un pequeño punto negro.
—¡Señor Will! —exclamó lleno de alegría—. ¡El velero es visible ya, y se dirige hacia nosotros!
—¿Qué es? ¿Un brik, un bergantín, una barca? —No; tiene dos velas latinas como los grabs indios y los pinassas.
—¿Te parece que está muy lejos?
—Unas dos o tres millas.
—¿Y el tiburón? ¿Sigues viéndole?
—¡Sangre de Brahma!
—¿Qué es lo que sucede?
—¡Me parece que nos ha visto y que se dirige hacia nosotros!
—¿Tiras bien?
—¡No soy mal tirador!
—¡Pues apenas esté a tu alcance, hazle fuego!
—¡Así lo haré, señor Will!
—Y yo me arreglaré para llevar a cabo lo demás que haga falta —dijo el malabar, poniéndose el cuchillo entre los dientes.
—¡Apresurémonos, Palicur! —dijo Will.
Por más esfuerzos que hacían, no podían competir con aquel formidable salteador de los mares, que en pocos minutos recorre varios kilómetros. El monstruo debía de haber visto a los tres náufragos, porque se acercaba con gran velocidad, impaciente por ganarse la cena.
—¡Hagámosle frente! —Dijo el contramaestre, que ya oía los coletazos precipitados de aquel terrible adversario—. ¡Afortunadamente, viene solo!
—¡Aquí está! —gritó Jody en aquel momento tendiendo el brazo armado—. ¡Toma, condenado!
Un relámpago rasgó las sombras de la noche, seguido de un disparo. El tiburón, herido en la boca, dio un salto repentino saliendo del agua casi por completo, y enseguida se sumergió con gran estrépito, en tanto que Palicur se ponía delante del contramaestre empuñando el cuchillo.
Un momento después se oyó otro disparo en lontananza. La detonación venía de Levante.
—¡Nos hacen señales desde el velero! —gritó Jody, que había visto el fogonazo, y cargando al propio tiempo la pistola.
—¡Llegarán demasiado tarde! —dijo Will—. ¡Ahí está ese monstruo, que vuelve a la carga!
Aun cuando debía de tener incrustada la bala en el paladar, el tiburón había vuelto a la superficie y se lanzaba nuevamente sobre los náufragos, decidido, probablemente, a concluir de una vez con aquellas presas por las cuales suspiraba hacía tantos días.
Jody y el malabar se hallaban dispuestos a recibirle, y el mismo contramaestre, aun cuando inerme, estaba resuelto a prestar ayuda a sus compañeros, aunque fuese a puñetazos.
Jody, que le veía mejor que los otros dos, pues seguía a caballo en la caja, le descargó por segunda vez la pistola entre las enormes mandíbulas abiertas; al mismo tiempo el malabar, aprovechándose del dolor del monstruo y de su sorpresa, se ocultó bajo el agua, y de una tremenda cuchillada le abrió el vientre en más de un pie de longitud.
Casi enseguida volvió a resonar otro disparo en la proa del velero, que estaba a unos cinco o seis cables de distancia.
Los náufragos lanzaron un triple grito que se perdió a lo lejos sobre el Océano.
—¡A nosotros! ¡Socorrednos!
Una voz que mascullaba horriblemente el inglés contestó enseguida:
—¿Quiénes sois?
—¡Náufragos!
—¡Esperad la chalupa! ¡Nos pondremos al pairo!
Algunos minutos después una línea negra se destacó en la zona que argentaban los rayos de la Luna, y la voz de antes gritaba:
—¡Sosteneos un momento! ¡Ya llegamos!