17

EL CASCO DEL VELERO

Efectivamente, el contramaestre del Britannia no se había equivocado al asegurar a sus compañeros que encontrarían el almuerzo en el casco del barco volcado.

Aquellas algas, humedecidas constantemente por los vaivenes de las olas, contenían millares de pequeños cefalópodos, de octopus purpúreos, de oscilloe pelageche, y en las que el mar bañaba, se deslizaban por entre sus hojas pequeñísimos peces de forma aplastada, de una longitud de cuarenta milímetros, y que se dejaban coger a puñados. Por último, escondidos entre lo más espeso de aquella vegetación acuática, encontraron bastantes cangrejos nadadores de muy buen tamaño y enemigos despiadados de los oscilloe.

Lo que más los alegró fue el descubrimiento de un nido de priom turtur colocado en medio de las algas y ocupado por una pareja de dichos graciosos pájaros marinos, que son del tamaño de las tórtolas y tienen las plumas de color gris turquí en el dorso y blanco por debajo.

Aquellos volátiles están ordinariamente cerca de las costas en grandes bandadas; pero seguramente que aquéllos los habría lanzado algún golpe de viento sobre el Océano, y habían logrado encontrar también un refugio en el casco del velero, donde anidaron.

El aislamiento los había hecho más mansos, a lo que parecía, de lo que son de ordinario, porque al acercarse los náufragos no se movieron, contentándose con batir las alas y dar unos graznidos.

—¡Dejémoslos tranquilos! —dijo el contramaestre deteniendo a Jody, que iba a apoderarse de ellos—. ¡Son náufragos como nosotros: respetémoslos!

La recolección de crustáceos había sido lo suficiente para asegurarles varias comidas; y eso que no habían registrado más que una parte de aquella pradera marina, y tanto a popa como a proa debían de encontrarse otros moluscos, crustáceos, etcétera, escondidos entre la masa de sargazos.

Comieron con apetito, todo crudo, como es de suponer, y apagaron la sed con una de las seis nueces de coco, la cual se abrió con el cuchillo del contramaestre, arma que llevaba el marino en el cinturón en el momento del naufragio.

En lugar de tirar las cáscaras, las guardaron, pues si volvía a caer otro aguacero podían servir para recoger agua dulce.

—Señor Will —dijo el malabar así que concluyeron—, ¿dónde cree usted que nos encontramos?

—Me es imposible decirlo con precisión, pues no tengo medio alguno para apreciar la latitud y la longitud; pero creo que estamos hacia la mitad del camino entre las Nikobar y Ceylán.

—Y yo pregunto: ¿cómo nos las arreglaremos para llegar hasta el estrecho de Manar? —dijo Jody—. Porque este maderamen no nos llevará hasta allá, seguramente.

—No tenemos otra esperanza que el pago de algún barco —respondió Will.

—Y que pase y nos recoja pronto, porque si no, nos moriremos de sed: dentro de cuatro o cinco días se habrán concluido las nueces de coco, admitiendo que no consumamos más que una cada día.

—Que no es bastante para los tres.

—Pues yo pregunto: ¿cómo vamos a dormir? —dijo Palicur—. El casco es ancho; pero las olas nos harán rodar hasta el mar.

—Por eso no te preocupes —contestó el contramaestre—. He visto pendiendo en el agua trozos de cordaje: nos ataremos a la quilla. Mí cuchillo tiene la hoja muy fuerte, y haremos unas entalladuras para sujetar las cuerdas en ellas.

—Lo único que tenemos que hacer es darnos un chapuzón y cortar un buen trozo de cuerda.

—De eso me encargo yo, señor Will —dijo el pescador de perlas.

—¡Cuidado con las piernas, Palicur! —dijo Jody—. También yo he visto hace unos instantes la cola de uno de esos obstinados tiburones. ¡A esos condenados se les ha metido en la cabeza que han de desayunarse con nuestro cuerpo!

—No pienses que nos dejen en paz hasta que nos recoja algún barco —dijo Will—. ¿Quieres intentar un salto de cabeza, Palicur? Las olas comienzan a achicarse, y, además, los cartuchos no se han acabado; de modo que puedo hacer fuego sobre ellos si quisieran acometerte.

—¡Estoy dispuesto, señor Will! —contestó el malabar cogiendo el cuchillo que le alargaba el contramaestre.

Agarrándose a las algas descendió, miró algunos instantes al agua, y enseguida se dejó caer, en el momento en que una ola se rompía en el costado de la deshecha embarcación.

Will, que también había descendido hasta tocar el agua, con una pistola empuñada miraba con atención, pronto a hacer fuego sobre los tiburones en caso de que éstos se hubiesen hecho cargo de la presencia del pescador.

Al cabo de medio minuto, que les pareció una hora a los dos náufragos, apareció de improviso la cabeza del malabar. En derredor del cuello llevaba una cuerda muy recia.

—¡Listo, Palicur! —gritó el contramaestre.

Palicur iba a cogerse a las algas, cuando se le vio sumergirse de pronto como si alguien le arrastrara bajo el agua.

Al mismo tiempo se le oyó lanzar un grito ahogado. El contramaestre se puso inmensamente pálido.

—¡Jody! —gritó con voz llena de angustia—. ¡Le han acometido los tiburones!

—¡No puede ser, señor Will! ¡Mírelos usted allá nadando juntos! ¡Los veo muy bien desde aquí!

—¡Pues algún monstruo marino le ha cogido y se lo ha arrastrado bajo el agua! ¡Tómala pistola; voy en su socorro!

—¿Sin armas? ¡No cometa usted esa locura!

En aquel momento una gran mancha de sangre subió a la superficie y se extendió rápidamente. El contramaestre lanzó un grito.

—¡Jody, a Palicur le han devorado!

Iba a dejarse caer al agua, sin pensar en el gravísimo peligro a que se exponía, cuando volvió a reaparecer la cabeza del malabar.

—¡Lo he matado! —gritó—. ¡No tema usted, señor Will! ¡No tengo más que algunos pinchazos en la piel! ¡Perro! ¡Estaba escondido debajo del barco!

—¿El tiburón?

—¡No, señor Will! Era un diablo de mar. En seguida saldrá a la superficie. ¡Alárgueme una mano para que pueda izarme!

El contramaestre le cogió enseguida por un brazo y le ayudó a subir, a pesar de la lucha, el malabar no había soltado la cuerda ni perdido el cuchillo.

En cuanto estuvo fuera del agua vieron sus dos amigos que tenía grandes rasguños en la espalda y en los brazos, de los cuales salía sangre en abundancia, a pesar de que no eran profundas las heridas.

—¿Qué clase de animal te ha acometido? —Le preguntó Jody—. ¿Son mordeduras?

—No; son pinchazos producidos por sus espinas corvas. ¡Ese tunante era tan grande como una vela de papahígo! Allí sale a la superficie; ¿lo veis?

En efecto; entre un ancho cerco de sangre había salido a la superficie un pez de enormes dimensiones.

Era un diablo de mar, un pez raro, a decir verdad, que se encuentra difícilmente lejos de las playas, pues le gusta estar escondido entre los bancos de arena, donde espera a que los otros peces vayan a metérsele en la boca, del tamaño de la de un horno y que siempre tiene abierta.

Tenía el cuerpo aplastado, era tan ancho como la vela de un mediano barco, y todo él estaba cubierto de espinas corvas; tenía la cabeza ornada de cuernos parecidos a los de los toros, y la cola era larga y cortante como la hoja de una lanceta.

—Esa bestia debe de pesar lo menos mil kilogramos —dijo Will—. ¿Cómo te ha acometido, Palicur?

—Iba a agarrarme a las algas, cuando me sentí cogido por los pies y arrastrado al fondo. En un principio creí que me había atrapado un tiburón; pero apenas pude libertarme, me encontré cara a cara con el diablo de mar, que salía de debajo del barco.

»El asunto fue cosa de un instante. Como esos peces no tienen dientes como los de los tiburones, ni tentáculos tampoco, me oculté debajo de él y le tiré tres o cuatro cuchilladas en dirección del corazón.

»Cuando me pinchó fue al hacer las contorsiones que le produjo el dolor de las heridas.

—¡Has debido de sentir mucho miedo al verte delante de ese monstruo tan feo! —dijo Jody.

—Ya había visto algunos en las pesquerías de Manar —contestó Palicur.

—¡No dejaremos que se lo coman todo los tiburones! —dijo Jody—. ¡Ya veo que esos condenados se dirigen hacia él!

—Su carne es venenosa —dijo Will—. Dejémosles que se lo coman, y nosotros prepararemos nuestro nido. Tendremos que trabajar bastante para hacer las hendiduras donde sujetar la cuerda.

Efectivamente; no fue cosa fácil hacer una hendidura en aquella traviesa tan dura, en la cual se cimentan las costillas de los barcos, y que generalmente es de durísimo roble.

El trabajo los ocupó todo el día; pero al fin pudieron hacer pasar la cuerda, la cual doblaron, pues tenía una longitud de una docena de metros, y a ella se sujetaron con las fajas de lana para no correr el peligro de ir a parar al mar mientras dormían, pues las olas seguían imprimiendo fuertes sacudidas a aquella tabla de salvación.

Aquella primera noche trascurrió tranquilamente, y durmieron tan a gusto sobre la masa de algas, que cuando se despertaron ya había salido el Sol.

—¿Nada, señor Will? —preguntó Jody dirigiéndose al contramaestre, que miraba atentamente el horizonte, con la esperanza de descubrir alguna vela o algún penacho de humo.

—¡Todo está desierto! —contestó el interrogado haciendo un movimiento de desesperación—. ¡Parece que estamos fuera de la ruta de los barcos que van a Bengala!

—¿Adónde nos lleva el viento?

—Hacia Poniente. Caminamos con tanta lentitud, que será necesario esperar un mes antes de descubrir las costas de Ceylán.

—¡Y todavía debemos estar contentos si no cambia el monzón! —dijo Palicur.

Durante la noche se había calmado el Océano, y solamente sacudía el barco la eterna ondulación que venía del Sur, sucediéndose por largos intervalos, con cierta regularidad.

Algunos delfines crucíferos, así llamados porque sobre sus blanquísimos lomos tienen una gran cruz negra de metro y medio o dos de largo, se deslizaban entre la espuma de las olas persiguiendo a un grupo de cefalópodos; por el espacio revoloteaban nubes de sulos, pájaros tan tontos que se dejan coger con la mano cuando se posan en las bordas de los barcos, y algunas parejas de grandes procelarios, tan pesados como los albatros, armados de un pico muy fuerte, y que son terribles pescadores.

Aun cuando estaban muy tristes, los tres náufragos hicieron una excursión por entre las algas para buscar algo que comer, y lograron reunir sin mucha fatiga una regular cantidad de crustáceos y moluscos. Con cierto temor pudieron comprobar, sin embargo, que la comida iba haciéndose escasa.

—Recurriremos al mar, señor Will —dijo Jody.

—¡No nos dará nada, querido! Sin embargo, si pudiésemos tener fuego y una cazuela, extraeríamos de estas algas alimento suficiente para sostenernos con fuerzas.

—¿Y cómo, señor Will?

—En el Japón he visto cocer estas algas y extraer de ellas una especie de gelatina, que venden en trozos cuadrados con el nombre de nuri. Pero como no tenemos medios para encender fuego, ni tampoco recipiente alguno, no podremos aprovecharlas.

—¡No desesperemos! ¡Si no hoy, mañana o pasado veremos algún barco!

El día trascurrió con lentitud, sin que apareciese por parte alguna la suspirada vela. Seguía siempre desierta la inmensidad que rodeaba a los tres desgraciados náufragos.

Aquella noche tuvieron que contentarse con unos cuantos cangrejillos que después de grandes rebuscas habían encontrado bajo las algas, y con un sorbo de leche de coco, que no calmó su sed, siempre en aumento por efecto del calor que reinaba en el Océano.

Antes de que el Sol apareciese presenciaron un fenómeno. El mar, que estaba en calma, se había puesto muy denso en derredor del barco, adquiriendo un color blanquecino, después empezó a hervir como si hubiese un gran fuego bajo las olas.

Jody y el malabar, que no sabían explicarse el fenómeno, comenzaron a asustarse temiendo alguna cosa inesperada y fatal.

El contramaestre, que había comprendido enseguida de qué se trataba, se apresuró a tranquilizarlos.

—No es el agua que hierve —dijo—. Son batallones de crustáceos muy pequeños y diáfanos que combaten entre sí.

—¡Crustáceos! —exclamó Jody.

—Sí, llamados mysis.

—Debe de haber millones en derredor de nosotros para que el agua aparezca tan densa. ¿No se podría cogerlos?

—¿Para comerlos? Son tan pequeños, tan diáfanos y tan gelatinosos, que deglutirías más agua salada que otra cosa. Esa cena no nos sirve.

—Acostémonos, amigos, y que vele uno de nosotros. Podría pasar algún barco cerca sin que lo viésemos.

Jody quedó encargado de vigilar durante el primer cuarto de guardia, y Will y Palicur se tendieron en su lecho de algas, después de haberse sujetado por la cintura como la noche anterior.

La guardia resultó inútil, porque no brilló en el horizonte ninguna luz que indicara la presencia de un velero.

A la mañana siguiente la situación era la misma que el día anterior; mejor dicho, era más grave, porque no encontraron crustáceos ni moluscos bajo las algas, y el hambre comenzaba a dejarse sentir. Las mezquinas comidas que hicieron después del naufragio no habían sido bastante para nutrir a hombres tan robustos como ellos.

Se había apoderado de los tres desgraciados una profunda tristeza. Sentados en la quilla uno cerca del otro, bajo la acción de los implacables rayos solares que los asaban vivos y que aumentaban su sed, no apagada por completo con la leche de los cocos, miraban con ojos mortecinos el desierto Océano, sin atreverse a dirigirse ni una palabra de consuelo o de esperanza.

Se sentían ya impotentes para luchar. Todavía contaban con dos nueces de coco; pero ¿y después?

—¡Tanto valdría concluir con un buen salto de cabeza en el agua! —murmuró Will—. ¡Allí nos esperan los dos tiburones, que por último me parece que tendrán la suspirada comida!

De pronto sus ojos se fijaron en una multitud de puntos negros y blancos que surcaban el aire en dirección de Levante, y que parecía que al cabo se orientaban hacia Poniente.

—¿Adónde van todos esos pájaros? —se preguntó—. ¿Los ves tú, Palicur; tú que tienes buena vista?

—Sí, señor Will —contestó el malabar.

—Serán pájaros emigrantes que vayan a Ceylán. Nunca los he encontrado en cantidades tan grandes volando sobre estos mares.

—Es posible, señor.

—¡Si descansaran aquí un momento! —dijo Jody.

—No tienen necesidad de descansar en ninguna parte. Son unos voladores de resistencia colosal.

—¿Vendrán de muy lejos?

—Quizás de las Nikobar o de las Andamanes —respondió el contramaestre.

—¿E irán a Ceylán?

—Eso creo, a juzgar por la dirección que llevan.

—Y por la noche, ¿dónde reposan? ¿En el mar?

—Pueden hacer la travesía en un solo día, querido.

—¿Y son capaces de recorrer gran distancia sin descansar?

—Los pájaros emigrantes recorren, por lo menos, cien kilómetros por hora; así, pues, desde la salida del Sol hasta su ocaso pueden volar mil doscientos, y aun mil quinientos kilómetros, y en esos espacios tan enormes siempre encuentran islas.

—Señor Will —dijo el malabar, que no apartaba los ojos de aquellas inmensas falanges de aves que se acercaban rápidamente—, esos pájaros no deben de ser emigrantes, porque me parece que distingo albatros, fragatas, sulos, quebrantahuesos y otros por el estilo. Estoy seguro de que son aves de presa.

—¿Y qué? —preguntó Jody.

—Que probablemente nos proporcionarán una comida abundante —prosiguió el pescador de perlas, sin contestar a la pregunta del maquinista.

—Peces voladores, ¿verdad? —dijo el contramaestre.

—Y que obliguen a levantarse a las doradas. Mire bien allá lejos: ¿los ve usted volar rozando el agua?

El contramaestre se hizo una visera con las manos y distinguió, efectivamente, que gran número de puntos brillantes que se elevaban del mar relucían un momento en el aire, y enseguida se sumergían.

—Sí; son peces voladores —dijo—, y nosotros nos encontramos precisamente en su camino. Algunos caerán aquí, y los cogeremos sin molestarnos mucho. Estemos atentos para apoderarnos de los que podamos.

Estaban ya a la vista las primeras falanges de los pájaros marinos, enemigos despiadados de los pobres peces voladores. Había muchos albatros, esos gigantes de los mares, quebrantahuesos y otras muchas agilísimas aves, cuyo vuelo se sentía vibrar.

Todos descendían y volvían a remontarse con rapidez fantástica, cayendo sobre los peces voladores, a los cuales perseguían también sus otros enemigos marítimos. Por millares caían en la boca de éstos y en el pico de las aves.

Aquellos desgraciados habitantes de los mares intertropicales pertenecían a la especie más grande, y los había de dos clases: unos, los más abundantes, no tenían más de veinte centímetros de longitud, y sus escamas eran de bellísimo color azul plateado; poseen una agilidad maravillosa, puesto que haciendo vibrar sus aletas pueden recorrer más de ciento y ciento veinte metros; los otros, que marchaban en dirección del barco, tenían un pie de largo; las escamas, de color rojizo oscuro, y las aletas, negras, con una especie de casquete en la cabeza que les daba un aspecto algo desagradable, e iban armados de agudas espinas que les defendían las mandíbulas.

Se levantaban por batallones describiendo anchas parábolas y agitando de un modo desesperado las nadadoras; enseguida se sumergían, para volver a emprender de nuevo el vuelo.

Sus enemigos acuáticos no eran las doradas, como supuso en un principio el malabar; era una banda de sword-fish, parecidos a los peces espadas, que tienen la aleta o nadadora dorsal tan desarrollada, que se sirven de ella como de una vela cuando tienen viento favorable.

Esos voraces habitantes del mar perseguían sin reposo a los pobres voladores, ensartándolos con su terrible lanza en cuanto caían.

—¡Atención! —dijo el contramaestre levantándose rápidamente—. ¡Está al llegar la comida, y quizás sea más abundante de lo que esperábamos! Pongámonos a distancia en la quilla, ¡y cuidado con dar una voltereta en el agua! Los sword-fish son a veces peligrosos para los hombres.

Los batallones de peces voladores, perseguidos con furia por los peces espadas y por las aves, llegaban dando saltos de sesenta y ochenta metros. Vibraban como desesperados sus aletas produciendo un zumbido extraño y procurando mantenerse en el aire el mayor tiempo posible.

La avanzada pasó volando sobre el barco; pero una veintena de ellos, que habían tomado mal la medida de la distancia, cayeron entre las algas que cubrían el buque, donde quedaron presos entre las hojas y las tiras vegetales como en las mallas de una red.

Pasaron otros chocando contra los tres náufragos, pues iban volando como locos, en tanto que los pájaros se venían encima por todas partes produciendo un estruendo parecido al lejano retumbar del trueno, y los peces espadas alanceaban el casco del buque.

Durante diez minutos fue aquello un desfile de batallones de peces y aves que no tenía fin; después todos se alejaron hacia Poniente.

—¡Esto es un verdadero maná! —dijo Will recogiendo rápidamente los peces que se debatían entre las algas—. ¡Qué lástima que no tengamos fuego y una cacerola! ¡Bah! ¡Nos contentaremos! ¡Por lo menos, no nos moriremos de hambre!

La recolección había sido tan abundante, que era demasiada, pues lo sobrante no podían conservarlo por falta de sal. Habían quedado entre las algas más de diez docenas de peces.

—¿Qué haremos con todo esto? —preguntó Jody.

—Los comeremos hasta que podamos, o mejor dicho, mientras duren —respondió Will—. Este sol implacable los estropeará, por nuestra desgracia, demasiado pronto.

Aun cuando el hambre los mordía ferozmente en el estómago, dudaron un poco antes de decidirse a clavarlos dientes en aquella carne cruda, palpitante todavía; pero al fin el apetito venció a la repugnancia y se dieron una verdadera panzada.

—Creo que nos acostumbraremos —dijo Jody, que era el que aún de cuando en cuando hacía algunas muecas—. Si es verdad que ha habido náufragos que se decidieron a comerse a sus semejantes, también en crudo, nosotros bien podemos hacer lo mismo con los peces.

Aquella comida copiosa después de tanta hambre los hizo caer pronto en un sopor que al cabo se convirtió en sueño reparador y tranquilo.

Cuando despertaron iba a ponerse el Sol, y los dos priom turtur, los dos graciosos pájaros marinos que anidaron entre las algas de la nave piaban alegremente cerca de ellos picando en los restos de los peces voladores que les habían servido de comida.

El contramaestre echó una mirada en rededor; de repente sus compañeros le vieron levantarse de un salto y lanzar un grito.

—¡Una vela! ¡Una vela!

Llenos de ansiedad el malabar y el mulato, se levantaron también precipitadamente preguntando:

—¿Dónde? ¿Dónde, señor Will?

—¡Allá; hacia Levante! ¡Mirad!

En efecto; allá donde el Océano se confundía con el horizonte y donde aparecían las primeras estrellas lucía intensamente un punto blanco sobre el color azul oscuro de las aguas.

—¡Sí; una vela! ¡Una vela! —gritaron a su vez el malabar y Jody, que parecía que se habían vuelto locos.

—¡Por si acaso, no nos forjemos ilusiones! —dijo Will, que había vuelto a recobrar su sangre fría—. Todavía no sabemos si se dirige hacia nosotros o si se remonta hacia el golfo de Bengala.

—Señor Will —dijo Palicur—, ¿de dónde sopla el viento?

—De Levante.

—Entonces, debe de empujar a ese barco hacia Poniente.

—Con el viento de bolina se camina también de un modo admirable, y ese velero lo mismo podría bogar hacia el Sur que hacia el Norte.

—¿Qué clase de barco le parece que sea? ¡Mire usted bien, señor Will!

El contramaestre miró con más atención todavía el punto blanco, que iba agrandándose poco a poco, y al cabo de algunos minutos dijo:

—Apostaría a que es un barco indio; un grab o un pariah; a no ser que sea una pinassa, que se les parece mucho. Velero europeo no creo que sea.

—¿Cree usted que se acerca? —preguntó Jody.

—Tengo esa esperanza, porque ya le veo mejor. Sin embargo, no pasará cerca de aquí antes de un par de horas, porque el viento es débil. Desembaracémonos de estos vestidos, que nos delatarían, y arrojémoslos al mar cuando llegue el momento. Debemos fingirnos náufragos, y por nada del mundo despertar la sospecha de que podamos ser presidiarios.

—¿Náufragos del velero? —preguntó Jody—. Pongámonos de acuerdo, señor Will. Decidnos un nombre cualquiera.

—Náufragos de un barco anglo-indio, el Escocia, por ejemplo, que se dirigía de Singapur a Colombo, y que se fue a pique cerca de las islas Nikobar.

—Y los únicos supervivientes somos nosotros —añadió Palicur.

—Sí —respondió el contramaestre.

—Señor Will, ¿adelanta ese barco? —preguntó Jody.

El marino había vuelto a mirar detenidamente hacia Levante; pero la luz se había debilitado tanto ya en aquella dirección, que casi no se podía distinguir nada. Tan sólo hacia Poniente un ligero resplandor rojizo indicaba el lugar por donde desaparecía el Sol.

—No veo otra cosa que las estrellas que apuntan en el cielo —dijo con vos angustiada.

—¡Esperemos; quizás podamos ver los faroles de ese buque!

Se sentaron en la quilla y miraron con ansiedad hacia Levante. No había traza de alguna luz, y por Poniente también las tinieblas se extendían con rapidez. El mar se tornó de color de tinta.

Trascurrieron algunos minutos en espera; al cabo se escapó un grito de los labios del contramaestre.

—¡Las luces de posición! ¡Allí! ¡Allí abajo! ¡Ese barco va corriendo bordadas!

—¡Sí! —dijo Palicur, que, como ya hemos dicho, tenía mejor vista que los otros.

—¿No serán estrellas? —preguntó Jody.

Iba a contestar el contramaestre, cuando de improviso el casco del buque sufrió un tumbo hacia babor, haciendo caer a los náufragos unos sobre otros. Al mismo tiempo se oyeron extraños ruidos, como si el agua se precipitase a través de un espacio vacío.

—¡Señor Will! —gritó Jody aterrado—. ¿Qué es lo que sucede?

Hubo algunos instantes de silencio, y de pronto se oyó gritar al contramaestre:

—¡Se hunde el barco!